El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Francis Marion Crawford » La litera de arriba

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LA LITERA DE ARRIBA

I

ALGUIEN pidió cigarros. Llevábamos mucho tiempo hablando y la conversación empezaba a languidecer. El humo del tabaco se había posado en los pesados cortinajes, el vino se había introducido en aquellos cerebros propensos a ponerse pesados, y era ya completamente evidente que, a menos que alguien hiciera algo para despertar nuestros oprimidos espíritus, la reunión llegaría pronto a su término, y nosotros, los huéspedes, nos iríamos rápidamente a la cama, y la mayoría, por supuesto, a dormir. Nadie había dicho nada extraordinario; es posible que nadie tuviera nada extraordinario que decir. Jones nos había dado todos los detalles acerca de su última aventura cinegética en Yorkshire. El señor Tompkins, de Boston, había explicado con meticulosa profusión los principios laborales cuya adecuada y cuidadosa aplicación no solamente había permitido que el Ferrocarril de Atchison, Topeka y Santa Fe extendiera su radio de acción, aumentara su influencia administrativa y transportara ganado sin matarlo de hambre hasta el día de su entrega concreta, sino que durante años había conseguido también engañar a aquellos viajeros que compraban su billete en la falaz creencia de que la susodicha corporación era realmente capaz de transportar vidas humanas sin destruirlas. El signore Tómbola había procurado persuadirnos, con argumentos que no tuvimos ningún problema en rebatir, de que la unidad de este país en nada se parecía a los modernos torpedos, cuidadosamente planeados, construidos con toda la habilidad de los mejores arsenales europeos, pero destinados, una vez construidos, a ser dirigidos por manos débiles e indudablemente a explotar sin ser vistos ni oídos, en el ilimitado derroche del caos político.

No es necesario entrar en más detalles. La conversación había tomado un cariz que habría aburrido a Prometeo en su roca, habría aturdido a Tántalo, y habría inducido a Ixión a buscar alivio en los sencillos aunque instructivos diálogos de Herr Ollendorf, antes que seguir soportando nuestra charla. Habíamos estado sentados ante una mesa durante horas; estábamos aburridos, cansados, y nadie mostraba señales de querer irse.

Alguien pidió cigarros. Todos miramos instintivamente a la persona que había hablado. Brisbane era un hombre de unos treinta y cinco años, notable por aquellos talentos personales que atraen sobre todo la atención de los hombres. Era un hombre robusto. Las proporciones externas de su figura no presentaban nada extraordinario a simple vista, aunque su tamaño estaba por encima de la media. Superaba ligeramente los seis pies de altura y sus hombros eran moderadamente anchos. No parecía corpulento pero, por otra parte, no era, desde luego, delgado. Su pequeña cabeza estaba sostenida por un cuello robusto y vigoroso; sus anchas y musculosas manos parecían poseer la peculiar destreza de partir nueces sin la ayuda del habitual cascanueces; y, visto de perfil, nadie podía dejar de notar la extraordinaria longitud de sus brazos ni la insólita robustez de su pecho. Era uno de esos hombres de aspecto engañoso, como suele decirse; o sea, que aunque parecía extremadamente fuerte, en realidad era mucho más fuerte de lo que aparentaba. De sus facciones tengo poco que decir. Su cabeza es pequeña, su cabello ralo, sus ojos azules, su nariz grande, lleva un pequeño bigote y su mandíbula es cuadrada. Todo el mundo conoce a Brisbane, y cuando pidió un cigarro, le miraron todos.

—Es muy extraño —dijo Brisbane.

Todo el mundo dejó de hablar. La voz de Brisbane no era potente, pero poseía la singular cualidad de penetrar en la conversación general, cortándola como un cuchillo. Todo el mundo escuchaba. Brisbane, al darse cuenta de que había atraído la atención general, encendió su cigarro con gran parsimonia.

—Es muy extraño —continuó— lo que ocurre con los fantasmas. La gente siempre está preguntando si alguien ha visto un fantasma. Yo lo he visto.

—¡Tonterías!

—¿Usted?

—¿Habla usted en serio, Brisbane?

—¡Vaya!, ¡un hombre de su inteligencia!

Un coro de exclamaciones acogió la singular afirmación de Brisbane. Todos pidieron cigarros y Stubbs, el mayordomo, apareció súbitamente, nadie sabía de dónde, con una nueva botella de champán seco. La situación estaba salvada; Brisbane iba a contar una historia.

—Soy un viejo marino —dijo Brisbane— y, como he tenido que cruzar el Atlántico muy a menudo, tengo mis preferencias, como la mayoría de los hombres. He visto a un hombre esperar tres cuartos de hora en un bar de Broadway a un vehículo concreto que quería tomar. Creo que el encargado del bar consiguió al menos un tercio de sus beneficios a costa de las pretensiones de este hombre. Tengo la costumbre de esperar determinados barcos cuando me veo obligado a cruzar esa charca de patos. Tal vez sea un prejuicio, pero nunca di por mal empleado el precio de mi pasaje excepto una vez. Lo recuerdo muy bien; era una cálida mañana de junio, y los aduaneros, que vagaban a la espera de un vapor a punto de salir de una cuarentena, ofrecían un aspecto particularmente confuso y pensativo. No llevaba mucho equipaje; nunca lo he llevado. Me mezclé con la muchedumbre de pasajeros, maleteros, y oficiosos individuos con chaquetas azules y botones de latón, que parecían brotar como setas de la cubierta de un vapor atracado para imponer sus innecesarios servicios a los pasajeros solitarios. A menudo he reparado con cierto interés en la espontánea evolución de estos tipos. No están allí cuando uno llega; cinco minutos después que el piloto ha gritado «¡Adelante!», ellos, o al menos sus chaquetas azules con botones de latón, han desaparecido por completo de la cubierta y de la meseta del portalón como si hubieran sido consignados a ese pañol que la tradición atribuye unánimemente a Davy Jones[30]. Pero, en el momento de partir, allí están, bien afeitados, con sus chaquetas azules, ansiosos de gratificaciones. Me apresuré a subir a bordo. El Kamtschatka era uno de mis barcos favoritos. Digo era, porque categóricamente ya no lo es. No puedo concebir atractivo alguno que me induzca a hacer otro viaje en él. Sí, ya sé lo que van ustedes a decirme. Es extraordinariamente hábil con el viento en popa, tiene suficiente inclinación en la proa para mantenerse seco, y la mayoría de sus camarotes son dobles. Tiene muchas ventajas, pero no me volveré a embarcar en él. Perdónenme la digresión. Subí a bordo. Llamé a un camarero, cuya enrojecida nariz y rojizas patillas me eran familiares.

—Ciento cinco, cubierta inferior —dije yo, con el peculiar tono práctico de alguien para el cual cruzar el Atlántico no tiene mayor importancia que tomarse un whisky en el céntrico «Delmonico’s».

El camarero cogió mi maleta, mi gabán y mi manta de viaje. Nunca olvidaré la expresión de su rostro. No es que palideciera. Los más eminentes teólogos sostienen que ni siquiera los milagros pueden cambiar el curso de la naturaleza. No vacilo al afirmar que no había palidecido; pero, por su expresión, estimé que estaba a punto de llorar, de estornudar, o de dejar caer mi maleta. Y como ésta contenía dos botellas de un muy excelente coñac añejo que me había regalado para el viaje mi viejo amigo Snigginson van Pickyns, me asusté en extremo. Pero el camarero no hizo ninguna de esas cosas.

—¡Vaya!, que me condene si… —dijo en voz baja, y me mostró el camino.

Mientras me conducía a las dependencias inferiores, supuse que mi Hermes estaba un poco achispado, pero no dije nada y le seguí. El ciento cinco se encontraba del lado del puerto, completamente a popa. El camarote inferior, como la mayoría de los del Kamtschatka, era doble. Había bastante espacio para los habituales aparatos sanitarios, calculados para transmitir una impresión de lujo a la mente de un indio norteamericano; y para los habituales e inútiles anaqueles de madera marrón, en los cuales es más fácil colgar un paraguas de gran tamaño que un vulgar cepillo de dientes. Sobre el poco seductor colchón estaban cuidadosamente dobladas esas mantas que un gran humorista moderno ha comparado apropiadamente con los bizcochos de trigo sarraceno. El problema de las toallas quedaba enteramente en manos de la imaginación. Las garrafas de cristal estaban llenas de un líquido transparente ligeramente teñido de marrón, el cual despedía un olor menos vago, aunque no más agradable, como una remota reminiscencia del mareo producido por la grasienta maquinaria. Unas cortinas de color apagado tapaban a medias la litera de arriba. El caliginoso sol de junio iluminaba débilmente el desolado y reducido espacio. ¡Uf! ¡Cómo odié aquel camarote!

El camarero depositó mis cosas y me miró, como si quisiera irse…, probablemente en busca de más pasajeros y más propinas. Siempre es conveniente empezar por ganarse el aprecio de esos funcionarios, y en consecuencia le di unas cuentas monedas.

—Procuraré en lo que pueda que tenga usted un viaje cómodo —observó, mientras se guardaba las monedas en el bolsillo.

Sin embargo, había en su voz una indecisa entonación que me sorprendió. Posiblemente había subido su nivel de propinas y no estaba satisfecho; aunque me inclinaba más a pensar que, como él mismo lo expresara, era «un gran bebedor». No obstante estaba yo equivocado y fui injusto con el hombre.

II

Nada especialmente digno de mención sucedió aquel día. Abandonamos el muelle puntualmente, y fue muy agradable iniciar la marcha, pues el tiempo era cálido y sofocante y el movimiento del vapor producía una brisa refrescante. Todo el mundo sabe cómo es el primer día de navegación. La gente pasea por las cubiertas mirándose unos a otros, y de vez en cuando se encuentran a conocidos que ignoraban que estuvieran a bordo. Existe la acostumbrada incertidumbre acerca de si la comida será buena, mala o regular, hasta que las dos primeras comidas nos sacan definitivamente de dudas. Existe la acostumbrada incertidumbre acerca del tiempo, hasta que el barco pasa Fire Island. Las mesas están repletas al principio, y luego se vacían de repente. Los pálidos pasajeros se levantan de un salto de sus asientos y se precipitan hacia la puerta, y los navegantes más experimentados respiran más libremente mientras sus mareados vecinos pasan corriendo por su lado, dejándoles más espacio y un ilimitado dominio sobre el tarro de la mostaza.

Una travesía del Atlántico es muy parecida a otra, y los que lo cruzamos muy a menudo no hacemos el viaje por el placer de la novedad. Efectivamente, las ballenas y los icebergs son siempre objetos dignos de interés, pero, después de todo, una ballena es muy parecida a otra ballena, y rara vez puede verse un iceberg de cerca. Para la mayoría de nosotros el momento más agradable del día a bordo de un vapor oceánico es cuando hemos dado nuestro último paseo por cubierta, hemos fumado nuestro último cigarro y, habiendo conseguido cansarnos, nos disponemos a acostarnos con la conciencia tranquila. Aquella primera noche de travesía me sentía especialmente perezoso y me retiré al camarote más pronto de lo que suelo hacerlo. Al entrar quedé asombrado de ver que iba a tener compañía. Había una maleta muy parecida a la mía en la esquina opuesta, y en la litera de arriba habían depositado una manta, cuidadosamente plegada, un bastón y un paraguas. Esperaba estar solo y sufrí una decepción; pero me pregunté quién sería mi compañero de camarote, y decidí echarle una ojeada.

Poco después de haberme metido en la cama, entró. Era, por lo que pude ver, un hombre muy alto, muy delgado, muy pálido, con el pelo rufo así como las patillas, y ojos grises descoloridos. Había en sus maneras, pensé, algo que resultaba ambiguo; era la clase de hombre que puede verse en Wall Street, sin que pueda decirse con precisión lo que está haciendo allí; la clase de hombre que frecuenta el Café Anglais, siempre parece estar solo y únicamente bebe champán; también puede vérsele en las carreras de caballos, pero siempre parecerá no estar haciendo nada. Un poco exagerado en el vestir…, un poco excéntrico. Suele haber tres o cuatro ejemplares de esta especie en todos los vapores oceánicos. Decidí no molestarme en conocerle, y me dispuse a dormir, prometiéndome estudiar sus costumbres a fin de evitarle. Si él se levantaba temprano, yo me levantaría tarde; si él se acostaba tarde, yo me acostaría temprano. No deseaba conocerle. Si alguna vez han conocido a uno de esos tipos sabrán que están siempre dejándose ver. ¡Pobre hombre! No tenía que haberme tomado la molestia de llegar a todas aquellas resoluciones con respecto a él, pues nunca más volví a verle después de aquella primera noche en el camarote ciento cinco.

Dormía profundamente cuando de repente me despertó un fuerte ruido. A juzgar por el sonido, mi compañero de camarote debió de saltar al suelo desde la litera de arriba. Le oí manipular el picaporte y el cerrojo de la puerta, la cual se abrió casi inmediatamente, y luego oí sus pasos al alejarse corriendo por el pasillo, dejando la puerta abierta tras él. El barco se balanceaba un poco y esperé oírle tropezar o caer, pero seguía corriendo como si en ello le fuera la vida. La puerta giraba sobre sus goznes con el movimiento del navío, y el ruido me molestaba. Me levanté y la cerré, volviendo a tientas a mi litera en medio de la oscuridad. De nuevo me dormí; pero no tengo ni idea del tiempo que estuve durmiendo.

Cuando me desperté era todavía noche cerrada, pero experimenté una desagradable sensación de frío y me pareció que el aire estaba húmedo. Ya conocen ustedes el peculiar olor de una cabina que ha sido rociada con agua de mar. Me tapé lo mejor que pude y volví a dormitar, concibiendo las reclamaciones que iba a formular al día siguiente, y escogiendo los epítetos más contundentes del vocabulario. Podía oír a mi compañero de camarote dando vueltas en la litera de arriba. Probablemente había vuelto mientras yo estaba durmiendo. En cierta ocasión me pareció oírle gemir y pensé que estaría mareado. Esto resulta especialmente desagradable cuando uno está debajo. Sin embargo eché una cabezada y me dormí hasta primeras horas de la mañana.

El barco se balanceaba mucho más que la noche anterior, y la grisácea claridad que entraba por la portilla cambiaba de matiz con cada movimiento, según que, por efecto de la inclinación del barco, la abertura enfilara hacia mar adentro o hacia el cielo. Hacía mucho frío…, inexplicable en pleno mes de junio. Volví la cabeza y miré en dirección a la portilla, viendo con sorpresa que estaba completamente abierta y enganchada por detrás al mamparo. Creo que solté un taco en voz alta. Luego me levanté y la cerré. Mientras regresaba eché una ojeada a la litera de arriba. Las cortinas estaban echadas; probablemente mi compañero de travesía había sentido frío como yo.

Me sorprendió haber dormido tanto. El camarote era incómodo, aunque, por extraño que parezca, no noté el olor a humedad que tanto me había fastidiado durante la noche. Mi compañero de camarote todavía dormía; era una excelente ocasión para eludirle, de modo que me vestí en seguida y fui a cubierta. El día era cálido y nuboso, y el agua olía a petróleo. Eran las siete en punto…; mucho más tarde de lo que había imaginado. Me encontré con el médico de a bordo, que estaba inhalando su primera bocanada de aire mañanero. Era un joven del oeste de Irlanda, un tipo enorme, de pelo negro y ojos azules, con propensión a la gordura; su aspecto despreocupado y saludable resultaba bastante atractivo.

—Excelente mañana —observé, a modo de presentación.

—Bueno —dijo él, mirándome con marcado interés—, es una excelente mañana, y a la vez no lo es. No creo que tenga mucho de mañana.

—Bueno, no…, no es tan excelente —dije yo.

—Hace lo que yo llamo un tiempo cargado —replicó el médico.

—Anoche me pareció que hacía mucho frío —observé yo—. Sin embargo, cuando miré esta mañana descubrí que la portilla estaba abierta de par en par. No me di cuenta cuando me acosté. Y el camarote estaba también húmedo.

—¡Húmedo! —dijo—. ¿En qué camarote se aloja?

—En el ciento cinco.

Con gran sorpresa por mi parte, el médico se sobresaltó visiblemente y me miró con fijeza.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¡Oh!, nada —contestó—. Sólo que todo el mundo se ha quejado de ese camarote en los tres últimos viajes.

—Yo también me quejaré —dije—. Desde luego, no ha sido debidamente ventilado. ¡Es una vergüenza!

—No creo que eso pueda remediarse —contestó el médico—. Creo que hay algo…, bueno, no tengo por qué asustar a los pasajeros.

—No debe tener usted miedo de asustarme —repliqué—. Puedo soportar bastante bien la humedad. Si cojo un fuerte resfriado iré a verle.

Le ofrecí un cigarro y él lo tomó, examinándolo con desconfianza.

—No lo decía, precisamente, por la humedad —observó—. Sin embargo, creo que se desenvolverá usted muy bien. ¿Tiene compañero de camarote?

—Sí; un tipo diabólico que se larga a medianoche dejando la puerta abierta.

El médico volvió a mirarme con curiosidad. Luego encendió el cigarro y pareció reflexionar.

—Y… ¿regresó? —me preguntó poco después.

—Sí. Yo estaba dormido, pero me desperté y le oí moverse. Luego sentí frío y me volví a dormir. Esta mañana encontré la portilla abierta.

—Escuche —dijo el médico con gran calma—, me trae sin cuidado este barco. Su reputación me importa un comino. Voy a decirle lo que haré. Dispongo aquí cerca de un aposento bastante amplio. Lo compartiré con usted, aunque no le conozca de nada.

La proposición me sorprendió bastante. No podía imaginar la razón por la que se tomaba un interés tan repentino por mi bienestar. Sin embargo, me pareció extraña su forma de hablar del barco.

—Es usted muy amable, doctor —dije—. Pero, realmente, creo más bien que la cabina podría ventilarse, o limpiarse, o algo por el estilo. ¿Por qué no le importa el barco?

—En nuestra profesión no somos supersticiosos, señor —replicó el médico—, pero el mar cambia a las personas. No quiero preocuparle ni asustarle, pero si sigue mi consejo se instalará conmigo. Preferiría verle caer por la borda —añadió sinceramente— que enterarme de que usted o cualquier otro hombre iba a dormir en el camarote ciento cinco.

—¡Válgame Dios! ¿Por qué? —pregunté.

—Porque en los tres últimos viajes las personas que allí durmieron saltaron realmente por la borda —contestó gravemente.

La noticia era alarmante y sumamente desagradable, lo confieso. Miré fijamente al médico para comprobar si estaba burlándose de mí, pero parecía hablar completamente en serio. Le agradecí calurosamente su ofrecimiento, pero le dije que intentaría ser la excepción a la regla según la cual todos los que dormían en aquel camarote saltaban por la borda. No añadió nada más, pero dio a entender, con la misma seriedad de antes, que, sin necesidad de enfadarnos, probablemente reconsideraría yo su proposición. Poco después fuimos a desayunar al comedor, donde sólo se había congregado un número insignificante de pasajeros. Noté que uno o dos oficiales de los que desayunaban con nosotros parecían muy serios. Después del desayuno fui a mi camarote para coger un libro. No se oía nada. Probablemente mi compañero de camarote seguía durmiendo todavía.

Al salir me encontré con un camarero al que habían encargado buscarme. Me susurró que el capitán quería verme, y a continuación se escabulló por el pasillo como si deseara eludir cualquier tipo de pregunta. Fui a la cabina del capitán y le encontré esperándome.

—Caballero —dijo—, quiero pedirle un favor.

Respondí que haría cualquier cosa por complacerle.

—Su compañero de camarote ha desaparecido —dijo—. Sabemos que anoche se retiró temprano. ¿Notó usted algo raro en su comportamiento?

La pregunta vino a confirmar los temores que el médico me había expresado media hora antes, dejándome desconcertado.

—¿No querrá usted decir que ha saltado por la borda? —pregunté.

—Me temo que sí —contestó el capitán.

—Ésta sí que es buena… —empecé.

—¿Por qué? —me preguntó.

—Es el cuarto, ¿no? —expliqué.

En respuesta a otra pregunta del capitán, le expliqué, sin mencionar al médico, que había oído historias referentes al camarote ciento cinco. Pareció enfadarse mucho al enterarse de que yo conocía la historia. Le conté lo que había ocurrido durante la noche.

—Lo que usted dice —replicó— coincide casi exactamente con lo que me contaron los compañeros de camarote de dos de los otros tres desaparecidos. Saltaron de la litera y se fueron corriendo por el pasillo. Dos de ellos fueron vistos por el vigía saltando por la borda. Paramos las máquinas y arriamos varias lanchas, pero no les encontramos. Nadie, sin embargo, vio ni oyó al hombre que desapareció anoche…, si es que realmente desapareció. El camarero, que posiblemente es un individuo supersticioso y esperaba que ocurriera algo anormal, fue a buscarle esta mañana y encontró su litera vacía, aunque su ropa no estaba allí, tal como la había dejado. El camarero era la única persona a bordo que le conocía de vista, y ha estado buscándole por todas partes. ¡Ha desaparecido! Ahora, caballero, le rogaría que no mencione lo sucedido a ningún pasajero; no quiero que el barco adquiera una mala reputación, pues nada amenaza tanto a un transatlántico como las historias de suicidios. Puede usted elegir entre todas las cabinas de los oficiales, incluida la mía, la que más le guste, para el resto del pasaje. ¿No le parece un trato justo?

—Mucho —le dije—. Se lo agradezco. Pero ya que ahora estoy solo y dispongo de todo el camarote, prefiero no moverme. Si el camarero retira las cosas del infortunado pasajero, preferiría quedarme donde estoy. No diré nada del asunto, y creo poder prometerle que no seguiré los pasos de mi compañero de camarote.

El capitán intentó disuadirme de mi propósito, pero yo prefería tener un camarote para mí solo que ser el compinche de cualquier oficial a bordo. No sé si obré con sensatez, pero si hubiese seguido su consejo no tendría nada más que contar. Seguiría existiendo la desagradable coincidencia de varios suicidios producidos entre personas que habían dormido en la misma cabina; pero eso sería todo.

Sin embargo, aquello no fue, de ningún modo, el final del caso. Decidí obstinadamente no dejarme impresionar por semejantes historias, e incluso llegué a discutir la cuestión con el capitán. Le dije que había algo raro en el camarote. Era demasiado húmedo. La noche pasada alguien había dejado abierta la portilla. Tal vez mi compañero de camarote estaba ya enfermo al subir a bordo y empeoró al acostarse. Incluso era posible que estuviera ahora escondido en algún lugar del barco, y que apareciera más tarde. Tendrían que airear la cabina y ocuparse de la portilla. Si el capitán me lo permitiese, yo mismo me encargaría de comprobar lo que había que hacer inmediatamente.

—Por supuesto, tiene usted derecho a quedarse donde está si así lo desea —replicó con cierta petulancia—, Pero me gustaría que se fuera y me diese su conformidad para clausurar el camarote.

No nos pusimos de acuerdo y dejé al capitán, después de prometerle que guardaría silencio en lo concerniente a la desaparición de mi compañero.

Éste no había hecho amistades a bordo y, por tanto, no fue echado de menos a lo largo del día. Al atardecer encontré otra vez al médico, el cual me preguntó si había cambiado de opinión. Le dije que no.

—Entonces, en breve lo hará —dijo muy seriamente.

III

Por la noche jugamos al whist y me acosté tarde. Ahora puedo confesar que experimenté una desagradable sensación al entrar en mi camarote. No pude evitar el pensar en el hombre alto que había visto la noche anterior, que ahora estaría muerto, ahogado, arrojado al oleaje doscientas o trescientas millas a popa. Su rostro surgió ante mí muy nítidamente mientras me desvestía, e incluso llegué a descorrer las cortinas de la litera de arriba, como para persuadirme a mí mismo de que realmente se había ido. También eché el cerrojo a la puerta del camarote. De pronto me di cuenta de que la portilla estaba abierta y sujeta al mamparo. Era más de lo que podía soportar. Me puse el batín apresuradamente y fui a buscar a Robert, el camarero de mi pasaje. Estaba muy enfadado, lo recuerdo, y cuando le encontré, le arrastré bruscamente hasta la puerta del ciento cinco, y le empujé hacia la abierta portilla.

—¿Qué demonios pretendes, bribón, dejando esta portilla abierta todas las noches? ¿No sabes que es contrario al reglamento? ¿Ignoras que si el barco escora, y empieza a entrar agua, ni diez hombres podrían cerrarla? ¡Daré parte al capitán, granuja, por poner en peligro el barco!

Estaba sumamente furioso. El hombre tembló y palideció, empezando luego a cerrar la plancha circular de vidrio con sus pesados herrajes de latón.

—¿Por qué no me contestas? —le dije bruscamente.

—Por raro que parezca, señor —titubeó Robert—, no hay nadie a bordo que pueda mantener cerrada esta portilla por las noches. Puede intentarlo usted mismo, señor. No pienso seguir más tiempo a bordo de este buque; desde luego que no. Pero si yo fuera usted, señor, me quitaría de en medio y me iría a dormir con el cirujano, o a cualquier otra parte. Mire, señor: ¿no le parece que el cierre está bien asegurado? Intente moverlo, señor, aunque no sea más que una pulgada.

Examiné la portilla y comprobé que estaba perfectamente ajustada.

—Bien, señor —continuó Robert triunfalmente—, apuesto mi reputación de camarero de primera a que antes de media hora se volverá a abrir. Y quedará sujeta al mamparo, señor, eso es lo espantoso, ¡sujeta al mamparo!

Examiné los tornillos y las tuercas de mariposa que en ellos se enroscaban.

—Si la encuentro abierta por la noche, Robert, te daré un soberano. Es imposible. Puedes irte.

—¿Ha dicho un soberano, señor? Muy bien, señor. Gracias, señor. Buenas noches, señor. Le deseo un agradable descanso, señor, y toda clase de sueños encantadores, señor.

Robert se escabulló del camarote, encantado de verse libre. Pensé, por supuesto, que intentaba justificar su negligencia con una absurda historia, tratando de asustarme; pero no le creí. El resultado fue que obtuvo su soberano y yo pasé una noche particularmente desagradable.

Me acosté, y cinco minutos después de haberme envuelto en las mantas, el inexorable Robert apagó la vela que normalmente ardía tras el deslustrado panel de vidrio, cerca de la puerta. Permanecí completamente inmóvil en la oscuridad, tratando de dormir; pero pronto comprobé que me era imposible. El enfado con el camarero me había complacido, y la distracción había desvanecido la desagradable sensación que había experimentado al principio, cuando pensé en el hombre ahogado que había sido mi compañero de camarote. Pero ya no tenía sueño y permanecí despierto algún tiempo, mirando de vez en cuando a la portilla, la cual podía ver prácticamente desde donde me encontraba, pareciéndome, en la oscuridad, un plato de sopa débilmente iluminado, suspendido en medio de la negrura. Creo que debí estar allí tendido casi una hora y, si mal no recuerdo, empezaba a dormirme cuando me despertó una corriente de aire frío y la nítida sensación como de espuma de mar salpicándome la cara. Me puse en pie de un salto sin tener en cuenta, en la oscuridad, el balanceo del barco, y al instante fui arrojado violentamente, a través del camarote, contra el sofá que había bajo la portilla. Sin embargo me recuperé inmediatamente y me puse de rodillas encima del sofá. La portilla estaba otra vez abierta de par en par y sujeta al mamparo.

Ahora se trataba de hechos innegables. Cuando me levanté estaba completamente despierto y, en todo caso, de estar todavía adormilado, la caída me habría despabilado. Además, me lastimé gravemente codos y rodillas, y a la mañana siguiente las heridas estaban ahí para atestiguar el hecho, si lo hubiera puesto en duda. La portilla estaba abierta de par en par y sujeta al mamparo. Era algo tan inexplicable que recuerdo haber sentido al descubrirlo más bien asombro que miedo. Inmediatamente volví a cerrar la tapa y enrosqué las tuercas con todas mis fuerzas. El camarote estaba muy oscuro. Calculé que seguramente la portilla habría sido abierta una hora después de que Robert la cerrara en mi presencia, y decidí vigilar si de nuevo la abrían. Aquellos goznes de latón eran muy pesados y de ningún modo fáciles de mover; no podía creer que todos ellos se hubiesen desatornillado por la sacudida de la hélice. A través del grueso cristal me puse a contemplar la alternancia de vetas blancas y grises que la espuma de mar formaba bajo el costado del barco. Debí permanecer allí como un cuarto de hora.

De pronto oí claramente algo que se movía detrás de mí en una de las literas y un momento después, cuando me volví instintivamente a mirar —aunque nada podía verse, por supuesto, en medio de aquella oscuridad— oí un gemido muy débil. Atravesé a toda velocidad el camarote y descorrí las cortinas de la litera de arriba, esperando que mis manos descubrirían si había alguien allí. En efecto, había alguien.

Recuerdo que al extender las manos hacia delante tuve la sensación de que las introducía en la atmósfera de un sótano húmedo, y que desde detrás de las cortinas me llegaba una ráfaga de viento que olía terriblemente a agua de mar estancada. Lo que cogí tenía forma de brazo humano, pero no tenía pelos y estaba húmedo y helado. De pronto, al tirar de él, la criatura saltó hacia delante contra mí con violencia. Era, según me pareció, una masa pegajosa y fangosa, espesa y húmeda, dotada sin embargo de una fuerza sobrenatural. Retrocedí tambaleante y al instante la puerta se abrió y la cosa salió precipitadamente. No tuve tiempo de asustarme; me recobré rápidamente, corriendo a toda velocidad hacia la puerta en su persecución. Pero era demasiado tarde. A unas diez yardas por delante de mí pude ver —estoy seguro de que la vi— una oscura sombra moviéndose por el pasillo, apenas iluminado, con la misma rapidez con que un veloz caballo de tiro cruza bajo un farol en una noche oscura. Pero al instante había desaparecido y me encontré agarrado a la reluciente barandilla que corre a lo largo del mamparo por donde el pasaje accede a la escotilla. Mi cabello se erizó y un sudor frío me corrió por el rostro. No me avergüenza lo más mínimo confesar que estaba terriblemente asustado.

No obstante, dudé de mis sentidos y me tranquilicé. Era absurdo, pensé. La tostada de queso derretido en cerveza que había comido me habría sentado mal. Había tenido una pesadilla. Regresé a mi camarote y tuve que hacer un esfuerzo para entrar. Todo el recinto olía a agua de mar estancada, como cuando me había despertado la noche anterior. Necesité todas mis fuerzas para entrar y buscar a tientas entre mis cosas una caja de cerillas. Cuando encendí un farol portátil, que siempre llevo encima por si acaso quiero leer después de que se apaguen las luces, me di cuenta de que la portilla estaba otra vez abierta, y empezó a apoderarse de mí una especie de espeluznante horror, como nunca había sentido antes ni deseo volver a sentir. Sin embargo, cogí el farol y me puse a examinar la litera de arriba, esperando encontrarla empapada en agua de mar.

Pero tuve una decepción. En la cama había dormido alguien y el olor a mar era intenso, pero las sábanas estaban más secas que una pasa. Supuse que Robert no había tenido valor suficiente para hacer la cama después del accidente de la noche anterior…, que todo había sido un espantoso sueño. Aparté todo lo que pude las cortinas y examiné la litera con cuidado. Estaba completamente seca. Pero la portilla estaba otra vez abierta. Con una especie de torpe y pavoroso desconcierto la cerré y enrosqué las tuercas; a continuación introduje un pesado bastón en la anilla de latón y lo torcí con todas mis fuerzas hasta que el grueso metal empezó a doblarse por la presión. Luego colgué el farol portátil en el terciopelo rojo que había encima del sofá y me senté para intentar recobrar el juicio. Estuve allí sentado toda la noche, incapaz de pensar en otra cosa, sin poder apenas pensar en nada. Pero la portilla permaneció cerrada, y no creía que volviera a abrirse sin el concurso de una fuerza considerable.

Al fin amaneció un nuevo día y me vestí despacio, pensando en todo lo que había sucedido durante la noche. Hacía un día magnífico y subí a cubierta, contento de exponerme al sol matutino y oler la brisa marina, tan distinta del fétido y estancado olor de mi camarote. Instintivamente me dirigí a popa, hacia la cabina del cirujano. Allí estaba él, con la pipa en la boca, dando su paseo matinal como el día anterior.

—Buenos días —dijo tranquilamente, mirándome con evidente curiosidad.

—Doctor, tenía usted toda la razón —dije—. Algo pasa en ese camarote.

—Ya me figuraba yo que cambiaría usted de opinión —respondió triunfalmente—. Ha pasado usted una mala noche, ¿eh? ¿Quiere que le prepare algún tónico? Conozco una receta excelente.

—No, gracias —exclamé—. Pero me gustaría contarle lo sucedido.

Entonces traté de explicarle, lo más claramente que pude, lo que había ocurrido, sin omitir el hecho de que me había asustado como nunca lo había hecho en toda mi vida. Insistí especialmente en el fenómeno de la portilla, que era un hecho que podía demostrar, aun cuando el resto fuese tina ilusión. La había cerrado dos veces durante la noche, y la segunda vez incluso la había atrancado con mi bastón. Creo que insistí bastante en este punto.

—Parece usted creer que me siento inclinado a dudar de su historia —dijo el médico, sonriendo por mi pormenorizado informe acerca del estado de la portilla—. No dudo de ella en lo más mínimo. Le reitero mi invitación. Tráigase aquí sus cosas y tome posesión de la mitad de mi cabina.

—Véngase usted conmigo y ocupe la mitad de la mía por una noche —dije—. Ayúdeme a llegar al fondo de este asunto.

—Si lo intenta, llegará al fondo de otra cosa —respondió el doctor.

—¿Qué? —pregunté.

—Al fondo del mar. Pienso abandonar este barco. No es prudente quedarse.

—Entonces, ¿no va usted a ayudarme a descubrir…?

—No —cortó el médico tajantemente—. Es cosa mía conservar la presencia de ánimo, y no andar perdiendo el tiempo con fantasmas y otras zarandajas.

—¿Cree usted que se trata realmente de un fantasma? —inquirí, en tono más bien despectivo.

Pero mientras hablaba, recordé muy bien la sensación de índole sobrenatural que se había apoderado de mí durante la noche. El médico se volvió hacia mí con brusquedad.

—¿Puede usted ofrecer alguna explicación razonable a todas esas cosas? —preguntó—. No, no la tiene. Bien, usted asegura que encontrará una explicación. Yo le digo que no la encontrará; sencillamente porque no existe ninguna.

—Pero, señor mío —repliqué—, ¿va a decirme usted, un hombre de ciencia, que tales cosas no pueden ser explicadas?

—En efecto —contestó resueltamente—. Y si pudieran serlo, no quisiera yo verme implicado en la explicación.

No me importaba pasar otra noche solo en el camarote, estaba obstinadamente decidido todavía a llegar a la raíz del asunto. No creo que hubiera muchos hombres capaces de dormir allí solos después de pasar dos noches como las que yo había pasado. Pero decidí intentarlo, aunque no pudiera encontrar a nadie que compartiera la velada conmigo. Evidentemente, el médico no se sentía inclinado a semejante experimento. Alegó que era cirujano y debía estar siempre preparado por si acaso ocurría algún accidente a bordo. No podía permitirse tener los nervios alterados. Tal vez tuviera razón, pero me inclino a pensar que su precaución fue más bien un pretexto. A petición mía, me informó que no creía que hubiera nadie a bordo dispuesto a unirse a mis investigaciones, y, después de una breve conversación, me fui. Poco más tarde encontré al capitán y le conté mi historia. Le dije que si nadie quería pasar la noche conmigo, pediría permiso para tener la luz encendida toda la noche, y lo intentaría solo.

—Mire —dijo—, le diré lo que voy a hacer. Le acompañaré yo mismo y veremos lo que sucede. Estoy convencido de que entre los dos podremos averiguar algo. Es posible que haya a bordo algún polizón que asusta a los pasajeros para hacerse con un pasaje. También pudiera ser que hubiera algo raro en la carpintería de esa litera.

Sugerí llevar abajo al carpintero del barco para que examinara la litera; pero no cabía en mí de contento por el ofrecimiento del capitán de pasar la noche conmigo. En consecuencia, el capitán llamó al carpintero y le ordenó que hiciera cuanto yo le pidiese. En seguida bajamos los tres. Yo había sacado toda la ropa de la litera de arriba y la examinamos concienzudamente por ver si había alguna tabla suelta, o algún entrepaño que pudiera ser abierto o echado a un lado. Comprobamos toda la tablazón, tanteamos a golpes el entarimado, desatornillamos los herrajes de la litera de abajo y la desmontamos; en pocas palabras: no hubo ni una sola pulgada de camarote que no fuera registrada y puesta a prueba. Todo estaba en perfecto orden, y cada cosa la volvimos a poner en su sitio. Cuando estábamos terminando nuestro trabajo, Robert se llegó hasta la puerta y miró al interior.

—Bien, señor…, ¿encontró algo? —preguntó con una espantosa mueca de burla.

—Llevabas razón en lo referente a la portilla, Robert —dije, y le di el soberano prometido.

El carpintero hizo su trabajo en silencio y hábilmente, siguiendo mis instrucciones. Cuando hubo terminado, tomó la palabra.

—Yo no soy más que un vulgar carpintero —dijo—. Pero estoy convencido de que lo mejor que usted puede hacer es sacar fuera sus cosas y permitirme que introduzca media docena de tornillos de cuatro pulgadas en la puerta de esta cabina. Nada bueno puede salir de esta cabina, señor, eso es todo. Que yo recuerde se han perdido aquí cuatro vidas, y eso en sólo cuatro viajes. Es mejor que se dé por vencido, señor…, ¡es lo mejor!

—Lo intentaré sólo una noche más —dije.

—Es mejor que se dé por vencido, señor…, ¡es lo mejor! Mal asunto éste —repitió el carpintero, metiendo sus herramientas en la bolsa y abandonando la cabina.

Pero mi estado de ánimo había mejorado considerablemente ante la perspectiva de gozar de la compañía del capitán, y decidí no poner impedimentos hasta llegar al fondo de aquel extraño asunto. Aquella noche me abstuve de comer tostadas de queso derretido y de beber ponche; y ni siquiera me uní a la habitual partida de whist. Quería estar completamente seguro de mis nervios, y mi vanidad me impulsaba a hacer un buen papel a los ojos del capitán.

IV

El capitán era uno de esos espléndidos especímenes humanos, tenaces y alegres navegantes, cuya mezcla de valor, audacia y calma ante el peligro les lleva a asumir las mayores responsabilidades. No era el tipo de hombre que presta oídos a habladurías sin fundamento, y el mero hecho de estar dispuesto a unirse a mí en la investigación demostraba que creía que algo grave pasaba, algo que no podía explicarse mediante simples razonamientos, ni tomarse a broma como si se tratara de una vulgar superstición. Hasta cierto punto su reputación estaba también en juego, lo mismo que la reputación del barco. Perder pasajeros por la borda es un grave problema, y él lo sabía.

Alrededor de las diez de la noche, mientras me fumaba el último cigarro, se acercó a mí y me apartó del tumulto de los demás pasajeros que rondaban por cubierta en la cálida oscuridad.

—Se trata de un asunto serio, mister Brisbane —dijo—. Debemos prepararnos para cualquier eventualidad: llevarnos un chasco o pasar un mal rato. Como usted comprenderá, no puedo permitir que el asunto sea tomado a broma; voy a pedirle que firme una declaración escrita de todo cuanto suceda. Si no ocurre nada esta noche, lo volveremos a intentar mañana y pasado mañana. ¿Está usted dispuesto?

Descendimos al interior del casco y entramos en el camarote. Al hacerlo, vi a Robert, el camarero, que permanecía en el pasillo a poca distancia de la puerta, vigilándonos con su habitual mueca despectiva, como si pensara que algo espantoso iba a ocurrir. El capitán cerró la puerta y echó el cerrojo.

—Podíamos colocar su maleta delante de la puerta —sugirió—. Uno de nosotros podría sentarse encima. Así, nadie podrá salir. ¿Está bien cerrada la portilla?

La encontré como la había dejado por la mañana. Realmente, nadie podía abrirla sin utilizar una palanca, como yo había hecho. Aparté las cortinas de la litera de arriba de manera que pudiera ver bien el interior. Por consejo del capitán, encendí mi farol portátil y lo coloqué de modo que iluminara las blancas sábanas de arriba. Aquél insistió en sentarse en la maleta, confesando que deseaba poder jurar que había estado sentado delante de la puerta.

Luego me pidió que registrara a fondo el camarote, operación que no me llevó mucho tiempo, pues consistió sencillamente en mirar debajo de la litera inferior y del sofá que había bajo la portilla. Ambos lugares estaban completamente vacíos.

—Es imposible que pueda entrar un ser humano —dije— o que pueda abrir la portilla.

—Muy bien —dijo el capitán tranquilamente—. Si vemos ahora cualquier cosa, será producto de nuestra imaginación, o bien algo sobrenatural.

Me senté en el borde de la litera de abajo.

—Sucedió por vez primera en marzo —dijo el capitán, cruzando las piernas y recostándose contra la puerta—. El pasajero que dormía aquí, en la litera de arriba, resultó ser un loco; en todo caso, se sabía que había estado un poco chiflado y había adquirido su pasaje sin que se enteraran sus amistades. Salió precipitadamente en mitad de la noche y se arrojó por la borda, antes de que el oficial de guardia pudiera detenerle. Paramos el barco y arriamos una lancha. Era una noche tranquila, justo antes de que se presentara aquel temporal; pero no pudimos encontrarle. Por supuesto, su suicidio fue atribuido más tarde a su locura.

—¿Ocurre a menudo? —observé distraídamente.

—A menudo, no —dijo el capitán—. A mí nunca me había ocurrido, aunque tengo entendido que ocurrió a bordo de otros barcos. Bueno, como le estaba diciendo, eso ocurrió en marzo. En el siguiente viaje… ¿Qué mira usted? —me preguntó, interrumpiendo súbitamente su relato.

Creo que no le contesté. Mis ojos estaban clavados en la portilla. Me pareció que la palomilla empezaba a desenroscarse lentamente…, tan lentamente, sin embargo, que no estaba seguro de que se hubiera movido. La observé atentamente, fijando su posición en mi mente para tratar de comprobar si cambiaba. El capitán miró también a donde yo estaba mirando.

—¡Se mueve! —exclamó, muy convencido—. No, no se mueve —añadió un poco después.

—Si pudiera moverse —dije—, se habría desenroscado durante el día, y esta noche la encontré bien apretada, tal como la dejé esta mañana.

Me levanté y examiné la tuerca. Estaba floja, desde luego, pues pude moverla con las manos sin apenas esfuerzo.

—Lo curioso —dijo el capitán— es que el segundo hombre que perdimos se supone que fue a causa de esta misma portilla. El incidente nos hizo pasar un mal rato. Ocurrió en plena noche y la atmósfera estaba muy cargada. Se dio la alarma de que una de las portillas estaba abierta y por ella entraba agua. Bajé y encontré todo el camarote inundado; el agua entraba a raudales cada vez que el barco se balanceaba y la portilla se bamboleaba sujeta únicamente por los tornillos de arriba. Bien, conseguimos cerrarla, pero el agua causó un gran perjuicio. Desde entonces el camarote huele a agua de mar de vez en cuando. Imaginamos que el pasajero se arrojó al mar voluntariamente, aunque sólo Dios sabe cómo lo hizo. El camarero me contó que era incapaz de mantener cerrada la portilla.

—¡Válgame Dios!, ahora puedo olerlo, ¿usted no? —inquirió, olfateando el aire suspicazmente.

—Sí, claramente —dije, y sentí un escalofrío mientras en la cabina aquel olor a agua de mar estancada era cada vez más fuerte.

—Ahora bien, para oler así tendría que haber humedad en alguna parte —continué— y, sin embargo, cuando esta mañana examiné el camarote con el carpintero, todo estaba completamente seco. Es de lo más sorprendente… ¡Vaya!

Mi farol portátil, que estaba colocado en la litera de arriba, se apagó de repente. Todavía entraba bastante luz por el ventanillo situado cerca de la puerta, tras el cual se perfilaba la lámpara reglamentaria del pasillo. El barco se balanceó fuertemente y la cortina de la litera de arriba se alzó un tanto, volviendo a caer. Me levanté rápidamente de mi asiento al borde de la cama, y en ese mismo instante el capitán se puso en pie, lanzando un grito de sorpresa. Me había vuelto con la intención de coger el farol para examinarlo, cuando oí su exclamación, e inmediatamente después su grito de socorro. Corrí hacia él. Estaba luchando con todas sus fuerzas con la palomilla de la portilla, la cual parecía írsele de las manos a pesar de sus esfuerzos. Cogí mi bastón, una pesada vara de roble que siempre solía llevar conmigo, y lo introduje por la anilla, aguantándolo con todas mis fuerzas. Pero de pronto se partió la sólida madera y caí en el sofá. Cuando me levanté de nuevo, la portilla estaba completamente abierta, y el capitán permanecía de pie con la espalda apoyada contra la puerta, blanco como el papel.

—¡Hay algo en esta litera! —gritó con voz extraña y los ojos casi fuera de sus órbitas—. Sostenga la puerta mientras yo miro… ¡Pase lo que pase, no se nos escapará!

Pero, en vez de ocupar su lugar, de un salto me levanté del lecho de abajo y agarré algo que yacía en la litera de arriba.

Era algo espectral, horrendo hasta lo indecible, y se movió entre mis manos. Parecía el cadáver de un hombre ahogado hacía mucho tiempo, y, sin embargo, se movía y tenía la fuerza de diez hombres vivos; pero yo sujeté con todas mis fuerzas esa horrible cosa escurridiza y fangosa, cuyos blancos ojos parecían mirarme fijamente en la oscuridad. Toda ella despedía un putrefacto olor a agua de mar estancada, y su brillante pelo colgaba en sucios y húmedos rizos sobre un rostro sin vida. Forcejeé con el muerto, pero él arremetió contra mí, obligándome a retroceder, y casi me rompió los brazos. Sus cadavéricos brazos de muerto en vida rodearon mi cuello irresistiblemente hasta que, finalmente, lancé un grito y caí, soltando mi presa.

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