El protector
CAPÍTULO 13
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CAPÍTULO 13
Laurel estaba sola. Y él también. ¡Había llegado la hora! O actuaba en aquel mismo momento o cogía las maletas y desaparecía. Cuando su misterioso jefe le había telefoneado, él no estaba en su casa y el mensaje que le había dejado en el contestador era claro y escueto. O realizaba el trabajo o podía prepararse para morir en lugar de Bane. El tono frío y profesional de su voz hacía que la amenaza resultara aún más escalofriante.
Merodeó por la zona durante dos días intentando encontrar a Devlin Bane, pero fue inútil. Si no conseguía encontrar a su presa, obligaría al Paladín a ir a su encuentro. Había esperado toda la mañana a que la doctora Young estuviera sola, pero ella había estado reunida con el doctor Neal y, después, con el coronel Kincade. No sabía cuál había sido el tema de aquellas reuniones, pero, a juzgar por la expresión de sus caras, no era nada bueno. Él esperaba que fueran malas noticias respecto a sus queridos Paladines. Quizá tenían que eliminarlos a todos, como perros rabiosos que eran.
Esta idea le gustaba, salvo por el problema que suponían los Otros. Sin duda él y los otros guardias podían manejar la situación cuando eran sólo unos cuantos los que cruzaban la barrera de una vez, pero cuando cruzaban en avalanchas, se precisaban los servicios de aquellos locos bastardos para retenerlos. Quizá los Regentes podían encerrarlos en celdas bajo tierra y abrirlas, sólo, cuando las cosas se pusieran realmente mal.
Claro que ¿quién sería el loco que intentara volver a meterlos en las celdas cuando terminara la batalla? Desde luego, él no; no tenía ganas de morir.
Miró por la ventanilla de la puerta del laboratorio. ¡Maldita sea! Se estaba comiendo un bocadillo en su escritorio.
¿A qué se debía esta forma de actuar? Ella casi siempre salía a la calle a comprar comida, pues decía que caminar al aire libre le aclaraba la mente. Con frecuencia, se ofrecía para llevar alguna cosa a los guardias que estuvieran de servicio, incluido él.
Seguro que, después del intento fallido de secuestro de la otra noche, sospechaba que algo no iba bien. En otras circunstancias, si Bane o Trahern hubieran intentado convencerla de que alguien iba por ella, ella los habría tratado de paranoicos, pero, sin lugar a dudas, el tiro que le había pegado a Trahern les había proporcionado la prueba que ella necesitaba. La cuestión era si ellos la habían advertido contra los miembros de la Guardia Nacional. Él estaba seguro de no haber dejado ningún rastro, pero Bane podía haberle dicho que no se fiara de nadie salvo de sí mismo.
Sólo había una manera de averiguarlo. El tiempo se le acababa. Si no conseguía secuestrarla en aquel momento, lo mejor que podía hacer era meterse el cañón de la pistola en la boca y apretar el gatillo. Esta muerte sería más agradable que la que le proporcionaría su desconocido jefe o Devlin Bane.
Las manos le temblaron un poco mientras se preparaba para encararse a la encantadora doctora Young. Quizá la mantendría «ocupada» durante uno o dos días antes de permitir que Bane supiera dónde encontrarla. Suponía que el último lugar en el que Bane buscaría sería en los túneles que había debajo del edificio de Investigación. Y si él se cansaba de la doctora, siempre podía dejarla en uno de los túneles para que los Otros la encontraran en su próximo intento de subir a la superficie.
Sí, esta idea le gustaba. Los Otros matarían a la bruja sin titubear y, cuando su amante lo descubriera, se volvería loco. No costaría mucho convencer a Kincade e incluso al doctor Neal de que Bane había cruzado la línea, con lo que su muerte se convertiría en un acto compasivo. Conforme las piezas del rompecabezas encajaban, sus manos se fueron estabilizando.
Comprobó por última vez que su pistola estuviera a punto y abrió la puerta del laboratorio.
Laurel no podía creer lo que veían sus ojos, pero llevaba casi una hora contemplando la verdad. El cambio que se percibía entre el escáner que le había realizado a Devlin cuando revivió y el que le había hecho el doctor Neal como parte del examen general, era considerable.
A menos que estuviera deduciendo más de lo que los números decían en realidad, la primera vez que los datos habían descendido fue cuando ella le cogió la mano. Le gustaría creer que este dato era significativo, pero la científica que había en su interior no le permitía extraer conclusiones precipitadas. Tenía que hacerlo bien. Tenía que establecer experimentos controlados para validar el hallazgo.
El problema consistía en que no sabía qué era lo que producía los cambios en realidad. ¿Podía tratarse de algo tan simple como el contacto físico?
Las imágenes de cómo habían pasado, Devlin y ella, la noche anterior, invadieron su mente. Éste sí que era un experimento al que ella se presentaría como voluntaria, al menos en privado. Esta idea la hizo sonreír.
La intuición le decía que estaba a punto de descubrir algo importante. Ordenó los gráficos cronológicamente y volvió a introducirlos con cuidado en el expediente de Devlin. Le contaría lo que había descubierto después de que el doctor Neal revisara los datos. Sin duda, el doctor se enfadaría al saber que ella se había implicado desde un punto de vista personal, por no decir íntimo, con uno de sus pacientes.
Pero si esto implicaba que habían descubierto la forma de ayudar a los Paladines a escapar del proceso implacable de muerte y destrucción, ella estaba más que dispuesta a aguantar el chaparrón. Laurel cedió al impulso de bailar de alegría...
Y se encontró cara a cara con la boca del cañón de una pistola. Paralizada de terror, Laurel tardó unos segundos en reconocer a la persona que sostenía el arma. En aquel momento, sus ojos, que normalmente eran amigables, se parecían a los de Trahern.
—¡Sargento Purefoy! ¿Es esto una especie de broma?
Una mirada al frío odio que reflejaban sus ojos fue suficiente para romper en mil pedazos aquel sueño.
—Sí, doctora, se trata de una broma, pero yo seré el único que se ría. —Purefoy señaló la puerta con el cañón de la pistola—. Usted y yo vamos a un lugar bonito y privado para escondernos uno o dos días. Tengo en mente algo especialmente divertido para los dos.
El sargento fijó su mirada en los pechos de Laurel y, después, la deslizó lentamente por el resto de su cuerpo. A continuación, sonrió dando a entender lo que tenía pensado. Laurel retrocedió un paso mientras se le revolvía el estómago. Era como si estuviera mirando a un desconocido en lugar de aun hombre al que conocía y en el que había confiado.
La revulsión que experimentó debió de reflejarse en su cara, porque el sargento Purefoy le dio una bofetada.
—¡No me mire con aires de superioridad, bruja! Sé que se ha estado abriendo de piernas para Bane. ¡Mierda, pero si ni siquiera es humano!
Ella lo miró directamente a los ojos decidida a no acobardarse. A continuación, lanzó una mirada a la cámara que colgaba del techo, en una esquina, esperando que alguien viera aquel espectáculo. Seguro que no todos los guardias estaban implicados en aquella trama.
El sargento se percató de lo que hacía y se echó a reír.
—¿Quién cree que es el encargado de vigilar los laboratorios en este momento? Y mi compañero acaba de sufrir una intoxicación alimentaria y ha tenido que marcharse apresuradamente a casa. ¡Imagíneselo! ¡Qué coincidencia! Así que, hasta que llegue el siguiente relevo, yo estoy al mando de todo.
El sargento cogió el móvil de Laurel, que estaba encima del escritorio, y lo introdujo en uno de los bolsillos de su uniforme. A continuación, agitó el cañón de la pistola en dirección a la puerta.
—Ahora cruzará usted esa puerta conmigo y actuará como si todo fuera normal. Un movimiento en falso o un intento de fuga y no dudaré en disparar a cualquier persona con la que nos crucemos. —El sargento sonrió—. Y también a usted. Aunque no la mataré, no se preocupe. Pero una herida en su pierna no interferirá mucho en los planes que he trazado para nosotros.
¡Aquello fue el colmo! ¡De ningún modo pensaba seguir sus planes como un corderito camino del matadero! ¿Qué podía utilizar como arma? Él debió de presentir que ella tramaba algo, porque la alejó del escritorio hacia el centro de la sala. A continuación, se colocó a su lado y apretó la pistola contra sus costillas. El sargento, prácticamente, la arrastro por el pasillo hasta unas escaleras que conducían a un nivel inferior que apenas se utilizaba.
Laurel tropezó deliberadamente, se agarró a la barandilla de la escalera y se dejó caer al suelo. El sargento tiró de ella para que volviera a levantarse, pero Laurel se negó a moverse.
—A menos que quiera que me caiga de nuevo y me rompa una pierna, tendrá que esperar un segundo. —Laurel se quitó un zapato y lo sostuvo en alto—. Por su culpa, se me acaba de romper un tacón.
Antes de que el sargento pudiera evitarlo, Laurel lanzó el zapato hacia el pasillo y, tras sacarse el otro, lo lanzó escaleras abajo.
El sargento la levantó tirándole de los cabellos. Los últimos vestigios de cordura que le quedaban habían desaparecido.
—No soy un estúpido, doctora. —Deslizó el cañón de la pistola por el cuello de Laurel—. Sé que está intentando dejar un rastro para que su amante lo siga, pero no funcionará. Aunque él encuentre los zapatos, creerá que los he dejado yo para conducirlo a una trampa. Cuando descubra que realmente la he llevado a los túneles, será demasiado tarde. Para usted y para él. —Empezó a bajar las escaleras sin dejar de hablar—. En una ocasión, pensé en hacérmelo con una hembra de los Otros, pero cuando atrapé a una, no pude soportar el hedor de su mundo. Además, debido al color gris de su piel, parecía un cadáver. Sin embargo, me apuesto lo que sea a que a cualquier macho de los Otros no les importará hacérselo con una humana. ¿ Sabía que a veces viajan de dos en dos? Esto haría que la experiencia le resultara más que especial, ¿no cree? Después de todo, debe de haber una razón para que sigan cruzando la línea que separa ambos mundos. Quizá se deba a algo tan simple como querer follar con una mujer que no parezca una muerta.
—Mejor con uno de ellos que con usted, hijo de puta.
Laurel se preparó para recibir otro tortazo, pero Purefoy no reaccionó a su provocación, sólo la empujó a una esquina, al pie de las escaleras, mientras pulsaba los botones de un teclado. Después de introducir el código y abrir la puerta, el sargento cogió a Laurel del brazo y la arrastró al interior del almacén.
Los rodeó un profundo silencio, interrumpido, sólo, por su respiración. Laurel sabía, por visitas anteriores, que la habitación estaba atiborrada de archivos protegidos de los efectos del medio. Para mayor protección de los documentos, sólo había una pequeña bombilla junto a la puerta. Más allá del halo de luz que ésta despedía, había detectores de movimiento que encendían las distintas luces según se necesitaran. Estas precauciones eran precisas porque allí se guardaba toda la historia de los Paladines, la cual había sido escrita y conservada por los Regentes desde los nebulosos inicios de la palabra escrita.
—¡Vamos!
El sargento Purefoy se dirigió al fondo de la sala avanzando siempre al límite de la oscuridad, pues corría más que los detectores de movimiento.
Se detuvieron delante de un ascensor que quedaba oculto a la vista. Los dedos de Purefoy volaron sobre el teclado para hacer subir al ascensor de las profundidades subterráneas. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Laurel. Ella nunca había visto a los Otros, salvo en fotografías y una vez durante una autopsia que le realizaron a uno para mostrar a los nuevos Tutores el tipo de seres a los que tenían que enfrentarse los Paladines.
La idea de ser atada a un poste, como una cabra, para atraer a un predador macho le producía náuseas, aunque se preguntaba si esto sería peor que padecer abusos por parte del loco que tenía a su lado. ¿El hecho de que ella hubiera elegido a un Paladín como amante era la razón de que el sargento hubiera llegado a aquel extremo?
No, esto no tenía sentido. Si alguna vez se había interesado por ella como mujer, nunca lo había demostrado. Su relación siempre había sido cordial y profesional.
¿Qué era lo que lo empujaba a arriesgarse a sufrir una muerte segura a manos de los Paladines? Sin duda sabía que, aunque lograra matarla a ella y a Devlin, el resto de los Paladines haría cola para acabar con él.
—¿Por qué hace esto?
Laurel hizo lo posible por mantener la voz estable y calmada. Purefoy ya mostraba signos de perder el control, desde tener las pupilas dilatadas hasta la cara bañada en sudor. Era impredecible lo que podía hacer si ella lo presionaba demasiado.
—Por el dinero suficiente para ser un hombre rico.
Las puertas del ascensor se abrieron. Purefoy empujó a Laurel y entró en el ascensor detrás de ella.
—Los Paladines son los niños mimados de los Regentes, quienes les conceden todas las riquezas y la gloria. Mientras tanto, nosotros, los guardias, recibimos una paga miserable que apenas nos alcanza para vivir.
—Pero los Paladines luchan contra los Otros.
¿Y cómo podía pensar que los Paladines recibían toda la gloria cuando su existencia era uno de los secretos mejor guardados de la historia?
Purefoy soltó un respingo.
—¡Ah, sí, ellos tienen que luchar! ¿Pero qué, unos pocos días al mes? Incluso cuando las cosas salen mal, ellos regresan del mundo de los muertos como unos zombis. Pero a nosotros nos envían a los túneles para ayudarlos y, cuando morimos, no resucitamos.
Era imposible razonar con aquel hombre. Cuanto más hablaran, más se convencería a sí mismo de que estaba envuelto en una cruzada moral contra la injusticia en nombre de toda la Guardia Nacional, en lugar de aceptar que actuaba por codicia. Mientras tanto, el ascensor continuaba bajando hacia los túneles, muy por debajo de las calles de Seattle.
Llegaron a la parte inferior con una sacudida chirriante. Cuando las puertas se abrieron, Laurel obtuvo la primera vista de los túneles fríos y húmedos en los que los Otros y los Paladines luchaban y morían. Y donde ella también podía morir.
Cullen asomó la cabeza por la puerta del despacho de Devlin.
—¡Eh, Dev, dijiste que te avisáramos si percibíamos algo fuera de lo común!
Devlin levantó la vista de los informes de los escáneres que D.J. le había imprimido tras entrar en los archivos médicos a través de la red. Se apretó el puente de la nariz deseando que Laurel estuviera allí para ayudarlo a interpretar la jerga médica. Debería haberse preocupado antes de aprender a leer los informes médicos.
—¿Qué ocurre? ¿El volcán está activo otra vez?
Lonzo todavía no estaba en plena forma y Trahern se movía con lentitud. Lo último que necesitaban era otra avalancha de los Otros.
Cullen negó con la cabeza.
—No, pero D.J. ha captado una señal en uno de los monitores de los túneles. Está intentando rastrearla, pero sólo se ha producido una vez.
—Mantenedme informado.
—De acuerdo. Por cierto, voy a salir a comprar unos bocadillos, ¿quieres uno?
Devlin no se había dado cuenta de lo tarde que era.
—No, tengo planes para cenar.
Y también para después de cenar, pero esto Cullen no tenía por qué saberlo. La única persona que sabía que Laurel todavía seguía alojada en su casa era Trahern y, para la seguridad de Laurel, pensaba seguir manteniéndolo en secreto.
—Está bien. Por si me necesitas, estaré fuera una media hora.
Cuando la puerta se cerró, Devlin se reclinó en la silla y cerró los ojos con la esperanza de aliviar el dolor de cabeza que le habían provocado la lectura de los informes médicos y la falta de sueño. Sin embargo, no pudo evitar sonreír. La última noche que había pasado con Laurel había sido, como mínimo, energética. Aquella mujer debía de hacer ejercicio, porque la verdad era que tenía mucho aguante. Después de hablar de la situación en la que se encontraban, habían conseguido dormirse, pero ella lo despertó con dulzura un par de horas más tarde y él le devolvió el favor justo antes de que sonara la alarma.
También habían probado en su ducha para así comparar con la de casa de Laurel. La piel resbaladiza a causa del jabón y los chorros pulsantes del agua le habían proporcionado un feliz comienzo de día. Habían acabado con la reserva de agua caliente, así que, en cuanto las cosas se calmaran, compraría un calentador de agua más grande.
Estos pensamientos lo empujaron a descolgar el teléfono. Eran casi las seis. Ya había llegado la hora de llamar a Laurel y saber a qué hora quería que la recogiera. Si le contaba algunas de sus ideas para la noche, quizás ella decidiría que parte de su trabajo podía esperar al día siguiente.
Marcó el número de Laurel y se reclinó en el asiento. El teléfono del laboratorio sonó cinco veces y después se conectó el contestador. Devlin consideró la posibilidad de dejarle un mensaje, pero no sabía si la línea era segura y lo último que necesitaba era que el doctor Neal o uno de los guardias oyeran el mensaje.
Quizás estaba enfrascada en algún asunto y no podía responder a la llamada. De todas formas, la llamó al móvil. Este sonó una vez y enseguida transfirió la llamada al buzón de voz.
Cuando la dejó en el trabajo, habían acordado que él la llamaría durante el día para saber cómo estaba. ¿Por qué habría de desconectar el móvil? Desconectarlo podía deberse a un descuido o una estupidez y Laurel Young no era ninguna de estas dos cosas.
¡Maldición! ¿No habrían subestimado al jodido bastardo? Se necesitaba un buen par de cojones para secuestrarla en el trabajo, con la posibilidad de cruzarse con los guardias o el doctor Neal en cualquier momento.
Devlin cogió su pistola y su espada. Si el maldito cabrón le había puesto a Laurel aunque sólo fuera un dedo encima, él disfrutaría cortándolo en pedacitos minúsculos.
Camino del exterior, Devlin se detuvo para contarle a DJ. adonde iba y por qué, pero DJ. no estaba en su mesa. En lugar de perder el tiempo buscándolo, lo llamó por el interfono.
—¡D.J., trae tu culo inútil hasta tu mesa!
En menos de diez segundos, su amigo apareció con Lonzo y Trahern siguiéndole los pasos. Una mirada al rostro de Devlin fue suficiente para que D.J. se tragara el ingenioso comentario que estaba a punto de hacer.
—¿Qué ocurre?
—Me voy al laboratorio para comprobar si Laurel está bien.
—¿Algo va mal? —Trahern apartó a Lonzo de un empujón—. ¿Necesitas que te acompañe?
—Todavía no lo sé. Laurel no contesta al teléfono fijo ni al móvil. Podría no ser nada, pero no es normal en ella.
—Tienes razón, no es normal. —La preocupación de Trahern se reflejó en la frialdad de sus ojos—. Avísame si necesitas refuerzos.
—Gracias, así lo haré. —Devlin se dirigió a la puerta—. Os llamaré para poneros al corriente en cuanto sepa algo.
Devlin condujo directamente hasta el aparcamiento reservado para los miembros de Regencia y sus empleados. El garaje estaba prácticamente vacío, pues el turno de día se había ido a casa. Nadie se quedaba mucho más tarde de las seis, a menos que la barrera estuviera fluctuando y se esperara la llegada de Paladines heridos.
Después de cerrar el coche, se dirigió a la entrada principal del edificio. Una vez en el interior, su inquietud creció enormemente al ver que el puesto de los guardias estaba vacío. Incluso cuando andaban escasos de personal, el coronel Kincade insistía en que la vigilancia de la entrada no se descuidara. Ellos constituían la primera línea de defensa del edificio las veinticuatro horas del día, siete días a la semana. Además, eran los responsables de controlar las cámaras y los micrófonos situados en las áreas que requerían más seguridad, como, por ejemplo, los laboratorios.
Devlin sacó su teléfono móvil y pulsó una tecla de marcación rápida. D.J. contestó a la primera llamada.
—El edificio parece vacío y no hay guardias en la entrada. Voy a volver al coche para coger las armas. Necesito que desconectes los sensores el tiempo suficiente para poder entrar sin que suene la alarma. ¿Puedes hacerlo?
Devlin esperó con impaciencia mientras D.J. consultaba con alguien, seguramente con Cullen. En temas informáticos, lo que uno no sabía lo sabía el otro. D.J. no tardó mucho en contestar y, tal como Devlin esperaba, le prometió un mínimo de sesenta segundos para cruzar la entrada.
—Gracias, D.J., te llamaré y dejaré que el teléfono suene un par de veces cuando esté preparado. Después contaré hasta treinta antes de cruzar la línea de los sensores. Dile a Trahern que no estaría mal que viniera hacia aquí.
Devlin se sintió aliviado al saber que su amigo ya estaba de camino y que llegaría en poco tiempo. A cada segundo que pasaba, sus instintos le decían que algo iba terriblemente mal.
Cuando regresó al vestíbulo principal con sus armas, éste todavía estaba desierto. Marcó el número de D.J. y cortó la comunicación a la segunda llamada. Mientras contemplaba el reloj que colgaba de la pared, contó con impaciencia los segundos que tenían que transcurrir hasta que pudiera cruzar la línea de seguridad sin problemas.
Dejó que transcurrieran diez segundos más de lo acordado, pero, aun así, temía que la alarma se disparara.
Se dirigió a la zona de los laboratorios envuelto en un silencio cargado de tensión. Pistola en mano, caminó con el sigilo de un cazador. La espada colgaba de su costado. Los Paladines recurrían a las armas de la antigüedad sólo cuando luchaban contra los Otros. Pero allí, lejos de la frágil barrera, Devlin prefería usar un arma más moderna, una que acabara rápido con cualquier cabrón que se atreviera a amenazar a su mujer.
Se acercó a la puerta del laboratorio de Laurel desde el lateral y lanzó una rápida mirada al interior a través de la ventanilla. No tardó mucho en darse cuenta de que el laboratorio estaba vacío, al menos, la zona que quedaba a la vista. Abrió la puerta lo justo para poder entrar mientras sostenía la pistola con ambas manos. Aparte del suave zumbido del equipo del laboratorio, la habitación estaba en silencio. Y vacía.
Se guardó la pistola en la cinturilla de los téjanos y examinó meticulosamente las mesas, los armarios e incluso las camillas vacías en busca de algún signo de violencia o alguna clave que explicara qué le había ocurrido a Laurel. Lo único que había en la papelera era el envoltorio arrugado del bocadillo que le había preparado para comer. Estaba convencido de que ella no rompería la promesa que le había hecho de no salir del edificio, y las migas y el envoltorio de plástico confirmaban su convencimiento.
Dio un puñetazo en la mesa con frustración. Quizá la habían llamado para una reunión de última hora, pero ella nunca habría dejado el bolso fuera del armario. Además, se habría llevado el portátil.
El móvil de Devlin sonó rompiendo el silencio que lo envolvía. El número que apareció en la pantalla era el de Laurel y Devlin supo, incluso antes de responder, que algo no iba bien.
—Bane al habla.
—¿Devlin?
Le pareció que a Laurel le temblaba la voz, aunque la recepción no era buena. O estaba al límite de la zona de cobertura o en algún lugar con interferencias.
—Laurel, ¿dónde estás? ¿Y con quién estás?
Devlin mantuvo la voz calmada mientras caminaba de un extremo a otro del laboratorio.
—No puedo decírtelo, pero, ahora mismo, estoy bien.
Su respuesta implicaba que, a la larga, podía no estarlo. Mataría al jodido bastardo tres veces seguidas.
—Me ha dicho que te diga que te comunicará cuándo quiere que te unas a la fiesta.
La comunicación se cortó y el teléfono volvió a sonar. Esta vez se trataba de D.J., quien le dijo que Trahern acababa de llegar y estaba a punto de entrar en el edificio.
Justo cuando Devlin guardaba el móvil en el bolsillo del pantalón, el otro Paladín entró en el laboratorio. Trahern bajó el cañón de su pistola y la guardó en la funda que le colgaba del hombro mientras recorría con su fría mirada el laboratorio vacío.
—¿La doctora no está?
—Él la tiene —declaró Devlin.
—Aparte de que es hombre muerto, ¿sabemos alguna cosa de él?
Trahern se acercó a Devlin, pero mantuvo entre ellos una distancia de maniobra por si surgía alguna amenaza inesperada.
—No. Le ha dicho a Laurel que me diga que me hará saber cuándo estoy invitado a «unirme a la fiesta».
Las imágenes de lo que el maldito bastardo podía tener pensado hacerle a Laurel cruzaron su mente y le hicieron desear rugir de rabia.
—Entonces tenemos que encontrarlos antes de su invitación. —Trahern señaló el portátil de Laurel con la cabeza—. ¿Has comprobado si ha tenido tiempo de dejarnos una pista?
Devlin soltó una maldición y conectó el ordenador. Se trataba de una posibilidad remota, pero el hecho de que no se le hubiera ocurrido comprobarla le preocupó, porque demostraba lo alterado que estaba.
—No hay entradas recientes.
Devlin consideró las alternativas que tenían.
—Llama a D.J. y dile que envíe a Cullen para que examine el puesto de vigilancia de los guardias. Quizás una de las cámaras ha captado la imagen del bastardo. En última instancia, siempre puede consultar el registro y averiguar quién estaba hoy de guardia.
Mientras Trahern realizaba la llamada, Devlin respiró hondo para encontrar aquella calma que lo invadía siempre antes de que la barrera se desconectara y los Otros la cruzaran en tropel.
¡La barrera! Algo sucedía con la barrera. Devlin arrebató el teléfono de las manos de Trahern.
—D.J., ¿has seguido el rastro de la señal que detectaste antes? La que dijiste que se había producido en uno de los túneles más remotos.
No, D.J. no había tenido tiempo de rastrearla, pero sólo se había producido una vez.
—¿Dónde se encuentra la entrada a los túneles? ¿Puedes averiguarlo?
Mientras D.J. respondía a su pregunta, Devlin corrió hacia la puerta con Trahern pegado a sus talones.
—¿Adonde vamos ahora?
—No hace mucho, algo disparó los sensores en uno de los túneles más remotos. Remoto sólo porque no está cerca de la barrera, pero, de hecho, está justo debajo de este edificio. D.J. está buscando los planos para decirme cómo acceder a los túneles desde aquí. Si no, tendremos que bajar desde el Centro y volver por los túneles hasta aquí. Hasta que me llame con la información, lo único que podemos hacer es buscar la entrada.
En el vestíbulo convergían tres pasillos. Como primera opción, eligieron el de la izquierda, porque era el más corto. Devlin y Trahern realizaron una búsqueda estándar, entrando, primero uno y después el otro, en cada una de las habitaciones y despachos que encontraban en el camino. La mayoría estaba a oscuras, pues los ocupantes se habían ido a sus casas una vez finalizada la jornada.
Continuaron la búsqueda en el pasillo siguiente. A mitad del pasillo tuvieron suerte. En el suelo, cerca del principio de una escalera, había un zapato de mujer. Antes incluso de examinarlo de cerca, Devlin supo que pertenecía a Laurel. Lo que no sabía era si lo había dejado ella para que él siguiera la pista o si lo había dejado su secuestrador como pista falsa.
Cuando Trahern llegó a su lado, le mostró el zapato.
—Es de Laurel.
—¿Crees que ha sido ella quien lo ha dejado aquí?
—Eso me gustaría creer, pero no hay forma de saberlo. —Devlin reflexionó acerca de las distintas opciones—. ¿Tienes alguna idea de adonde conducen las escaleras?
Trahern le dio la respuesta más obvia.
—Abajo.
—Gracias. —Devlin volvió a dejar el zapato en el suelo—. Creo que las escaleras son nuestra mejor opción, pero deberíamos realizar un examen rápido del resto de la planta antes de lanzarnos abajo. Yo examinaré este lado y tú el otro. Si D.J. me llama te avisaré.
No tardaron mucho en terminar la búsqueda, que resultó infructuosa. El secuestrador habría sido un loco si hubiera arrastrado a Laurel a una de las plantas superiores, donde podía ser acorralado sin ninguna escapatoria posible. No, o habían salido del edificio por una de las puertas de la planta baja o habían encontrado otra salida. Arrastrar a una mujer por la calle en contra de su voluntad, sobre todo si le faltaba un zapato, y aunque sólo fuera durante el par de minutos que podían tardar en llegar a un coche, era demasiado arriesgado.
Sólo quedaba la escalera. Justo cuando Trahern regresaba sonó el móvil de Devlin. Éste miró a su amigo y aquél negó con la cabeza. Nada, lo cual confirmaba sus deducciones.
—Dame buenas noticias, D.J.
El informe de su amigo fue breve.
—Gracias. No, quédate ahí. Quizá necesite que llames a las tropas. Te mantendremos informado siempre que podamos. —A continuación, se dirigió a Trahern—. En la planta inferior hay una cámara climatizada donde se guardan los archivos de los Regentes. Según los planos que D.J. ha conseguido, la única puerta de acceso a la cámara está al final de estas escaleras y, para abrirla, se precisa del código de seguridad.
—Supongo que DJ. se está ocupando de este pequeño detalle por nosotros.
Devlin se encogió de hombros.
—Lo está intentando, pero si falla, haré saltar la puerta por los aires.
—Suena divertido.