El naufragio del Titán
Capítulo XI
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CAPÍTULO XI
Cierta mañana, dos meses después de conocerse el accidente del Titán, el Sr. Meyer estaba sentado en su escritorio del departamento escribiendo frenéticamente, cuando el anciano que se había lamentado por la muerte de su hijo en la Oficina de Inteligencia entró con paso vacilante y se sentó junto a él.
—Buenos días, Sr. Selfridge —dijo, sin levantar apenas los ojos—. Supongo que ha venido por el pago del segurro. Ya han pasado los sesenta días.
—Sí, sí, Sr. Meyer —dijo el anciano, fatigado—. Por supuesto, como simple accionista no puedo tomar parte activa; pero soy un miembro aquí, y algo angustiado, naturalmente. Todo lo que tenía en este mundo —incluyendo a mi hijo y a mi nieta— estaba en el Titán.
—Es muy triste, Sr. Selfridge; le compadezco profundamente. Tengo entendido que es usted el mayor accionista del Titán, con cien mil acciones, aproximadamente, ¿no es así?
—Más o menos. —Yo soy el principal asegurrador, así que, Sr. Selfridge, esta batalla va a librarse básicamente entre usted y yo.
—¿Batalla? ¿Es que va a haber algún problema? —preguntó el Sr. Selfridge, angustiado.
—Tal vez, no lo sé. Los asegurradores y las compañías extranjerras han dejado el asunto en mis manos y no pagarrán hasta que yo tome la iniciativa. Tenemos que oír lo que dice Rowland, que fue rescatado con una niña pequeña del iceberg y llevado a Christiansand. Estaba demasiado débil parra abandonar el barco que lo encontró, y vendrá por el Támesis esta misma mañana. Tengo un coche en el muelle y lo esperro en mi oficina a mediodía. Allí —y no aquí— es donde intentaremos llegar a un acuerdo.
—¿Una niña… salvada? —preguntó el anciano—. ¡Ay, Díos mío, puede ser la pequeña Myra! No estaba en Gibraltar con los demás. No me importaría demasiado el dinero si ella está a salvo. Pero mi hijo, mi único hijo, ha muerto y, Sr. Meyer, yo seré un hombre arruinado si no se paga el seguro.
—Y yo lo serré si se paga —dijo el Sr. Meyer, levantándose—. ¿Vendrá a mi oficina, Sr. Selfridge? Espero que el abogado y el capitán Bryce ya estarán allí.
El Sr. Selfridge se levantó y lo acompañó a la calle.
Una oficina en Threadneedle Street, austeramente decorada y separada por un tabique de otra más espaciosa con el nombre del Sr. Meyer escrito en la ventana, recibió a los dos hombres, uno de los cuales, por el bien de los buenos negocios, no tardaría en quedar arruinado. No llevaban un minuto esperando cuando el capitán Bryce y el Sr. Austen fueron anunciados y conducidos a la sala. Pulcros, bien alimentados y caballerosos, perfectos representantes del oficial británico, hicieron una reverencia al Sr. Selfridge mientras el Sr. Meyer los presentaba como el capitán y el primer oficial del Titán, y a continuación se sentaron. Poco después entró un individuo de mirada astuta a quien el Sr. Meyer se dirigió como el abogado de la compañía naviera pero al que no presentó, pues tales son las convenciones del sistema de castas inglés.
—Ahorra, caballeros, creo que podemos proceder a negociar hasta cierto punto, y tal vez algo más —dijo el Sr. Meyer—. Sr. Thompson, ¿tiene la declarración jurada del capitán Bryce?
—La tengo —dijo el abogado, presentando un documento que el Sr. Meyer hojeó y devolvió.
—Y en esta declarración, capitán, jura usted que el viaje transcurrió sin incidentes hasta el momento del naufragio. Es decir —añadió, sonriendo empalagosamente, viendo que el capitán palidecía—, que no ocurrió nada que hiciera al Titán menos maniobrable ni menos apto para navegar, ¿verdad?
—Eso es lo que declaré bajo juramento —dijo el capitán, suspirando ligeramente.
—Usted es copropietarrio, ¿no es así, capitán?
—Tengo la quinta parte de las acciones de la compañía.
—He examinado los estatutos y las listas de la compañía, y cada barrco es, en lo que respecta a valoraciones y dividendos, una compañía aparte. Veo que usted figura como propietarrio de ciento veinte de las acciones del Titán. Eso le convierte ante la ley en copropietarrio, y como tal en responsable.
—Señor, ¿qué quiere decir con «responsable»? —preguntó rápidamente el capitán.
Por toda respuesta, el Sr. Meyer arqueó sus negras cejas, como en actitud de escucha, miró el reloj y se dirigió a la puerta que, una vez abierta, dejó entrar el ruido de un carruaje.
—¡Aquí! —gritó a sus empleados, y acto seguido se encaró con el capitán.
—¿Qué qué quierro decir, capitán? —rugió—. Quierro decir que usted omitió en su declaración cualquier referencia al hecho de que usted chocó contra el Royal Age y lo hundió la noche anterior al naufragio de su propio barco.
—¿Quién lo dice?… ¿Cómo lo sabe? —respondió el capitán, desafiante—. Solo tiene la declaración de ese Rowland, un borracho irresponsable.
—A ese hombre lo subieron borracho a bordo en Nueva York y siguió en un estado de delirium tremens hasta el accidente —intervino el primer oficial—. No chocamos con el Royal Age y en modo alguno somos responsables de su hundimiento.
—Así es —añadió el capitán Bryce—, y un hombre en ese estado no está en condiciones de ver nada. Le oímos desvariar la noche del naufragio. Estaba de vigía en el puente. El Sr. Austen, el contramaestre y yo mismo estábamos cerca de él.
Antes de que la meliflua sonrisa del Sr. Meyer revelara al aturdido capitán que había hablado más de la cuenta, se abrió la puerta y entró Rowland, pálido, débil, con la manga izquierda colgándole y apoyado en el brazo de un gigante de barba bronceada y mirada viril que llevaba a la pequeña Myra sobre su otro hombro, y que dijo con el tono airoso de un oficial de alcázar:
—Bueno, aquí lo traigo medio muerto. Pero ¿es que no podían dejarme algo de tiempo para atracar mi barco? Un oficial no puede hacerlo todo.
—Y este es el capitán Barry, del Peerless —dijo el Sr. Meyer, estrechándole la mano—. No se preocupe, amigo, no perderrá nada. Y este es el Sr. Rowland, y esta la pequeña. Siéntese, amigo. Me alegro de que hayan podido escapar.
—Gracias —dijo débilmente Rowland mientras se sentaba—. Me amputaron el brazo en Christiansand, pero sigo con vida. Esa es mi escapada.
El capitán Bryce y el Sr. Austen, pálidos e inmóviles, miraron duramente a aquel hombre en cuyo rostro, demacrado y refinado por el sufrimiento hasta alcanzar la casi espiritual suavidad de la vejez, apenas reconocían los rasgos del problemático marinero del Titán. Sus ropas, aunque limpias, estaban andrajosas y remendadas.
El Sr. Selfridge se había levantado y observaba atentamente no a Rowland, sino a la niña, que, sentada en los muslos del enorme capitán Barry, miraba a su alrededor, asombrada. Su vestimenta era de lo más singular: un vestido hecho de sacos —al igual que sus zapatos y su gorro—, cosido con cordel y puntadas como las que dan los fabricantes de velas, tres por pulgada, falda cubierta y ropa interior hecha con viejas camisas de pana. Eso había supuesto una hora de trabajo extra, regalada amorosamente por la tripulación del Peerless, puesto que el malherido Rowland no podía coser. El Sr. Selfridge se acercó, examinó atentamente los hermosos rasgos de la pequeña y preguntó:
—¿Cómo se llama?
—Myra —respondió Rowland—. Eso lo recuerda; pero no he podido enterarme de su apellido, aunque conocí a su madre hace años, antes de que se casara.
—Myra, Myra… —repitió el anciano—, ¿te acuerdas de mí? ¿Sabes quién soy? Temblando visiblemente, el anciano se agachó y la besó. La niña frunció su pequeña frente, haciendo esfuerzos por recordar; entonces se relajó y su carita sonrió dulcemente.
—¡Abuelo! —dijo.
—¡Oh, gracias, Dios mío! —murmuró el Sr. Selfridge, cogiéndola en brazos—. He perdido a mi hijo, pero he encontrado a su hija… mi nieta.
—¡Cómo! Señor, ¿es usted el abuelo de esta niña? —preguntó ávidamente Rowland—. ¿Y dice que su hijo ha muerto? ¿Iba a bordo del Titán? Y la madre, ¿ha sobrevivido o ella también…? —Se detuvo, incapaz de continuar.
—La madre está a salvo en Nueva York, pero del padre, mi hijo, aún no sabemos nada —dijo el anciano, compungido.
Rowland bajó la cabeza, escondiendo la cara en su brazo, sobre la mesa junto a la que estaba sentado. Hasta ese momento esa cara parecía tan vieja, marchita y cansada como la del hombre de pelo blanco que tenía enfrente, pero cuando la levantó —encendida, vivaz y sonriente—, en ella se reflejó la gloria de la juventud.
—Señor, confío en que le enviará un telegrama —dijo—. No tengo dinero en este momento y, además, no sé cómo se apellida.
—Selfridge, que obviamente también es mi apellido. Sra de George Selfridge. Nuestra dirección de Nueva York es muy conocida. Le enviaré un telegrama ahora mismo y, créame, aunque sé que la deuda que tenemos con usted no puede medirse en términos monetarios, no tiene por qué seguir sin dinero. Evidentemente es usted un hombre muy capaz, y yo tengo dinero e influencias.
Rowland se limitó a inclinar ligeramente la cabeza, pero el Sr. Meyer murmuró para sus adentros: «Hum… Dinero e influencias, probablemente no».
Y añadió, alzando la voz:
—Vamos al asunto que nos ocupa. Sr. Rowland, ¿puede decirnos algo sobre el choque con el Royal Age?
—¿Era el Royal Age? —preguntó Rowland—. Serví en uno de sus viajes. Sí, por supuesto.
El Sr. Selfridge, más interesado en Myra que en la narración que se avecinaba, la llevó en brazos hasta una silla en un rincón, se sentó a su lado y empezó a acariciarla y a hablarle como hacen los abuelos de todo el mundo. Rowland, después de mirar fijamente a los dos hombres que había venido a desenmascarar y cuya presencia había ignorado hasta entonces, contó —mientras estos apretaban los dientes y se clavaban las uñas en las palmas de las manos— la terrible historia de cómo partieron por la mitad el barco la noche siguiente a su salida de Nueva York, terminando con el intento de soborno y con su negativa a aceptarlo.
—Y bien caballerros, ¿qué les parrece? —preguntó el Sr. Meyer, mirando uno por uno a los presentes.
—Una mentira de principio a fin —bramó el capitán Bryce.
Rowland se levantó, pero fue sujetado por el grandullón que lo acompañaba, quien acto seguido se encaró con el capitán Bryce y dijo, sin perder la calma:
—Yo vi el oso polar que mató este hombre con sus manos. Después vi su brazo, y mientras lo cuidaba para salvarlo de la muerte no le oí quejarse ni una sola vez. Puede librar sus combates por sí solo cuando se recupere, pero hasta entonces lo haré yo en su nombre. Así que si vuelve a insultarle en mi presencia le romperé los dientes.