El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


TERCERA PARTE » IV

Página 22 de 33

IV

El estado de salud de los prisioneros preocupaba también al coronel Nicholson, por lo que se dirigió al hospital para hablar de ello con el médico.

—Esto no puede seguir así, Clipton —dijo en un tono serio, casi severo—. Es evidente que un hombre gravemente enfermo no puede trabajar, pero todo tiene su límite. ¡Usted ha puesto en reposo a la mitad de mis efectivos! ¿Cómo quiere que terminemos el puente en un mes? Soy consciente de que la obra ha avanzado considerablemente, pero todavía queda mucho, y con esos equipos mermados los trabajos están estancados. Los hombres que se mantienen en la obra empiezan a resentirse en sus fuerzas.

—Écheles un vistazo, sir —repuso Clipton que, al oír esas palabras, se vio obligado a serenarse para conservar su flema habitual y la actitud respetuosa que todos los subordinados deben a un coronel, independientemente de su rango o función—. Si no atendiera más que a mi conciencia profesional o a la simple humanidad, declararía incapaces de todo esfuerzo no a la mitad, sino a la totalidad de sus efectivos. Sobre todo, para un trabajo como el que están haciendo aquí.

Durante los primeros meses, la construcción se había desarrollado a un ritmo acelerado, sin otro obstáculo que los incidentes ocasionados por algunas oscilaciones de humor de Saíto. Éste se creía a veces obligado a reconquistar su autoridad sacando del alcohol el coraje necesario para mostrarse cruel y superar así sus complejos. No obstante, los accesos eran cada vez más raros, puesto que había quedado bien patente que las manifestaciones violentas eran perjudiciales a la ejecución del puente. Dicha ejecución había ido adelantada durante bastante tiempo con respecto al calendario fijado por el comandante Hughes y el capitán Reeves, como resultado de una eficaz colaboración, aunque no exenta de fricciones. Por otra parte, el clima, la naturaleza de los esfuerzos requeridos, el régimen alimentario y las condiciones de vida habían afectado notablemente a la salud de los hombres.

Su estado físico empezaba a ser preocupante. Privados de carne, salvo cuando los indígenas del poblado vecino acudían a vender alguna vaca raquítica, privados de mantequilla y privados de pan, los prisioneros, cuya alimentación a veces consistía en arroz a secas, se habían visto poco a poco reducidos a esa condición esquelética que tanto había impresionado a Joyce. El trabajo de esclavo consistente en tirar todo el día de una cuerda para alzar una pesada maza, que se precipitaba interminablemente acompañada de un estruendo obsesivo, se había convertido en una verdadera tortura para los hombres de este equipo. Había otros que tampoco habían corrido mejor suerte, en particular los que tenían que permanecer durante horas en un andamiaje medio sumergido en el agua, con la misión de sujetar los pilares mientras el martinete caía una y otra vez, dejándoles prácticamente sordos.

La moral de la tropa era aún relativamente alta, gracias al ardor de ciertos mandos como el teniente Harper que, rebosante de brío y energía, se prodigaba todo el día con vigorosas palabras de aliento en un tono jovial, siempre dispuesto a arrimar el hombro y a poner manos a la obra personalmente, él que era oficial, tirando de la cuerda con todas sus fuerzas para ayudar a los más débiles. Había incluso ocasión para las situaciones cómicas, como, por ejemplo, cuando el capitán Reeves se acercaba con su plano, su regla graduada, su nivel y otros instrumentos fabricados por él mismo, y luego se deslizaba a ras del agua sobre un andamio tambaleante para tomar medidas, seguido por el pequeño ingeniero japonés, que se había convertido en su sombra y que imitaba todos sus gestos, anotando gravemente sus cifras en un cuaderno.

Dado que la actitud de los oficiales se inspiraba directamente en la del coronel, era éste en resumidas cuentas quien tenía entre sus poderosas manos el destino del puente. El coronel Nicholson lo sabía y sentía el legítimo orgullo del superior que ama y busca las responsabilidades, pero también, y en igual medida, soportaba todo el peso de las cargas unidas a este honor y a este puesto.

El número creciente de enfermos ocupaba un lugar preeminente en sus preocupaciones. Estaba asistiendo, ante sus mismos ojos, al desfondamiento literal de sus tropas. Lentamente, día a día, hora a hora, un poco de la sustancia viva de cada prisionero se separaba del organismo humano para disolverse en el universo material. Ese universo de tierra, de vegetación monstruosa, de agua y de atmósfera húmeda atestada de mosquitos no parecía percibir dicho enriquecimiento. Se trataba, desde un punto de vista aritmético, de un riguroso intercambio de moléculas, pero la pérdida, dolorosamente sensible, del orden de decenas de kilogramos multiplicado por quinientos, no se traducía aparentemente en ganancia alguna.

Clipton temía el brote de una epidemia grave, por ejemplo, de cólera, como había ocurrido en otros campamentos. Hasta el momento se había evitado dicho azote gracias a una rigurosa disciplina, pero los casos de malaria, disentería y beriberi habían dejado de ser excepciones. Por cada día que pasaba, juzgaba indispensable declarar indisponibles a un mayor número de hombres, a los que ordenaba el reposo. En el hospital se las había arreglado para prestar una asistencia bastante aceptable a aquellos que podían comer, gracias a unos pocos paquetes de la Cruz Roja, reservados para los enfermos, que se habían salvado del saqueo de los japoneses. Pero, antes que nada, el reposo en sí era un bálsamo para ciertos prisioneros a los que el «martinete», después de destrozarles los músculos, había afectado seriamente a su sistema nervioso, causándoles alucinaciones y forzándoles a vivir en una eterna pesadilla.

El coronel Nicholson, que estimaba a sus hombres, en un primer momento había apoyado a Clipton con todo el peso de su autoridad para justificar esas ausencias antes los japoneses. Con objeto de prevenir las posibles protestas de Saíto, había exigido a los hombres aptos para el trabajo un esfuerzo suplementario.

Sin embargo, desde hacía ya bastante tiempo, estaba convencido de que Clipton exageraba. No escondía su sospecha de que Clipton se excedía en sus atribuciones de médico, que su debilidad le llevaba a declarar enfermos a prisioneros que hubieran podido contribuir con sus servicios. Un mes antes de la fecha fijada para el término de las obras no era ciertamente el momento más adecuado para aflojar. Esa mañana había ido al hospital para ver con sus propios ojos, poner las cosas claras con Clipton y, en caso necesario, hacer recapacitar al médico, con firmeza, pero también con el tacto que un comandante especialista merece en un asunto delicado.

—Vamos a ver. Éste, por ejemplo —dijo en referencia a un enfermo, tras hacer un alto—. ¿Cuál es tu problema, muchacho?

Se paseaba entre dos filas de prisioneros que descansaban en camas de bambú. Unos tiritaban de fiebre, otros, inertes y cubiertos por unas miserables mantas, dejaban ver sus rostros cadavéricos. Clipton intervino con presteza en un tono bastante firme.

—Cuarenta de fiebre esta noche, sir. Malaria.

—Bien, bien —dijo el coronel prosiguiendo su marcha—. ¿Y ése de ahí?

—Úlceras tropicales. Ayer le tuve que horadar la pierna… con un cuchillo. No dispongo de otro instrumento. Le hice un agujero donde cabría una pelota de golf, sir.

—Así que es ése. Ayer por la noche escuché gritos —murmuró el coronel Nicholson.

—En efecto. Cuatro compañeros tuvieron que sujetarle. Espero poder salvarle la pierna, pero no estoy seguro de lograrlo —añadió en voz baja—. ¿Realmente desea que lo envíe al puente, sir?

—No diga tonterías, Clipton. Evidentemente, si es su opinión de profesional, no insistiré… Entiéndame. No se trata de hacer trabajar a los enfermos o a los heridos graves. Lo que quiero decir es que no podemos olvidar que hay una obra que terminar en el plazo de un mes, lo cual requerirá un gran esfuerzo, soy consciente de ello, pero no puedo hacer nada por cambiarlo. Por consiguiente, cada vez que me quita un hombre de la obra, los demás deben enfrentarse a un trabajo un poco más duro. Es importante que lo tenga siempre presente, ¿comprende? Aunque alguno de ellos no esté en plena forma física, puede siempre resultar de utilidad efectuando tareas más sencillas, una instalación de precisión, por ejemplo, o dando un último retoque… Hughes va a iniciar en breve el pulimentado del puente…

—Supongo que lo hará pintar, sir…

—Eso está descartado, Clipton —dijo el coronel con vehemencia—. Sólo podríamos encalarlo, y ello lo convertiría en una apetitosa diana para la aviación. Parece olvidar que estamos en guerra.

—Es cierto ser. Estamos en guerra.

—No, nada de lujos. Me he opuesto a ello. Basta con que la construcción esté bien hecha, que tenga un buen acabado… He venido para decírselo, Clipton. Hay que hacer comprender a los hombres que se trata de una cuestión de solidaridad… ¿Y ése, por ejemplo?

—Una herida muy fea en el brazo que se ha hecho levantando las vigas de su condenado puente de los mil demonios, sir —estalló Clipton—. Tengo a unos veinte como él. Evidentemente, en el estado general en que se encuentran, las heridas no cicatrizan y se infectan. No dispongo de nada para cuidarlos adecuadamente.

—Me pregunto —dijo el coronel, siguiendo el hilo de su pensamiento y haciendo oídos sordos a lo inapropiado de ese lenguaje— si, en un caso como éste, el aire libre y una ocupación razonable no favorecería su restablecimiento mejor que la inmovilidad y el enclaustramiento en su choza. Dígame, Clipton, ¿qué piensa de ello? Después de todo, entre nosotros nunca se hospitaliza a un hombre por un arañazo en el brazo. Estoy convencido de que, si recapacita, acabará siendo de mi parecer.

—Entre nosotros, sir… entre nosotros… ¡Entre nosotros…!

Clipton elevó los brazos al cielo en un gesto de impotencia y desesperación. El coronel lo llevó entonces a la pequeña habitación que hacía las veces de enfermería, lejos de los enfermos. Ahí siguió abogando por su causa y apelando a todas las razones que un mando puede invocar en semejante situación, cuando su intención, más que ordenar, es convencer. Finalmente, viendo que Clipton no parecía muy convencido, le asestó su argumento más poderoso: si persistía en su conducta, los japoneses se encargarían personalmente de vaciar el hospital; y lo harían indiscriminadamente.

—Saíto me ha amenazado con adoptar medidas draconianas —afirmó.

Era una mentira piadosa. Saíto, a estas alturas, ya había renunciado a la violencia, después de haber comprendido que no le llevaría a ningún sitio y, en el fondo, muy satisfecho de ver cómo se levantaba, oficialmente bajo su dirección, la más bella construcción de la vía férrea. El coronel Nicholson dio por buena esa deformación de la verdad, aunque no pudo evitar un cierto remordimiento de conciencia. No podía permitirse descuidar ninguno de los factores que podían contribuir a la terminación del puente, ese puente que simbolizaba el espíritu indomable que nunca se confiesa vencido, el espíritu que siempre se desvive por probar con acciones la invulnerable dignidad de su condición; ese puente al que no le faltaba más que varias decenas de pies para abarcar de un trazo continuo el valle del río Kwai.

Ante esa amenaza, Clipton maldijo a su coronel, pero cedió. Desalojó de su hospital a una cuarta parte de sus enfermos, aproximadamente, pese a la terrible desazón que le invadía cada vez que tenía que elegir. De esa forma, devolvió a la obra un amasijo de lisiados, heridos leves y hombres con fiebre afectados crónicamente por la malaria, pero capaces de andar.

No hubo protestas. La fe en el coronel era de aquellas que mueven montañas, edifican pirámides, catedrales, puentes y hacen trabajar a moribundos con una sonrisa en los labios. El llamamiento a la solidaridad bastó para convencerlos. Retomaron sin rechistar el camino del río. Unos infortunados soldados, con un brazo inmovilizado por vendajes sucios y mal colocados, agarraron la cuerda del martinete con su única mano hábil y empezaron a tirar de ella al compás, echando el resto que les quedaba de ánimo y fuerzas, ayudándose de todo su menguado peso y sumando el sacrificio de ese doloroso esfuerzo a los sufrimientos que, poco a poco, encaminaban hacia su perfección al puente sobre el río Kwai.

Gracias a este nuevo impulso, el puente fue rápidamente terminado. En breve sólo restaría dar los «últimos retoques», en palabras del coronel, para que la obra presentara ese «acabado» en que un observador experimentado reconoce de inmediato, en cualquier parte del mundo, la maestría de los europeos y la preocupación por la comodidad típica de los anglosajones.

Ir a la siguiente página

Report Page