El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


SEGUNDA PARTE » V

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V

Shears —«Number One», como le denominaban los partisanos tailandeses en la aislada aldea donde se habían escondido los hombres enviados por la Unidad 316— era también de esa estirpe de seres humanos que dedica mucha reflexión y cuidados a la preparación metódica. De hecho, la estima en la que le tenían sus superiores se debía justamente a la prudencia y paciencia que demostraba en el período anterior a la acción, así como a su nervio y capacidad de decisión llegada la hora. Warden, el profesor Warden, su adjunto, disfrutaba igualmente de una justificada fama de no dejar nada al azar cuando las circunstancias lo permitían. En cuanto a Joyce, el último miembro y benjamín del equipo, con el curso seguido en Calcuta, en la escuela especial de la «Explosivos Plásticos y destrucciones S.L.», aún fresco en su memoria, parecía tener las ideas muy claras, pese a su juventud. Shears tenía bien en cuenta sus opiniones. Asimismo, en el curso de las conferencias cotidianas, celebradas en la choza indígena donde se habían reservado dos cuartos, todas las ideas interesantes eran analizadas minuciosamente y todas las sugerencias examinadas a fondo.

Los tres camaradas discutían esa noche acerca de un mapa que Joyce acababa de colgar en un bambú.

—Éste es el trazado aproximado de la línea, sir —señaló—. Las informaciones recibidas son prácticamente coincidentes.

A Joyce, diseñador industrial en la vida civil, se le había encargado detallar sobre un mapa a gran escala las informaciones recogidas sobre la vía férrea de Birmania y Tailandia.

Contaban con abundantes datos. Desde que un mes atrás fueran lanzados en paracaídas, sin percance alguno y en el punto previsto, habían conseguido granjearse la simpatía de numerosas personas, en un amplio espacio geográfico. Fueron recibidos por agentes tailandeses y albergados en esa pequeña aldea de cazadores y contrabandistas, perdida en medio de la selva, lejos de toda vía de comunicación. La población odiaba a los japoneses. Shears, desconfiado por profesión, se fue convenciendo poco a poco de la lealtad de sus anfitriones.

La primera parte de su misión la estaban cumpliendo con éxito. Se habían puesto secretamente en contacto con varios jefes de aldea, encontrando así voluntarios dispuestos a ayudarles. Los tres oficiales habían iniciado ya la instrucción de éstos. Les iniciaron en el empleo de las armas utilizadas por la Unidad 316. La principal de ellas era el plástico, una pasta blanda, oscura y maleable como la arcilla, en la que varias generaciones de químicos del mundo occidental pacientemente habían logrado concentrar todas las virtudes de los explosivos conocidos hasta la fecha, y otras adicionales.

—Hay un gran número de puentes, sir —retomó Joyce— pero muchos de ellos ofrecen escaso interés, en mi opinión. He aquí la lista, desde Bangkok a Rangún, a no ser que se reciban datos más precisos.

El «sir» había sido dirigido al comandante Shears, «Number One». No obstante, si bien la disciplina era estricta en el seno de la Unidad 316, no era habitual dicho formalismo en los grupos en misión especial. Shears, por otra parte, había insistido ante Joyce varias veces para que suprimiera el «sir», pero no había encontrado satisfacción en este punto. Un hábito anterior a su movilización, a juicio de Shears, era el que le obliga a acudir siempre a esa fórmula.

A pesar de ello, Shears, hasta el momento, tenía todas las razones para felicitarse por Joyce, que él mismo había escogido en la escuela de Calcuta, a partir de las calificaciones de los instructores, su aspecto físico y, sobre todo, confiando en su propio olfato.

Las calificaciones eran buenas y las apreciaciones elogiosas. A todas luces el aspirante Joyce, voluntario, como todos los miembros de la Unidad 316, había dado siempre plena satisfacción en su rendimiento y ofrecido pruebas, por todos los sitios donde había pasado, de una buena voluntad extraordinaria, lo cual ya no era poco, pensaba Shears. Su ficha de incorporación lo presentaba como un ingeniero diseñador, empleado en una gran empresa industrial y comercial. Un pequeño empleado, con casi toda seguridad. Shears no había investigado más sobre ese punto. Era de la opinión de que todas las profesiones podían conducir a la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», y que lo pasado, pasado está.

Por el contrario, todas las cualidades destacadas de Joyce no hubieran bastado al comandante Shears para elegirlo como tercer miembro de la expedición, si no se hubieran visto reforzadas por otras cualidades más difíciles de apreciar, cualidades en las que sólo se fiaba de su impresión personal. Había conocido voluntarios excelentes durante el entrenamiento, cuyos nervios, sin embargo, eran incapaces de soportar determinadas tareas que el servicio en la Unidad 316 exigía. Tampoco les guardaba rencor por su incapacidad. En esta cuestión, Shears tenía opiniones muy personales.

Así pues, convocó a ese potencial camarada con objeto de analizar ciertas posibilidades. Había pedido a su amigo Warden que le acompañara en la entrevista, ya que la opinión del profesor en una elección de este tipo no era desdeñable. Le gustó la mirada de Joyce. Probablemente no estaba dotado de una fuerza física extraordinaria, pero gozaba de buena salud y parecía una persona muy equilibrada. Las respuestas simples y directas a sus preguntas evidenciaban que tenía el sentido de la realidad, que no perdía nunca de vista el objetivo a alcanzar y que comprendía perfectamente lo que se esperaba de él. Además, la buena voluntad se podía, en efecto, leer en su mirada. Era evidente que se moría de ganas de acompañar a los dos veteranos, desde el momento en que le habían llegado rumores sobre la existencia de una misión arriesgada.

Shears abordó entonces un asunto de gran interés para él y que consideraba importante.

—¿Es usted capaz de utilizar un arma de este tipo? —preguntó.

Puso ante sus ojos un puñal afilado. Dicho puñal formaba parte del equipo que llevaban los miembros de la Unidad 316 en misión especial. Joyce no se inmutó. Respondió que le habían enseñado el manejo de esa arma y que el curso realizado en la escuela comprendía un entrenamiento con maniquís. Shears volvió a insistir.

—No va por ahí mi pregunta. Lo que quiero decir es: ¿está usted seguro de que verdaderamente «sería capaz» de utilizarlo, a sangre fría? Hay muchos hombres que saben, pero no son capaces.

Joyce comprendió. Tras reflexionar en silencio, respondió con gravedad:

—Sir, esa pregunta ya me la he hecho.

—¿Así que ya se ha hecho esa pregunta? —repitió Shears, observándole con curiosidad.

—En efecto, sir. Debo confesar que incluso me ha atormentado. He tratado de imaginármelo en mi cabeza…

—¿Y?

Joyce dudó sólo unos segundos.

—Francamente, sir, espero poder darle satisfacción en ese punto, si la necesidad se presentara. Lo espero sinceramente, pero no puedo contestar de forma absolutamente afirmativa. Haré todo lo posible, sir.

—Nunca ha tenido ocasión de practicarlo en la realidad, ¿cierto? —respondió Joyce, como buscando una excusa.

Su actitud expresaba una compunción tan sincera que Shears no pudo reprimir una sonrisa. Warden entró bruscamente en la conversación.

—El chaval parece creer, Shears, que mi profesión sí que te prepara para ese tipo de faenas. ¡Profesor de lenguas orientales! Y la de usted, ¿qué me dice? ¡Oficial de caballería!

—No me refería exactamente a eso, sir —balbuceó Joyce, ruborizándose.

—Sólo entre nosotros puede practicarse ocasionalmente, me parece —concluyó filosóficamente Shears—, ese tipo de faenas, como usted dice, por un licenciado en Oxford o un antiguo oficial de caballería… Después de todo, ¿por qué no un diseñador industrial?

—Cójalo —fue el único y lacónico consejo que le dio Warden al término de la entrevista.

Shears le hizo caso. Pensándolo bien, él tampoco estaba muy descontento de sus respuestas. Desconfiaba igualmente de las personas que se sobrevaloraban como de las que se subestimaban. Apreciaba a las que sabían discernir de antemano el punto delicado de una empresa, a aquellas personas lo suficientemente previsoras como para prepararse ante ella, y con imaginación para representársela en su mente. Siempre y cuando no quedaran hipnotizados por ella. Estaba satisfecho, ya de partida, con su equipo. En cuanto a Warden, lo conocía desde mucho tiempo atrás y sabía perfectamente de lo que «era capaz».

Permanecieron un buen rato absortos en la contemplación del mapa, al tiempo que Joyce mostraba con una vara los puentes, destacando sus características específicas. Shears y Warden escuchaban atentos, el rostro extrañamente tenso, pese a conocer ya de memoria la sinopsis que exponía el aspirante. Los puentes suscitaban siempre un poderoso interés en todos los miembros de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.», un interés de carácter casi místico.

—Joyce, lo que nos está describiendo son simples pasarelas —dijo Shears—. Queremos dar un gran golpe. No lo olvide.

—Es cierto, sir. Las he mencionado únicamente a título indicativo. De hecho, creo que sólo hay tres construcciones verdaderamente de interés.

No todos los puentes merecían la misma atención para la Unidad 316. Number One coincidía con el coronel Green sobre la conveniencia de no provocar la alarma entre los japoneses con acciones de poca monta antes de la finalización del ferrocarril. Asimismo, había decidido que el equipo no señalaría su presencia aún y que se limitaría a recoger información de los agentes indígenas en el acantonamiento.

—Sería una estupidez echar todo a perder por el placer de reventar dos o tres camiones —decía a veces, con objeto de contener la posible impaciencia de sus camaradas—. Hay que comenzar por un gran golpe. Es necesario para imponer nuestra autoridad en el país, a los ojos de los tailandeses. Esperemos a que los trenes empiecen a circular sobre la vía férrea.

Puesto que su firme intención era comenzar con un «gran golpe», resultaba evidente que los puentes de escasa importancia tenían que ser eliminados. El resultado de esta primera intervención debía compensar el largo período de inactividad de los preparativos y, por sí solo, dar una apariencia de éxito a su aventura, incluso aunque las circunstancias hicieran que no fuera seguido por ningún otro. Shears era consciente de que nunca se puede saber si la acción presente iba a verse continuada por otra futura. Esta última idea se la guardaba para sí, aunque no había pasado inadvertida a sus dos colegas. La percepción de ese pensamiento subyacente no había alterado al antiguo profesor Warden, cuyo espíritu racional sancionaba esa manera de ver y de prever.

Tampoco pareció inquietar a Joyce, ni enfriar el entusiasmo que las perspectivas del gran golpe habían hecho nacer en él. Muy al contrario, la idea parecía estimularle aún más, ya que le forzaba a concentrar todo el vigor de su juventud sobre esa ocasión probablemente única, sobre ese objetivo inesperado que de repente se levantaba ante él como faro centelleante, proyectando la deslumbrante luz del éxito en el pasado y en la eternidad futura, iluminando con refulgencias mágicas la penumbra gris que había oscurecido hasta entonces el camino de su existencia.

—Joyce tiene razón —dijo Warden, siempre parco en palabras—. Sólo hay tres puntos de interés para nosotros. El primero es el campamento número 3.

—Yo opino que ése hay que eliminarlo definitivamente —afirmó Shears. El terreno descubierto no se presta a la acción. Además, se encuentra en una planicie y las orillas son bajas. Reconstruirlo resultaría demasiado sencillo.

—El segundo se encuentra cerca del campamento número 10.

—Éste hemos de tenerlo en consideración, pero se encuentra en Birmania, donde no contamos con la complicidad de los partisanos indígenas. Por otra parte…

—El tercero, sir —dijo Joyce precipitadamente, sin darse cuenta de que interrumpía a su jefe—, es el puente sobre el río Kwai, que no ofrece ninguno de esos inconvenientes. El río tiene una anchura de cuatrocientos pies y sus márgenes son altas y escarpadas. Se encuentra a sólo dos o tres días de marcha de nuestra aldea. La región está cubierta de selva y prácticamente deshabitada. Podemos aproximarnos sin ser descubiertos y dominar desde una montaña todo el valle. Está muy lejos de todo centro de importancia y los japoneses dedican muchos esfuerzos a su construcción.

Es más ancho que el resto de los puentes y consta de cuatro hileras de pilares. Es la obra más importante de toda la línea y la mejor situada.

—Da la impresión de haber estudiado a fondo los informes de nuestros agentes —observó Shears.

—Los informes son muy claros, sir. Me parece que el puente…

—Admito que el puente sobre el río Kwai tiene su interés —afirmó Shears, examinando de nuevo con atención el mapa—. Su capacidad de discernimiento no es nada mala para ser un principiante. Ese tramo ya había despertado el interés del coronel Green y el mío, pero aún no disponemos de información lo suficientemente precisa, y puede que haya otros puntos donde la acción sea más conveniente… ¿En qué fase se encuentra la construcción de ese famoso puente, Joyce, usted que habla de él como si lo hubiera visto?

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