El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


TERCERA PARTE » II

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II

—Lo he visto con los prismáticos, como le estoy viendo ahora a usted, sir.

—Empiece por el principio —insistió Shears, pese a su impaciencia—. ¿Cómo fue el trayecto?

Joyce salió una tarde en compañía de dos indígenas con experiencia de expediciones nocturnas silenciosas, acostumbrados como estaban a pasar de contrabando fardos de opio y cigarrillos de Birmania a Tailandia. Afirmaban que sus senderos eran seguros, pero el secreto de la presencia de un europeo en las inmediaciones de la vía férrea era de tal importancia que Joyce había insistido en disfrazarse de campesino tailandés, tiñéndose la piel con un preparado oscuro elaborado en Calcuta para ese tipo de circunstancias.

No tardó en convencerse de que sus guías no habían mentido. Los verdaderos enemigos en esa selva eran los mosquitos y, sobre todo, las sanguijuelas, que se enganchaban a sus piernas desnudas y luego se le subían por el cuerpo. Joyce podía sentir su pegajoso contacto cada vez que se tocaba la piel con la mano. Había hecho todo lo posible por superar la repugnancia que le provocaban y olvidarse de ellas. Prácticamente lo había logrado. En cualquier caso, era imposible librarse de ellas por la noche. Se había prohibido a sí mismo encender un cigarrillo para achicharrarlas, puesto que debía dedicar toda su atención a mantenerse en contacto con los tailandeses.

—¿Fue dura la marcha? —preguntó Shears.

—Bastante, sir. Como ya le he dicho, me vi obligado a agarrarme al hombro de un guía. Y los «senderos» de esta buena gente son realmente curiosos…

Durante tres noches, le habían hecho escalar colinas y bajar por barrancos. Siguieron el lecho rocoso de arroyos obstruidos en diversos lugares por restos de vegetación podrida, de un olor nauseabundo. Cada vez que chocaba con esos restos, recogía un nuevo y animado surtido de sanguijuelas. Sus guías sentían predilección por esos caminos, donde estaban seguros de no perderse. La marcha duraba hasta el alba. Con las primeras luces del día, se internaban en la espesura e ingerían rápidamente el arroz cocido y los trozos de carne asada que habían llevado para el viaje. Los dos tailandeses se acurrucaban junto a un árbol, y el resto del día lo dedicaban a succionar su chirriante pipa de agua, de la que nunca se separaban. Ésa era su manera de descansar durante la jornada, tras el esfuerzo realizado por la noche. A veces dormitaban entre calada y calada, sin cambiar de posición.

Joyce, por su parte, procuraba dormir para ahorrar fuerzas, deseoso de inclinar a su favor todos los factores de los que dependía el éxito de esa misión. Antes de ello, se deshacía de las sanguijuelas que le cubrían el cuerpo. Algunas de ellas, atiborradas, se habían soltado solas durante la marcha, dejando tras de sí un pequeño coágulo de sangre negra. Las otras, aún no saciadas del todo, se cebaban con esa presa que los azares de la guerra habían llevado hasta la selva de Tailandia. Bajo el fuego de un cigarro, sus cuerpos embutidos se contraían, comenzaban a contorsionarse y, finalmente, se desasían y caían al suelo, tras lo cual, las aplastaba entre dos piedras. Luego se acostaba sobre una fina lona y se quedaba dormido inmediatamente, pero las hormigas no le dejaban mucho tiempo en paz.

Atraídas por las gotas de sangre coagulada que cubrían su piel, escogían ese momento para aproximarse en legiones filiformes, negras y rojas. Pronto aprendería a distinguirlas, desde el primer contacto, incluso antes de recuperar la conciencia. Contra las rojas no había solución alguna. Mordían sus llagas cual tenazas al rojo vivo. Llegaban en batallones; sólo una ya era insoportable. No tenía más remedio que ceder terreno y buscar otro lugar donde descansar, hasta el momento en que volvieran a descubrirle y a atacarle. Las negras, y en particular las negras grandes, eran más llevaderas, pues no mordían y su roce sólo le despertaba cuando tapizaban totalmente sus heridas.

Pese a ello, siempre se las arreglaba para dormir lo suficiente, es decir, lo suficiente para ser capaz de escalar, a la caída de la noche, cumbres diez veces más altas y cien veces más escarpadas que las montañas de Tailandia. Durante esa misión de reconocimiento, que era la primera etapa en la ejecución del gran golpe, la sensación de depender sólo de sí mismo le embriagaba. No le cabía la menor duda de que el éxito final pendía de su voluntad, su buen juicio y sus actos durante esta expedición, y esa certeza le hacía conservar intactas sus inagotables reservas. Su mirada no se apartaba de la meta imaginada, de ese fantasma que se había instalado permanentemente en el universo de sus ensoñaciones y cuya simple contemplación dotaba al más banal de sus movimientos de la ilimitada potencia mística que contiene un esfuerzo glorioso hacia la victoria.

El puente real, el puente sobre el río Kwai, se apareció ante él, de forma repentina, al alcanzar la cumbre de una montaña desde la que se dominaba el valle, después de una última ascensión aún más agotadora que las otras. Habían prolongado su marcha con respecto a las noches precedentes, de forma que cuando llegaron a ese punto de observación ya anunciado por los tailandeses, el sol se alzaba en el horizonte. Descubrió el puente como desde un avión, a varios cientos de metros por debajo de él, cual cinta de color claro tendida sobre el agua entre dos masas boscosas, lo suficientemente escorado a su derecha como para percibir la estructura geométrica de vigas que sostenía el tablero. Durante un buen rato, no observó ningún otro elemento del panorama que se extendía a sus pies, ni el campamento situado frente a él, sobre la otra orilla, ni siquiera los grupos de prisioneros que se afanaban en la obra. El punto de observación era ideal y en él se sentía totalmente seguro. Las patrullas japonesas no se internarían en la zona de monte bajo que lo separaba del río.

—Lo he visto como le estoy viendo a usted, sir. Los tailandeses no han exagerado: tiene unas proporciones considerables y está bien construido. Nada que ver con los otros puentes japoneses. Aquí tengo varios bocetos, aunque sé hacerlos mejores…

Lo reconoció nada más verlo. El estremecimiento que sintió ante esa materialización del fantasma no fue provocado por la sorpresa, sino, bien al contrario, por su aspecto familiar. El puente era tal y como él lo había construido. Se dispuso a verificarlo, primero con ansiedad y luego con una confianza cada vez mayor. El marco en que se encuadraba el puente coincidía asimismo con la paciente síntesis de su imaginación y su deseo. Pocos eran los elementos que diferían. El agua no era tan brillante como él se la había representado, sino cenagosa, algo que en un primer momento le contrarió profundamente. No obstante, se serenó pensando que esa imperfección convenía a sus propósitos.

Luego, naturalmente, dedicó dos días, invisible, agazapado entre la maleza, a observar con los prismáticos y a estudiar el escenario donde se desarrollaría el gran golpe. Se grabó en la cabeza la disposición de conjunto y todos los detalles, tomando notas e identificando sobre un boceto los senderos, el campamento, las barracas japonesas, los recodos del río y hasta los peñascos que se alzaban en diversos puntos.

—La corriente no es demasiado violenta, sir. El río es practicable con una pequeña embarcación o un buen nadador. El agua es fangosa… El puente cuenta con un carril para vehículos… y cuatro hileras de pilares. He visto a los prisioneros hincándolos con un martinete. Prisioneros ingleses… Ya casi han alcanzado la orilla izquierda, sir, la del punto de observación. Otros equipos continúan los trabajos por detrás. El puente estará terminado, quizá, dentro de un mes… La superestructura…

Disponía de tal abundancia de datos que su narración no seguía ya ningún plan determinado. Shears le dejaba que se expresara a su manera, sin interrumpirle. Ya habría tiempo para hacerle preguntas precisas, cuando terminara.

—La superestructura consta de un sistema geométrico de tirantes que da la impresión de haber sido estudiado a la perfección. Las vigas están bien escuadradas y ajustadas. He visto con los prismáticos los detalles de la instalación… Una obra excepcionalmente minuciosa, sir… y sólida, no nos engañemos. No se trata simplemente de hacer estallar unos trozos de madera. He estado reflexionando sobre el terreno acerca del procedimiento más seguro y, al mismo tiempo, el más simple, sir. Pienso que debemos atacar los pilares en y bajo el agua. El agua está sucia, por lo que las cargas serán invisibles. De esa manera, toda la construcción se hundirá de golpe.

—Cuatro hileras de pilares —interrumpió Shears— es mucho trabajo. ¿Por qué demonios no levantaron ese puente como lo suelen hacer?

—¿Qué distancia hay entre los pilares de una misma hilera? —preguntó Warden, siempre amante de la precisión.

—Diez pies.

Shears y Warden hicieron en silencio el mismo cálculo.

—Hay que prever una longitud de sesenta pies, para estar completamente seguros —afirmó Warden finalmente—. Ello significa seis pilares por hilera, es decir, en total debemos «preparar» veinticuatro. Requerirá tiempo.

—Se puede hacer en una noche, sir, estoy seguro. Podemos trabajar bajo el puente con toda tranquilidad. Su anchura nos permite permanecer completamente ocultos. El choque del agua contra los pilares ahogará todos los ruidos. De ello no me cabe ninguna duda…

—¿Cómo puede estar seguro de lo que va a pasar bajo el puente? —inquirió Shears, mirándolo con curiosidad.

—Sir, es que aún no les he contado todo… He estado allí.

—¿Que ha estado allí?

—Era necesario, sir. Usted me dijo que no me acercara, pero tuve que hacerlo para obtener determinados datos de importancia. Descendí del punto de observación hacia el río por la otra ladera de la montaña. Me dije que no podía dejar escapar esa ocasión, sir. Los tailandeses me guiaron por unas pistas dejadas por jabalíes. Fue preciso avanzar a cuatro patas.

—¿Cuánto tiempo le llevó? —preguntó Shears.

—Unas tres horas, sir. Salimos hacia el atardecer. Mi intención era llegar al lugar por la noche. Corría un cierto riesgo, por supuesto, pero quería verlo por mí mismo…

—A veces no está tan mal interpretar con cierta libertad las instrucciones recibidas —afirmó Number One lanzando un guiño a Warden—. Lo logró, ¿no es cierto? Eso ya es algo.

—No me han podido ver, sir. Alcanzamos el río aproximadamente a un cuarto de milla del puente, río arriba. En ese lugar hay un pequeño poblado indígena, aislado, por desgracia, pero todos dormían. Entonces envié a mis guías de vuelta. Quería estar solo durante la exploración. Me metí en el agua y me dejé llevar por la corriente.

—¿La noche era clara? —indagó Warden.

—Bastante. No había luna, pero tampoco nubes. El puente es muy alto. Es imposible que me vieran…

—Vayamos por orden —dijo Shears—. ¿Cómo abordó el puente?

—Me tumbé boca arriba, sir, con sólo la boca fuera del agua. Por encima de mí…

—Por Dios, Shears —masculló Warden—, debería pensar un poco más en mí para ese tipo de misiones.

—Creo que la próxima vez pensaré sobre todo en mí —musitó Shears.

Joyce evocaba la escena con tal intensidad que sus dos compañeros se dejaron arrastrar por su entusiasmo, sintiendo un profundo pesar ante la idea de haberse perdido tan deliciosa experiencia.

El mismo día de su llegada al punto de observación, después de tres noches de extenuante marcha, decidió repentinamente intentar esa expedición. No podía esperar más tiempo. Tras haber visto el puente casi al alcance de su mano, necesitaba tocarlo con los dedos.

Tumbado en el agua, sin poder distinguir ningún detalle en las masas compactas de las orillas, y apenas consciente de ser arrastrado por una corriente que no veía, tenía como único punto de referencia la larga línea horizontal del puente, que se destacaba en negro sobre el cielo. La línea se alargaba en su ascensión al cénit, conforme se acercaba, mientras que, por encima de su cabeza, las estrellas se precipitaban y se perdían en su interior.

Bajo el puente la oscuridad era casi completa. Permaneció un buen rato ahí, inmóvil, aferrado a un pilar, inmerso en un agua fría pero incapaz de aplacar su fiebre. Poco a poco fue penetrando en las tinieblas y descubrió sin sorpresa el extraño bosque de troncos lisos que emergían por encima de los remolinos de agua. Ese nuevo aspecto del puente le era también familiar.

—El golpe es realizable, sir. No me cabe ninguna duda al respecto. Lo mejor sería transportar las cargas en una balsa ligera e imposible de ver. Los hombres irían a nado. Bajo el puente no hay peligro alguno. La corriente no es tan fuerte que impida nadar de un pilar al otro. En caso necesario, nos podríamos atar para evitar ser arrastrados… Recorrí toda la longitud del puente y medí el espesor de los troncos, sir. No son demasiado gruesos. Bastará con una carga relativamente pequeña… bajo el agua… El agua es turbia, sir.

—Habrá que colocarla a bastante profundidad —dijo Warden—. Quizá el día del golpe el agua esté más clara.

Había ensayado todos los gestos necesarios. Durante más de dos horas, palpó los pilares, tomó medidas con un cordel, estudió los intervalos y eligió aquellos cuya ruptura causaría la catástrofe más trágica, grabando en su memoria todos los detalles útiles para la preparación del gran golpe. En dos ocasiones pudo oír unos pesados pasos muy por encima de su cabeza. Un guardia japonés recorría el tablero de arriba abajo. Él se agazapó contra un pilar y esperó. El guardia se limitó a hacer un barrido rutinario del río con su linterna.

—A la ida se corre un cierto peligro, sir, en caso de que enciendan alguna lámpara. Pero una vez llegados bajo el puente, se les oye venir desde lejos. El ruido de los pasos rebota en el agua. Disponemos de mucho tiempo para refugiarnos en una de las hileras interiores.

—¿Es profundo el río? —inquirió Shears.

—Más de dos metros, sir. Me he sumergido en él.

—¿Qué método ha pensado para activar la explosión?

—Bueno, creo que debemos descartar un accionamiento provocado automáticamente por el paso del tren, sir. Sería imposible disimular los cordones. Todo debe estar bajo agua, sir… Un cable eléctrico con una longitud suficiente, colocado en el fondo del río. El cable sale por la orilla, escondido entre la maleza… en la margen derecha, sir. He descubierto un emplazamiento ideal, un pedazo de selva virgen, donde se puede apostar un hombre. Además, ofrece una buena vista sobre el tablero del puente, a través de un resquicio que dejan los árboles.

—¿Por qué en la margen derecha? —interrumpió Shears frunciendo el ceño—. Es la del campamento, si no lo he entendido mal. ¿Por qué no en la orilla opuesta, la de la montaña, que, según lo que nos cuenta, está cubierta con una vegetación impenetrable y que, obviamente, puede servir de vía de retirada?

—Exacto, sir. Pero mire otra vez este boceto. La vía férrea, después de una amplia curva, da la vuelta precisamente a esa montaña que hay tras el puente y sigue paralela al río, por debajo de aquél. Entre el agua y la vía, los árboles han sido talados y el terreno desbrozado. A la luz del día no es posible permanecer oculto. Habría que situarse mucho más retirado, al otro lado del terraplén, en los primeros repechos de la montaña… Un cable demasiado largo, sir, es imposible de esconder en el cruce de la vía del tren, a no ser que se disponga de mucho tiempo para prepararlo.

—Esa alternativa no me agrada —señaló Number One—. ¿Y por qué no en la orilla izquierda, pero detrás del puente?

—Esa orilla es inaccesible por el agua, sir. Hay un abrupto acantilado. Y un poco más allá, está el pequeño poblado indígena. Fui a observar: volví a cruzar el río y luego la vía. Ascendí a la zona trasera del puente, dando un rodeo para permanecer siempre en terreno cubierto. Es imposible, sir. El único lugar adecuado se encuentra sobre la orilla derecha.

—O sea —exclamó Warden—, que ha estado toda la noche dando vueltas alrededor del puente…

—Más o menos, pero antes del alba ya me había internado de nuevo en la selva. Llegué al punto de observación por la mañana.

—Y de acuerdo a su plan —dijo Shears—, ¿cómo podrá escapar la persona que se encuentre en ese puesto?

—Un buen nadador no precisa más de tres minutos para atravesar el río. Ése es el tiempo que me ha llevado a mí, sir. Además, la explosión desviará la atención de los japoneses. Creo que un grupo de apoyo, apostado en la parte inferior de la montaña, podría cubrir la retirada. Si consigue a continuación cruzar el espacio descubierto y la vía, ese hombre está salvado, sir. La selva hace imposible cualquier persecución eficaz. Le aseguro que es el mejor plan.

Shears permaneció pensativo un buen rato estudiando el boceto de Joyce.

—Es un plan que merece ser considerado —dijo Shears finalmente—. Después de haber visitado el campo de operaciones, naturalmente, usted está bien capacitado para dar su opinión. Vale la pena correr un cierto riesgo para lograr el resultado establecido… ¿Ha observado algo más desde las alturas de su mirador?

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