El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Ann Radcliffe » Los misterios de Udolpho

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LOS MISTERIOS DE UDOLPHO

(fragmento)

EL conde ordenó que se abrieran los aposentos del ala norte y fueran preparados para recibir a Ludovico. Pero Dorothée, recordando lo que allí había presenciado últimamente, temía obedecer y, al no osar ni uno solo de los demás criados aventurarse allá, las habitaciones permanecieron cerradas hasta la hora en que Ludovico debía retirarse a pasar la noche, momento que toda la casa esperaba con la mayor impaciencia.

Después de la cena, Ludovico, por orden del conde, se reunió con él en su gabinete, en donde permanecieron solos casi media hora. Al marcharse, su señor le entregó una espada.

—Ha prestado servicio en disputas mortales —dijo el conde jocosamente—. No dudo que la usarás honorablemente en una de orden espiritual. Mañana hazme saber que no queda ni un solo fantasma en el castillo.

Ludovico asintió con una respetuosa reverencia.

—Seréis obedecido, mi señor —dijo—. Me encargaré de que a partir de esta noche ningún espectro disturbe la paz del castillo.

Luego volvieron al comedor, en donde les esperaban los invitados del conde para acompañarles a los aposentos del ala norte. Convocada Dorothée, le entregó las llaves a Ludovico, quien entonces encabezó la comitiva, formada por la mayoría de los moradores del castillo. Al llegar a la escalera trasera, varios criados, acobardados, se negaron a continuar adelante, pero el resto le siguió hasta arriba, donde un amplio rellano les permitió agruparse en derredor, mientras él insertaba la llave en la cerradura, acto que contemplaron con anhelante curiosidad como si estuviera realizando algún mágico ritual.

Poco acostumbrado a la cerradura, Ludovico no consiguió darle la vuelta, y fue llamada Dorothée, que había quedado rezagada, y su mano abrió lentamente la puerta. La sirvienta miró de soslayo al interior de la lúgubre cámara, profirió un repentino grito y se retiró. Ante esta señal de alarma, la mayor parte del grupo corrió escaleras, abajo, dejando solos para continuar la pesquisa al conde, a Henri y a Ludovico, quienes de inmediato se precipitaron en el aposento: Ludovico con la espada desenvainada, acción para la que tuvo el tiempo justo, el conde con un farol en la mano, y Henri llevando una cesta con provisiones para el valeroso aventurero.

Después de echar una ojeada rápida a la primera habitación, en donde nada parecía justificar la alarma, pasaron a la segunda; y estando también aquí todo tranquilo, continuaron a una tercera con paso más atemperado. El conde tuvo ahora tiempo de sonreír por la agitación en la que había sido sorprendido, y le preguntó a Ludovico en qué habitación pensaba pasar la noche.

—Hay varias cámaras aparte de éstas, excellenza —dijo Ludovico, señalando una puerta—, y en una de ellas hay una cama, según tengo entendido. Pasaré allí la noche, y cuando me canse de vigilar me echaré un rato.

—Bien —dijo el conde—, sigamos. Como ves, en estos aposentos no hay más que paredes húmedas y muebles podridos. He estado tan ocupado desde mi llegada al castillo, que no los he examinado hasta ahora. No te olvides, Ludovico, de decirle mañana al ama de llaves que abra estas ventanas. Las colgaduras de damasco se están cayendo a pedazos; las haré quitar, y estos anticuados muebles también.

—Señor —dijo Henri—, aquí hay un sillón tan dorado que más que a otra cosa se parece a una lujosa pieza del Louvre.

—Sí —dijo el conde, deteniéndose un momento a examinarlo—, existe una historia relacionada con él, pero no tengo tiempo para contarla. Sigamos, son más habitaciones de las que pensaba y hace muchos años que estuve en ellas por última vez. Pero ¿dónde está la alcoba de la que hablabas, Ludovico? Éstas son las antecámaras del gran salón. Las recuerdo en todo su esplendor.

—Según me dijeron, mi señor —contestó Ludovico—, la cama está en un aposento al que se entra desde el salón y donde concluye el ala norte.

—¡Oh!, aquí está el salón —dijo el conde, entrando en el espacioso aposento en el que habían descansado Emily y Dorothée. Permaneció allí un momento, observando las reliquias que todavía exhibía de su pasada grandeza: los suntuosos tapices, los sofás bajos y largos de terciopelo con molduras copiosamente talladas y doradas, el suelo incrustado de pequeñas baldosas de fino mármol y cubierto en el centro por un tapiz ricamente elaborado, las vidrieras de los ventanales y los grandes espejos venecianos, de un tamaño y una calidad que en aquella época Francia no podía igualar, y que reflejaban el espacioso aposento por todos sus lados. Previamente habían reflejado también escenas alegres y brillantes, ya que había sido la sala de ceremonias del castillo, y aquí había celebrado la marquesa las reuniones que formaron parte de sus fiestas nupciales. Si la varita de un mago pudiera recuperar los desvanecidos grupos, muchos de ellos incluso desaparecidos de la tierra, que alguna vez pasaron frente a estos pulidos espejos, ¡qué cuadro más variado y contrastado exhibirían en relación al presente! Ahora, en lugar de un resplandor de luces y un espléndido y bullicioso gentío, reflejaban únicamente los rayos del tenue y vacilante farol que el conde llevaba, y que apenas servía para iluminar a las tres decaídas figuras que, de pie, observaban la habitación y las espaciosas y tristes paredes a su alrededor.

—¡Ah! —dijo el conde a Henri, despertando de sus profundas ensoñaciones—. ¡Cómo ha cambiado el escenario desde la última vez que lo vi! Entonces era yo joven, y la marquesa vivía y estaba en toda su lozanía. También había aquí mucha más gente, que ahora ya está muerta. Allí estaba la orquesta, aquí danzábamos alegremente y las paredes devolvían los aires del baile. Ahora sólo resuena una voz débil, e incluso ésta dejará de oírse antes de que pase mucho tiempo. Hijo mío, recuerda que una vez fui tan joven como tú, y que deberás morir lo mismo que aquellos que te precedieron, como aquellos que, mientras cantaban y bailaban en esta estancia tan alegre, olvidaron que los años se componen de momentos, y que cada paso que daban les acercaba a su sepultura. Pero tales reflexiones son inútiles, casi diría criminales, a menos que nos enseñen a prepararnos para la eternidad, puesto que, de otra manera, nublan nuestra felicidad actual sin guiarnos hacia una futura. Pero dejemos eso; prosigamos.

Ludovico abrió la puerta de la alcoba y el conde, al entrar, se estremeció ante la fúnebre apariencia que las tapicerías de Arrás le conferían. Se acercó a la cama con solemne emoción y, viendo que estaba cubierta por un paño mortuorio de terciopelo negro, se detuvo.

—¿Qué significa esto? —dijo, mirándolo fijamente.

—He oído decir, mi señor —dijo Ludovico, que permanecía al pie de la cama examinando las endoseladas cortinas—, que la señora marquesa de Villeroi murió en esta cámara, y que aquí permaneció hasta que su cuerpo fue llevado a enterrar, lo que quizás explique, signor, la presencia del paño mortuorio.

El conde no contestó; permaneció unos momentos enfrascado en sus pensamientos, evidentemente muy afectado. Luego, volviéndose hacia Ludovico, le preguntó muy en serio si creía que su valor le sostendría toda la noche.

—Si lo dudas —añadió el conde— no tengas vergüenza de admitirlo; te libraré de tu compromiso sin exponerte a las burlas de tus compañeros de servicio.

Ludovico vaciló; dentro de su pecho parecían luchar el orgullo y algo muy parecido al miedo. Sin embargo, el orgullo salió victorioso: Ludovico enrojeció, y su vacilación cesó.

—No, mi señor —dijo—, terminaré lo que he empezado; y os agradezco vuestra consideración. En aquel hogar encenderé un fuego; y con las excelentes vituallas que hay en esta cesta, no dudo que estaré bien.

—Así sea —dijo el conde—. Pero ¿cómo combatirás el tedio de la noche, si no duermes?

—Cuando esté cansado, mi señor —contestó Ludovico—, no tendré miedo de dormirme; mientras tanto, tengo un libro que me entretendrá.

—Bien —dijo el conde—. Espero que nada te disturbe. Pero si algo serio te preocupara durante la noche, ven a mi aposento. Tengo demasiada confianza en tu sensatez y valor para pensar que te alarmarás por causas insignificantes, o que la lobreguez de esta cámara, o su remota situación, te superarán con sus imaginarios terrores. Mañana tendré que agradecerte un importante servicio. Esos aposentos serán entonces abiertos, y mi gente se convencerá de su error. Buenas noches, Ludovico, preséntate a mí mañana temprano y recuerda lo que te acabo de decir.

—Así lo haré, mi señor. Buenas noches a vuestra excellenza. Permitidme que os acompañe con la luz.

Ludovico iluminó el camino al conde y a Henri a través de las cámaras hasta la puerta exterior. En el descansillo había un farol que uno de los asustados sirvientes había abandonado, y Henri, al cogerlo, volvió a dar las «buenas noches» a Ludovico, quien, después de devolver respetuosamente la cortesía, cerró la puerta tras ellos y echó el cerrojo. Luego, al retirarse a la alcoba, examinó los aposentos por los que iba pasando con mayor minuciosidad de lo que lo había hecho antes, ya que temía que alguna persona se hubiera podido esconder en ellos con el propósito de asustarle. Nadie, sin embargo, salvo él, había en esas cámaras; y, dejando abiertas las puertas que iba traspasando, se encontró de nuevo en el gran salón, cuya espaciosa y callada tristeza le sobrecogieron un poco. Por un momento se quedó mirando hacia atrás la larga serie de aposentos que acababa de dejar y, al volverse, se sobresaltó al percibir una luz y su propia figura reflejada en uno de los grandes espejos. Otros objetos se veían también vagamente en su opaca superficie, pero no se detuvo a examinarlos, sino que volvió rápidamente a la alcoba y, mientras la inspeccionaba, reparó en la puerta del mirador, y la abrió. Dentro de todo estaba tranquilo. Al mirar en torno suyo, sus ojos fueron atraídos por el retrato de la difunta marquesa, que contempló un buen rato con gran atención y algo de sorpresa. Luego, tras examinar el gabinete, volvió a la alcoba, en donde encendió un fuego, cuyas brillantes llamas reanimaron su espíritu, que había empezado a sucumbir a la tristeza y al silencio del lugar, roto únicamente a intervalos por ráfagas de viento. A continuación dispuso una pequeña mesa y un asiento cerca del fuego, cogió de su cesta una botella de vino y alguna provisión fría y se regaló. Cuando hubo terminado su refrigerio, dejó la espada encima de la mesa y, no sintiéndose dispuesto a dormir, sacó del bolsillo el libro del que había hablado. Era un volumen de antiguos cuentos provenzales. Habiendo atizado el fuego, despabilado el farol y acercado su asiento al hogar, empezó a leer y pronto su atención quedó totalmente ocupada por las escenas que revelaban las páginas del libro.

El conde, mientras tanto, había regresado al comedor, adonde se habían retirado, al oír el grito de Dorothée, los componentes del grupo que le habían acompañado al aposento del ala norte, los cuales estaban ahora haciendo preguntas muy sinceras a propósito de aquellas cámaras. El conde ridiculizó a sus invitados por su precipitada retirada, provocada por sus supersticiosas inclinaciones. Esto planteó la cuestión de si el espíritu, después de abandonar el cuerpo, puede volver a visitar la tierra; y, en caso afirmativo, si era posible que los espíritus fueran visibles a los sentidos. El barón sostenía la opinión de que lo primero era probable y lo segundo posible; e intentó justificar esta opinión citando a respetables autoridades, antiguas y modernas. Sin embargo, el conde estaba decididamente en contra suya, y siguió una larga conversación, en la que ambas partes presentaron con habilidad y discutieron con candor los argumentos habituales sobre estos asuntos, sin que ninguno de ellos quedara convencido del punto de vista de su oponente. El efecto de esta conversación en el auditorio fue variado. Aunque el argumento del conde era muy superior al del barón, tuvo menos partidarios; pues la tendencia, tan natural a la mente humana, hacia todo lo que sea capaz de distender sus facultades con lo maravilloso y lo asombroso, inclinó a la mayoría del grupo a favor del barón. Y aunque muchas de las proposiciones del conde quedaron sin respuesta, sus oponentes tendían a creer que esto era más bien consecuencia de su propia ignorancia sobre un asunto tan abstracto, que de la inexistencia de argumentos lo suficientemente convincentes para convencerles.

Blanche estaba pálida y alerta, hasta que una mirada de su padre, ridiculizándola, la hizo ruborizarse; entonces se esforzó por olvidar los supersticiosos cuentos que le habían contado en el convento. Mientras tanto, Emily había estado escuchando con profunda atención la discusión de lo que para ella era una cuestión muy interesante; y, recordando la aparición que había visto en el aposento de la difunta marquesa, con frecuencia sintió escalofríos de temor. Varias veces estuvo a punto de mencionar lo que había visto, pero el miedo a hacerle daño al conde, y el temor a exponerse al ridículo, la refrenaron y, esperando con angustiosa expectación las consecuencias de la intrepidez de Ludovico, determinó que su futuro silencio dependería de aquélla.

Cuando el grupo se separó por la noche, y el conde se retiró a su vestidor, el recuerdo de las desoladas escenas que tan recientemente había presenciado en su propia mansión le afectó profundamente, pero al fin despertó de sus ensueños y de su silencio.

—¿Qué es esa música que oigo? —dijo repentinamente a su paje—. ¿Quién toca a esta hora tan avanzada?

El hombre no respondió, y el conde siguió escuchando para añadir poco después:

—No es un músico cualquiera; toca el instrumento con mano delicada. ¿Quién es, Pierre?

—¡Mi señor! —dijo el hombre, vacilando.

—¿Quién toca ese instrumento? —repitió el conde.

—¿No lo sabe entonces su señoría? —dijo el paje.

—¿Qué quieres decir? —dijo el conde, algo severo.

—Nada, mi señor, no quiero decir nada —contestó el hombre sumisamente—. Sólo que… esa música… se oye a menudo por la casa a medianoche, y pensaba que su señoría a lo mejor la había oído ya antes.

—¿Que se oye música en el castillo a medianoche? ¡Pobre hombre! ¿Y no hay nadie también que baile con la música?

—Tengo entendido que no proviene del castillo, mi señor. Dicen que los sonidos proceden del bosque, aunque parezcan tan cercanos; pero un espíritu puede hacer cualquier cosa.

—¡Ah! ¡Pobre hombre! —dijo el conde—. Veo que eres tan tonto como los demás; mañana quedarás convencido de tu ridículo error. Pero ¡calla! ¿Qué ruido es ése?

—¡Oh, mi señor! Es la voz que a menudo solemos oír con la música.

—¿A menudo? —dijo el conde—. Dime, ¿cuántas veces? Es muy linda.

—Bueno, señor, yo no la he oído más de dos o tres veces; pero hay algunos que llevan viviendo aquí más tiempo, que la han oído bastantes veces.

—¡Qué crescendo! —exclamó el conde, mientras seguía escuchando—. Y ahora, ¡qué cadencia más gradual! ¡Seguro que es algo más que mortal!

—Eso es lo que dicen, mi señor —dijo el paje—. Dicen que quien lo profiere no es mortal; y si puedo deciros lo que pienso…

—¡Silencio! —dijo el conde; y escuchó hasta que la melodía se desvaneció.

—Es muy extraño —dijo, al volver de la ventana—. Cierra los postigos, Pierre.

Pierre obedeció y poco después le despidió el conde, pero no perdió tan pronto el recuerdo de la música, que durante mucho tiempo vibró en su imaginación con dulces tonos evanescentes, mientras la sorpresa y la perplejidad ocupaban su pensamiento.

Mientras tanto, Ludovico oía de vez en cuando, en su remota cámara, el débil eco de alguna puerta que se cerraba al retirarse algún miembro de la familia a descansar. Luego, sonaron las doce en el reloj del vestíbulo, a gran distancia.

—Es medianoche —dijo, y miró sospechosamente en torno de la espaciosa cámara. El fuego de la chimenea estaba casi apagado, ya que su atención se había concentrado en el libro que tenía delante, olvidando todo lo demás. Pero pronto añadió más leña, no porque tuviera frío, aunque la noche era tormentosa, sino porque estaba melancólico; y, tras avivar la llama una vez más, se sirvió un vaso de vino, acercó su silla un poco más al crepitante fuego, trató de no oír el viento que bramaba lúgubremente en los postigos, se esforzó en distraer su mente de la tristeza que le embargaba, y otra vez cogió su libro. Se lo había prestado Dorothée, que lo había cogido previamente de un oscuro rincón de la biblioteca del marqués y, tras abrirlo y haber percibido alguna de las maravillas que relataba, lo había guardado cuidadosamente para su propio entretenimiento, lo que le proporcionaba una excusa para no devolverlo a su sitio.

A causa de la humedad, la cubierta estaba algo deteriorada y mohosa, y las páginas tan descoloridas, que difícilmente podían rastrearse las letras. Los relatos de los escritores provenzales, ya fuesen extraídos de leyendas árabes llevadas a España por los sarracenos, o narrasen las proezas caballerescas llevadas a cabo por los cruzados, a quienes los trovadores acompañaron a Oriente, eran generalmente espléndidos, y siempre maravillosos, tanto en sus descripciones como en sus incidencias. Por tanto no es sorprendente que Dorothée y Ludovico se sintieran fascinados por invenciones que, en una época anterior, habían cautivado la imaginación en todos los rangos sociales. Sin embargo, algunos de los cuentos del libro que ahora tenía Ludovico en sus manos eran de estructura simple y carecían del magnífico armazón y de las heroicas conductas que solían caracterizar las fábulas del siglo XII. De esta índole era el que ahora acababa de abrir casualmente, el cual, aunque originalmente era de gran extensión, puede ser relatado de forma más breve. El lector advertirá que está fuertemente imbuido de las supersticiones de la época.

CUENTO PROVENZAL

«En la provincia de Bretaña vivía un noble barón, famoso por su magnificencia y su cortés hospitalidad. Su castillo estaba agraciado con damas de exquisita belleza, y atestado de ilustres caballeros, ya que el honor con que premiaba las proezas caballerescas invitaba a los valientes de países distantes a alistarse en su ejército, y su corte era más espléndida que la de muchos príncipes. Tenía ocho juglares a su servicio, que solían cantar en sus arpas románticas historias tomadas de los árabes, aventuras caballerescas que acontecieron a los caballeros durante las Cruzadas, o las propias hazañas marciales del barón, su señor. Mientras él, rodeado de sus caballeros y damas, banqueteaba en la gran sala del castillo, en dónde la costosa tapicería que adornaba las paredes con la descripción de las proezas de sus antepasados, las vidrieras de sus ventanales enriquecidas con blasones heráldicos, las magníficas banderas que ondeaban en el tejado, los suntuosos doseles, la profusión de oro y plata que relucía en los aparadores, los numerosos platos que cubrían las mesas, la cantidad de sirvientes con alegres libreas, se unían con la espléndida vestimenta caballeresca de los invitados para formar una escena de magnificencia que no podríamos esperar ver en estos degenerados días.

»Del barón se relata la siguiente aventura. Una noche, habiéndose retirado tarde a su cámara, tras un banquete, y habiendo despedido a sus sirvientes, se vio sorprendido por la aparición de un desconocido de aspecto noble, pero de semblante triste y abatido. Creyendo que esta persona había estado oculta en el aposento, puesto que parecía imposible que hubiera pasado recientemente por la antesala sin ser descubierto por los pajes, los cuales hubieran impedido su intrusión en la cámara de su señor, el barón, llamando a voces a su gente, desenvainó la espada, que todavía no había retirado de su costado, y se dispuso a defenderse. El desconocido, avanzando lentamente, le dijo que no tenía nada que temer de él; que no venía con un propósito hostil, sino a comunicarle un terrible secreto, que le era preciso conocer.

»El barón, tranquilizado por los corteses modales del desconocido, después de observarle un buen rato en silencio, guardó su espada en la vaina y le pidió que le explicara por qué medios había conseguido acceder a su cámara y cuál era el propósito de su extraordinaria visita.

»Sin responder a ninguna de las preguntas, el desconocido dijo que en ese momento no podía explicarse, pero que, si el barón le seguía a las afueras del bosque, a poca distancia de los muros del castillo, se convencería de que tenía algo importante que revelarle.

»La propuesta alarmó de nuevo al barón, a quien le resultaba difícil creer que el desconocido pensara llevarle a un lugar tan solitario a esas horas de la noche sin encubrir algún propósito contra su vida; y se negó a ir, advirtiendo al mismo tiempo que si las intenciones del desconocido fueran honorables, no persistiría en negarse a revelar el motivo de su visita al aposento donde ahora se encontraban.

»Mientras decía esto, observó al desconocido aún con más atención que antes, pero no advirtió ningún cambio en su semblante, ni ningún síntoma que pudiera insinuar la existencia de alguna malvada intención. Vestía como un caballero, era de gran y majestuosa estatura, y de ademanes dignos y corteses. Sin embargo, siguió negándose a comunicar el contenido de su misión en cualquier otro lugar que no fuera el que había mencionado. Al mismo tiempo hizo algunas insinuaciones en relación al secreto que iba a revelar, que despertaron un cierto grado de curiosidad en el barón, induciéndole finalmente a consentir en la propuesta del desconocido bajo ciertas condiciones.

»—Señor caballero —dijo—, os acompañaré al bosque, y llevaré conmigo únicamente a cuatro de mis hombres, los cuales serán testigos de nuestra entrevista.

»Sin embargo, el caballero se negó.

»—Lo que tengo que revelaros —dijo con solemnidad— es únicamente para vos. Sólo hay tres personas vivas que conocen este asunto: es de más importancia para vos y para vuestra casa de lo que ahora puedo explicaros. En años futuros recordaréis esta noche con satisfacción o arrepentimiento, según lo que determinéis ahora. Si deseáis prosperar en el futuro, seguidme. Os doy mi palabra de caballero de que nada malo os acaecerá. Si os complace desafiar al futuro, permaneced en vuestra cámara, y me iré como he venido.

»—Señor caballero —replicó el barón—, ¿cómo es posible que mi paz futura dependa de mi determinación presente?

»—Eso no os lo puedo referir ahora —dijo el desconocido—. Me he explicado al máximo. Se hace tarde; si me seguís deberéis daros prisa. Haríais bien en considerar la alternativa.

»El barón reflexionó y, al mirar al caballero, percibió que su semblante adoptaba una singular solemnidad.»

(Aquí Ludovico creyó haber oído un ruido, y echó una ojeada a la cámara, cogiendo el farol para mejor observar; pero, no viendo nada que confirmara su alarma, volvió a tomar el libro y siguió con su historia.)

«El barón paseó en silencio por su aposento durante algún tiempo, impresionado por las palabras del desconocido, cuya extraordinaria petición temía aceptar y, a la vez, temía rechazar. Al fin dijo:

»—Señor caballero, sois un completo desconocido para mí; decidme vos mismo si es razonable que me confíe a un extraño, a solas, a horas tardías, en un bosque solitario. Decidme, por lo menos, quién sois, y quién os ayudó a ocultaros aquí.

»Al oír estas palabras, el caballero frunció el ceño y permaneció un momento en silencio; luego, dijo en un tono algo severo:

»—Soy un caballero inglés; me llamo sir Bevys de Lancaster, y mis hazañas no son desconocidas en la Ciudad Santa, de donde regresaba a mi país natal cuando fui sorprendido por la noche en el bosque.

»—Vuestro nombre no me es desconocido —dijo el barón—. Lo he oído antes —el caballero le miró con altivez—. Pero, puesto que es bien sabido que mi castillo festeja a los auténticos caballeros, ¿por qué no os ha anunciado vuestro heraldo? ¿Por qué no aparecisteis durante el banquete, en donde vuestra presencia hubiese sido bien recibida, en lugar de esconderos en mi castillo e introduciros a hurtadillas en mi cámara a medianoche?

»El desconocido frunció el ceño, y se volvió en silencio; pero el barón repitió las preguntas.

»—No he venido —dijo el caballero— a contestar preguntas, sino a revelar hechos. Si deseáis saber más, seguidme; y de nuevo os doy mi palabra de caballero de que regresaréis sano y salvo. Sed presto en vuestra decisión, debo marcharme ya.

»Tras una nueva vacilación, el barón decidió seguir al desconocido y ver el resultado de su extraordinaria petición. Por lo tanto, volvió a envainar su espada y, cogiendo el farol, pidió al caballero que le guiara. Este último obedeció; y abriendo la puerta de la cámara, pasaron a la antesala, donde el barón, sorprendido al encontrar a todos sus pajes dormidos, se detuvo y fue a reprenderles con colérica violencia, cuando el caballero agitó la mano y le miró de forma tan expresiva que contuvo su indignación, y siguió adelante.

»El caballero, tras descender por una escalera, abrió una puerta secreta, que el barón creía ser el único en conocer, y, recorriendo varios estrechos y tortuosos pasadizos, llegó finalmente a un pequeño portillo que daba al otro lado de los muros del castillo. Al darse cuenta de que el desconocido conocía tan bien estos corredores secretos, el barón se sintió inclinado a retroceder ante una aventura que parecía participar tanto de la traición como del peligro. Luego, considerando que iba armado, y observando el noble y cortés aspecto de su guía, recuperó su valor, se sonrojó por haber dudado un instante, y resolvió remontar el misterio hasta su mismo origen.

»Ahora se encontraba en una favorable plataforma, frente a la entrada de su castillo, desde la que, al mirar hacia arriba, percibió luces vacilantes en las ventanas de los invitados que se retiraban a dormir; y mientras temblaba de frío y contemplaba la oscura y desolada escena que le rodeaba, pensó en las comodidades de su acogedora cámara, animada por un buen fuego de leña, y sintió por un momento el pleno contraste con su situación presente.»

(Aquí Ludovico se detuvo un momento y, contemplando su propio fuego, lo avivó un poco.)

«Soplaba un fuerte viento y el barón vigilaba su farol con ansiedad, temiendo que se apagara en cualquier momento. Pero, aunque la llama vacilaba, no llegó a extinguirse, y el barón siguió al desconocido, que suspiraba con frecuencia al andar, pero no hablaba.

»Cuando llegaron a los linderos del bosque, el caballero se volvió y levantó la cabeza como si fuera a dirigirse al barón, pero luego, cerrando los labios, siguió adelante en silencio.

»Al adentrarse en el bosque, bajo la oscuridad del frondoso follaje, el barón, afectado por la solemnidad del escenario, dudó en continuar, y preguntó si faltaba mucho. El caballero sólo contestó con un gesto, y el barón, con paso vacilante y mirada suspicaz, le siguió por un sendero oscuro e intrincado, hasta que, habiendo avanzado considerablemente, preguntó de nuevo adónde iban, y se negó a seguir a menos que fuera informado.

»Según lo decía, miró alternativamente a su propia espada y al caballero, el cual movió la cabeza. Su triste aspecto desarmó al barón, por un momento, de toda sospecha.

»—El lugar adonde quisiera llevaros está un poco más lejos —dijo el desconocido—. Ningún mal os ocurrirá; lo he jurado por mi honor de caballero.

»El barón, tranquilizado, le siguió otra vez en silencio. Pronto llegaron a un oculto escondrijo del bosque, en donde los oscuros y altivos castaños tapaban enteramente el cielo, y tan cubierto de maleza que avanzaron con dificultad. El caballero suspiró profundamente al pasar y se detuvo varias veces. Al llegar finalmente a un lugar en donde los árboles se apiñaban, se volvió y, con una mirada terrorífica, señaló al suelo. El barón había visto el cuerpo de un hombre, extendido a todo lo largo y empapado en sangre. Tenía una terrible herida en la frente, y la muerte parecía haber contraído ya sus facciones.

»El barón, al ver el espectáculo, se estremeció de horror, miró al caballero como pidiendo una explicación, y ya se disponía a levantar el cuerpo para comprobar si quedaba en él algún vestigio de vida, cuando el desconocido, agitando la mano, le miró tan intensa y lúgubremente, que no sólo le sorprendió, sino que le hizo desistir.

»Pero ¡cuáles serían las emociones del barón cuando, al acercar el farol a las facciones del cadáver, descubrió su exacto parecido con su desconocido guía, a quien ahora miró lleno de asombro y curiosidad! Según le miraba, advirtió que el semblante del caballero cambiaba de expresión y empezaba a desvanecerse, hasta que todo su cuerpo desapareció gradualmente ante sus asombrados ojos. El barón se quedó clavado en aquel lugar, y a la vez se oyó una voz susurrando estas palabras:

(Ludovico se sobresaltó y dejó el libro porque creyó oír una voz en la cámara; y miró hacia la cama, donde, sin embargo, sólo vio la cortina oscura y el paño mortuorio. Escuchó casi sin atreverse a respirar, pero sólo oyó el lejano rugido del mar en medio de la tormenta y el viento que golpeaba las ventanas; por lo que, concluyendo que su propia respiración le había engañado, volvió a coger el libro para acabar la historia.)

«—El cuerpo de sir Bevys de Lancaster, noble caballero de Inglaterra, yace frente a vos. Esta noche sufrió una emboscada en el camino y fue asesinado, cuando regresaba de la Ciudad Santa a su tierra natal. Respetad el honor de la Caballería y las leyes humanitarias: enterrad el cadáver en tierra cristiana y ordenad que sean castigados sus asesinos. Según observéis esto o lo descuidéis, obtendréis paz y felicidad, o guerra y miseria, para vos y para vuestra descendencia.

»El barón, una vez recobrado del temor y del asombro en los que le había sumido esta aventura, regresó a su castillo y ordenó que se trasladara el cadáver de sir Bevys. Al día siguiente fue enterrado, con los honores de la Caballería, en la capilla del castillo, atendido por todos los nobles caballeros y damas que engalanaban la corte del barón de Brunne.»

Al acabar esta historia, Ludovico dejó a un lado el libro, pues se sentía somnoliento, y, después de echar más leña al fuego y tomarse otro vaso de vino, se arrellanó en el sillón frente al hogar. En su sueño siguió viendo la cámara en donde estaba, y una o dos veces despertó de su somnolencia imaginando que veía el rostro de un hombre mirándole por encima del alto respaldo del sillón. La idea le impresionó tanto que cuando levantó los ojos casi esperaba encontrarse con otros fijos en los suyos, por lo que se puso de pie y miró detrás del sillón hasta convencerse plenamente de que allí no había nadie.

Así concluyó su tiempo.

El conde, que había dormido poco durante la noche, se levantó temprano y, ansioso por hablar con Ludovico, se dirigió al aposento del ala norte. Como la noche anterior había cerrado con cerrojo la puerta exterior, se vio obligado a golpear ruidosamente para poder entrar. Ni los golpes ni su voz fueron atendidos, por lo que volvió a llamar más fuerte que antes, pese a lo cual siguió un silencio total.

[…]

Al comprobar que todos sus esfuerzos para hacerse oír eran inútiles, el conde empezó a temer que le hubiera ocurrido algún accidente a Ludovico, a quien el terror por algún ser imaginario podía haberle privado de sus sentidos. En consecuencia, abandonó la puerta con la intención de convocar a sus sirvientes para que la forzaran, a algunos de los cuales oía moverse en la parte baja del castillo.

A las preguntas del conde acerca de si habían visto u oído algo relacionado con Ludovico, contestaron, asustados, que ninguno de ellos se había aventurado por el ala norte del castillo desde la noche anterior.

—Entonces es que duerme profundamente —dijo el conde— y se encuentra tan lejos de la puerta exterior, que está cerrada con cerrojo, que para poder entrar en las cámaras será necesario forzarla. Traed alguna herramienta y seguidme.

Los sirvientes se quedaron mudos y abatidos; y hasta que no estuvo reunida casi toda la servidumbre, no fueron obedecidas las órdenes del conde. Mientras tanto, Dorothée mencionó una puerta, que comunicaba con una galería, que conducía desde la escalera principal hasta la última antesala del salón; al estar mucho más cerca de la alcoba, parecía probable que Ludovico se despertara fácilmente si intentaban abrirla. Por lo tanto, hacia allí se fue el conde; pero su voz se mostró tan ineficaz ante esta puerta como lo había sido en la más remota. Seriamente preocupado por Ludovico, se disponía ya a golpear la puerta con una herramienta cuando observó su singular belleza y se contuvo. A simple vista parecía de ébano, por lo oscuro y compacto de su madera y la excelencia de su brillo, pero resultó ser únicamente de alerce procedente de Provenza, famosa entonces por sus bosques de esta especie. La belleza de su colorido y de sus delicadas tallas indujo al conde a respetarla, volviendo a la que conducía a la escalera trasera, que, finalmente, fue forzada. Seguido por Henri y algunos sirvientes más valerosos, el conde entró en la primera antesala, mientras el resto del servicio aguardaba el resultado de la investigación en las escaleras y en el rellano.

El conde fue atravesando las cámaras en silencio y, al llegar al salón, llamó a Ludovico en voz alta. Al no recibir contestación, abrió de par en par la puerta de la alcoba y entró.

El profundo silencio en el interior confirmó sus temores por Ludovico, pues ni siquiera se oía la respiración de algún durmiente. Su incertidumbre no concluyó de inmediato, pues los postigos estaban cerrados y la cámara demasiado oscura para que se pudiera distinguir objeto alguno.

El conde ordenó a un sirviente que los abriera, pero al cruzar la habitación para hacerlo, éste tropezó con algo y cayó al suelo. Su grito ocasionó tal pánico entre los escasos compañeros que se habían aventurado hasta allí, que éstos huyeron rápidamente, y el conde y Henri quedaron solos para concluir la aventura.

Henri atravesó la habitación y abrió una contraventana. Entonces comprobaron que el criado se había caído al tropezar con un sillón situado frente al fuego, en donde había estado sentado Ludovico, el cual no estaba ya allí ni podía vérsele en ningún sitio con la defectuosa luz que entraba en el aposento. Seriamente alarmado, el conde abrió otros postigos, que le permitieran un examen más detallado, pero Ludovico seguía sin aparecer. Por un momento quedó paralizado por el asombro, confiando apenas en sus sentidos, hasta que sus ojos tropezaron con la cama y avanzó hacia ella para comprobar si se encontraba allí dormido. Sin embargo, no había nadie dentro. A continuación pasó al mirador, donde todo estaba como en la noche anterior. Pero a Ludovico no se le encontraba por ninguna parte.

El conde refrenó su asombro, pensando que Ludovico podía haber abandonado las cámaras durante la noche, angustiado por los terrores que su solitaria desolación y los comentarios relativos a ellas podían haberle inspirado. No obstante, de haber ocurrido eso, lo natural hubiera sido que el hombre buscara compañía, y, sin embargo, todos sus compañeros habían declarado no haberle visto. La puerta exterior la encontraron también cerrada, con la llave por dentro; por lo tanto, era imposible que hubiese pasado por ella. Las demás puertas las encontraron igualmente cerradas por dentro con llave y con el cerrojo echado.

Forzado entonces a creer que pudiera haberse escapado por las ventanas, el conde las examinó; pero las que podían abrirse lo suficiente como para permitir pasar el cuerpo de un hombre estaban cuidadosamente aseguradas con barras de hierro o postigos; y no encontró vestigio alguno de que alguien hubiera intentado pasar por ellas. Tampoco era probable que Ludovico hubiese corrido el riesgo de romperse el cuello saltando desde una ventana, cuando podía haber salido tranquilamente por una de las puertas.

El asombro del conde era indescriptible; pero volvió a examinar una vez más la alcoba, en donde nada parecía fuera de lugar excepto el sillón, que se había caído; cerca de él había una mesa pequeña, y encima de ella la espada de Ludovico, su farol, el libro que había estado leyendo y los restos de su botella de vino. Al pie de la mesa, se encontraba también la cesta con parte de las provisiones, y algo de leña.

Henri y el sirviente manifestaron su asombro sin reservas; y, aunque el conde no añadió nada, había una seriedad en sus ademanes que lo expresaba todo. Daba la impresión de que Ludovico debió abandonar estas estancias por algún pasadizo secreto, pues el conde no podía creer que algo sobrenatural hubiese sido la causa. Pero, si existía ese pasadizo, parecía inexplicable que Ludovico lo hubiera utilizado; y era igual de sorprendente que no quedara vestigio alguno de su paso por él. En las demás estancias todo permanecía en orden, como si Ludovico se hubiera ido de la manera más normal.

El conde mismo ayudó a levantar los tapices de Arrás que colgaban en la alcoba, en el salón y en una de las antecámaras, a fin de descubrir si ocultaban alguna puerta; pero, tras una laboriosa búsqueda, no encontraron ninguna, y finalmente el conde abandonó los aposentos después de haber echado el cerrojo a la puerta de la última antecámara, cuya llave se guardó. Luego ordenó que se organizara una búsqueda exhaustiva de Ludovico, no sólo en el castillo, sino en la vecindad, y, retirándose a su gabinete con Henri, quedaron allí conversando durante un buen rato. Cualquiera que fuese el tema de su conversación, a partir de entonces Henri perdió gran parte de su vivacidad; y su comportamiento era particularmente serio y reservado siempre que surgía el tema, que ahora llenaba de asombro y alarma a la familia del conde.

[…]

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