El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


PRIMERA PARTE » I

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I

El abismo infranqueable que algunas miradas adivinan entre el alma occidental y el alma oriental tal vez no sea más que el efecto de un espejismo; tal vez se deba únicamente a la representación convencional de un lugar común sin base sólida, a una apariencia pérfidamente disfrazada de intuición penetrante, cuya veracidad primigenia permita siquiera ser invocada para justificar su existencia; tal vez la necesidad de «salvar la cara» se antojaba en esta guerra igual de imperiosa, igual de vital, para los británicos que para los japoneses; tal vez esa necesidad determinara los movimientos de los unos, sin que fueran conscientes de ello, con tanto rigor, con tanta fatalidad, como dirigía los movimientos de los otros e, indudablemente, de los de todos los demás pueblos; tal vez los actos en apariencia opuestos de estos enemigos no fueran más que manifestaciones, diferentes pero anodinas, de una misma realidad inmaterial; tal vez el espíritu del coronel nipón, Saíto, fuera esencialmente análogo al de su prisionero, el coronel Nicholson.

Estas preguntas se las hacía el médico comandante Clipton, él también prisionero, como los quinientos desgraciados que habían sido desplazados por los japoneses al campamento del río Kwai, y como los sesenta mil ingleses, australianos, holandeses y estadounidenses concentrados por aquéllos en varios grupos en la región menos civilizada del mundo, la selva de Birmania y Tailandia, con objeto de construir un ferrocarril destinado a unir el golfo de Bengala con Bangkok y Singapur. Clipton se respondía en ocasiones afirmativamente, reconociendo al mismo tiempo que ese enfoque tenía todo el aspecto de una paradoja y precisaba una considerable elevación sobre las manifestaciones aparentes. Para aceptarlo, hacía falta antes que nada negar, por una parte, todo el significado real a los golpes, culatazos y otras brutalidades menos inofensivas con las que se exteriorizaba el espíritu japonés y, por la otra, la imponente exhibición de dignidad que el coronel Nicholson había adoptado como arma favorita para afirmar la superioridad británica. Clipton, sin embargo, se dejaba llevar por esta valoración en un momento en que su jefe le tenía sumido en tal estado de rabia que su espíritu sólo alcanzaba a encontrar algo de paz con la búsqueda abstracta y apasionada de las causas primeras.

Era entonces cuando llegaba invariablemente a la conclusión de que el conjunto de las características que componían la personalidad del coronel Nicholson (e incluía, improvisadamente, en esta respetable colección el sentimiento del deber, el apego a las virtudes ancestrales, el respeto a la autoridad, la obsesión por la disciplina y el amor a la obligación bien cumplida) encontraban su condensación perfecta en una palabra: esnobismo. Durante estos períodos de febril investigación, le tenía por un esnob, un ejemplo perfecto de militar esnob, elaborado y madurado lentamente, desde la edad de piedra, gracias a un largo proceso de síntesis, en el que la tradición iba asegurando la conservación de la especie.

Clipton, por otra parte, era una persona objetiva por naturaleza y poseía el extraño don de ser capaz de considerar un mismo problema bajo enfoques muy diferentes. Tras calmar un poco con su conclusión la tempestad desencadenada en su cerebro por determinadas actitudes del coronel, se sentía súbitamente inclinado a la indulgencia, reconociendo, casi conmovido, la excelencia de sus virtudes. Admitía que, si bien éstas eran las propias de un esnob, un análisis lógico un poco más detallado obligaría probablemente a clasificar en la misma categoría los sentimientos más admirables y, finalmente, acababa identificando en el amor maternal la manifestación más evidente del esnobismo en este mundo.

El respeto que el coronel Nicholson sentía por la disciplina había quedado bien patente en el pasado, en diversas regiones de África y Asia. Se reafirmó de nuevo en 1942, en Singapur, durante el desastre que siguió a la invasión de Malasia.

Después de que el alto mando ordenara rendir las armas, un grupo de jóvenes oficiales de su regimiento estableció un plan para alcanzar la costa, apoderarse de una embarcación y navegar hasta las Indias holandesas. No obstante, el coronel Nicholson, sin dejar de rendir tributo a su audacia y coraje, se opuso a este proyecto por todos los medios aún a su disposición.

Primero trató de convencerles, explicándoles que esa tentativa contravenía directamente las instrucciones recibidas. Después de que el comandante en jefe firmara la capitulación de toda Malasia, la fuga de todo súbdito de Su Majestad supondría un acto de desobediencia. En su opinión, no había más que una línea de conducta posible: esperar en el lugar en que se encontraban a que un oficial de alto rango japonés viniera a recibir su rendición, la de sus mandos y la de los centenares de hombres que habían escapado a la masacre de las últimas semanas.

—¡Qué ejemplo para la tropa, los superiores eludiendo su deber! —afirmaba.

Sus argumentos eran respaldados por la penetrante intensidad de su mirada en los momentos solemnes. Sus ojos poseían la coloración del océano índico en calma, y su rostro, en perpetuo reposo, era la imagen evidente de un alma ajena a los remordimientos de conciencia. Le adornaba el bigote rubio, casi taheño, de los héroes plácidos, y el reflejo carmesí de su piel testimoniaba un corazón puro, garante de una circulación sanguínea precisa, potente y regular. Clipton, que había seguido sus pasos durante toda la campaña, se quedaba maravillado un día tras otro al ver materializarse milagrosamente, frente a sus ojos, al oficial británico del Ejército de las Indias, un ser que siempre había creído legendario, y que afirmaba su realidad con un ímpetu tal que era capaz de provocar en él esas dolorosas crisis alternadas de furia y ternura.

Clipton había abogado por la causa de los jóvenes oficiales. Aprobaba sus intenciones, y así se lo había hecho saber al coronel Nicholson. Éste se lo reprochó severamente, expresando al tiempo su desazón al comprobar que un hombre maduro como él, con una posición de alta responsabilidad, pudiera compartir las quimeras de unos jóvenes insensatos, fomentando las improvisaciones aventuradas, que nunca traen consigo nada bueno.

Tras haber expuesto sus razones, dio órdenes precisas y estrictas: todos los oficiales, suboficiales y soldados rasos esperarían la llegada de los japoneses en el lugar en que se encontraban. Su rendición no era un asunto individual, no había razón alguna para sentirse humillado. Él y sólo él asumiría todo el peso de esa decisión dentro del regimiento.

La mayoría de los oficiales acabaron resignándose, puesto que su gran capacidad de persuasión, su considerable autoridad y su indiscutible coraje personal impedían atribuir a su conducta otro móvil que no fuera el sentimiento del deber. Algunos desobedecieron y se refugiaron en la selva, cosa que produjo un profundo malestar al coronel Nicholson. Éste les declaró desertores e, impaciente, se dispuso a aguardar la llegada de los japoneses.

En previsión del acontecimiento, había organizado dentro de su cabeza una ceremonia caracterizada por una sobria dignidad. Tras una cierta reflexión, determinó ofrecer el revólver que llevaba en su flanco al coronel enemigo encargado de aceptar su rendición, como símbolo de sumisión al vencedor. Repitió en varias ocasiones este gesto, asegurándose de poder desenganchar fácilmente la funda de su arma. Se había puesto su mejor uniforme y había exigido a sus hombres que extremaran su aseo. Luego los reunió y les hizo formar en pabellones, cuya correcta alineación verificó él personalmente.

Los primeros en presentarse fueron varios soldados rasos incapaces de hablar ningún idioma del mundo civilizado. El coronel Nicholson ni se inmutó. A continuación llegó un suboficial en un camión, indicando con gestos a los ingleses que depositaran sus armas en el vehículo. El coronel les había prohibido realizar movimiento alguno. Solicitó la comparecencia de un oficial superior, pero ningún oficial se encontraba presente, ni subalterno ni superior. Los japoneses no comprendían su petición y se mostraban irritados. Los soldados nipones adoptaron una actitud amenazante, al tiempo que el suboficial lanzaba aullidos guturales y señalaba a los soldados en pabellón. El coronel había ordenado a sus hombres que permanecieran en sus puestos, inmóviles. Mientras que los japoneses apuntaban a éstos con sus metralletas, la emprendieron a empellones con el coronel que, impasible, reiteró su demanda. Los ingleses se miraban entre sí con inquietud, y Clipton se preguntaba si el amor a los principios y las formas que profesaba su jefe no daría lugar a la exterminación de todos ellos. En ese momento, por fin, apareció un vehículo cargado de oficiales japoneses. Uno de ellos portaba la insignia de comandante. A falta de algo mejor, el coronel Nicholson decidió dirigirse a él. Ordenó a su tropa la posición de firme, le saludó reglamentariamente y, tras desabrocharse del cinturón la funda de su revólver, se lo tendió ceremoniosamente.

Ante semejante cuadro, el comandante, espantado, en un primer momento hizo un movimiento hacia atrás; luego dio la impresión de azorarse profundamente para, a continuación, estallar en una prolongada y barbárica carcajada, que sus secuaces no tardaron en imitar. El coronel Nicholson se encogió de hombros y adoptó una actitud desafiante. Pese a ello, dio autorización a sus soldados para que cargaran las armas en el camión.

En una anterior estancia en un campo de prisioneros cercano a Singapur, el coronel Nicholson se había fijado el objetivo de mantener la corrección anglosajona frente al desbarajuste y el desorden de los vencedores. Clipton, que lo había seguido de cerca, ya se preguntaba en esta época si el coronel merecía su bendición, o más bien su maldición.

Como consecuencia de las órdenes dadas por el coronel Nicholson, destinadas a confirmar y ampliar con su autoridad las instrucciones recibidas de los japoneses, los hombres de su unidad se comportaban bien y se alimentaban mal. El «looting», es decir, el hurto de latas de conserva y otras vituallas, practicado en ocasiones por los prisioneros de otros regimientos en los suburbios de Singapur azotados por los bombardeos, a pesar de la presencia de los guardias y, a menudo, con su connivencia, suponía un suplemento inestimable a las parcas raciones. Ese tipo de pillaje, sin embargo, resultaba totalmente inaceptable para el coronel Nicholson, que hizo organizar conferencias a sus oficiales, en las que se resaltaba la infamia de tal conducta y donde se demostraba que la única manera que el soldado inglés tenía de elevarse por encima de sus vencedores temporales era dándoles ejemplo con un comportamiento irreprochable. Para garantizar el respeto de esta regla, ordenaba regularmente registros, más exhaustivos que los de sus centinelas.

Dichas conferencias sobre la honestidad que debía guiar la conducta del soldado en tierra extranjera no eran la única carga que imponía a su regimiento. Los japoneses no habían iniciado ningún gran proyecto en los alrededores de Singapur, por lo que el regimiento todavía no estaba abrumado de trabajo. Convencido de que la ociosidad era perjudicial para el espíritu de la tropa, y en su preocupación por evitar que la moral bajase, el coronel organizó un programa de actividades para el tiempo libre. Obligaba a sus oficiales a leer capítulos enteros del reglamento militar para, seguidamente, comentarlos ante sus hombres. Organizaba exámenes orales y distribuía recompensas en forma de certificados firmados por él mismo. Naturalmente, la enseñanza de la disciplina no había sido pasada por alto en los cursos, los cuales hacían periódicamente hincapié en la obligatoriedad por parte del subalterno de saludar a su superior, incluso dentro de un campo de prisioneros. De esta manera, los soldados rasos, que, además, debían saludar a todos los japoneses, sin distinción de grado, se encontraban expuestos continuamente, si olvidaban las consignas recibidas, a las patadas y culatazos de los centinelas, por una parte, y a las amonestaciones del coronel, por la otra, acompañadas del castigo que éste creyera conveniente, que podía llegar hasta varias horas de guardia, en pie, durante el período de reposo.

La aceptación de esta disciplina espartana por parte de los hombres, y la sumisión demostrada a una autoridad que ya no contaba con el respaldo de ningún poder temporal, procedente de un ser también expuesto a vejaciones y brutalidades, causaba en ocasiones la admiración de Clipton, que se preguntaba si había que atribuir la obediencia de los soldados británicos al respeto que sentían por la personalidad del coronel, o bien a las ventajas logradas gracias a él, puesto que era innegable que su intransigencia obtenía resultados, incluso con los japoneses. Las armas que esgrimía antes estos últimos eran su apego a los principios, su obstinación, su gran capacidad de concentración sobre un punto concreto hasta obtener su satisfacción y el Manual de derecho militar, con la Convención de Ginebra y la Convención de La Haya, que ponía sosegadamente delante de las narices de los nipones cada vez que éstos cometían alguna infracción del código internacional. Su valor físico y su desprecio absoluto por la violencia corporal contribuían seguramente también a fomentar su autoridad. En algunas ocasiones en las que los japoneses se habían excedido en los derechos escritos reservados a los vencedores, no se limitó a protestar, sino que también se interpuso personalmente. Una vez fue golpeado con brutalidad por un guardia particularmente feroz, cuyas exigencias contravenían las leyes establecidas. Al final se le dio la razón y su agresor fue castigado. De esa manera acabó reforzando su propio reglamento, más tiránico que las fantasías niponas.

—Lo más importante —afirmaba a Clipton, cuando éste le insinuaba que quizá las circunstancias autorizaran una cierta amabilidad por su parte— es que los muchachos tengan la sensación de que están todavía bajo nuestras órdenes, y no bajo las de esos simios. Mientras continúen imbuidos en esta idea, seguirán siendo soldados y no esclavos.

Clipton, siempre imparcial, admitía el buen juicio de estas palabras y los excelentes sentimientos que inspiraban la conducta de su coronel en todo momento.

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