El naufragio del Titán

El naufragio del Titán


Capítulo VI

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CAPÍTULO VI

–¡Rowland! —dijo el robusto contramaestre, mientras los marineros de guardia se reunían en cubierta—, encárguese de vigilar el puente de estribor.

—Ese no es mi sitio, contramaestre —dijo Rowland, sorprendido.

—Órdenes del puente. Suba allá.

Rowland gruñó, como deben hacerlo los marineros cuando son agraviados, y obedeció. El hombre al que relevó dio su nombre y desapareció; el primer oficial se paseó por el puente, le dijo que estuviera atento a la guardia y regresó a su puesto; el silencio y la soledad de una guardia nocturna en el mar, acrecentados por el ruido constante de las máquinas y mitigados tan solo por los lejanos ecos de la música y las risas procedentes del salón, inundaron la proa del barco. El fresco viento del oeste que venía hacia el Titán hacía que la cubierta estuviera prácticamente en calma, y la espesa niebla, aunque iluminada por un cielo brillante y moteado de estrellas, era tan fría que hasta el más locuaz de los pasajeros había huido en busca de luz y vida en el interior.

Cuando sonaron tres campanadas —las nueve y media— y Rowland había respondido con el consiguiente «Sin novedad», el primer oficial dejó su puesto y se acercó a él.

—Rowland —dijo mientras se aproximaba—, he oído que usted ha sido oficial de barco.

—No sé cómo se ha enterado, señor —respondió Rowland—. No suelo contarlo.

—Se lo dijo al capitán. Supongo que el currículo de Annapolis es tan completo como el de la escuela naval inglesa. ¿Qué opina de las teorías de Maury sobre las corrientes?

—Parecen convincentes —dijo Rowland, omitiendo sin darse cuenta el «señor»—, pero creo que en casi todos los casos han demostrado estar equivocadas.

—Yo también lo creo. ¿Ha investigado otras ideas del autor, como la de localizar la posición del hielo en la niebla por la tasa de descenso de la temperatura a medida que nos acercamos a él?

—Sí, pero sin llegar a ningún resultado concluyente, aunque parece que se trata de una mera cuestión de cálculo y de tiempo para calcular. El frío es calor negativo y puede considerarse energía radiante, que disminuye en proporción al cuadrado de la distancia.

El oficial se quedó pensativo por un instante, mirando al frente y tarareando una tonada para sí, y a continuación dijo:

—Cierto.

Y volvió a su puesto.

«Debe de tener un estómago de hierro», murmuró, asomándose a la bitácora.

«O eso, o el contramaestre puso la droga en el jarro equivocado».

Rowland observó con una sonrisa cínica al oficial mientras se alejaba. «Me pregunto», se dijo, «por qué baja hasta aquí para hablar de navegación con un simple marinero. ¿Qué hago aquí, en un turno que no me corresponde? ¿Tiene algo que ver con esa botella?».

Volvió a pasearse impaciente por el extremo del puente, sumido en los sombríos pensamientos que había interrumpido el oficial. «¿Cuánto le habrá durado la ambición y el amor por su profesión después de haber encontrado, ganado y perdido a la única mujer que le importaba en el mundo?», pensó. «¿Por qué el empeño por seguir enamorado de una entre los millones de mujeres que viven y aman puede ser más importante que todas las bendiciones de la vida y hacer que un hombre desespere y se consuma? ¿Con quién se habrá casado? Probablemente con uno que conoció tiempo después de rechazarme y que le mostró alguna de las cualidades de mente y de carácter que le gustaban; alguien que no necesitaba amarla —así tendría más posibilidades— y que ha entrado tranquila e impunemente en mi cielo. Y luego nos dicen que “Dios lo hace todo bien” y que hay un cielo donde se proveen todas las necesidades insatisfechas, siempre que tengamos fe suficiente en ello. Eso significa —si es que significa algo— que después de una vida de lealtad ignorada durante la que no he ganado más que su temor y desprecio, puedo ser recompensado con el amor y la amistad de su alma. ¿Amo su alma? ¿Tiene su alma la belleza, la figura y el porte de una Venus? ¿Tiene su alma unos ojos profundos y azules y una voz dulce y armoniosa? ¿Tiene ingenio, gracia, encanto? ¿Compadece a los que sufren? Esas son las cosas que amo, no su alma, si es que tiene. No la quiero. La quiero a ella, la necesito».

Se detuvo y se apoyó contra la barandilla del puente, con la mirada fija en la niebla que se extendía ante él. Ahora pensaba en voz alta, y el primer oficial se asomó, escuchó un momento y volvió a su puesto.

—Le está haciendo efecto —susurró al tercer oficial, y a continuación pulsó el botón que comunicaba con el capitán, hizo sonar la sirena de vapor para avisar al contramaestre y reanudó su vigilancia sobre el marinero drogado, mientras el tercer oficial gobernaba el barco.

La sirena de vapor es un sonido tan frecuente en un barco que suele pasar inadvertido. Pero esa llamada afectó a otra persona, aparte del contramaestre. Una figurita en camisón se levantó de la litera de su lujoso camarote y, con mirada alerta y penetrante, logró llegar a cubierta sin ser vista por ningún vigía. Sus piececitos blancos y desnudos no sintieron frío al corretear sobre las tablas de la cubierta, y la pequeña figura ya había alcanzado la entrada del entrepuente cuando el capitán y el contramaestre llegaron al puente.

«Y hablan del maravilloso amor y el cuidado de un Dios misericordioso que lo controla todo —prosiguió Rowland, mientras los tres vigilantes lo observaban y escuchaban—, que me ha dado mis defectos y la capacidad de amar, y que puso a Myra Gaunt en mi camino. ¿Dónde está la misericordia ahí para mí? Como parte de un principio evolutivo general que sacrifica al individuo por la raza, quizá sea consecuente con la idea de un Dios, una causa primera. Pero el individuo que muere porque no es apto para sobrevivir, ¿debe amar o dar gracias a Dios? ¡Claro que no! ¡En el supuesto de que exista, yo reniego de Él! Y ante la absoluta falta de pruebas, afirmo la validez del principio de causa y efecto, que basta para explicar el Universo y a mí. ¡Ja, ja! ¡Un Dios misericordioso, bueno, justo y bondadoso…!». Rowland estalló en una carcajada incontrolable, solo interrumpida por las palmadas que se daba en el vientre y la cabeza. «¿Qué me pasa?», dijo, jadeando. «Siento como si hubiera tragado carbones ardiendo… Mi cabeza… Mis ojos… No puedo ver…». El dolor se fue un instante y volvió la risa: «¿Qué le ocurre al ancla de estribor? Se mueve… Está cambiando… Es… ¿Qué? ¿Qué diablos es eso?… Y al fondo… El molinete… Las anclas de respeto… Los pescantes… están vivos… se mueven…».

Esa visión habría resultado terrible para una mente sana, pero a nuestro hombre solo le produjo un júbilo creciente e incontrolable. Las dos barandillas que llevaban a popa se alzaron ante él formando un triángulo sombrío, dentro del cual se hallaban las instalaciones de cubierta que había mencionado. El molinete se había convertido en algo negro, imponente y terrorífico. Los dos barriles del fondo se tornaron los ojos ciegos y saltones de un monstruo indescriptible, y las cadenas se multiplicaron para formar sus incontables piernas y tentáculos. Y ahora esa criatura se arrastraba dentro del triángulo. Las serviolas eran serpientes de varias cabezas que danzaban sobre sus colas, y las mismas anclas se contorsionaban y retorcían en forma de peludas orugas, mientras en las torres linterna aparecieron rostros que le sonreían y miraban maliciosamente. Apoyando las manos en la barandilla del puente y con un reguero de lágrimas inundándole el rostro, Rowland reía ante esa extraña visión, pero no dijo nada: y los tres espías, que se habían acercado sigilosamente, retrocedieron hasta ver qué ocurría, mientras abajo, en la cubierta de paseo, la pequeña figura blanca, como atraída por su risa, se dirigió a la escalera que llevaba a la cubierta superior.

La fantasmagoría se desvaneció en un muro de niebla gris, y Rowland encontró la lucidez suficiente para murmurar: «Me han drogado», pero en apenas un instante se vio en la oscuridad de un jardín que le resultaba conocido. A lo lejos se divisaban las luces de una casa, y junto a él había una niña que se alejó y huyó, aunque él la llamaba.

En un supremo esfuerzo de voluntad logró volver al presente y al puente donde cumplía con su deber. «¿Por qué ha de perseguirme durante años?», gimió. «Desde entonces no he dejado de beber. Ella podría haberme salvado, pero eligió destruirme». Intentó pasear arriba y abajo, pero se tambaleó y tuvo que agarrarse a la barandilla. Mientras, los tres espías volvieron a acercarse y la pequeña figura blanca subió los escalones del puente superior.

«La supervivencia de los más aptos, causa y efecto. Eso explica el Universo… y a mí», divagó, mirando a la niebla. Levantó la mano y habló en voz alta, como dirigiéndose a algún amigo oculto en las profundidades. «¿Cuál será el último efecto? ¿Dónde, en ese esquema de equilibrio supremo, se reunirá, medirá y acreditará la abundancia de mi amor malgastado? ¿Qué lo compensará, y dónde estaré yo? ¡Myra… Myra…!», exclamó. «¿Te das cuenta de lo que has perdido? ¿Te das cuenta, en tu bondad, pureza y verdad, de lo que has hecho? ¿Te das cuenta…?».

El suelo desapareció bajo sus pies, y le pareció estar suspendido en un universo silencioso y gris. En ese vasto e ilimitado vacío no había sonido ni vida ni movimiento, y su corazón no sentía miedo ni asombro ni emoción de ningún tipo, excepto una: el ansia indescriptible de un amor desgraciado. Sin embargo, no parecía ser John Rowland, sino otro, u otra cosa; ahora se veía muy lejos, a millones de billones de kilómetros de allí, como si se hallara en los confines más remotos de aquel vacío, y oyó su propia voz, llamando a esa mujer. Débil pero nítida, con la concentrada desesperación de su vida, vino su llamada: «¡Myra… Myra…!».

Se oyó una respuesta, y buscando esa segunda voz divisó a su amada. Allí estaba, en el otro extremo del inmenso espacio, y sus ojos conservaban la ternura y su voz repetía la súplica que él solo había conocido en sueños. «Vuelve», le rogaba, «vuelve a mí».

Pero parecía que los dos no podían entenderse, y él volvió a oír el grito desesperado: «Myra, Myra, ¿dónde estás?», y a continuación la misma respuesta: «Vuelve a mí. Vuelve».

Entonces apareció en la lejanía una débil y minúscula llama que empezó a crecer. Se iba acercando, y él la observaba con desapego. Cuando volvió a buscar a los dos, vio que habían desaparecido, y en su lugar había dos nubes espesas que se convirtieron en una miríada de luz y color, girando y expandiéndose hasta llenar el espacio. Y a través de ella venía directa hacia él la primera llama, cada vez más grande.

Oyó una ráfaga, y al intentar descubrir de dónde procedía vio en la otra dirección un objeto sin forma definida, al que la llama, cada vez más brillante, hacía parecer más oscuro que el inmenso vacío gris, y que se acercaba, cada vez más grande. Y le pareció que esa luz y esa oscuridad eran el bien y el mal de su vida. Trató de descubrir cuál de ellas le alcanzaría primero, pero no sintió pena ni sorpresa cuando vio que la oscuridad estaba más cerca. Se fue aproximando cada vez más, hasta rozarlo por un lado.

—¿Qué tenemos aquí, Rowland? —dijo una voz.

Inmediatamente, el torbellino de imágenes se desvaneció. El universo gris se transformó en niebla, la llama de luz en la luna que se alzaba sobre ella y la informe oscuridad en la silueta del primer oficial. La pequeña figura blanca, que acababa de pasar como una centella entre los tres espías, estaba delante de él. Como avisada del peligro por un instinto subconsciente, había acudido en sueños, en busca de seguridad y protección, al antiguo amante de su madre, el fuerte y débil, el degradado e infamado aunque noble, el perseguido, drogado y casi completamente indefenso John Rowland.

Con la prontitud con que alguien adormilado respondería la pregunta que lo despierta, y aunque tartamudeaba por el efecto ahora menguante de la droga, dijo:

—Es la hija de Myra, señor. Está dormida.

Y cogiendo en brazos a la pequeña, que gritó al despertarse, cubrió su aterido cuerpecito con su chaqueta de marinero.

—¿Quién es Myra? —preguntó el oficial en un tono amenazante que delataba disgusto y decepción—. Usted también estaba dormido.

Antes de que Rowland pudiera responder, un grito procedente de la cofa de vigía hendió el aire.

—¡Hielo! —gritó el vigía—. ¡Hielo a la vista! ¡Un iceberg, debajo de proa!

El primer oficial corrió a la vía y el capitán, que había permanecido allí, se abalanzó sobre el telégrafo de la sala de máquinas y esta vez accionó la palanca. Pero cinco segundos más tarde la proa del Titán empezó a elevarse, y enfrente, a ambos lados, se pudo ver entre la niebla una superficie helada de treinta metros de altura que se interponía en su rumbo. Cesó la música en el teatro y, en medio del maremágnum de voces y gritos y del ensordecedor ruido del metal arañando y chocando contra el hielo, Rowland escuchó la voz angustiada de una mujer que llamaba desde la escalera del puente:

—¡Myra, Myra! ¿Dónde estás? ¡Vuelve!

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