El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


PRIMERA PARTE » IV

Página 7 de 33

IV

Clipton temió por un momento que el período lleno de dificultades previsto por el coronel Nicholson no durara mucho y acabara, nada más comenzar, con una espantosa tragedia. Como médico, era el único oficial al que la disputa no afectaba directamente. Ya estaba sobrecargado de trabajo cuidando a los numerosos lisiados, víctimas de la terrible marcha a través de la selva, razón por la cual no había sido incluido entre la mano de obra. No por ello su angustia fue menor cuando asistió al primer choque, desde la barraca pomposamente bautizada como «el hospital», en la que se encontraba desde poco antes del amanecer.

Tras ser despertados en mitad de la noche por los silbatos y los gritos de los centinelas, se dispusieron a formar filas, de mal humor y aún exhaustos, ya que no habían podido recuperar las fuerzas por culpa de los mosquitos y su mísero acomodamiento. Los oficiales se reagruparon en el lugar indicado. El coronel Nicholson les había dado instrucciones precisas.

—Hay que dar pruebas de buena voluntad —declaró—, siempre y cuando ello sea compatible con nuestro honor. Yo también iré personalmente a formar filas.

Había dejado bien claro que la obediencia a las órdenes de Saíto se limitaría a eso.

Permanecieron un buen rato en pie, inmóviles en medio de la fría humedad. Más tarde, cuando el día empezaba a nacer, vieron llegar al coronel Saíto, rodeado de algunos oficiales subalternos y seguido del ingeniero que había de dirigir las obras. Daba la impresión de estar malhumorado, si bien su rostro se iluminó al divisar al grupo de oficiales británicos, alineados detrás de su jefe.

Un camión cargado de herramientas seguía a los mandos. Mientras el ingeniero se encargaba de su distribución, el coronel Nicholson dio un paso al frente y solicitó a Saíto una breve entrevista. La mirada de éste se ensombreció, pero no dijo ni una palabra. El coronel entonces fingió interpretar su silencio por un signo de asentimiento y se acercó a él.

Clipton no pudo observar sus gestos, puesto que estaba de espaldas a él. Después de un momento, cambió de posición, situándose de perfil, lo que permitió al médico ver cómo le ponía un librito delante de las narices al japonés, al tiempo que le señalaba con el dedo un pasaje. Se trataba sin lugar a dudas del Manual de derecho militar. Saíto titubeó, lo que llevó a pensar a Clipton que quizá la noche le hubiera inspirado mejores sentimientos. Rápidamente comprendió cuan vano era su anhelo. Tras el discurso de la víspera, aunque había aplacado su cólera, la obligación de «salvar la cara» dictaba ineluctablemente su conducta. Su rostro empezó a enrojecer. Tenía la esperanza de haber terminado con esa historia y ahora, de nuevo, se enfrentaba a la obstinación del coronel. Volvió entonces a sumirse, de golpe, en un estado de furia histérica, provocado por la testarudez del coronel Nicholson. Éste, mientras tanto, seguía leyendo en voz baja y ayudándose con el dedo, sin percatarse de la transformación de Saíto. Clipton, que observaba atentamente los cambios en la fisonomía del japonés, estuvo a punto de lanzar un grito para advertir a su jefe, pero ya era demasiado tarde. En un par de movimientos rápidos, Saíto hizo saltar el libro por los aires y propinó una bofetada al coronel. Luego, permaneció un rato enfrente de él, con el cuerpo inclinado hacia adelante y los ojos fuera de las órbitas, mientras gesticulaba y alternaba, de modo grotesco, insultos en inglés y japonés.

A pesar de su sorpresa, ya que no se esperaba una reacción de ese tipo, el coronel Nicholson conservó la calma. Recogió el libro del fango, se enderezó delante del japonés, al que sacaba una cabeza, y le dijo simplemente:

—Teniendo en cuenta las condiciones actuales, coronel Saíto, y dado que las autoridades japonesas no se avienen a las leyes vigentes en el mundo civilizado, nos consideramos libres de toda obligación de obediencia con respecto a ellas. Sólo me queda comunicarle las órdenes que he dado: los oficiales no trabajarán.

Tras pronunciar estas palabras, fue víctima, pasiva y silenciosa, de un segundo asalto, aún más brutal. Saíto, que parecía haber perdido los nervios, arremetió contra él y, de puntillas, comenzó a machacarle la cara a base de puñetazos.

El asunto se ponía feo. Algunos oficiales ingleses rompieron filas y se acercaron con un aire amenazante. Empezaron a escucharse murmullos entre la tropa. Los mandos japoneses gritaron breves consignas y los soldados prepararon sus armas para disparar. El coronel Nicholson rogó a sus oficiales que volvieran a sus puestos y ordenó a sus hombres que conservaran la calma. Pese a la sangre que fluía de su boca, conservaba un aspecto inalterable de superioridad.

Saíto, que se había quedado sin aliento, dio unos pasos atrás e hizo amago de sacar su revólver pero, pensándoselo mejor, desistió. Retrocedió una segunda vez y comenzó a dar órdenes en un tono sospechosamente sosegado. Los guardias japoneses rodearon a los prisioneros y, a base de signos, les ordenaron que avanzaran. Los llevaban en dirección al río, hacia la obra. Se produjeron protestas y varios intentos, más bien simbólicos, de resistencia. Algunos de los hombres interrogaban ansiosamente con sus miradas al coronel Nicholson, y éste les hacía señales de que obedecieran. Desaparecieron rápidamente. Los oficiales británicos permanecieron en sus puestos, enfrente del coronel Saíto.

Éste último retomó la palabra, en un tono reposado que inquietó a Clipton. No se equivocaba: unos soldados se alejaron y volvieron momentos más tarde con las dos ametralladoras que anteriormente habían estado colocadas a la entrada del campamento. Las instalaron a derecha e izquierda de Saíto. El temor de Clipton se transformó en atroz angustia. Contemplaba la escena a través del tabique de bambú de su «hospital». Detrás de él se agolpaban unos cuarenta desgraciados cubiertos de heridas supurantes. Varios de ellos se habían arrastrado hasta donde se encontraba el médico, con el fin de observar también la escena. Uno de los enfermos lanzó una sorda exclamación:

—Doctor, no los irán a… ¡No es posible! Ese simio amarillo no se atreverá, ¿verdad? Claro que también el viejo se emperra…

Clipton estaba casi seguro de que el simio amarillo sí se atrevería. La mayoría de los oficiales situados detrás del coronel compartían esa convicción. Ya se habían producido varios casos de ejecuciones masivas durante la toma de Singapur. Era evidente que Saíto había hecho alejar a la tropa para impedir los testimonios comprometedores. Ahora se dirigía a los oficiales en inglés, ordenándoles que cogieran sus herramientas y que se pusieran rumbo al punto de trabajo.

La voz del coronel resonó de nuevo. Declaró que no obedecerían. Nadie se movió de su sitio. Saíto dio otra orden. Los japoneses cargaron las cintas de las ametralladoras, con los cañones apuntando sobre el grupo.

—Doctor —exclamó de nuevo, gimiendo, el soldado que estaba al lado de Clipton—, le digo que el viejo no va a dar su brazo a torcer… No se entera de nada. ¡Hay que hacer algo!

Esas palabras sacaron de su ensimismamiento a Clipton, que hasta ese momento se había sentido paralizado. Era evidente que «el viejo» no se daba cuenta de la situación. No creía a Saíto capaz de llegar hasta el final. Era necesario hacer algo con urgencia, como decía el soldado, había que explicarle que no tenía derecho a sacrificar a veinte personas de esa manera, por testarudez y por amor a los principios, que ni su honor ni su dignidad se verían rebajados por ceder ante la fuerza bruta, como todos los demás habían hecho en los otros campamentos. Las palabras se acumulaban en su boca. Salió entonces precipitadamente del «hospital» y se dirigió a Saíto:

—Espere un momento, coronel. Yo se lo explicaré.

El coronel Nicholson le echó una mirada severa.

—Ya basta, Clipton. No tiene nada que explicarme. Sé muy bien lo que estoy haciendo.

El médico no tuvo tiempo de unirse al grupo. Dos guardias lo interceptaron brutalmente, y lo inmovilizaron. Pero su brusca salida, en cualquier caso, a todas luces hizo reflexionar a Saíto, que ahora se mostraba vacilante. Súbitamente, Clipton exclamó algo, con toda rapidez, que los demás japoneses no comprendieron:

—Se lo advierto, coronel. He sido testigo de toda la escena. No sólo yo, también los cuarenta enfermos del hospital. Le será imposible aducir una revuelta colectiva o una tentativa de evasión.

Era la última carta, si bien peligrosa, que le quedaba. Ni siquiera ante las autoridades japonesas, Saíto hubiera encontrado una excusa con que justificar esa ejecución. Debía evitar todo testimonio británico. Es decir, llevando la lógica hasta sus últimas consecuencias, o hacía masacrar a todos los enfermos, junto con su médico, o bien debía renunciar a su venganza.

Clipton sintió que había ganado temporalmente la partida. Saíto reflexionó durante un buen rato. En realidad, se debatía agónicamente entre el odio y la humillación de la derrota, pero no dio la orden de disparar.

De hecho, no dio ninguna orden a sus súbditos, que permanecieron sentados frente a sus ametralladoras, con las armas apuntando. Así estuvieron un largo rato, demasiado largo, porque Saíto no se resignaba a «perder la cara» al extremo de tener que ordenar la retirada de las piezas de artillería. Pasaron allí una buena parte de la mañana, sin atreverse a moverse, hasta que quedó desierta la zona de concentración de la tropa.

Era un éxito muy relativo y Clipton no se atrevía a especular sobre la suerte que aguardaba a los rebeldes. Se consolaba recordándose a sí mismo que había evitado lo peor. Los guardias llevaron a los oficiales a la prisión del campamento. El coronel Nicholson fue arrastrado por dos coreanos gigantes, que formaban parte de la guardia personal de Saíto, a la oficina del coronel japonés. Ésta consistía en un pequeño cuarto que comunicaba con su estancia privada, lo que le permitía visitar frecuentemente su reserva de alcohol. Saíto se acercó lentamente a su prisionero y cerró con cuidado la puerta. Un momento más tarde, Clipton, que, en el fondo, era una persona de corazón sensible, no pudo dejar de estremecerse al oír el ruido de los golpes.

Ir a la siguiente página

Report Page