El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


SEGUNDA PARTE » IV

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IV

No hay comparación posible entre un puente, tal como lo concibe la civilización occidental, y los prácticos andamios que los soldados japoneses habían tomado la costumbre de levantar en el continente asiático. No existe tampoco ningún parecido en los métodos empleados para su construcción. El imperio nipón contaba ciertamente con técnicos cualificados, pero éstos habían sido reservados para la metrópoli. En los países ocupados, la responsabilidad de las obras había sido puesta en manos del ejército. Los contados especialistas, destacados a toda prisa a Tailandia, carecían de autoridad y de brillantez, y casi siempre delegaban sus funciones en los militares.

El modo de proceder de estos últimos, rápido y hasta cierto punto eficaz, todo hay que decirlo, venía dictado por la necesidad, cuando, en el transcurso de su progresión en el país conquistado, se topaban con obras de fábrica destruidas por el enemigo en retirada. El procedimiento consistía, primeramente, en clavar líneas de pilares en el fondo del río y, luego, montar sobre esos soportes un amasijo inextricable de fragmentos de madera, fijados sin orden ni concierto, con un desprecio absoluto por la mecánica estática y acumulados en los puntos en los que la experiencia inmediata había revelado una debilidad.

Sobre esta tosca superestructura, que a veces alcanzaba una altura muy considerable, colocaban dos hileras paralelas de gruesas vigas como soporte para los raíles, los únicos trozos de madera medianamente escuadrados. El puente se consideraba entonces terminado. Bastaba para satisfacer la necesidad del momento. No contaba ni con barandilla ni con carril para peatones. Éstos, en caso de que quisieran utilizarlo, tenían que andar en equilibrio por las vigas, sobre el abismo, una práctica en la que, por cierto, los japoneses eran expertos.

El primer convoy pasaba lentamente, bamboleándose. La locomotora a veces descarrilaba en el empalme con tierra firme, pero un equipo de soldados, armados de palancas, conseguía generalmente volver a colocarla sobre la vía. El tren proseguía entonces su ruta. Si dañaba ligeramente la estructura del puente, le añadían algunos trozos de madera. El convoy siguiente lo atravesaba de acuerdo al mismo patrón. El andamio se tenía en pie durante varios días, semanas o incluso meses. Después, una inundación se lo llevaba por delante o una serie de sacudidas demasiado violentas producían su derrumbamiento. En ese caso, los japoneses reiniciaban su construcción, con toda calma. El material lo proporcionaba la inagotable selva.

El método de la civilización occidental evidentemente no era tan simplista. Al capitán Reeves, que representaba a un elemento esencial de esa civilización, el tecnológico, le hubiera avergonzado dejarse guiar por un empirismo tan primitivo.

Pero la tecnología occidental conlleva, en materia de puentes, una retahíla de engorrosos trámites que complican y multiplican las operaciones previas a la ejecución. Por ejemplo, exige un plano detallado, y para trazar ese plano se debe conocer de antemano la sección de cada viga, su forma, la profundidad a la que se clavarán los pilares y muchos otros detalles. Ahora bien, esa sección, esa forma y esa profundidad precisan también complicados cálculos, basados en cifras que representan la resistencia de los materiales empleados y la consistencia del terreno. Dichas cifras, a su vez, dependen del coeficiente característico de las muestras estándar que, en los países civilizados, vienen especificadas en formularios. De hecho, la ejecución implica el conocimiento completo a priori, y esta creación espiritual, anterior a la creación matemática, es una de las mayores conquistas de la ingeniería occidental.

A orillas del río Kwai, el capitán Reeves carecía de formularios, pero era un ingeniero experto y su saber teórico le permitía prescindir de ellos. Bastaba con elevarse un poco sobre el mar de inconvenientes y, antes de iniciar sus cálculos, efectuar una serie de pruebas sobre muestras de peso y forma simples. De esa manera, podría determinar los coeficientes con métodos sencillos y la ayuda de varios aparatos que hizo fabricar con toda urgencia, puesto que el tiempo apremiaba.

Con el consentimiento del coronel Nicholson y bajo la mirada angustiada de Saíto y la irónica de Clipton, inició el trabajo con dichas pruebas. Paralelamente, diseñó el mejor trazado posible para la vía férrea y luego se lo envió al comandante Hughes, para su ejecución. Con el ánimo más desahogado y, tras haber logrado reunir los datos necesarios para sus cálculos, se dispuso a abordar la parte más interesante de la obra: el proyecto teórico y el plano del puente.

Se consagró a ese proyecto con el rigor profesional que ya aportaba anteriormente a la práctica de su oficio en la península india, cuando realizaba estudios análogos por cuenta del gobierno. Ahora se añadía un entusiasmo febril que, en vano, se había esforzado por sentir en el pasado, con ayuda de lecturas apropiadas (como, por ejemplo, El constructor de puentes), un entusiasmo que le invadió súbitamente, cual repentina embriaguez, al oír una mera reflexión de su jefe.

—¿Sabe una cosa, Reeves? Confío totalmente en usted. Es la única persona técnicamente cualificada de las que tenemos aquí. Le daré un gran poder de iniciativa. Tenemos que demostrar nuestra superioridad a esos bárbaros. No ignoro las dificultades, en este país perdido y con escasez de medios. Justamente por ello, el resultado será mucho más meritorio.

—Puede confiar en mí, sir —respondió Reeves, subyugado de inmediato—. Usted se sentirá satisfecho y ellos verán de lo que somos capaces.

Ésta era la ocasión que había estado esperando toda su vida. Siempre había soñado emprender una gran obra, sin sentirse constantemente acosado por los servicios administrativos, irritado por la injerencia en su trabajo de funcionarios que le exigían insípidas justificaciones, que se las arreglaban una y otra vez para ponerle trabas bajo un pretexto económico y desbarataban todos sus esfuerzos en pro de una creación original. Ahora únicamente tendría que rendir cuentas a su coronel, que le había declarado su simpatía. Si bien el coronel Nicholson respetaba la organización y un cierto formalismo indispensable, al menos era comprensivo y no se dejaba hipnotizar por cuestiones de financiación o política en lo referente a puentes. Además, con una buena fe absoluta, había reconocido su ignorancia de los asuntos técnicos y afirmado su intención de dejar las riendas en manos de su adjunto. La obra, ciertamente, era complicada y los medios escasos, pero él, Reeves, supliría todas las carencias con su entrega. Dentro de él bramaba ya el soplo que atiza el fuego creador del alma, que da nacimiento a esas grandes llamas devoradoras capaces de consumir todos los obstáculos.

A partir de ese instante, los días dejaron de tener un minuto de reposo para él. En primer lugar, bosquejó rápidamente un boceto del puente, tal como lo veía ante sí cuando contemplaba el río, con sus cuatro hileras de majestuosos pilares meticulosamente alineados; con su armoniosa y audaz superestructura, elevándose a más de cien pies sobre el nivel del río, provista de unos tirantes ensamblados por un procedimiento que él había inventado y que, en vano, en el pasado, había intentado hacer adoptar al rutinario gobierno de la India; con su ancho tablero, flanqueado por robustas barandillas caladas, que comprendía no sólo el corredor para los raíles, sino también, a su lado, un carril para los peatones y los vehículos.

A continuación, abordó los cálculos y los diagramas y, por último, realizó un plano definitivo. Había conseguido un rollo de papel aceptable de su colega japonés, que en ocasiones se apostaba silenciosamente detrás de él, contemplando la obra en ciernes, sin poder disimular su estupefacta admiración.

Tomó también la costumbre de trabajar del alba a la puesta de sol, sin un instante de reposo, hasta que comprendió que el tiempo pasaba demasiado rápido, hasta el momento en que, angustiado, cayó en la cuenta de que los días eran demasiado cortos y que su proyecto no sería concluido en el plazo que se había impuesto a sí mismo. Entonces, tras la mediación del coronel Nicholson, obtuvo de Saíto la autorización para conservar una luz tras el apagado de la iluminación. A partir de esa fecha, sentado sobre su tambaleante taburete, con su miserable cama de bambú como pupitre, su papel de dibujo extendido sobre una plancha de madera cuidadosamente cepillada por él, iluminado con una minúscula lámpara de aceite que apestaba la choza con su hedor fétido y desplazando con su mano experta una te y una escuadra talladas con infinita precaución, se pasaba las tardes y, a veces, las noches diseñando el plano del puente.

Sus instrumentos sólo los abandonaba para coger otra hoja de papel y efectuar febrilmente más pies cuadrados de cálculos, sacrificando su sueño tras una jornada agotadora, decidido a incorporar su ciencia en la obra que habría de demostrar la superioridad occidental, ese puente destinado a cargar con los trenes japoneses en su recorrido triunfal hacia el golfo de Bengala.

Clipton pensaba que los engorros del modus operandi occidental (primero el establecimiento de la organización, luego las pacientes investigaciones y especulaciones técnicas) retrasarían la realización de la obra un poco más de lo que el desordenado empirismo japonés hubiera hecho. Sin embargo, no tardaría en darse cuenta de lo vano de esa esperanza y del error cometido al burlarse de los preparativos durante los insomnios provocados por la lámpara de Reeves. Empezó a reconocer que se había dejado llevar por una crítica demasiado fácil de los usos civilizados el día en que Reeves entregó al comandante Hughes su plano completamente finalizado, cuya ejecución fue iniciada con una celeridad que superaba los sueños más optimistas de Saíto.

Reeves no era una de esas personas que, completamente hipnotizadas por el simbolismo de la preparación, retardaban indefinidamente el momento de la realización por consagrar toda su energía al espíritu, en detrimento de la materia. Él tenía los pies bien puestos sobre el suelo. Además, en los momentos en que se mostraba propenso a una búsqueda excesiva de la perfección teórica y a envolver el puente en una maraña de cifras abstractas, ahí estaba el coronel Nicholson para reconducirle por el buen camino. Éste último estaba dotado del buen juicio propio de un jefe, lleno de realismo, que no pierde nunca de vista la meta a alcanzar, ni los medios de que dispone, y que alimenta entre sus subordinados una proporción armoniosa entre ideal y práctica.

El coronel había dado su aprobación a las pruebas preliminares con tal de que fueran realizadas rápidamente. Asimismo, vio con buenos ojos el trazado del plano y solicitó explicaciones detalladas acerca de las innovaciones introducidas por el creativo ingenio de Reeves. Solamente insistió en que éste no se excediera en sus fuerzas.

—Si cae enfermo, Reeves, nos pondrá en un brete. Toda la obra depende de usted. No lo olvide.

A pesar de ello, empezó a aguzar el oído y a meterle un poco de sentido común en la cabeza el día en que Reeves fue a buscarle con aspecto preocupado para exponerle cierta aprensión…

—Hay un asunto que me inquieta, sir. No pienso que debamos tenerlo muy en cuenta, pero me gustaría contar con su aprobación.

—¿Qué sucede, Reeves? —inquirió el coronel.

—El secado de la madera, sir. Ninguna obra seria puede ejecutarse con árboles recientemente abatidos. Haría falta exponerlos antes al aire libre.

—¿Cuánto tiempo se precisa para secar su madera, Reeves?

—Ello depende de la calidad, sir. En ciertas especies, es prudente dejarla hasta dieciocho meses, o incluso dos años.

—Imposible, Reeves —dijo el coronel con vehemencia—. Sólo disponemos de cinco meses en total.

El capitán hundió la cabeza con gesto afligido.

—Desgraciadamente ya lo sabía, y es justo eso lo que me tiene desolado.

—¿Qué inconveniente hay en utilizar madera fresca?

—Determinadas especies se contraen, sir, lo que puede provocar grietas y holguras después de montada la obra… aunque no en todas las maderas. El olmo, por ejemplo, prácticamente no se altera. Naturalmente, he escogido árboles con características similares a este último… Los machones de olmo del «London Bridge», sir, han resistido seiscientos años.

—¡Seiscientos años! —exclamó el coronel Nicholson. Una llama brillaba en sus ojos cuando se giró instintivamente hacia el río Kwai—. Seiscientos años no estaría nada mal, Reeves.

—¡Ah!, pero es un caso excepcional, sir. Aquí apenas podemos esperarnos cincuenta o sesenta años; tal vez un poco menos, si la madera no seca bien.

—Debemos arriesgarnos, Reeves —sentenció el coronel con autoridad—. Utilice madera fresca. No podemos hacer milagros. Si se nos reprocha algún fallo, basta con que podamos responder que fue inevitable.

—Entiendo, sir… Hay otro punto: la creosota, que protege las vigas del ataque de los insectos. Creo que tendremos que prescindir de ella, sir.

Los japoneses no tienen. Naturalmente, nosotros podríamos fabricar un sucedáneo. He pensado en montar un aparato para la destilación de la madera. Es factible, pero exigiría un poco de tiempo… Aunque no lo recomiendo, después de mucha reflexión.

—¿Por qué motivo, Reeves? —preguntó el coronel Nicholson, a quien encantaba este tipo de detalles técnicos.

—Si bien hay división de opiniones al respecto, los mejores especialistas desaconsejan el creosotado cuando la madera no ha sido secada convenientemente, sir. La creosota ayuda a conservar la savia y la humedad, con el consiguiente riesgo de que se origine un rápido enmohecimiento.

—En ese caso, suprimiremos el creosotado, Reeves. Tenga en cuenta que no debemos meternos en empresas que están por encima de los medios de los que disponemos. No hay que olvidar que el puente tiene una utilidad inmediata.

—Aparte de esos dos asuntos, sir, ahora estoy convencido de que podemos construir en este lugar un puente apropiado desde el punto de vista técnico, y medianamente resistente.

—De eso justamente se trata, Reeves. Va por buen camino. Un puente medianamente resistente y apropiado desde el punto de vista técnico. «Un puente» y no un andamiaje innombrable. No está nada mal. Se lo repito, tiene toda mi confianza.

El coronel Nicholson se despidió de su asesor técnico, satisfecho de haber encontrado una fórmula breve que definiera la meta a alcanzar.

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