El misterio de los siete goles en propia puerta

El misterio de los siete goles en propia puerta


Capítulo 20

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Cuando llegué a recepción cargando con la maleta, mi madre ya estaba allí, discutiendo con la mujer del mostrador.

Mi madre le decía que aquella nueva equivocación con las maletas era un escándalo.

—Esto es un auténtico escándalo —dijo mi madre.

—Pero, señora, el error lo cometieron en el otro hotel. —intentó decir la recepcionista.

—A mi no me venga con esas, eh —le cortó mí madre—. Primero nos pierden las maletas, y ahora a mi pobre hijo se la cambian por otra de vaya usted a saber quién. Esto no va a quedar así, no se piense que porque seamos de un pueblecito de la sierra no conocemos nuestros derechos…

La recepcionista parecía desconcertada ante la avalancha de mi madre.

Entonces empezó a sonar una canción de Alejandro Sanz que a mí me parece muy cursi, pero que por lo visto a mis padres les encanta porque la escuchaban de novios, y mi madre la tiene puesta en su móvil, y solo suena cuando llama mi padre.

Yo pongo los ojos en blanco de la vergüenza que me da cada vez que la escucho.

—Contesta a tu padre, Pakete, haz el favor —dijo mi madre.

Y me pasó el teléfono y, mientras, ella siguió discutiendo con la chica de recepción.

—Francisco, ¿te estás portando bien? —me preguntó mi padre—. No rompas nada, que este año tampoco tengo paga extra.

—No te preocupes, papá —dije.

Se oyó de fondo la voz de mi hermano Víctor.

—Pakete, vaya potra tuvisteis el otro día, ¿eh? ¿Cuántos os van a meter los del Colci?

Víctor se piensa que es más listo que nadie y siempre se está metiendo conmigo porque es mayor que yo.

Mi padre me dijo:

—No hagas caso a tu hermano. Tú, sobre todo, no des patadas, Francisco. Da igual que os den un palizón. Que os metan ocho, nueve, catorce. Pero no des patadas, Francisco. Tú, a dar ejemplo y a jugar limpio, eh.

—Lo mismo ganamos, papá. Nunca se sabe —dije.

—Claro, claro —dijo mi padre, que no parecía muy convencido—. Ah, y pregúntale a tu madre dónde ha guardado los recambios de las cuchillas de afeitar, haz el favor, que llevo barba de tres días y no es bueno para la imagen de las fuerzas del orden en el pueblo.

—Ahora te la paso, papá…

Mientras hablaba con mi padre, vi algo que me llamó la atención. En los sillones del vestíbulo, en una esquina, había dos mujeres discutiendo.

Una alta y muy guapa y elegante, que no me sonaba de nada. Pero la otra sí: Gríselda Günarsson, la rubia del acento raro que nos había resuelto el problema de las botas para el primer partido.

La relaciones públicas del Cronos.

Parecían discutir muy seriamente.

En cuanto la señora joven y alta se dio cuenta de que las estaba mirando, se calló y le dijo algo a Griselda antes de levantarse y marcharse.

—Francisco, ¿sigues ahí? —preguntó mí padre.

Entonces llegó mi madre, toda contenta y sonriente.

—Francisco, adivina lo que nos han dicho en el hotel. ¡Podemos elegir lo que queramos en las tiendas que hay en el vestíbulo hasta que aparezca tu maleta! ¡Ellos se hacen cargo! Es como un bufé libre, pero de ropa…

—Qué bien —dije yo.

¡Ahora me tocaba ir de compras, que es la segunda cosa que más odio en el mundo!

La primera es que mi hermano me dé collejas delante de todos, pero bueno, eso ahora no tiene nada que ver.

—Si es que hablando se entiende la gente —dijo mí madre, muy orgullosa de lo que habrá conseguido con el hotel.

—Papá quiere hablar contigo —le dije, y le pasé el teléfono.

Ella cogió el móvil y se puso a hablar con él y le contó lo de las maletas y otras cosas que seguro que ya se las había contado, pero a mi madre a veces le gusta mucho repetir las cosas.

Yo no presté mucha atención.

Me fui caminando hacia una esquina del vestíbulo.

—¡Eso, eso, vete mirando las tiendas, que ahora voy yo! —me gritó mi madre mientras seguía hablando por teléfono. Yo le sonreí.

—Sí, sí, mamá —dije.

Pero yo no estaba buscando las tiendas.

Me acerqué al fondo del vestíbulo, donde empezaba la zona comercial del hotel, y allí vi a Griselda y a la mujer con la que discutía. Estaban en el interior de una tienda de regalos y ropa y hablaban con alguien. Con un niño.

Parecía que las dos le estaban diciendo algo muy importante, porque estaban muy serias.

Miré a través del escaparate y pude ver quién era el niño. Se trataba de… Luccien, y lo más increíble es que… ¡estaba llorando!

Luccien, la superestrella del fútbol, uno de los niños más famosos del mundo, estaba llorando.

Yo pensé que un niño así estaría todo el día feliz y contento, y haciendo lo que le diera la gana.

Pero, por lo visto, no estaba muy contento. Las dos mujeres seguían hablándole.

Me asomé un poco por la puerta de la tienda, haciendo como si estuviera mirando unas camisas.

De reojo, al verlos juntos, me pareció que la mujer alta se parecía mucho a Luccien.

A lo mejor era su madre.

Aunque podía oírles, no entendí nada. Hablaban en francés.

Pensé que últimamente todo el mundo hablaba en francés. A lo mejor había llegado el momento de apuntarme a unas clases particulares si quería enterarme de las cosas.

Luccien seguía llorando, y las dos mujeres seguían hablando muy serias y en ese momento …

Una mano se puso sobre mi hombro. Yo me giré sobresaltado.

—¿Ya has elegido una camisa?

Era mi madre.

—¿Eh?

—Camisa —dijo mi madre—, que si has elegido ya.

—Esta misma —dije.

Y cogí la primera que vi a mi lado sin fijarme mucho.

—¿Estás seguro?

La miré.

Era una camisa de color naranja con palmeritas. Me encogí de hombros.

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