El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


SEGUNDA PARTE » VI

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VI

La ejecución iba por buen camino. El soldado inglés es trabajador por naturaleza y acepta sin rechistar una severa disciplina, siempre y cuando confíe en sus superiores y perciba al inicio de cada jornada que hay una fuente de desgaste físico lo suficientemente abundante como para garantizar su equilibrio nervioso.

En el campamento del río Kwai, los soldados sentían un gran aprecio por el coronel Nicholson. ¿Quién no lo hubiera hecho después de su heroica resistencia? Por otra parte, la tarea impuesta no permitía tampoco ningún tipo de desvarío intelectual. Así pues, tras un breve período de vacilación, en el que trataron de penetrar en las intenciones reales de su jefe, se habían puesto manos a la obra con toda seriedad, ávidos por demostrar su habilidad en la construcción, después de haber dejado bien patente su ingenio en materia de sabotajes. El coronel Nicholson había disipado toda posibilidad de malentendido, primero a través de una alocución en la que les explicó muy claramente lo que esperaba de ellos y, luego, mediante rigurosos castigos a varios recalcitrantes que no se habían enterado muy bien. Estos últimos no le guardaron rencor, por considerar justificadas las penas que se les había impuesto.

—Créame, conozco a esos muchachos mejor que usted —le espetó el coronel a Clipton un día, después de que el médico hubiera osado protestar por una faena que consideraba demasiado dura para unos hombres desnutridos y en mal estado de salud—. Me ha costado treinta años conocerlos. No hay nada peor para su moral que la inactividad, y su estado físico depende en gran medida de su moral. Una tropa que se aburre es una tropa derrotada de antemano, Clipton. Deje que se aletarguen y verá cómo se desarrolla en ellos un espíritu malsano. Si, por el contrario, ocupa cada minuto de su jornada con un trabajo agotador, el buen humor y la salud están garantizados.

—«Trabajen con agrado» —murmuró Clipton malévolamente—. Ése es el lema del general Yamashita.

—No es tan estúpido como parece, Clipton. No hemos de dudar en adoptar un principio del enemigo si éste es bueno… En caso de no existir una obra, yo tendría que inventármela, pero, mire por dónde, tenemos el puente.

Clipton no encontró ninguna fórmula para traducir lo que sentía por dentro, y se limitó a repetir estúpidamente:

—Sí, tenemos el puente.

Por otra parte, ellos mismos, los soldados ingleses, se habían hartado ya de mostrar una actitud y una conducta que chocaban con su tendencia instintiva al trabajo bien hecho. Incluso antes de la intervención del coronel, las maniobras subversivas, para muchos, se habían convertido en un incómodo deber, y algunos no habían aguardado sus órdenes para comenzar a emplear de manera concienzuda sus brazos y herramientas. Prestar lealmente un esfuerzo considerable a cambio del pan de cada día formaba parte de su naturaleza occidental, al tiempo que su sangre anglosajona les llevaba a orientar dicho esfuerzo hacia lo constructivo y lo sólidamente estable. El coronel no se había equivocado con respecto a ellos: su nueva política les aportó un alivio de carácter moral.

Puesto que el soldado japonés es también disciplinado y entregado al trabajo y, además, Saíto había amenazado a sus hombres con cortarles la cabeza si no demostraban que eran mejores obreros que los ingleses, ambas secciones de vía fueron terminadas rápidamente, al mismo tiempo que se edificaban y habilitaban los alojamientos del nuevo campamento. En torno a ese mismo período, Reeves finalizó su plano y se lo entregó al comandante Hughes, que de esa manera entraba en juego y podía demostrar de lo que era capaz. Gracias a su talento organizativo, al conocimiento de sus hombres y a su experiencia de las múltiples combinaciones que pueden determinar una mayor o menor eficacia en la asociación de éstos, el técnico industrial obtuvo, ya desde los primeros días, resultados tangibles.

La primera medida de Hughes fue la división de su mano de obra en diferentes grupos, y la atribución de una actividad particular a cada uno de ellos: uno continuaría abatiendo árboles, otro realizaría el desbaste inicial de los troncos, un tercero tallaría las vigas, uno de los más numerosos clavaría los pilares y muchos otros se encargarían de la superestructura y el tablero. Varios equipos, y no precisamente de menor importancia a los ojos de Hughes, se especializarían en trabajos diversos, como la edificación de andamios, el acarreo de materiales y el afilado de las herramientas, actividades complementarias a la obra propiamente dicha, a las que, no obstante, la previsión occidental concede, con toda razón, tanta atención como a las operaciones directamente productivas.

Estas disposiciones destacaban por su sensatez y acabarían revelándose eficaces, como ocurre siempre que no son llevadas al extremo. Tras la preparación de un lote de maderos y la construcción de los primeros andamios, Hughes puso en acción al equipo encargado de los pilares. La misión de este grupo era ardua; la más dura e ingrata de toda la empresa. Los neófitos constructores de puentes, privados de valiosos accesorios mecánicos, se veían obligados a emplear aquí los mismos procedimientos que los japoneses; a saber, dejar caer sobre la cabeza de los pilares una pesada maza, repitiendo esta operación hasta que quedaran sólidamente implantados en el fondo del río. El «martinete» se precipitaba de una altura de ocho a diez pies, y luego había que izarlo de nuevo por un sistema de cuerdas y poleas, para volver a percutir, una y otra vez, interminablemente. Por cada golpe el pilar se hundía una ínfima fracción de pulgada, puesto que el suelo era muy duro. Era una tarea agotadora y desesperante. El resultado no era perceptible de un minuto al otro y la imagen de un grupo de hombres semidesnudos, tirando de una cuerda, evocaba indefectiblemente una sombría atmósfera de esclavitud. Hughes había otorgado la dirección de este equipo a uno de sus mejores tenientes, Harper, un hombre enérgico, verdadero maestro en incentivar a los prisioneros con el acompasamiento del ritmo de trabajo mediante su voz sonora. Gracias al brío de Harper, esa labor propia de galeras fue realizada con entusiasmo. Ante las miradas atónitas de los japoneses, pronto se alzaron las cuatro líneas paralelas, cortando la corriente hacia la orilla izquierda.

Clipton se preguntó por un momento si la fijación del primer soporte no sería objeto de una ceremonia solemne, pero todo quedó en algunos gestos simbólicos muy sencillos. El coronel Nicholson se limitó a agarrar personalmente una cuerda del martinete y a tirar vigorosamente de ella durante unos diez golpes, con el fin de dar ejemplo.

Cuando el equipo de los pilares hubo tomado suficiente ventaja, Hughes puso en acción a los equipos encargados de la superestructura. A éstos les siguieron los que construirían el tablero, con sus amplios carriles y sus dos barandillas. Las diversas actividades estaban tan bien coordinadas que la obra, a partir de ese momento, comenzó a progresar con una regularidad matemática.

Un espectador poco interesado por los detalles de la acción, pero fanático de las ideas generales, habría observado en la evolución del puente un proceso continuo de síntesis natural. Ésta era justamente la impresión del coronel Nicholson, que satisfecho seguía dicha materialización progresiva, haciendo con facilidad abstracción de todo el polvo que desprendían esas actividades elementales. El resultado de conjunto sólo alcanzaba a incidir en su espíritu, simbolizando y condensando en una estructura viva los esfuerzos denodados y las innúmeras experiencias asimiladas, en el transcurso de los siglos, por una raza en su continuo camino hacia la civilización.

Bajo esa misma luz, en ocasiones, se le aparecía el puente también a Reeves. Lo observaba maravillado alzarse sobre el agua mientras crecía en longitud sobre el río, tras haber logrado casi de inmediato su anchura total. Se imprimía así, majestuosamente, la forma palpable de la creación en las tres dimensiones espaciales, encarnando milagrosamente bajo las montañas salvajes de Tailandia la potencia fecunda de sus concepciones e investigaciones.

Saíto, por su parte, también se dejó invadir por la magia de ese prodigio cotidiano. Pese a sus esfuerzos, no lograba disimular del todo su asombro y admiración. Su sorpresa era natural. Dado que todavía no había asimilado ni, aún más importante, analizado los rasgos sutiles de la civilización occidental, como muy bien afirmaba el coronel Nicholson, no era capaz de adivinar la manera en que el orden, la organización, la evaluación de las cifras, la representación simbólica sobre el papel y la experta coordinación de las actividades humanas podían favorecer y, finalmente, acelerar la ejecución de la obra. El sentido y la utilidad de esta gestación espiritual siempre permanecerán ajenos a los seres primitivos.

En cuanto a Clipton, se convenció por fin de su ingenuidad inicial, recriminándose humildemente la actitud sarcástica con la que había acogido la aplicación de métodos industriales modernos a la edificación del puente sobre el río Kwai.

Hizo examen de conciencia con su habitual sentido de la objetividad, no exento de remordimientos por haber evidenciado tan poca perspicacia. Tuvo que reconocer que los usos del mundo occidental, en esta ocasión, habían producido resultados innegables, generalizando y concluyendo, a partir de esa constatación, que dichos usos deben ser «siempre» eficaces y que siempre originan «resultados». Las críticas que a veces se les lanza no les hace la suficiente justicia en ese sentido. Él mismo, igual que muchos otros, se había dejado tentar por el perverso demonio de la burla fácil.

El puente crecía en tamaño y belleza por cada día que pasaba. Pronto alcanzó la mediana del río Kwai, sobrepasándola poco más tarde. Fue entonces cuando resultó evidente para todo el mundo que el puente sería acabado antes de la fecha prevista por el alto mando japonés, y que no ocasionaría retraso alguno a la marcha triunfal del ejército conquistador.

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