El nanomundo en tus manos
Prólogo
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PRÓLOGO
Mi primera memoria sobre nanotecnología —la tecnología de lo más pequeño— se remonta a una película de los años sesenta: Un viaje alucinante, un clásico de la ciencia ficción digno de Julio Verne. En la época en que transcurre la acción, las técnicas de miniaturizacion han progresado tanto como para reducir el tamaño de los átomos decenas de millones de veces. Este avance permite a un grupo de médicos dentro de un submarino microscópico navegar por las venas de un paciente y llegar hasta su cerebro para eliminar un coágulo de sangre.
Aunque en el mundo real miniaturizar átomos es imposible, gracias a la nanotecnología se pueden ya enviar, si no liliputienses submarinos, sí «sondas» al cerebro o a cualquier otro órgano humano. Dichas sondas son nanopartículas que llegan a los lugares más recónditos del cuerpo para atacar un tumor o diagnosticar una enfermedad. Por ejemplo, nanopartículas fluorescentes o magnéticas previamente funcionalizadas con moléculas biológicas capaces de reconocer tejidos malignos, una vez inyectadas en animales (y en el futuro, en personas) por vía intravenosa, recorren su organismo hasta fijarse en regiones receptoras de dichas moléculas. Un detector externo localiza las partículas y, de este modo, el tumor maligno. Si, además, las nanopartículas son radiactivas pueden actuar como focos de radiación muy próximos al tumor en cuestión, evitando así el daño a los tejidos sanos.
Además de a la medicina, la nanotecnología afecta a muchos otros aspectos de nuestras vidas, desde la manera de comunicarnos a cómo producimos o almacenamos energía, desde lo que fabricamos a lo que consumimos, desde la forma de averiguar lo que nos hace humanos a cómo tratamos el mundo a nuestro alrededor.
Pero ¿qué es la nanotecnología? La aplicación práctica de la nanociencia, o ciencia de los materiales a escala nanométrica, es decir, la ciencia de lo minúsculo. (Un nanómetro, cuya etimología es la misma que la de la palabra enano, es la mil millonésima parte de un metro). Para hacernos una idea de esta escala submicroscópica, podemos tener en cuenta que el ancho de un cabello humano es entre cincuenta y cien mil nanómetros, el tamaño de un virus es de diez, y el diámetro de un átomo es aproximadamente medio nanómetro. El nombre de nanomateriales suele reservarse a aquellos materiales en los que al menos una de sus dimensiones es inferior a los cien nanómetros, una frontera sin duda arbitraria pero a la vez flexible.
Ya en 1959 un físico visionario llamado Richard Feynman proponía, en un ensayo titulado Aún queda mucho espacio en el fondo, ingeniosos métodos para reducir miles de veces el tamaño de una máquina o para miniaturizar las letras de un libro, de modo que los 24 tomos de la Enciclopedia Británica cupieran en la cabeza de un alfiler. Anticipándose en varios años a las ideas de Un viaje alucinante, Feynman hablaba de un futuro «cirujano mecánico» capaz de navegar por una vena hasta el corazón para reparar una válvula defectuosa.
Para incentivar el desarrollo de sus ideas, Feynman ofreció un premio de mil dólares a la primera persona que escribiera la información que cabe en una cuartilla en una superficie veinticinco mil veces menor, y otro equivalente a quien primero construyera un motor del tamaño de un cubo de menos de diez micras de lado. (La micra, o micrómetro, es la milésima parte de un milímetro. Un nanómetro es, pues, la milésima parte de la micra). El segundo de estos premios lo ganó, al año siguiente, un meticuloso mecánico que construyó ese motor usando herramientas convencionales. El primero no se otorgó hasta 1985, cuando un estudiante de doctorado de la universidad de Stanford escribió el primer párrafo del libro Historia de dos ciudades a una escala 25 000 veces menor que el original. Pero, para entonces, la industria de microelectrónica estaba ya en la vanguardia de la miniaturización.
El primer impulsor de la nanotecnología ha sido sin duda la carrera por reducir las dimensiones de los transistores que forman parte de los circuitos integrados, componentes claves de cualquier aparato electrónico actual. En 1970, el tamaño de dichos transistores era de 10 micras; cinco años después era ya diez veces inferior. En el 2002 bajaba de la décima de micra, o sea estaba por debajo de los cien nanómetros, y en la actualidad está en sólo veinte. En este sentido, puede decirse que la electrónica, con sus innumerables manifestaciones en la vida actual, es el ejemplo más claro del éxito de la nanotecnología, término acuñado en 1974 por el profesor Norio Taniguchi, de la Tokyo Science University, para describir la fabricación de materiales con precision nanométrica y que Eric Drexler incluyó en el título de su libro de 1986 Engines of Creation: The Coming Era of Nanotechnology. (La nanotecnología. El surgimiento de las máquinas de creación, Gedisa, Barcelona, 1993).
En paralelo, el extraordinario avance de la nanociencia ha sido posible por el perfeccionamiento de microscopios capaces de «ver» objetos a escala nanométrica, y la invención de otras nuevas formas de «verlos». Hay una ley de la física que viene a decir que no es posible ver con claridad un objeto más pequeño que la longitud de onda de la luz que se usa para observarlo. De ahí que el límite de los microscopios ópticos convencionales esté en una micra aproximadamente. Para ver objetos más pequeños es preciso usar luz ultravioleta (de menor longitud de onda que la visible). Por debajo de un cuarto de micra se utiliza el microscopio electrónico, que emplea electrones en vez de luz (fotones) para iluminar un objeto y crear una imagen ampliada. El primer microscopio electrónico de transmisión comercial (1939) tenía una resolución de unos 50 nm, mientras, que hoy en día, los más avanzados producen imágenes con una resolución mejor que una décima de nanómetro.
La invención del microscopio electrónico de efecto túnel (1981), y sus numerosas variaciones posteriores, ha representado otro gran avance para visualizar átomos individualmente, así como sus posiciones relativas en un material. La versatilidad de esta clase de instrumentos, capaces de funcionar tanto en vacío como con líquidos o en atmósferas gaseosas y en un rango muy amplio de temperaturas, los ha hecho herramientas indispensables para la investigación de nanomateriales.
El tercer gran motor de la nanociencia y la nanotecnología ha sido, y sigue siendo, el descubrimiento de materiales con propiedades aveces insospechadas, y el diseño y la creación en el laboratorio de combinaciones de materiales conocidos que muestran características prácticas mucho más favorables que cada uno por separado. Entre los nuevos materiales, sobresalen las diferentes formas geométricas que presenta una capa de carbón con tan sólo un átomo de espesor cuando se organiza en hexágonos ordenados. Unas veces las estructuras son superficies cerradas o semi-cerradas (fullerenos), bien en forma de balón de fútbol a escala nanométrica (buckyballs) o de nanotubos; otras, la estructura es un sencillo plano asemejando un panal en dos dimensiones.
Este último material, llamado grafeno, fue preparado por primera vez en 2004, simplemente exfoliando grafito de alta calidad con cinta adhesiva. La facilidad de su preparación y las extraordinarias propiedades eléctricas, mecánicas y ópticas que mostró el grafeno desde un principio han dado lugar a una moderna «fiebre del oro» (en este caso «fiebre del grafeno»), en busca de fenómenos físicos nuevos o predichos hace años pero nunca observados en el laboratorio y de multitud de aplicaciones comerciales, incluidos circuitos electrónicos, sensores de gases y filtros desalinizadores, pantallas de teléfonos, células solares, y hasta preservativos de mayor elasticidad y seguridad que los actuales. Con razón se ha llegado a llamar al grafeno un material milagroso.
¿Por qué un material con dimensiones nanométricas se comporta de modo diferente a como lo hace cuando su tamaño es macroscópico? Fundamentalmente por tres razones: En primer lugar, por algo que es obvio pero que tiene profundas consecuencias, sobre todo en medicina: cuanto menor es el tamaño de una partícula más fácil le es acceder a los lugares más pequeños. Otra razón es que, en general, a medida que se reduce el tamaño de un objeto la importancia de su superficie en relación con su volumen aumenta porque, en proporción, el área de la superficie disminuye menos que el volumen. Por tanto, procesos químicos (como catálisis) en que la velocidad de reacción depende de fenómenos que ocurren en la superficie de materiales catalizadores, se favorecen considerablemente cuando un volumen fijo de material se fragmenta en nanopartículas.
La razón más importante, aunque menos intuitiva, es que las propiedades electrónicas de un nanomaterial no se rigen por la mecánica «clásica» que gobierna el comportamiento macroscópico sino por la llamada mecánica cuántica, por la cual el tamaño de un objeto puede afectar drásticamente a sus propiedades más básicas. Por ejemplo, los nanocristales de un material fluorescente emiten luz azul, verde, amarilla, o roja, dependiendo del tamaño (de menor a mayor) de los cristales. Y las partículas de un metal tan inerte y estable como el oro se vuelven muy reactivas cuando su tamaño se reduce a unos pocos nanómetros; su actividad química vuelve a disminuir por debajo de los tres nanómetros.
Aunque entonces no se supiera su origen, ya desde la antigüedad era conocido —y explotado— el peculiar comportamiento de algunos nanomateriales. Los romanos usaban nanopartículas metálicas para colorear vasijas de vidrio, y durante la Edad Media los artesanos las utilizaron en las vidrieras polícromas de las catedrales, que todavía causan admiración. Pero ha sido en los últimos cuarenta años, con la confluencia de una explosión de conocimiento científico, el descubrimiento de nuevos materiales y el desarrollo de nuevas técnicas de fabricación y caracterización, cuando se ha disparado la nanotecnología, convirtiéndose en una fuente de actividad económica cada vez mayor.
En 2012, cuando gobiernos y compañías estaban aún sujetos a estrictas medidas de austeridad como consecuencia de la Gran Recesión del 2008-2010, las inversiones públicas y privadas en nanociencia y nanotecnología aumentaron globalmente un 8% con respecto a las de 2010, superando los dieciocho mil millones de dólares. Por países, la contribución mayor fue la de Estados Unidos, con seis mil millones (36% del total), de los cuales las dos terceras partes procedieron de la industria privada y el resto de los gobiernos federal y estatales.
En la Unión Europea, cuando se suman las inversiones de la Comisión Europea en nanociencia con las de los países individuales, la inversión gubernamental total en 2012 superó los dos mil millones. Esta cifra es casi un 30% menor que en 2010, debido sobre todo a la fuerte reducción de la inversión de los gobiernos de la mayoría de los países.
Las inversiones de las empresas en investigación y desarrollo en nanotecnología aumentaron sustancialmente en el período 2010-2012, con Estados Unidos a la cabeza, con un aumento del 32%, mientras que en Europa fue tan sólo del 3%. En el mismo período, el retorno de las inversiones de años anteriores aumentó muy considerablemente, con unos ingresos por ventas de productos relacionados con la nanotecnología que crecieron de 340 000 millones de dólares en 2010 a 730 000 millones en 2012. Se espera que en 2014 dichos ingresos alcancen casi 1 400 millones, y que en 2018 pasen de 3000 millones.
No sólo los grandes sectores industriales —materiales y fabricación, electrónica y tecnologías de la información, salud y ciencias de la vida, y energía y medio ambiente— se han beneficiado de una sigilosa revolución tecnológica que no ha hecho más que empezar. En el sector de la construcción, por ejemplo, se usan nanopartículas de sílice para mejorar las propiedades del cemento. Hay pinturas para recubrimientos que contienen nanopartículas para aumentar la resistencia al rayado, la humedad, el moho o las bacterias, y se comercializan tejidos nanoestructurados que repelen manchas y bacterias. Tampoco el material deportivo es ajeno a la nanotecnología: algunas espinilleras de futbolistas son de plástico nanoestructurado para hacerlas más fuertes y ligeras; mucho más extendido es el uso de raquetas de tenis de plástico reforzado con nanotubos de carbón, sobre todo desde que Roger Federer empezó a usarlas con gran éxito.
El mundo de la cosmética parece especialmente atraído por las posibilidades de los nanoproductos: la compañía con más patentes en nanotecnología no es, como pudiera pensarse, IBM, General Electric, o Johnson & Johnson, sino L’Oreal. Numerosos productos de belleza y cremas de protección contra el sol contienen nanopartículas que realzan sus propiedades o disminuyen sus inconvenientes, como es el caso de las nanopartículas de óxido de titanio o de zinc, que bloquean los rayos ultravioletas sin dejar sobre la piel esa capa blanca tan característica de las cremas con mayor índice de protección solar.
Para el futuro se habla de ordenadores que usarán como transistores nanotubos de carbón; nanomateriales para electrodos de baterías capaces de almacenar diez veces más electricidad que las actuales; nanofotocatalizadores que ayudarán a producir energía y purificar el agua; «nanofábricas» que recogerán automáticamente materias primas en los alrededores de un órgano para sintetizar medicinas luego liberadas en ciertos momentos y en determinadas dosis; y nanoherramientas que medirán la actividad de millones de neuronas para crear un mapa detallado del cerebro, entre un sinfín de posibilidades.
El fascinante mundo de la nanotecnología, o nanomundo, que se avecina podría parecer una quimera de ciencia ficción, sin embargo está bien anclado en la realidad de la ciencia moderna, como explica en detalle este libro. Escrito de forma sencilla para llegar al no especialista en ciencia o tecnología, el libro comienza sentando las bases científicas del nanomundo y describiendo las herramientas esenciales para fabricar, caracterizar, y manipular los nanomateriales, algunos de los cuales se presentan a continuación, agrupados por familias o funcionalidad. La segunda parte se centra en tres grandes grupos de aplicaciones —tecnologías de la información, química y biomedicina— que ilustran la realidad y el potencial de la nanotecnología. El libro termina con una reflexión sobre la evolución de la tecnología y el conocimiento, y la respuesta de la sociedad a las incertidumbres y temores naturales en toda situación de cambio, más aún cuando se trata de materiales con propiedades a veces insospechadas. Pero son precisamente esas propiedades las que abren un mundo nuevo, el nanomundo que el lector tiene en sus manos.
Emilio Méndez es director del Centro de Nanomateriales Funcionales del Laboratorio Nacional de Brookhaven en Nueva York y catedrático de Física en la Universidad de Stony Brook. En 1998 fue galardonado, junto con el físico Pedro Miguel Etxenike Landiríbar, con el Premio Príncipe de Asturias de Investigación Científica y Técnica. En 2000 recibió el Premio International Fujitsu de Dispositivos Cuánticos. Es miembro de Honor de la Sociedad Americana de Física, miembro del Comité Científico Internacional del centro Nanogune, del Patronato de la Fundación IMDEA Nanociencia, de la Fundación Bankinter para la Innovación, y de la Fundación del Consejo España-Estados Unidos.