El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Anne Laetitia Barbauld » Sir Bertrand

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SIR BERTRAND

(fragmento)

SIR Bertrand dirigió su corcel hacia la planicie, con la esperanza de poder atravesar tan siniestros páramos antes del toque de queda. Pero, antes de que hubiera recorrido la mitad de su camino, la variedad de senderos le desconcertó; y, no pudiendo alcanzar con la vista más que el pardo brezal en torno suyo, estaba indeciso acerca del camino que debía tomar. En esa situación le sorprendió la noche.

Era una de esas noches en que la luna apenas horada con su débil claridad las espesas nubes negras de un cielo encapotado. De vez en cuando emergía de sus velos en todo su esplendor, y al instante se ocultaba tras ellos, no permitiendo contemplar al desesperado Sir Bertrand más que una vasta extensión de tierra desolada.

Durante algún tiempo la esperanza y el valor nato le impulsaron a seguir adelante, pero, finalmente, la creciente oscuridad y la fatiga de cuerpo y mente le superaron. Temiendo abandonar el lugar en donde se encontraba por miedo a caerse en algún pozo o cenagal desconocido, desmontó de su caballo, desesperado, y se arrojó al suelo.

No había permanecido mucho tiempo en esa posición cuando el lúgubre tañido de una campana lejana golpeó sus oídos. Puesto en pie, se volvió en dirección al sonido y percibió el centelleo de una luz mortecina. Al instante asió las bridas de su caballo y con paso cauteloso se dirigió resueltamente hacia el resplandor. Tras una penosa marcha, le detuvo un foso fortificado que rodeaba el lugar de donde procedía la luz, y la momentánea aparición de la luna le permitió vislumbrar una vasta mansión antigua, con torres en las esquinas y un amplio porche en el centro.

Por todas partes se advertían de un modo ostensible los estragos del tiempo. El tejado se había derrumbado en varios sitios, las almenas estaban medio derruidas, y las ventanas rotas y desarmadas. Un puente levadizo, con una ruinosa puerta en cada extremo, conducía al patio delantero del edificio. Sir Bertrand entró y, al instante, la luz, que provenía de una de las ventanas de las torres, se alejó hasta desaparecer. Simultáneamente la luna se ocultó detrás de una nube negra y la noche se hizo más oscura que nunca.

Todo estaba en silencio. Sir Bertrand ató su corcel bajo un cobertizo y, aproximándose a la casa, recorrió su fachada de puntillas. Había un silencio de muerte. Miró por las ventanas más bajas pero no pudo distinguir ningún objeto a través de las impenetrables tinieblas. Tras una breve deliberación, penetró en el porche y, cogiendo la pesada aldaba de hierro, la levantó con vacilación y, finalmente, propinó un sonoro golpe.

El ruido resonó por toda la mansión con ecos sepulcrales. De nuevo reinó el silencio. Repitió los golpes con más firmeza y estrépito, y siguió otra pausa. Por tercera vez llamó, y por tercera vez reinó el silencio. Sir Bertrand retrocedió, entonces, una cierta distancia para comprobar si se veía alguna luz en la fachada. De nuevo apareció la luz en el mismo lugar, y rápidamente se desvaneció como antes. En ese mismo momento sonó en la torre un siniestro y profundo tañido.

Sir Bertrand sintió que su medroso corazón dejaba de latir, y permaneció inmóvil algún tiempo. Luego, el terror le impulsó a correr hacia su montura, pero la vergüenza detuvo su huida y, apremiado por el honor y un imperioso deseo de concluir su aventura, volvió al porche. Recobrando todo su valor y resolución, desenvainó su espada con una mano y con la otra elevó el picaporte de la puerta. Los pesados batientes, rechinando en sus goznes, se resistían a su mano, no cediendo hasta que recurrió a su espada. Nada más entrar él, la puerta se cerró con un estrepitoso golpe seco.

Sir Bertrand sintió que la sangre se le helaba en las venas. Se volvió hacia la puerta y sus temblorosas manos tardaron un rato en encontrarla, pero fue incapaz de abrirla de nuevo pese a reunir todas sus fuerzas. Tras varias tentativas infructuosas, miró a sus espaldas y contempló, sobre una gran escalera al otro lado del vestíbulo, una pálida llama azulada que difundía un siniestro resplandor en derredor. Haciendo de nuevo acopio de todo su valor, se dirigió hacia la luz, pero ésta se alejó.

Sir Bertrand llegó al pie de la escalera y, tras una breve vacilación, procedió a subir despacio, siguiendo la llama, que se alejaba de él, hasta llegar a un gran corredor que aquélla recorrió en toda su extensión. Mudo de espanto, el caballero siguió la llama, caminando precavidamente pues le asustaba el ruido de sus propios pasos. La llama le condujo hasta el pie de otra escalera, y luego desapareció. Al mismo tiempo resonó en la torre un nuevo tañido de campanas que hizo estremecer el corazón de sir Bertrand.

Encontrándose completamente a oscuras, empezó a subir la segunda escalera con los brazos extendidos. Su mano izquierda se topó con otra mano, mortalmente helada, que le agarró firmemente y le arrastró hacia adelante. En vano trató de soltarse; luego, dio un furioso redoble con la espada y, al instante, un estrepitoso chillido desgarró sus oídos mientras sentía que la helada mano aflojaba su presión. Se soltó de ella y se precipitó hacia adelante con desesperado coraje.

Los escalones de la angosta escalera de caracol estaban llenos de grietas y fragmentos sueltos de piedra. La escalera se estrechaba cada vez más y terminaba en una pequeña cancela de hierro. Sir Bertrand la abrió de un empujón. Conducía a un intrincado y sinuoso pasadizo, al cual únicamente se podía acceder arrastrándose sobre pies y manos a la luz de un resplandor mortecino. Sir Bertrand entró. Un profundo y sepulcral gemido resonó a lo lejos en la bóveda. El caballero siguió adelante y, pasado el primer recodo, percibió la misma llama azulada que le había guiado hasta allí. Finalmente, el pasadizo se ensanchó de improviso, transformándose en una amplia cripta, en medio de la cual apareció una figura, completamente armada, mostrando un sangriento muñón con amenazador gesto de desaprobación y blandiendo en su única mano una espada.

Impávido, sir Bertrand dio un salto hacia delante y le asestó un feroz golpe. Pero la forma se desvaneció súbitamente, dejando caer una llave de hierro macizo. La llama se había detenido ahora frente a una puerta al final del pasadizo. Sir Bertrand se dirigió hacia ella, introdujo la llave en la cerradura de bronce y la hizo girar con dificultad. En seguida se abrieron los batientes descubriendo un vasto aposento, al fondo del cual yacía un ataúd sobre un catafalco, con una vela ardiendo a cada lado. Había por toda la estancia gigantescas estatuas de mármol negro, ataviadas a la usanza morisca y sosteniendo enormes sables en su mano derecha»

Al entrar el caballero, cada una de las estatuas levantó el brazo y avanzó un paso al frente. En ese mismo momento se abrió de repente la tapa del ataúd y la campana llamó a difuntos. La llama avanzaba todavía y sir Bertrand la siguió resueltamente hasta unos seis pasos del féretro. Súbitamente, se alzó del ataúd una dama cubierta por un sudario y un velo negros, con los brazos extendidos hacia él, y, a la vez, las estatuas batieron sus sables y avanzaron en dirección a él.

Sir Bertrand se abalanzó contra la dama y la estrechó entre sus brazos. Ella se levantó el velo y le besó en los labios. Al momento, todo el edificio fue sacudido como en un terremoto y se derrumbó en medio de un horrible estruendo.

Sir Bertrand quedó sumido en un repentino trance y, al recuperarse, se encontró sentado en un sofá de terciopelo, en la habitación más suntuosa que jamás hubiera visto, iluminada por innumerables velas sobre arañas de puro cristal. Un suntuoso festín estaba dispuesto en el centro de la estancia.

A los sones de una suave música, se abrieron las puertas y entró una dama de incomparable belleza, ataviada con asombroso esplendor, seguida por una tropa de alegres ninfas más hermosas que las Gracias. La dama avanzó hacia el caballero y, cayendo de rodillas ante él, le agradeció su liberación. Las ninfas le colocaron en la cabeza una guirnalda de laurel y la dama le condujo de la mano hasta la mesa del banquete, donde tomó asiento a su lado. Las ninfas ocuparon su lugar en la mesa y una larga procesión de criados vino a servirles, a los sones de una deliciosa música. Sir Bertrand estaba mudo de asombro y sólo podía devolver las atenciones con miradas y gestos corteses.

[…]

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