El puente sobre el río Kwai

El puente sobre el río Kwai


PRIMERA PARTE » VI

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VI

Los trabajos no avanzaban. Al preguntarle a Saíto por la marcha de los trabajos, el coronel había hecho vibrar dolorosamente una cuerda sensible, y demostró buen juicio al prever que la necesidad obligaría a ceder al japonés.

Al final de las tres primeras semanas, el puente no sólo no había sido diseñado, sino que las contadas operaciones preliminares habían sido efectuadas tan ingeniosamente por los prisioneros que haría falta cierto tiempo para reparar los errores cometidos.

Enfurecidos por el tratamiento infligido a su jefe, cuya firmeza y valentía no les habían pasado desapercibidas, irritados por la sarta de insultos y golpes que los guardias hacían llover sobre ellos, crispados por tener que trabajar como esclavos en un obra valiosa para el enemigo y abatidos por haber sido separados de sus oficiales y no poder escuchar las órdenes habituales, los soldados británicos rivalizaban por mostrar el menor brío posible o, aún mejor, por ver quién cometía la pifia más sonada, fingiendo buena voluntad.

Ningún castigo era capaz de desbaratar su empeño intrigante, lo cual en ocasiones llegaba incluso a provocar lágrimas de desesperanza en el pequeño ingeniero japonés. No había centinelas en suficiente número para vigilarlos a cada instante, ni con la suficiente inteligencia para darse cuenta de las fechorías que hacían. El jalonado de dos tramos de vía tuvo que ser reiniciado veinte veces. Los alineamientos y las curvas sabiamente calculadas y señalizadas con postes blancos por el ingeniero se transformaban, nada más volver la espalda, en un laberinto de líneas rotas, cortadas en ángulos extravagantes, que le arrancaban a su regreso penosas exclamaciones. A cada lado del río, las dos extremidades que el puente debía unir presentaban impresionantes diferencias de nivel, nunca se situaba la una enfrente de la otra. Uno de los equipos súbitamente se ponía a cavar el suelo con furia y lograba finalmente una especial de cráter que descendía mucho más bajo del nivel prescrito, mientras que el centinela, en su estupidez, se regocijaba de ver por fin a los hombres poniendo empeño en su trabajo. Cuando el ingeniero aparecía, montaba en cólera y comenzaba a repartir golpes, indistintamente, a prisioneros y guardias. Estos últimos, al percatarse de que les habían tomado el pelo, se vengaban a su vez, pero el daño ya estaba hecho y requería varias horas o días para repararlo.

Un grupo de hombres fue enviado a la selva para talar árboles adecuados a la construcción del puente. Tras una cuidadosa selección, volvían con las especies más retorcidas y frágiles, o bien invertían un esfuerzo considerable en cortar un árbol gigante, que acababa cayendo en el río, donde era imposible recuperarlo. Incluso optaban por troncos carcomidos en su interior por insectos, incapaces de soportar la más mínima carga.

Saíto, que todos los días iba a inspeccionar la obra, daba rienda suelta a su cólera en manifestaciones cada vez más violentas. Él también arremetía con insultos, amenazas y golpes, de los que no se libraba siquiera el ingeniero, el cual, desairado, le aseguraba que la mano de obra era de una inutilidad absoluta. Entonces gritaba todavía más fuerte imprecaciones aún más terribles y trataba de concebir nuevos métodos barbáricos para poner fin a esa silenciosa oposición. Hizo sufrir a los prisioneros como sólo sabe hacerlo un centinela rencoroso, abandonado prácticamente por todo el mundo y presa del terror a ser cesado por incapaz. Aquéllos que eran sorprendidos en flagrante delito de mala fe o sabotaje eran atados a los árboles, azotados con varas de espinos y abandonados así durante horas enteras, desnudos, ensangrentados y expuestos a las hormigas y el sol de los trópicos. Clipton los veía llegar por la noche a su hospital, transportados en volandas por sus compañeros, con fiebres violentas y la espalda en carne viva. Tampoco podía mantenerlos bajo su custodia durante mucho tiempo, ya que Saíto no se olvidaba de ellos. Tan pronto eran capaces de arrastrarse, los enviaba de nuevo a la obra y ordenaba a los guardias que los vigilaran especialmente.

El tesón de esos seres temerarios conmovía en ocasiones a Clipton, llegándole a veces a arrancar más de una lágrima. Le maravillaba su resistencia ante el tratamiento que recibían. Siempre había uno de ellos que, a solas, encontraba la fuerza necesaria para incorporarse y murmurar algo, guiñándole el ojo, en una jerga que empezaba a generalizarse entre todos los prisioneros de Birmania y Tailandia.

—El maldito todavía no está construido, doctor. El maldito ferrocarril puente del maldito emperador no ha atravesado todavía el maldito río de este maldito país. Nuestro maldito coronel tiene razón y sabe lo que hace. Si lo ve, dígale que todos estamos con él, y que ese maldito simio no ha acabado todavía con el maldito ejército inglés…

La violencia más atroz no había traído consigo ningún resultado. Los hombres se habían habituado a ella. El ejemplo del coronel Nicholson surtía sobre ellos un efecto más embriagador que la cerveza o el whisky que se les negaba. Cuando uno de ellos sufría un castigo demasiado severo como para poder continuar, bajo amenaza de represalias que pondrían su vida en peligro, siempre había alguien para sustituirle. Se estableció un sistema de relevo.

Aún más meritoria, pensaba Clipton, era su resistencia a la melosa hipocresía mostrada por Saíto en esas horas de desaliento en las que éste comprendía con tristeza que había agotado la gama habitual de torturas, y que su imaginación no daba para inventar otras.

Un día los convocó delante de su oficina, después de decretar el fin de jornada antes que de costumbre, para evitar que se esforzaran en exceso, según les dijo. Hizo distribuir pasteles de arroz y fruta, adquiridos a los campesinos tailandeses de un pueblo vecino; un regalo del ejército japonés para incitarles a dejar de ralentizar sus esfuerzos. Dejó de lado todo su orgullo y se dedicó a revolcarse en bajezas. Se vanaglorió de ser como ellos, un hombre del pueblo, sencillo, cuyo único propósito era cumplir con su deber sin meterse en problemas. Les explicó que los oficiales, al negarse a trabajar, aumentarían el volumen de obligaciones de cada uno de los hombres. Podía entender la animadversión que sentían, pero no se lo reprochaba. Para demostrárselo y para evidenciar su simpatía hacia ellos, había decidido recortar, por iniciativa propia, la cuota de trabajo. El ingeniero había fijado esta última, para el terraplén, en un metro cúbico y medio por hombre. Pues bien, él, Saíto, había determinado reducirla a un metro cúbico, y lo hacía porque se apiadaba de su sufrimiento, del que él no era responsable. Esperaba que, ante ese gesto fraternal, dieran prueba de buena voluntad finalizando rápidamente esa sencilla obra, destinada a recortar la duración de esa maldita guerra.

El final de su discurso estuvo marcado por un tono que rayaba con la súplica. Pese a todo, los ruegos no surtieron más efecto que las torturas. Al día siguiente se respetó la cuota de trabajo. Todos los hombres cavaron y transportaron escrupulosamente su metro cúbico de tierra, algunos incluso más. Pero el punto al que se desplazaba esa tierra era un insulto al más elemental sentido común.

En última instancia fue Saíto el que dio su brazo a torcer. Había agotado todos los recursos y la obstinación de sus prisioneros lo había convertido en un ser digno de conmiseración. Los días que precedieron a su derrota, se le vio recorrer el campamento con la mirada asustadiza de un animal acosado. Llegó incluso a implorar a los tenientes más jóvenes que escogieran ellos mismos su trabajo, prometiéndoles primas especiales y un régimen mucho más ventajoso que el ordinario. Todos, no obstante, se mostraron inquebrantables y, como se encontraba bajo la amenaza de una posible inspección de las autoridades japonesas, acabó resignándose a una capitulación vergonzante.

Proyectó una maniobra desesperada para «salvar la cara» y camuflar su descalabro, pero esa penosa tentativa no sirvió siquiera para engañar a sus propios soldados. El 7 de diciembre de 1942, en el aniversario de la declaración de guerra de Japón, hizo proclamar que en honor a la fecha había decidido condonar todas las sanciones. En conversación con el coronel, le anunció que había adoptado una medida de extrema benevolencia: los oficiales serían excluidos de todo trabajo manual. Como contrapartida, esperaba que éstos se tomaran en serio la dirección de las actividades de sus hombres, para así lograr un alto rendimiento.

El coronel Nicholson declaró que él estudiaría las decisiones a tomar. A partir del momento en que las posiciones fueran fijadas sobre una base correcta, no había razón para que él se opusiera al programa de los vencedores. Como en todo ejército civilizado, los oficiales serían responsables de la conducta de sus soldados, algo que era evidente para él.

Se trataba de una capitulación total por parte de los japoneses. Por la noche, el bando británico celebró la victoria con cánticos, exclamaciones de triunfo y una ración adicional de arroz, que Saíto, a regañadientes, había dado orden de distribuir para marcar su gesto. Esa misma noche, el coronel japonés se retiró pronto a sus aposentos, lloró por su honor mancillado y ahogó su rabia en libaciones solitarias que se prolongaron ininterrumpidamente hasta bien entrada la madrugada, cuando, borracho como una cuba, se desplomó sobre su lecho. Sólo alcanzaba ese estado de embriaguez en circunstancias extraordinarias, pues tenía una capacidad singular que generalmente le hacía resistir a las mezclas más atroces.

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