El planeta de los simios

El planeta de los simios


Segunda parte » Capítulo IX

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Capítulo IX

No recobré el conocimiento hasta mucho más tarde, tanta había sido la tensión a que me habían sometido en la asamblea. Me encontré en una habitación, tendido en una cama. Zira y Cornelius me cuidaban mientras que unos gorilas de uniforme mantenían apartados a un grupo de periodistas y curiosos que intentaban acercarse.

—¡Magnífico! —murmuró Zira en mi oído—. ¡Has ganado!

—Ulises —me dijo Cornelius—, vamos a hacer grandes cosas juntos.

Me comunicó que el Gran Consejo de Soror acababa de celebrar una sesión extraordinaria y había decidido mi liberación inmediata.

—Ha habido algunos que se oponían —añadió—, pero la opinión pública lo exigía y no podían hacer otra cosa.

Habiendo pedido él mismo, y obtenido, tenerme como colaborador, se frotaba las manos pensando en la ayuda que yo le proporcionaría en sus investigaciones.

—Aquí es donde vivirá. Espero que este apartamento le agradará. Está situado muy cerca del mío, en un ala del Instituto reservada al personal superior.

Paseé una mirada a mi alrededor. Creí soñar. La cámara era muy confortable. Nos hallábamos al principio de una nueva era. Después de haber deseado tanto este instante, me sentí invadido por una especie de nostalgia extraña. Mi mirada encontró la de Zira y comprendí que la astuta simia adivinaba mi pensamiento.

Sonrió forzadamente.

—Evidentemente, aquí no tendrás a Nova.

Me ruboricé, me encogí de hombros y me senté en la cama. Había recobrado mis fuerzas y tenía prisa por emprender mi nueva vida.

—¿Te sientes bastante fuerte para asistir a una pequeña reunión? —me preguntó Zira—. Hemos invitado a unos cuantos amigos, todos chimpancés, para celebrar este gran día.

Contesté que nada me daría mayor placer, pero que ya no quería andar más desnudo. Me di cuenta entonces que llevaba un pijama. Cornelius me había prestado uno de los suyos. Pero si, en un caso de urgencia, podía endosarme un pijama del chimpancé, habría estado completamente grotesco con uno de sus trajes.

—A partir de mañana tendrás un guardarropa completo y esta misma tarde un traje apropiado. He aquí el sastre.

Entró un chimpancé de corta talla y me saludó con gran cortesía. Supe que durante mi desvanecimiento los mejores sastres se habían disputado el honor de vestirme. Aquél era el de más reputación, tenía por clientes a los más grandes gorilas de la capital.

Admiré su destreza y rapidez. En menos de dos horas había logrado confeccionarme un traje aceptable. Experimenté una gran sorpresa al verme vestido y Zira me miraba con los ojos muy abiertos. Mientras el artista daba algunos retoques, Cornelius hizo entrar a los periodistas que se peleaban en la puerta. Durante más de una hora fui puesto en la picota, acribillado a preguntas, ametrallado por las cámaras fotográficas y obligado a dar los detalles más salientes del planeta Tierra y de la vida que los hombres llevaban en ella. Me presté de buena gana a aquella entrevista. Siendo yo periodista, comprendía lo interesante que resultaba yo para aquellos colegas y sabía que la Prensa era una potente ayuda para mí.

Era ya tarde cuando se retiraron. Íbamos a salir para encontrarnos con los amigos de Cornelius cuando nos retuvo la llegada de Zanam. Debía de estar al corriente de los últimos acontecimientos, porque me saludó respetuosamente. Buscaba a Zira para decirle que allá abajo las cosas no iban muy bien. Furiosa por mi prolongada ausencia, Nova armaba un gran escándalo. Su nerviosidad se había contagiado a los demás prisioneros y ni con la pica podían calmarlos.

—Ya voy —dijo Zira—. Espérenme aquí. Le dirigí una mirada suplicante. Ella vaciló y se encogió de hombros.

—Acompáñame si quieres —dijo—. Después de todo, eres libre y tú sabrás calmarla mejor que yo.

Entré en la sala de las jaulas con Zira. Los prisioneros se calmaron tan pronto me vieron y un curioso silencio sucedió al tumulto. A pesar de mis vestidos, ciertamente me reconocían y parecían comprender que estaban ante un suceso milagroso.

Me dirigí temblando hacia la jaula de Nova, la mía. Me acerqué a ella, le sonreí y le hablé. Por un momento tuve la impresión de que seguía mi pensamiento y que iba a contestarme. Esto era imposible, pero mi sola presencia la había calmado, igual que a los otros. Aceptó un terrón de azúcar que le ofrecí y lo devoró mientras yo me alejaba apesadumbrado.

De aquella fiesta, que tuvo lugar en un cabaret de moda, pues Cornelius decidió imponerme de una vez a la sociedad simiesca, ya que estaba destinado a vivir entre ella, guardo sólo un recuerdo confuso y bastante turbador.

La confusión provenía del alcohol que empecé a tomar tan pronto como llegué y al cual mi organismo no estaba ya acostumbrado. El efecto turbador era una sensación insólita que, más adelante, volvería a experimentar en muchas ocasiones. No puedo describirla más que como una debilidad progresiva de mi espíritu, de la naturaleza simiesca de los personajes que me rodeaban, en beneficio de la función o del papel que tenían que desempeñar en la sociedad. Por ejemplo, en el maître que se acercó con obsequiosidad para acompañarnos a nuestra mesa, veía yo solamente el maître y el gorila tenía tendencia a esfumarse. Una vieja mona, escandalosamente maquillada, se borraba para quedar sólo la vieja coqueta, y cuando bailaba con Zira, olvidaba totalmente su condición de simia, hasta no sentir más que el talle de una bailadora entre mis brazos. La orquesta de chimpancés no era ya más que una orquesta corriente y los simios elegantes que hacían ingeniosos juegos de palabras a mi alrededor no eran ya más que simple gente de mundo.

No insistiré sobre la sensación que les produjo mi presencia entre ellos. Era el blanco de todas las miradas. Tuve que firmar autógrafos a numerosas personas, y los dos gorilas que Cornelius había tenido la prudencia de hacer venir con nosotros tuvieron mucho trabajo en defenderme contra un torbellino de monas de todas las edades que se disputaban el honor de brindar o bailar conmigo.

La noche estaba ya muy avanzada. Yo estaba medio ebrio cuando de repente me vino a la cabeza el recuerdo del profesor Antelle. Me sentí sumergido en negros remordimientos. No me faltaba mucho para ponerme a verter lágrimas sobre mi infame conducta al pensar que allí estaba yo divirtiéndome y bebiendo con unos monos cuando mi compañero se consumía sobre la paja de una jaula.

Zira me preguntó entonces qué era lo que me entristecía y se lo dije. Cornelius me dijo que se había informado con respecto al profesor y que aquél se encontraba bien de salud. Nada se opondría a que fuera puesto en libertad. Declaré con energía que no podía esperar ni un minuto más sin darle la buena noticia.

—Después de todo —dijo Cornelius después de haber reflexionado—, no se le puede negar nada en un día como éste. Vamos allá. Conozco al director del zoo.

Salimos los tres del cabaret y nos fuimos al jardín. El director, una vez despierto, fue la amabilidad personificada. Conocía mí historia. Cornelius le informó de la verdadera personalidad de uno de los hombres que tenía en la jaula. No podía acabar de creerlo, pero tampoco él quería negarme nada. Tendríamos, claro está, que esperar el día y llenar algunas formalidades antes de poder liberar al profesor, pero nada se oponía a nuestra entrevista inmediata. Se ofreció a acompañarnos.

Rompía el día cuando llegamos ante la jaula donde el infortunado profesor vivía como una bestia, en medio de una cincuentena de hombres y mujeres. Éstos dormían aún, reunidos por parejas o en grupos de cuatro o cinco. Abrieron los ojos cuando el director encendió la luz.

No tardé mucho en descubrir a mi compañero. Estaba echado en el suelo igual que los demás, fuertemente pegado al cuerpo de una muchacha bastante joven, según me pareció. Al verlo de aquella manera, me estremecí y, al mismo tiempo, me estremecí al considerar la abyección en que yo había vivido durante cuatro meses.

Estaba tan emocionado que ni siquiera podía hablar. Los hombres, ahora despiertos, no demostraban sorpresa alguna. Estaban amansados y bien amaestrados, y empezaron a ejecutar sus trucos de costumbre en la espera de alguna recompensa. El director les tiró unos trozos de pastel. Hubo también empujones y alboroto como durante el día, mientras que los más sabios adoptaban su posición favorita, acurrucados cerca de los barrotes, tendiendo la mano implorante.

El profesor Antelle imitó a estos últimos. Se acercó todo lo posible al director y mendigó una golosina. Este comportamiento indigno me produjo gran desasosiego, que se transformó pronto en una angustia indecible. Estaba a tres pasos de mí, me miraba y parecía no reconocerme. Sus ojos, antes tan vivos, habían perdido su expresión y sugerían la misma nada espiritual que los de los demás cautivos. Sólo vi en ellos, con terror, un poco de emoción, la misma, exactamente la misma que suscitaba la presencia de un hombre vestido entre los cautivos.

Hice un esfuerzo violento y por fin logré hablar para disipar aquella tremenda pesadilla.

—Profesor —dije—, soy yo, Ulises Mérou. Estamos salvados. He venido a decírselo…

Me detuve, desconcertado. Al sonido de mi voz, había tenido el mismo reflejo que los hombres del planeta Soror. Había tendido bruscamente el cuello dando un paso hacia atrás.

—Profesor, profesor Antelle —insistí, desolado—. Soy yo, Ulises Mérou, su compañero de viaje. Estoy libre y usted también lo estará dentro de algunas horas. Los simios que ve usted aquí son amigos míos. Saben quiénes somos y nos acogen como hermanos.

No contestó una sola palabra. No dio pruebas de haberme comprendido, pero con un nuevo movimiento furtivo, parecido al de un animal asustado, retrocedió un poco más.

Yo estaba desesperado y los simios parecían muy intrigados. Cornelius frunció el ceño, como si buscara la solución de un problema. Pensé que quizás el profesor, asustado de su presencia, podía estar fingiendo. Les pedí que se alejaran y me dejaran solo con él, lo que hicieron de buena gana. Cuando hubieron desaparecido di la vuelta a la jaula para acercarme al lugar donde el profesor se había refugiado y le hablé otra vez.

—Maestro —imploré—, comprendo su prudencia. Ya sé a qué se exponen los hombres de la Tierra en este planeta. Pero estamos solos, se lo juro, y sus desgracias han terminado. Soy yo quien se lo dice, yo, su compañero, su discípulo, un amigo, yo, Ulises Mérou.

Dio otro salto hacia atrás dirigiéndome unas miradas furtivas. Entonces, como yo me quedase allí, temblando, no sabiendo ya qué palabras emplear para convencerle, su boca se entreabrió.

¿Había llegado por fin a convencerle? Lo miré jadeando de esperanza. Pero me quedé mudo de horror ante la forma con que expresó su emoción. Ya he dicho que había entreabierto la boca, pero no se trataba del gesto voluntario de una persona que se dispone a hablar. De aquella boca salió un sonido de garganta, parecido a los que emitían los hombres extraños de aquel planeta para expresar la satisfacción o el miedo. Allí, delante de mí, sin mover los labios y mientras el miedo me atenazaba el corazón, el profesor Antelle me contestó con un largo aullido.

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