El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


PRIMERA PARTE » VII

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VII

El coronel Nicholson, acompañado por sus consejeros habituales, el comandante Hughes y el capitán Reeves, marchaba en dirección al río Kwai, siguiendo el terraplén de la vía en que trabajaban los prisioneros.

Andaba lentamente, sin prisa alguna. Inmediatamente tras su liberación, había conseguido una segunda victoria: cuatro días de descanso absoluto para él y sus oficiales, en compensación por el castigo que injustamente se les había infligido. Saíto tuvo que dominar su rabia al considerar este nuevo retraso, pero finalmente accedió. Dio incluso órdenes para que los prisioneros fueran tratados convenientemente, y machacó la cara a uno de sus soldados en el que creyó adivinar una sonrisa irónica.

El hecho de que el coronel Nicholson solicitara cuatro días de reposo no se debía únicamente a la necesidad de recuperar fuerzas, tras el infierno que había sufrido. Deseaba reflexionar, analizar la situación, discutirla con su estado mayor y establecer un plan de acción, como corresponde a todo mando consciente, evitando así lanzarse de cabeza a la improvisación, algo que odiaba por encima de todo.

No tardó en darse cuenta del boicoteo sistemático al que se habían dedicado sus hombres. Al percatarse de los sorprendentes resultados de sus actividades, Hughes y Reeves no pudieron contener algunas exclamaciones:

—¡Admirable terraplén para una vía férrea! —dijo Hughes—. Sir, le sugiero que convoque a los responsables del regimiento. Y pensar que por aquí tienen que pasar trenes cargados de munición…

El rostro grave del coronel se mantuvo inalterable.

—¡Bonito trabajo! —insistió el capitán Reeves, antiguo ingeniero de obras públicas—. Ninguna persona con uso de razón puede creer que los japoneses tengan intención de trazar una vía sobre esta montaña rusa. Preferiría enfrentarme de nuevo al ejército japonés, sir, que hacer un viaje por esta línea.

El coronel permaneció silencioso. Seguidamente hizo una pregunta:

—A su juicio, Reeves, usted que es técnico: ¿todo esto puede ser de alguna utilidad?

—No lo creo, sir —afirmó Reeves, después de un momento de reflexión—. Perderían menos tiempo abandonando este desastre y construyendo una vía nueva un poco más lejos.

El coronel Nicholson parecía cada vez más preocupado. Agitó la cabeza y continuó su marcha en silencio. Deseaba ver el conjunto de la obra antes de formarse una opinión.

Arribaron entonces a las inmediaciones del río Kwai. Un equipo de unos cincuenta hombres semidesnudos, ataviados únicamente con el triángulo de tela distribuido como uniforme de trabajo por los japoneses, trabajaba incesantemente en torno a la vía. Un centinela, fusil en hombro, deambulaba delante de ellos. Un poco más lejos, parte del equipo cavaba el suelo; la otra parte transportaba la tierra en encañizadas de bambú, arrojándola a ambos lados de una línea jalonada por estacas blancas. El trazado inicial era perpendicular a la ribera del río, pero el pérfido ingenio de los prisioneros había logrado hacerlo prácticamente paralelo a ésta. El ingeniero japonés no se encontraba allí, pero podía vérsele al otro lado del río, gesticulando en medio de otro grupo, que cada mañana era transportado en balsa a la orilla izquierda. Sus chillidos también eran perfectamente audibles.

—¿Quién ha plantado esta línea de estacas? —preguntó el coronel, haciendo un alto en el camino.

—Él, sir —dijo un cabo inglés, poniéndose firme ante su jefe, al tiempo que apuntaba con el dedo al ingeniero—. Él, pero yo le he ayudado un poco. Introduje una pequeña rectificación después de que se fuera. Nuestras ideas no siempre son coincidentes, sir.

Aprovechando que el centinela se había alejado un poco, le lanzó un guiño silencioso. El coronel Nicholson, aún cariacontecido, no respondió a esa señal de connivencia.

—Comprendo —replicó en un tono glacial.

Continuó su camino sin otro comentario y, poco después, volvió a detenerse ante otro cabo. Éste, ayudado por algunos hombres, se empleaba a fondo limpiando el terreno de unas raíces enormes, izándolas a la cima de una pendiente en vez de dejar que rodaran hasta el fondo de la hondonada, bajo la mirada inexpresiva de otro soldado japonés.

—¿Cuántos hombres participan en el equipo de trabajo, esta mañana? —inquirió imperiosamente el coronel.

El guardia le observó fijamente con sus ojos redondos, preguntándose si en las órdenes recibidas entraba el permitir interpelar a los prisioneros, pero el tono del coronel era tan autoritario que permaneció inmóvil. El cabo se incorporó rápidamente y respondió vacilante:

—Veinte o veinticinco, sir, no lo sé muy bien. Uno de los hombres se ha sentido indispuesto al llegar a la obra. Un desfallecimiento repentino… e incomprensible, sir. Su estado de salud era bueno esta mañana. Tres o cuatro de sus compañeros han sido «obligados» a llevarlo al hospital, sir, puesto que era incapaz de caminar. Aún no han vuelto. Era el hombre más corpulento y robusto del equipo, sir. En las condiciones actuales, nos será imposible cumplir con nuestra cuota, sir. Este ferrocarril parece atraer todas las desgracias.

—Todos los cabos —replicó el coronel— tienen la obligación de conocer el número exacto de hombres bajo sus órdenes… ¿Cuál es la cuota?

—Un metro cúbico de tierra que cavar y transportar, por hombre y día. Con estas malditas raíces, sir, tengo la impresión de que esa tarea, insisto, esta fuera de nuestro alcance.

—Comprendo —dijo el coronel, en un tono aún más seco.

El coronel Nicholson se alejó murmurando entre dientes algunas palabras incomprensibles. Hughes y Reeves le siguieron.

Luego, ascendió con su comitiva sobre un montículo, desde el que se divisaba perfectamente el río y el conjunto de la obra. El Kwai tenía una anchura, en ese tramo, de más de cien metros, con unas orillas elevadas considerablemente sobre el nivel del agua. El coronel inspeccionó el terreno en todas las direcciones y, a continuación, se dirigió a sus subordinados. Enunció algunos tópicos, pero en un tono de voz restituido de todo su vigor:

—Estos tipos, quiero decir, los japoneses, acaban de salir de su estado de salvajismo, y lo han hecho con demasiada rapidez. Han intentado copiar nuestros métodos, sin asimilarlos. Los dejan sin modelos y, ahí los tienen, desorientados. Son incapaces, en este valle en el que nos encontramos, de conducir una empresa que sólo requiere un poco de inteligencia. Ignoran que se gana tiempo reflexionando un poco de antemano, en lugar de revolverse en el desorden. ¿Qué opina usted, Reeves? Las vías férreas y los puentes son lo suyo.

—Ciertamente, sir —respondió el capitán con su vivacidad instintiva—. He construido en India más de diez obras de este tipo. Con el material que hay en esta selva y la mano de obra de la que disponemos, un ingeniero cualificado levantaría el puente en menos de seis meses… Hay momentos, he de confesarlo, en los que la incompetencia de los japoneses me hace hervir la sangre…

—A mí también —reconoció Hughes—. Tengo que admitir que el espectáculo de anarquía al que asistimos me exaspera a veces. Con lo simple que es…

—Y a mí —interrumpió el coronel—, ¿creen ustedes que este escándalo me llena de júbilo? Lo que he visto esta mañana me ha conmocionado profundamente.

—En cualquier caso, podemos estar tranquilos en lo que respecta a la invasión del subcontinente indio, sir —dijo entre risas el capitán Reeves—, si, como pretenden, esta línea de comunicación ha de contribuir a ello… El puente sobre el río Kwai aún no está listo para cargar con sus trenes.

El coronel Nicholson seguía adentrándose en sus propios pensamientos, con sus ojos azules clavados en los colaboradores.

—Gentlemen —exclamó—, creo que a todos nos va a hacer falta mucha firmeza para recuperar el control sobre nuestros hombres. Con esos bárbaros han adquirido el hábito de la negligencia y la pereza, lo cual es incompatible con su condición de soldados ingleses. Ello va a requerir también mucha paciencia, y tacto, puesto que no podemos hacerlos responsables de la situación. Necesitan una autoridad, algo de lo que han carecido hasta ahora. Los golpes no pueden remplazaría. Lo que hemos visto es una prueba… de convulsión desordenada. En definitiva, nada positivo. Estos asiáticos han demostrado solos su incompetencia en materia de mando.

Se produjo un silencio, en el que los dos oficiales se preguntaron en su fuero interno sobre el significado real de estas palabras. El lenguaje era claro, no ocultaba ningún doble sentido. El coronel Nicholson hablaba con su habitual franqueza. Tras otro momento de honda reflexión, añadió:

—Les recomiendo, por lo tanto, y así se lo haré saber a todos los oficiales, un esfuerzo inicial de comprensión. Ahora bien, nuestra paciencia bajo ningún concepto deberá caer en la debilidad. De proceder así, pronto nos hundiríamos al mismo nivel que esos seres primitivos. Yo me encargaré personalmente de hablar con los hombres. A partir de hoy, hemos de corregir las faltas más graves. Naturalmente, nuestros soldados no podrán ausentarse de la obra con el más mínimo pretexto. Los cabos responderán con resolución a las preguntas que se les haga. Huelga insistir sobre la necesidad de reprimir con firmeza todo intento de sabotaje o cualquier otra ocurrencia. El trazado de un ferrocarril debe ser horizontal, no una montaña rusa, como muy bien ha indicado usted, Reeves…

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