El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


CUARTA PARTE » VIII

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VIII

«Dos bajas. Algunos daños, pero puente intacto gracias heroísmo coronel británico».

Así rezaba el sucinto informe que Warden, único superviviente de los tres, envió a Calcuta a su llegada al acantonamiento.

Tras la lectura de ese mensaje, el coronel Green pensó que había un buen número de puntos oscuros en ese asunto y solicitó más explicaciones. Warden repuso que no tenía nada que añadir. Su superior determinó entonces que su estancia en la selva de Tailandia había sido demasiado prolongada y que no podían dejar a un hombre solo, en ese peligroso puesto, en medio de una región que los japoneses, probablemente, se disponían a peinar. La Unidad 316 contaba en esta época con numerosos recursos. Lanzaron otro equipo en paracaídas en un sector alejado, con objeto de mantener el contacto con los tailandeses, y Warden fue llamado al centro de operaciones. Un submarino se fue a buscarle a un punto desierto del golfo de Bengala, adonde consiguió llegar tras dos semanas de azarosa marcha. Tres días después de embarcar, arribó a Calcuta y fue a presentarse ante el coronel Green.

En primer lugar, hizo una breve exposición sobre la preparación del golpe y luego pasó a su ejecución. Él había seguido desde las alturas de la montaña toda la escena, sin perder detalle alguno. En un primer momento, comenzó hablando en su característico tono frío y reposado pero, a medida que avanzaba en su relato, fue cambiando de actitud. En el mes que vivió como único representante de su especie, entre partisanos tailandeses, un tumulto de sentimientos no expresados había bullido dentro de él. Los episodios del drama, recreados sin cesar, fueron fermentando en su cerebro, al tiempo que su amor a la lógica le llevaba a agotarse instintivamente en la búsqueda de una explicación racional para aquéllos, y a vincularlos a un número reducido de principios universales.

Los frutos de esas desbordantes deliberaciones los recogió finalmente en las oficinas de la Unidad 316. A Warden le era imposible atenerse a un estricto informe militar. Necesitaba dar rienda suelta al torrente de estupores, angustias, dudas y rabia que llevaba por dentro e, igualmente, exponer con total libertad las razones profundas del absurdo desenlace, tal como él las había interpretado. Su sentido del deber le obligaba asimismo a hacer una presentación objetiva del curso de los acontecimientos. Se empleaba a fondo y, aunque lo lograba por momentos, acababa cayendo en el vendaval de su apasionamiento desatado. El resultado era una extraña combinación de imprecaciones, en ocasiones incoherentes, que aparecían mezcladas con elementos propios de un ardiente alegato, de donde emergían aquí y allá las paradojas de una extravagante filosofía y, a veces, un «hecho».

El coronel Green escuchó pacientemente y con curiosidad ese fantástico retazo de elocuencia, en el que fue incapaz de reconocer la calma o el método legendarios del profesor Warden. Lo que a él le interesaba, sobre todo, eran los hechos. Pese a ello, muy raras veces interrumpía a su subordinado. Tenía ya experiencia de esos retornos de misión, en el que los participantes habían dado lo mejor de sí mismos, pero al final se veían envueltos en un estrepitoso fracaso del que ellos no eran responsables. En este tipo de situaciones, concedía un gran margen de maniobra al «factor humano», hacía oídos sordos a las divagaciones y no se dejaba alterar por un tono en ocasiones irrespetuoso.

—Seguro que piensa que el niño, sir, se ha comportado como un imbécil, ¿verdad? Así es, ha actuado como un imbécil, pero nadie, en su posición, habría mostrado mayor astucia. Le observé muy bien, no le quité ojo ni un momento. Pude adivinar lo que dijo a ese coronel. Hizo lo que yo hubiera hecho en su lugar. Vi cómo se arrastraba. El tren estaba cerca. No comprendí nada cuando el otro se tiró encima de él. Luego fui sospechando el porqué, gradualmente, tras reflexionar sobre el asunto…¡Y Shears le reprochaba que le daba demasiadas vueltas a las cosas! ¡Dios mío, pero si pecaba de lo contrario! Tendría que haber mostrado más perspicacia, más capacidad de discernimiento. De haberlo hecho, se hubiera dado cuenta de que en nuestro oficio no basta con rajar una garganta cualquiera. ¡Hay que acuchillar la buena! Sir, usted está de acuerdo conmigo, ¿no es cierto? Una inteligencia superior, eso es lo que hacía falta. Ser capaz de detectar al enemigo verdaderamente peligroso, comprender que ese venerable zopenco no iba a dejar que le destruyeran su obra. Era su triunfo, su victoria personal. Vivía en un sueño desde seis meses atrás. Un espíritu exquisitamente sutil lo hubiera podido adivinar por su manera de caminar sobre el tablero del puente. Lo tenía apuntado con mis prismáticos, sir… ¡Lástima que no hubiera sido mi fusil!… Recuerdo bien que tenía dibujada en sus labios la beatífica sonrisa de los vencedores… ¡Un admirable prototipo de hombre enérgico, sir, como dicen en la Unidad 316! ¡Nunca derrotado por la adversidad, siempre presto a un último embate! Pues bien, ¡ese hombre de marras gritó pidiendo auxilio a los japoneses! Ese veterano mastuerzo de ojos claros había soñado seguramente toda su vida con construir algo duradero. A falta de una ciudad o una catedral, bien valía un puente. ¿Qué pensaba usted?, ¿que iba a dejar que se lo tiraran?… Y, para colmo, ¿esos viejos colonos de nuestro honorable ejército, sir? Estoy seguro de que, en su más tierna juventud, se leyó enterito a nuestro entrañable Kipling, y le apuesto lo que quiera a que en su bamboleante cerebro, mientras la obra se iba alzando sobre las aguas, evocaba frases enteras: «Yours is the earth and everything that's in it, and which is more, youll be a man, my son!». Casi lo escucho desde aquí.

Estaba dotado del sentimiento del deber y del respeto al trabajo bien realizado… también del gusto por la acción… ¡como usted y como nosotros, sir!… La estúpida mística de la acción, de la que comulgan tanto nuestras pequeñas mecanógrafas como nuestros grandes capitanes… No sé muy bien lo que quiere decir ese pensamiento, que no me abandona desde hace un mes, sir. Tal vez ese monstruoso imbécil fuera realmente digno de respeto… tal vez actuaba verdaderamente de acuerdo a un legítimo ideal, tan sagrado como el nuestro; tal vez sus portentosos fantasmas tenían su origen en el mismo mundo en que se forjan los aguijones que nos acosan… ese misterioso éter donde se agitan las pasiones que empujan a la acción, sir; tal vez allá el «resultado» no tenga la mínima importancia, y lo único que cuenta sea la calidad intrínseca del esfuerzo; o bien, como yo lo creo, acaso ese reino del delirio sea un infierno azotado por una matriz diabólica, que infecta los sentimientos que de él nacen con todos los maleficios venenosos manifestados en ese resultado forzosamente execrable… Sir, le aseguro que he estado reflexionando sobre este asunto desde hace un mes. Por ejemplo, nosotros venimos a este país para enseñarles a los asiáticos cómo utilizar el plástico para destrozar trenes y hacer estallar puentes. Y mire usted…

—Hábleme del final de la misión —interrumpió el coronel Green, con su tradicional voz serena—. Aparte de la operación no existe nada.

—Aparte de la operación no existe nada, sir… Recuerdo la mirada de Joyce al salir de su escondrijo. No se achantó. Ejecutó el ataque de acuerdo a las reglas, de lo cual yo soy testigo. Sólo le faltó un poquito de buen juicio… El otro se abalanzó sobre él con tal furia que los dos acabaron rodando por el talud, en dirección al río. Se detuvieron justo al borde del agua. A simple vista, parecían inmóviles. Los detalles los pude apreciar con los prismáticos… Uno estaba encima del otro. El cuerpo en uniforme aplastaba el cuerpo desnudo y manchado de sangre, con todo su peso, mientras dos manos furiosas ceñían su garganta… Lo vi con toda nitidez. Estaba tendido con los brazos en cruz, al lado del cadáver que aún tenía el puñal clavado. Estoy convencido, sir, de que en ese momento comprendió su error. Se dio cuenta de que se había equivocado con respecto al coronel, ¡yo sé que él se dio cuenta!… Lo vi con mis ojos, tenía la mano justo al lado del mango del arma y lo llegó a asir, pero luego se quedó agarrotado. Pude adivinar el juego de músculos y, por un momento, creí que iba a decidirse. Pero era demasiado tarde. No le quedaban fuerzas. Había entregado todo lo que tenía y no pudo… o bien, no quiso. El enemigo que le apresaba el cuello lo tenía hipnotizado. Entonces soltó el puñal y se dio por vencido. Su cuerpo quedó completamente relajado, sir. ¿Conoce usted esa sensación, cuando uno abandona? Se había resignado a la derrota. Movió los labios y pronunció una palabra. Nadie sabrá si era una blasfemia o una plegaria… o acaso la expresión desencantada y refinada de una melancólica desesperación. No era un rebelde, sir, al menos exteriormente. Siempre se mostraba respetuoso con sus superiores. ¡Dios mío! ¡Si yo le contara el trabajo que nos costó a Shears y a mí conseguir que no se pusiera en posición de firme cada vez que nos dirigía la palabra! No me extrañaría nada, sir, que su última palabra, antes de cerrar los ojos, hubiera sido, precisamente, «sir»… La misión dependía de él. Ahora ya todo ha acabado.

—Se sucedieron varios acontecimientos en el mismo instante, varios «hechos», como usted diría, sir. Quedaron un poco confusos en mi mente, pero he logrado reconstruirlos. El tren se acercaba. El estruendo que formaba la locomotora iba creciendo por cada segundo que pasaba… aunque no lo suficiente para cubrir los rugidos de la «furia humana» que pedía auxilio con toda la fuerza de esa voz habituada a dar órdenes… Y yo allí, sir, impotente… No podía hacer más que él; no sólo yo… nadie… quizá Shears… ¡Shears! En ese momento volví a escuchar unos gritos. La voz de Shears, justamente, que resonaba en todo el valle. Una voz de loco iracundo, sir. Sólo pude discernir una palabra: ¡Ataca! Él también había comprendido, y más rápido que yo, pero ya no servía de nada. Unos instantes más tarde, vi a un hombre en el agua. Se dirigía a la orilla enemiga. Era él, Shears. ¡Él también era partidario de la acción a toda costa! Un acto insensato. Después de esa mañana, había perdido el juicio, igual que yo. No tenía posibilidad alguna de salirse con la suya… A mí también me faltó poco para lanzarme, y eso que hubieran hecho falta más de dos horas para bajar de mi cornisa…

No tenía la más mínima opción. Nadó con toda su alma, pero cruzar el río le llevó varios minutos. Y en ese intervalo, sir, el tren atravesó el puente, el majestuoso puente sobre el río Kwai construido por nuestros hermanos. Al mismo tiempo… al mismo tiempo, ahora lo recuerdo, un grupo de soldados japoneses se precipitó corriendo por el talud, atraído por los berridos.

Ellos fueron los que recibieron a Shears a la salida del agua. Se cargó a dos. Dos puñaladas, sir, lo vi con todo detalle. No quería que lo cogieran vivo. Le dieron un culatazo en la cabeza y se desplomó. Joyce había dejado de moverse. El coronel se puso en pie y los soldados cortaron los cables. Ya no había nada más que intentar, sir.

—Siempre queda algo que intentar —dijo la voz del coronel Green.

—Siempre queda algo que intentar, sir… En ese momento se produjo una explosión. El tren, que nadie se había preocupado de detener, cayó en la trampa que yo había preparado detrás del puente, justo debajo de mi punto de observación. ¡Una posibilidad más! Yo, por mi parte, ya la había olvidado. La locomotora descarriló, arrastrando consigo dos o tres vagones al río. Varios soldados ahogados, pérdidas considerables de material y algunos daños, aunque reparables en varios días. Ése es el saldo de la operación… Un resultado que, pese a todo, produjo cierto entusiasmo en la orilla de enfrente.

—En mi opinión, un espectáculo bastante hermoso —observó reconfortante el coronel Green.

—Un hermoso espectáculo para aquellos que amen verdaderamente este tipo de cosas, sir… A pesar de ello, me pregunté si podía aportar algo más. Yo también he llevado a la práctica nuestras doctrinas, sir. En ese mismo instante me estuve interrogando para averiguar si había algo más que se pudiera intentar en el ámbito de la acción.

—Siempre queda algo que intentar en el ámbito de la acción —reiteró la voz lejana del coronel Green.

—Siempre queda algo que intentar… Debe de ser cierto, puesto que todo el mundo lo afirma. Ése era el lema de Shears. Acabo de recordarlo ahora.

Warden permaneció un momento en silencio, afligido por esa última reminiscencia. A continuación, retomó la conversación en un tono de voz más bajo:

—Yo también estuve reflexionando, sir. Reflexioné con todas mis fuerzas mientras el grupo de soldados en torno a Joyce y Shears se volvía cada vez más compacto. Éste último seguía a todas luces vivo; el otro quizá todavía viviera, pese al estrangulamiento de ese miserable canalla. Sólo descubrí una posibilidad de acción, sir. Mis dos partisanos estaban todavía en su puesto, junto a los morteros. Podían disparar tanto contra el círculo de japoneses como contra el puente, lo cual también resultaba indicado. Les señalé el blanco y aguardé un momento. Pude ver cómo los soldados ponían en pie a los prisioneros y se disponían a llevárselos. Ambos continuaban con vida, que era lo peor que les podía pasar. El coronel Nicholson les seguía por detrás, con la cabeza inclinada, como sumido en una profunda meditación… ¡Las meditaciones de ese coronel, sir!… Tomé mi decisión de golpe, mientras que aún había tiempo. Di la orden de disparar. Los tailandeses comprendieron de inmediato. Los teníamos bien entrenados, sir. A continuación, unos hermosos fuegos artificiales. ¡Otro magnífico espectáculo, visto desde el punto de observación! ¡Una buena retahíla de proyectiles! Yo mismo me hice cargo de un mortero. Tengo una excelente puntería.

—¿Resultó eficaz? —interrumpió la voz del coronel Green.

—Muy eficaz, sir. Los primeros obuses cayeron en medio del grupo. ¡Una verdadera suerte! Los dos quedaron descuartizados. De ello me aseguré con los prismáticos. Créame, sir, yo tampoco quería dejar este trabajo inacabado… En realidad, debiera haber dicho los tres. El coronel también. No quedó nada de él. Tres disparos en el blanco. ¡Todo un éxito!

—¿Y luego?

—Luego, sir, les lancé todo mi arsenal de obuses. Y no eran pocos… Las granadas también. ¡La elección del emplazamiento había sido excelente! Una lluvia generalizada de proyectiles, sir. Debo confesar que me encontraba un poco exaltado. Cayeron por todos sitios: sobre el resto de la compañía que acudía del campamento, sobre el tren descarrilado, del que emergía un concierto de alaridos, y sobre el puente también. Los dos tailandeses se mostraron igual de apasionados que yo… Los nipones comenzaron a responder. Poco después, la humareda se extendió y ascendió hasta donde estábamos, ocultando poco a poco el puente y el valle del río Kwai. Nos encontrábamos aislados en una niebla gris y hedionda. Nos quedamos sin munición, sin nada más que arrojarles. Entonces, iniciamos la huida.

»Más tarde, he tenido ocasión de reflexionar sobre esa iniciativa, sir. Aún estoy convencido de que era lo mejor que podía hacer, que he seguido la única línea de conducta posible, que era la única acción verdaderamente razonable…

—La única razonable —admitió el coronel Green.

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