El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


CUARTA PARTE » I

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I

Unas semanas después de la expedición de Joyce, Warden recorrió el mismo itinerario que el aspirante. Tras una agotadora ascensión, él también alcanzó el punto de observación. Tumbado entre los helechos, pudo contemplar el puente sobre el río Kwai, que se extendía debajo de él.

Warden era todo lo opuesto a un romántico. Nada más llegar, se limitó a echarle un rápido vistazo, el tiempo suficiente para reconocer con satisfacción la construcción dibujada por Joyce y verificar que estaba finalizada. Le acompañaban cuatro partisanos. Warden les comunicó que, por el momento, no necesitaría su ayuda. Se colocaron en su posición favorita, encendieron la pipa de agua y observaron plácidamente los movimientos de Warden.

Primero instaló el puesto de radio y entró en contacto con varias estaciones. Una de ellas, inestimable por encontrarse en un país bajo ocupación, le suministraba directamente, todos los días, indicaciones sobre la inminente salida del largo convoy que habría de inaugurar el ferrocarril de Birmania y Tailandia. Los mensajes recibidos le tranquilizaron. No había contraorden alguna.

Seguidamente, instaló su saco de dormir y su mosquitero lo más cómodamente posible, colocó meticulosamente varios objetos de higiene personal y dispuso de la misma manera las pertenencias de Shears, que se uniría a él sobre esa misma cumbre. Warden era una persona previsora, mayor que Joyce y más sereno. Además, contaba con más experiencia. Conocía la selva, puesto que en el pasado había realizado varias expediciones durante sus vacaciones de profesor. Era consciente del valor que puede tener, en ocasiones, un cepillo de dientes para un europeo, así como del número de días suplementarios que permite resistir un acomodamiento adecuado y una taza de café caliente por la mañana. Si, tras el golpe, se vieran acosados, tendrían que abandonar sus civilizados utensilios, cosa que no tendría la más mínima importancia, ya que habrían contribuido a mantenerlos en plena forma hasta el momento de la acción. Satisfecho de su instalación, se puso a comer, durmió tres horas y, a continuación, se dirigió de nuevo al punto de observación, reflexionando sobre los medios más apropiados para cumplir su misión.

El grupo de la Unidad 316 se separó siguiendo el plan trazado por Joyce, un plan que fue cien veces retocado, acordado en última instancia por el trío y autorizado, un día, finalmente, por Number One. Shears, Joyce y dos voluntarios tailandeses, acompañados de varios portadores, se dirigieron en caravana hacia un punto situado a bastante distancia, río arriba, respecto al puente, dado que el embarque de los explosivos no debía efectuarse cerca del campamento. Fueron lo suficientemente lejos, siguiendo un complicado itinerario, para evitar también las aldeas indígenas. Los cuatro hombres comenzarían a descender en dirección al puente por la noche, con el fin de preparar el dispositivo. Sería totalmente errado creer que el sabotaje de un puente es una operación simple. Joyce permanecería oculto en la orilla enemiga, a la espera del tren. Shears se uniría a Warden, y ambos se ocuparían de proteger la retirada.

Warden debía instalarse en el punto de observación, mantener el contacto por radio, espiar los movimientos en torno al puente y buscar emplazamientos donde cubrir el repliegue de Joyce. Su misión no había sido delimitada rigurosamente. Number One le había dejado una cierta iniciativa. Actuaría según lo que más conviniera, de acuerdo a las circunstancias.

—Si ve que existe la posibilidad de realizar una acción secundaria, sin riesgo de ser descubierto, claro está, no se lo prohibiré —dijo Shears—.

Los principios de la Unidad 316 siguen siendo los mismos, pero recuerde que el puente es el objetivo número uno y que, bajo ningún concepto, habrá de comprometer las opciones de éxito sobre ese punto. Confío en usted para que actúe, al mismo tiempo, de manera sensata y activa.

Sabía que podía contar con Warden y que éste sería, al mismo tiempo, activo y sensato. Warden, cuando disponía de tiempo para ello, sopesaba metódicamente las consecuencias de todos sus movimientos.

Tras un primer examen general de la situación, Warden decidió colocar sobre esa misma cima los dos pequeños morteros de los que disponía, una especie de artillería de bolsillo, así como mantener dos partisanos tailandeses sobre ese puesto a la hora del gran golpe, con objeto de rociar de metralla los restos del tren, las tropas que intentaran escapar tras la explosión y los soldados que se lanzaran en su auxilio.

Ello entraba perfectamente dentro de las competencias que su jefe implícitamente le había asignado al evocar los principios inmutables de la Unidad 316. Dichos principios podrían resumirse de la siguiente manera: «Nunca considerar completamente concluida una operación. Nunca sentirse satisfecho mientras exista la posibilidad de causar un daño al enemigo, por mínimo que sea». (El «acabado» anglosajón era muy apreciado en este ámbito, como en muchos otros). Ahora bien, en el presente caso era evidente que una lluvia de pequeños obuses procedentes del cielo sobre los supervivientes serviría para desmoralizar completamente al enemigo. La posición dominante del punto de observación era casi providencial en ese aspecto. Warden veía igualmente otra ventaja importante en la prolongación del golpe: haría desviar la atención de los japoneses, ayudando indirectamente así a cubrir la retirada de Joyce.

Se arrastró un buen rato entre los helechos y los rododendros salvajes, hasta encontrar emplazamientos que le satisficieron completamente. Tras haberlos hallado, llamó a los tailandeses y eligió a dos de ellos, a los que les explicó con toda claridad lo que deberían hacer cuando llegara el momento. Éstos comprendieron rápidamente y dieron muestras de apreciar su idea.

El reloj rondaba las cuatro de la tarde cuando Warden finalizó sus preparativos. A continuación, comenzó a meditar sobre las disposiciones siguientes. Sin embargo, justo en ese momento pudo oír una música que subía por el valle, razón por la cual retomó su observación y se puso a espiar con los prismáticos los movimientos de amigos y enemigos. El puente estaba desierto, pero sobre la otra orilla, en el campamento, reinaba una extraña agitación. Warden comprendió de inmediato que, a fin de celebrar la feliz conclusión de la obra, los prisioneros habían sido autorizados, o tal vez obligados, a montar una fiesta. Un mensaje recibido días antes dejaba entrever la posibilidad de esas festividades, decretadas por la indulgencia de Su Majestad Imperial.

La música provenía de un tosco instrumento, con toda seguridad fabricado in situ con medios improvisados, pero la mano que rasgaba las cuerdas era europea. Warden conocía los ritmos bárbaros de los japoneses lo suficientemente bien como para no equivocarse. Además, pronto llegó a sus oídos el eco de las canciones. Una voz debilitada por las privaciones, pero de un acento inconfundible, entonaba antiguos aires escoceses. A través del valle se elevaba una conocida cantinela, repetida a continuación por un coro. Ese conmovedor concierto, escuchado en la soledad del punto de observación, compungió profundamente a Warden, que intentó disipar de su cabeza la melancolía y, de hecho, lo logró concentrándose sobre los elementos necesarios para su misión. Los acontecimientos sólo le interesaban por su relación con la ejecución del gran golpe.

Poco antes de la puesta de sol, tuvo la sensación de que se preparaba un banquete. Había prisioneros afanándose en torno a las cocinas y se podía observar un tumulto del lado de las barracas japonesas, donde se agrupaban varios soldados que dejaban escapar gritos y risas. Desde la entrada del campamento, los centinelas les lanzaban miradas golosas. Parecía evidente que los nipones también se disponían a celebrar el fin de las obras.

La mente de Warden se puso a trabajar con celeridad. Su cualidad de hombre ponderado no le impedía coger al vuelo las ocasiones que se presentaban. Adoptó las medidas necesarias para actuar esa misma noche de acuerdo a un plan rápidamente definido, aunque éste ya había sido objeto de consideración mucho antes de su llegada al punto de observación. En un rincón del mundo lejano y aislado como ése, con un jefe alcohólico como Saíto y unos soldados sometidos a un régimen casi igual de severo que los prisioneros, llegó a la conclusión, a partir de su profundo conocimiento de la estirpe humana, de que todos los japoneses estarían borrachos como cubas antes de llegar la medianoche. Se trataba de una circunstancia particularmente propicia para intervenir con el mínimo de riesgo, como le había recomendado Number One, y para preparar varios de esos artefactos secundarios, objeto de predilección de todos los miembros de la Unidad 316, trampas que harían las veces de sabrosa guinda del golpe principal. Warden ponderó sus opciones y concluyó que sería irresponsable no aprovechar esa milagrosa coincidencia. Decidió, así pues, bajar en dirección al río y comenzar a preparar un material ligero… Además, pese a ser hombre de ciencia, ¿no habría de acercarse él también a ese puente, aunque sólo fuera una vez?

Alcanzó la base de la montaña poco antes de la medianoche. La fiesta se había desarrollado según sus previsiones. Siguió las diferentes etapas de la celebración por la intensidad del bullicio que llegaba a sus oídos durante su silenciosa marcha: unos salvajes alaridos, cual parodia de los coros británicos, que se habían apagado ya hacía un buen rato. Ahora todo estaba en silencio. Escondido en compañía de dos partisanos que lo habían seguido por detrás de la cortina de árboles, oyó esos alaridos por última vez no lejos de la vía férrea, que tras atravesar el puente continuaba paralela al río, tal como había explicado joyce. Cargados con el material, los tres hombres se dirigieron con precaución hacia la vía.

Warden estaba convencido de que podría operar con total seguridad. Sobre esa margen del río no había presencia enemiga alguna. Los japoneses habían gozado de tal calma en ese rincón apartado del mundo que habían llegado a perder por completo su desconfianza. En ese momento, todos los soldados, e incluso la totalidad de los oficiales, estaban con toda seguridad tirados en algún sitio y completamente inconscientes. Warden colocó de centinela a uno de los tailandeses, por si acaso, y se puso metódicamente a trabajar, ayudado por el otro.

Su proyecto era simple y clásico. Es la primera operación que se enseña a los alumnos de la escuela especial de «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.» de Calcuta. Es fácil separar los guijarros que forman el balasto de una vía, a ambos lados y por debajo del raíl, abriendo así una pequeña fosa, donde insertar una carga de plástico que se adherirá a la cara inferior de dicho raíl. Ahí radica la virtud de ese compuesto químico: una carga de apenas un kilogramo, adecuadamente colocada, es suficiente. La energía almacenada en esa pequeña masa se libera bruscamente por el efecto de un detonador en forma de gas, cuya velocidad alcanza varios miles de metros por segundo. Ni el acero más robusto resiste, sino que queda pulverizado por esa súbita explosión.

Se fija un detonador en el plástico (es tan fácil introducirlo como clavar un cuchillo en la mantequilla). Un cordón, conocido como «instantáneo», lo conecta a un pequeño artefacto de asombrosa simplicidad, también oculto en un boquete excavado bajo el raíl. Dicho objeto está compuesto básicamente por dos láminas, separadas por un robusto resorte. Entre ambas se sitúa el cebo. Una de las láminas hace contacto con el metal, mientras que la otra se inmoviliza con una sólida piedra. El cordón detonador se entierra. Un equipo de dos expertos puede instalar el dispositivo en media hora. Si el trabajo se realiza con cuidado, el mecanismo es invisible.

Cuando la rueda de una locomotora pasa por encima del aparato, la lámina superior queda aplastada contra la otra. El cebo encendido activa el detonador por medio del cordón, y el plástico explota. Una sección de acero queda pulverizada y el tren descarrila. Con un poco de suerte y una carga un poco más fuerte, se puede derribar la locomotora. Una de las ventajas de este sistema es que la activación la realiza el propio tren, por lo que el agente encargado de instalarlo puede hallarse a varios kilómetros del lugar. Otra ventaja: no se activa intempestivamente por la pisada de un animal, sino que se precisa un peso muy considerable, como el de una locomotora o un vagón.

Warden el experto, Warden el calculador razonaba de la siguiente manera: el primer tren vendrá de Bangkok por la orilla derecha. De acuerdo a lo previsto, saltará en pedazos con el puente y se desplomará en el río. Ése es el objetivo número uno. Seguidamente, la vía quedará cortada y la circulación interrumpida. Los japoneses se emplearán a fondo para reparar los daños. Querrán hacerlo lo más rápidamente posible, para restablecer el tráfico y vengar ese atentado, que supondrá un duro golpe a su prestigio en el país. Desplazarán una gran cantidad de equipos y trabajarán sin descanso. Se afanarán durante días, semanas o incluso meses. Cuando la vía por fin quede despejada y el puente reconstruido, pasará un nuevo convoy. El puente resistirá esta vez, pero, poco después, saltará por los aires el segundo tren. Ello, con toda certeza, tendrá un efecto psicológico devastador, aparte de los daños materiales.

Warden colocó una carga un poco más fuerte de la estrictamente necesaria, disponiéndola de forma que el descarrilamiento se produjera del lado del río. Si los dioses fueran propicios, era posible que la locomotora y varios de los vagones se precipitaran al agua.

Warden terminó rápidamente la primera parte de su programa. Era muy ducho en este tipo de trabajos. Había dedicado muchas horas a entrenarse, desplazando guijarros sin hacer ruido, modelando el plástico e instalando mecanismos. Actuó de forma casi mecánica y pudo constatar con satisfacción que el partisano tailandés, un principiante, le estaba resultando de gran ayuda. Su instrucción había sido realizada adecuadamente y Warden, el profesor, se regocijaba de ello. Aún le quedaba bastante tiempo antes de las primeras luces del amanecer. Había llevado un segundo artilugio del mismo tipo, si bien un poco diferente. Sin dudarlo un momento, fue a instalarlo a varios cientos de metros de ese lugar, en dirección opuesta al puente. Hubiera sido un crimen no aprovechar una noche de esas características.

Warden el previsor reflexionó de nuevo. Tras dos atentados en el mismo sector, el enemigo, en general, está sobre aviso y procederá a una inspección metódica de la línea. Pero nunca se sabe. A veces, muestra rechazo a conjeturar sobre un tercer atentado, puesto que ya ha sufrido dos. Por otra parte, si el artefacto está bien camuflado, puede pasar desapercibido incluso ante un examen minucioso, a no ser que los rastreadores decidan desalojar todos los guijarros del balasto. Warden colocó su segundo aparato, diferente del primero por estar dotado de un dispositivo para modificar los efectos y producir una sorpresa de otro tipo. Este accesorio era una especie de relé: el primer tren no desencadenaría la explosión, sino que la cebaría. El detonador y el plástico sólo se activarían por el paso del «segundo» convoy. La idea del técnico de la Unidad 316 que elaboró este ingenioso sistema era muy lúcida, lo cual sedujo al espíritu racional de Warden. A menudo, tras una serie de accidentes, el enemigo, después de reparar la línea, hace preceder un convoy importante de uno o dos vagones viejos cargados de piedras, arrastrados por una locomotora sin valor. Al suelo nada le ocurre a su paso. El enemigo, entonces, queda convencido de que la mala suerte ha sido conjurada. Rebosante de confianza, envía sin precaución alguna el tren importante y… mira por dónde, éste salta por los aires…

«Nunca considerar completamente concluida una operación hasta que se haya causado el mayor daño posible al adversario». Así rezaba el leitmotiv de la «Explosivos Plásticos y Destrucciones S.L.». «Ingeníenselas siempre para multiplicar las sorpresas desagradables, para inventar nuevas trampas que siembren la confusión en el adversario, cuando por fin éste quede convencido de que todo ha pasado», repetían sin cesar los jefes de la empresa. Warden había hecho suyas esas doctrinas. Después de plantar su segunda trampa y borrar todas las huellas, siguió dándole vueltas a la cabeza sobre la conveniencia de hacerles alguna jugarreta más.

Había llevado consigo otros artefactos, un poco al azar. Uno de ellos, que poseía en varios ejemplares, consistía en una especie de cartucho encajado en una tablilla móvil, capaz de pivotar en torno a un eje y de cerrarse sobre otra tablilla, fija y dotada de un clavo. Este artefacto tenía como objetivo los viandantes. Había que recubrirlos con una delgada capa de tierra. El funcionamiento no podía ser más simple. El peso de una persona pone en contacto el clavo con el cebo del cartucho. La bala se dispara, atraviesa el pie del paseante o, en el mejor de los casos, le impacta en la frente, si anda con la cabeza inclinada. En Calcuta, los instructores de la escuela especial aconsejaban desperdigar un gran cantidad de esos artilugios en las cercanías de una vía férrea «preparada». Cuando, después de la explosión, los supervivientes (siempre los hay) corrieran despavoridos en todas direcciones, los dispositivos se activarían al azar de su estremecimiento, aumentando de esa forma el pánico.

Warden hubiera deseado plantar todo el lote, pero la prudencia y la sensatez le llevaron a renunciar a esos últimos aditamentos. Existía el riesgo de que fuera descubierto y el objetivo número uno era demasiado importante como para ponerlo en juego. Si un paseante caía en una de esas trampas, atraería de inmediato las sospechas de los japoneses sobre un posible sabotaje.

El alba se acercaba. Warden el juicioso se resignó con un suspiro a dejar la cosa ahí, y puso rumbo al punto de observación. De cualquier manera, se encontraba satisfecho de haber dejado tras de sí un terreno bastante bien preparado, de haberlo aderezado con condimentos que darían un sabor especial al gran golpe.

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