El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Matthew Gregory Lewis » El monje

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EL MONJE

(fragmento)

ENTRE tanto, Ambrosio ignoraba los espantosos acontecimientos que estaban ocurriendo tan cerca. El cumplimiento de sus intenciones respecto a Antonia absorbía todos sus pensamientos. Hasta ahora, estaba satisfecho del éxito de sus planes. Antonia había tomado el narcótico, había sido enterrada en la cripta de Santa Clara, y la tenía absolutamente a su merced. Matilde, que conocía muy bien la naturaleza y efectos de la adormecedora medicina, había calculado que no se disiparía su efecto hasta la madrugada siguiente. Ambrosio esperaba esa hora con impaciencia. La función religiosa de Santa Clara le brindaba una ocasión idónea para consumar su crimen. Estaba seguro de que los frailes y las monjas estarían ocupados en la procesión, y no había motivo para temer que le interrumpieran: había pedido que se le excusase de salir a la cabeza de los monjes. No dudaba que Antonia, al encontrarse lejos de toda ayuda, separada del mundo, y totalmente en su poder, se sometería a sus deseos. El afecto que había manifestado siempre por él le confirmaba en esta convicción; pero decidió que, si se mostraba obstinada, ninguna consideración le impediría gozar de ella. Seguro de no ser descubierto, no temblaba ante la idea de emplear la fuerza; o si sentía alguna repugnancia, no se debía a principios de vergüenza o de compasión, sino a que sentía por Antonia el más sincero y ardiente afecto, y deseaba no deber sus favores más que a ella misma.

Los monjes abandonaron la abadía a medianoche. Matilde iba con los del coro y dirigía los cánticos. Ambrosio estaba solo, y absolutamente libre para seguir sus inclinaciones. Convencido de que no quedaba nadie detrás que vigilase sus movimientos o turbase sus placeres, se encaminó apresuradamente hacia el ala oeste del convento. Su corazón latía con una esperanza no exenta de ansiedad. Cruzó el jardín, abrió la puerta que daba acceso al cementerio, y unos minutos después estaba ante la cripta. Aquí se detuvo. Miró a su alrededor con recelo, consciente de que su negocio no era apto para ojos ajenos. Mientras vacilaba, oyó el chillido melancólico de la lechuza. El viento hacía temblar ruidosamente las ventanas del convento adyacente, y al soplar hacia él, le traía las débiles notas del cántico del coro. Abrió la puerta cautelosamente, como si temiese que le oyeran: entró y cerró tras de sí. Guiado por la luz de la lámpara, recorrió los largos pasadizos, cuyas revueltas le había enseñado Matilde, y llegó a la bóveda secreta que contenía a su amada dormida.

No era nada fácil descubrir su entrada, pero esto no fue obstáculo para Ambrosio, que durante el funeral de Antonia la había estudiado cuidadosamente para no equivocarse. Encontró la puerta, que tenía abierta la cerradura, la abrió y descendió a la mazmorra. Se acercó a la humilde sepultura donde descansaba Antonia. Se había provisto de una palanca de hierro y una piqueta, pero esta precaución resultó innecesaria. La reja estaba ligeramente fijada en el exterior. La levantó, colocó la lámpara en el borde, y se asomó en silencio a la tumba. Al lado de tres pútridos cadáveres semidescompuestos, yacía la belleza dormida. Un vivo rubor, anuncio de la inminente reanimación, se había extendido ya por sus mejillas; y envuelta en su mortaja, tendida en su lecho fúnebre, parecía sonreír a las imágenes de muerte que la rodeaban. Mientras contemplaba los huesos putrefactos y las repugnantes figuras que quizá fueron en otro tiempo dulces y amables, Ambrosio pensó en Elvira, reducida por él a ese mismo estado. Y al venirle a la memoria esta acción horrenda, se sintió invadido por un horror tenebroso. Esto no hizo, sin embargo, sino reforzar su resolución de destruir el honor de Antonia.

—¡Por ti, belleza fatal! —murmuró el monje, mientras contemplaba a su desventurada presa—. Por ti he cometido este homicidio y me he vendido a las torturas eternas. Ahora estás en mi poder; el fruto de mi crimen, al menos, será mío. No esperes que tus ruegos murmurados con sin par melodía, que tus luminosos ojos arrasados en lágrimas, y tus manos elevadas en gesto de súplica, como cuando imploras en penitencia el perdón de la Virgen; no esperes que tu conmovedora inocencia, tu hermosa aflicción ni tus artes deprecatorias te libren de mis abrazos. Antes de romper el día, mía has de ser, ¡y mía serás!

La sacó de la tumba, exánime todavía. Se sentó en un banco de piedra y, sosteniéndola en brazos, la observó con impaciencia, deseoso de descubrir algún síntoma de recuperación. Apenas podía dominar su pasión lo bastante para abstenerse de gozar de ella mientras aún estaba insensible. El ardor de su natural lujuria había aumentado ante las dificultades que impedían satisfacerla, y también por su prolongada abstinencia de mujer, ya que desde el momento en que se negó a escuchar las protestas de amor de Matilde, ésta le había rechazado de sus brazos para siempre.

—No soy una prostituta, Ambrosio —le había dicho cuando, en la plenitud de su lujuria, le pidió sus favores con más vehemencia de lo habitual—; ahora no soy ya más que vuestra amiga, y no quiero ser vuestra amante. Dejad de pedirme que satisfaga vuestros deseos, porque eso me ofende. Mientras vuestro corazón era mío, me hacían dichosa vuestros abrazos. Esos tiempos han pasado: mi persona os resulta ahora indiferente; y no es amor, sino necesidad, lo que hace que busquéis mi goce. No puedo acceder a una petición tan humillante para mi orgullo.

Súbitamente privado de placeres cuyo hábito los había vuelto necesarios, el monje sintió esta abstinencia de manera rigurosa. Inclinado por naturaleza a la satisfacción de los sentidos, en pleno vigor de su virilidad y ardor de su sangre, había dejado que su temperamento adquiriese tal preponderancia que su lujuria casi rayaba en la locura. De su afecto por Antonia no quedaban sino las partículas más groseras. Anhelaba la posesión de su persona; y aun la tenebrosidad de la cripta, el silencio reinante y la resistencia que esperaba de ella, parecían añadir un nuevo incentivo a sus fieros y desatados deseos.

Notaba cómo poco a poco volvía el calor de la vida al pecho que descansaba contra el suyo. El corazón de Antonia empezaba a latir otra vez. Su sangre circuló más deprisa, y temblaron sus labios. Por último, abrió los ojos; pero, agobiada y aturdida todavía por los efectos de la fuerte droga, los volvió a cerrar en seguida. Ambrosio la observaba con atención, sin escapársele un movimiento. Al comprobar que había vuelto completamente a la vida, la estrechó embargado contra su pecho y la besó con fuerza en los labios. Esta súbita acción bastó para disipar los vapores que ofuscaban la razón de Antonia. Se incorporó apresuradamente y miró con ojos extraviados a su alrededor. Las extrañas imágenes que percibió en torno suyo contribuyeron a confundirla aún más. Se llevó una mano a la cabeza como para sosegar su imaginación trastornada. Por último la apartó, y recorrió por segunda vez la mazmorra con la mirada. Luego sus ojos se detuvieron en el rostro del abad.

—¿Dónde estoy? —preguntó de pronto—. ¿Cómo he llegado aquí? ¿Dónde está mi madre? ¡Me pareció haberla visto! ¡Oh, un sueño, un sueño espantoso, me hablaba…! Pero ¿dónde estoy? ¡Soltadme! ¡No puedo permanecer aquí!

Trató de levantarse, pero el monje se lo impidió.

—¡Tranquilizaos, hermosa Antonia! —replicó—. No os amenaza ningún peligro: confiad en mi protección. ¿Por qué me miráis tan seria? ¿No me conocéis? ¿No conocéis a vuestro amigo? ¿A Ambrosio?

—¿Ambrosio? ¿Mi amigo? ¡Oh!, sí, sí; recuerdo… Pero ¿por qué estoy aquí? ¿Quién me ha traído? ¿Por qué estáis conmigo? ¡Oh! ¡Flora me dijo que tuviese cuidado…! Aquí no hay más que tumbas, sepulturas ¡y esqueletos! ¡Este lugar me da miedo! ¡Buen Ambrosio, sacadme de él, pues me recuerda mi espantoso sueño! Me pareció que estaba muerta, y que yacía en mi sepultura. ¡Buen Ambrosio, sacadme de aquí! ¿Es que no queréis? ¡Oh!, ¿es que no queréis? ¡No me miréis así! ¡Me aterran vuestros ojos llameantes! ¡Perdonadme, padre! ¡Por Dios, perdonadme!

—¿Por qué esos terrores, Antonia? —replicó el abad, rodeándola con sus brazos y cubriéndole el pecho de besos que en vano luchaba ella por evitar—. ¿Qué teméis de mí, del que tanto os adora? ¿Qué importa dónde estáis? Este sepulcro me parece el jardín del amor, esta lobreguez, ¡la protectora noche de misterio que él extiende sobre nuestros goces! ¡Sí, mi dulce muchacha! ¡Sí! Vuestras venas arderán con el fuego que recorre las mías, ¡y mis transportes se doblarán al compartirlos con vos!

Mientras así hablaba, repetía sus abrazos y se entregaba a las más indecentes libertades. Ni siquiera la ignorancia de Antonia podía estar ciega al atrevimiento de su conducta. Consciente de su peligro, logró zafarse de sus brazos, y dado que la mortaja era su único vestido, se la envolvió estrechamente alrededor del cuerpo.

—¡Quitadme las manos, padre! —gritó con su honesta indignación atemperada por la alarma ante su situación indefensa—. ¿Por qué me habéis traído a este lugar? ¡Su ambiente me hace estremecer de horror! ¡Sacadme de aquí, si tenéis algún sentido de la compasión y la humanidad! Dejadme regresar a casa, que no sé cómo he abandonado; pues ni quiero ni debo permanecer aquí un momento más.

Aunque el monje se sobresaltó un poco ante el tono en que fueron pronunciadas estas palabras, no le produjeron otro efecto que el de sorpresa. Le cogió la mano, la obligó a sentarse sobre sus rodillas y, mirándola con ojos lujuriosos, le replicó:

—Sosegaos, Antonia. Es inútil resistiros, y no voy a reprimir más tiempo la pasión que siento por vos. Se os tiene por muerta: la sociedad os ha perdido para siempre. Aquí os poseo yo solo. Estáis absolutamente en mi poder, y ardo en deseos que debo satisfacer ahora mismo o morir. Pero sólo a vos quisiera deber mi felicidad. ¡Mi hermosa muchacha! ¡Mi adorable Antonia! ¡Dejad que os instruya en goces que aún desconocéis, y os enseñe a sentir en mis brazos los placeres que pronto voy a disfrutar yo en los vuestros! Vamos, es pueril ese forcejeo —añadió, viendo que rechazaba sus caricias y trataba de escapar—. No contáis con ninguna ayuda cercana. Ni el cielo ni la tierra os salvarán de mis abrazos. Así que ¿por qué rechazáis placeres tan dulces, tan sublimes? Nadie nos ve. Nuestros amores pueden ser un secreto para el mundo: el amor y la ocasión os invitan a abandonaros a vuestras pasiones. ¡Ceded a ellas, Antonia mía! ¡Ceded a ellas, mi adorable muchacha! ¡Rodeadme ardientemente con vuestros brazos, juntad vuestros labios con los míos! De todos sus dones, ¿os ha negado la naturaleza el más precioso, la sensibilidad del placer? ¡Oh! ¡Imposible! ¡Cada rasgo, gesto y movimiento proclama que estáis hecha para gozar y ser gozada! No apartéis de mí esos ojos suplicantes. Consultad a vuestros propios encantos. Ellos os dirán que soy insensible a la súplica. ¿Puedo renunciar a estos miembros tan blancos, tan suaves, tan delicados; a estos pechos abundantes, redondos, llenos y elásticos: a estos labios rebosantes de inagotable dulzura? ¿Puedo renunciar a tales tesoros, y dejarlos para que otro los goce? No, Antonia; ¡jamás, jamás! Os lo juro por este beso, ¡y por éste! ¡Y por éste!

La pasión del fraile se volvía más ardiente por momentos, y el terror de Antonia más intenso. Pugnaba por librarse de sus brazos, pero sus esfuerzos eran infructuosos; y viendo que la conducta de Ambrosio se volvía cada vez más libertina, gritó pidiendo auxilio con todas sus fuerzas. El ambiente de la cripta, el pálido resplandor de la lámpara, la oscuridad reinante, la visión de la sepultura y los restos mortales que sus ojos descubrían por todas partes, eran poco propicios para inspirar aquellas emociones que agitaban al fraile. Incluso las caricias de éste la aterraban por su violencia, y no le producían otro sentimiento que el de miedo. En cambio, la alarma de ella, su evidente aversión y su incesante resistencia, no parecían sino enardecer aún más los deseos del monje, y añadir fuerza a su brutalidad. Nadie oía los gritos de Antonia. Sin embargo seguía gritando y no abandonaba sus esfuerzos por escapar; hasta que, extenuada y sin aliento, se escurrió de los brazos del monje y cayó de rodillas, donde recurrió una vez más a los ruegos y a las súplicas. Este recurso no tuvo más éxito que el anterior. Al contrario, aprovechando la ocasión, el raptor se dejó caer a su lado: la estrechó, casi muerta de terror y demasiado desfallecida para luchar. Sofocó los gritos de Antonia con sus besos, la trató con la rudeza de un bárbaro sin escrúpulos, siguió tomándose cada vez más libertades, y en la violencia de su lujurioso delirio, hirió y magulló sus tiernos miembros. Insensible a las lágrimas y gritos y súplicas, se fue posesionando gradualmente de su persona, y no renunció su presa hasta que hubo consumado su crimen y la deshonra de Antonia.

No bien hubo dado cumplimiento a sus propósitos se asustó de sí mismo y de los medios con que los había llevado a efecto. El mismo exceso de su anterior ansiedad por poseer a Antonia contribuyó ahora a inspirarle repugnancia; y un secreto impulso le hizo comprender cuán innoble y ruin era el crimen que acababa de cometer. Se apresuró a levantarse de los brazos de ella. La que hasta ese momento había sido objeto de su adoración no despertaba ahora en su corazón otro sentimiento que el de ira y aversión. Miraba hacia otra parte; o, si sus ojos se detenían involuntariamente en su figura, era sólo para lanzarle miradas de odio. La desventurada se había desmayado antes de la consumación de su deshonra, y sólo recobró la vida para darse cuenta de su desventura. Permaneció tendida en el suelo en muda desesperación. Las lágrimas le resbalaban lentamente por las mejillas, y su pecho se estremecía con los constantes sollozos. Oprimida de dolor, siguió un rato en este estado de embotamiento. Por último, se levantó con dificultad y dio unos pasos vacilantes hacia la puerta, dispuesta a abandonar la mazmorra.

El ruido de sus pasos despertó al monje de su hosca apatía. Salió de la tumba en la que se había sentado al tiempo que sus ojos recorrían las imágenes de corrupción que contenía, corrió tras la víctima de su brutalidad y no tardó en alcanzarla. La agarró por el brazo, y la obligó violentamente a regresar a la mazmorra.

—¿Adónde vais? —exclamó con dureza—. ¡Regresad inmediatamente!

Antonia tembló ante la furia de su semblante.

—¿Qué más queréis? —dijo ella con timidez—. ¿No habéis consumado mi destrucción? ¿No me habéis arruinado, arruinado para siempre? ¿No ha quedado saciada vuestra crueldad, o aún debo sufrir más? ¡Dejardme ir! ¡Dejadme regresar a mi casa, y que llore allí mi deshonra y mi aflicción!

—¿Regresar a vuestra casa? —repitió el monje, con profunda y desdeñosa burla. Luego, con ojos súbitamente llameantes de pasión, añadió—: Pues qué, ¿me vais a denunciar al mundo? ¿Me vais a acusar de hipócrita, de violador, de traidor, de monstruo de crueldad, lujuria e ingratitud? ¡No, no, no! Sé muy bien el peso de mis delitos; ¡vuestras quejas serían demasiado justas, y mis crímenes demasiado evidentes! No saldréis de aquí para decir a Madrid que soy un malvado, que mi conciencia está cargada de pecado, y que no tengo esperanza de perdón del cielo. ¡Desdichada muchacha, tendréis que quedaros aquí conmigo! ¡Aquí, entre estas tumbas desoladas, estas imágenes de muerte, estos cadáveres corrompidos y nauseabundos! ¡Aquí os quedaréis a presenciar mis sufrimientos, a presenciar lo que es morir en medio de los horrores de la desesperación, y verme exhalar el último gemido entre blasfemias y maldiciones! ¿Y quién soy yo para agradeceros esto? ¿Qué me sedujo para cometer estos crímenes, cuyo mero recuerdo me hace estremecer? ¡Bruja fatal! ¿Acaso no ha sido tu belleza? ¿No habéis hundido mi alma en la infamia? ¿No me habéis convertido en un hipócrita perjuro, en un violador, en un asesino? Es más, en este momento, ¿no me hace esa mirada angelical desesperar de alcanzar el perdón de Dios? ¡Oh! ¡Cuando esté ante el trono de su justicia, esa mirada bastará para condenarme! ¡Le diréis a mi Juez que erais feliz hasta que yo os vi; que erais inocente hasta que yo os mancillé! ¡Iréis con esos ojos llenos de lágrimas, esas mejillas pálidas y demacradas, esas manos alzadas en ademán de súplica, como cuando me pedíais esa compasión que yo no os he concedido! ¡Entonces mi perdición será inexorable! ¡Entonces se presentará el espectro de vuestra madre, y me arrojará a los infiernos, a las llamas, a las furias, a los tormentos eternos! ¡Y seréis vos quien me acusará! ¡Seréis vos la causa de mi eterna agonía! ¡Vos, desdichada muchacha! ¡Vos! ¡Vos!

Y mientras tronaba de esta manera, sujetaba a Antonia violentamente por el brazo y pateaba el suelo con furia delirante.

Creyendo que había perdido el juicio, Antonia se dejó caer de rodillas, aterrada. Alzó las manos, y casi se le estranguló la voz antes de poder decir nada:

—¡Piedad! ¡Piedad! —murmuró a duras penas.

—¡Silencio! —exclamó el fraile enloquecido, arrojándola al suelo…

La dejó, y se puso a pasear por la mazmorra con aire enajenado y violento. Sus ojos giraban extraviados. Antonia temblaba cada vez que su mirada se encontraba con ellos. Parecía meditar algo horrible, y Antonia perdió toda esperanza de escapar con vida del sepulcro. Aunque, al abrigar tal idea, era injusta con él. En medio del horror y la repugnancia de que era presa, aún sentía alguna piedad por su víctima. Una vez pasada la tormenta de pasión, habría dado el mundo entero por poderle devolver la inocencia que su lujuria desenfrenada le había arrebatado. No quedaba en su pecho ninguno de aquellos deseos que le instaron, al crimen: las riquezas de la India no le habrían inducido a gozar por segunda vez de su persona. Su naturaleza parecía rebelarse ante la mera idea, y de buena gana habría borrado de su memoria la escena que acababa de acontecer. A medida que su sombrío furor se aplacaba, aumentaba su compasión por Antonia. Se detuvo, y quiso decirle unas palabras de consuelo; pero no supo de dónde sacarlas, y se quedó mirándola con lúgubre extravío. Su situación parecía tan desesperada, tan desolada, que no había fuerza humana que pudiera aliviarla. ¿Qué podía hacer por ella? Ahora había perdido la paz del espíritu, y su honra había quedado irreparablemente arruinada. Había sido separada para siempre del mundo, y no se atrevía a devolverla a él. Comprendía que, si reaparecía, se descubriría su culpa, y su castigo sería inevitable. Para el que está cargado de crímenes, la muerte llega doblemente armada de terrores. Sin embargo, aunque devolviese a Antonia a la luz y afrontase la posibilidad de que le traicionara, ¡qué miserable porvenir se le ofrecía! No tendría posibilidad de vivir nunca más de manera digna; estaría marcada por la infamia, y condenada al dolor y a la soledad para el resto de su vida. ¿Cuál era la alternativa? Una solución más terrible aún para Antonia, pero que al menos garantizaría la seguridad del monje. Decidió dejar que el mundo siguiese convencido de su muerte, y tenerla cautiva en esta tenebrosa prisión: aquí planeaba visitarla todas las noches, traerle comida, confesarle su arrepentimiento, y mezclar sus lágrimas con las de ella. El abad se daba cuenta de que esta resolución era injusta y cruel; pero era el único medio de evitar que Antonia divulgase su culpa y su propia infamia. Si la dejaba libre, no podía confiar en su silencio: la ofensa que le había infligido era demasiado grave para esperar su perdón. Además, su reaparición despertaría la universal curiosidad y la violencia de su aflicción le impediría ocultar su causa. Así que decidió que Antonia siguiese prisionera en la mazmorra.

Se acercó a ella con la confusión pintada en su semblante. La levantó del suelo. La mano de Antonia tembló al cogérsela él, y Ambrosio la soltó como si hubiese tocado una serpiente. Su naturaleza pareció retroceder ante su mero contacto. Se sentía a la vez rechazado y atraído por ella, aunque no podía explicarse ninguno de estos dos sentimientos. Había algo en la expresión de Antonia que le traspasaba de horror; y aunque su entendimiento lo ignoraba todavía, su conciencia le ponía de relieve toda la dimensión de su crimen. Con palabras atropelladas, aunque en el tono más suave de que era capaz y voz apenas audible, mientras mantenía los ojos apartados, trató de consolarla de una desventura ya irreparable. Se declaró sinceramente arrepentido y dijo que con gusto derramaría una gota de su sangre por cada lágrima que su atrocidad le había arrancado a ella. Desdichada y sin esperanza, Antonia le escuchaba con mudo dolor. Pero cuando él le anunció su decisión de tenerla encerrada en el sepulcro, condenarla a un espantoso destino ante el cual la muerte parecía deseable, despertó inmediatamente de su insensibilidad. La idea de arrastrar una vida miserable en una repugnante celda, ignorada de todo ser humano salvo de quien la había violado, rodeada de cadáveres putrefactos, respirando el aire pestilente de la corrupción, y no volver a ver la luz ni beber la brisa pura de los cielos, era más terrible de lo que podía soportar. Se sobrepuso incluso al horror que sentía por el fraile. Nuevamente cayó de rodillas: suplicó su compasión en los términos más patéticos e insistentes. Prometió, si le devolvía la libertad, ocultar al mundo sus agravios, explicar su reaparición de la manera que él juzgase más conveniente; y a fin de evitar que recayese sobre él la menor sospecha, se ofreció a abandonar Madrid inmediatamente. Sus ruegos eran tan insistentes, que produjeron honda impresión en el monje. Consideró éste que, puesto que su persona no excitaba ya sus deseos, ningún interés tenía mantenerla oculta como había sido su primera intención; que eso añadía nuevos agravios a los que ya había sufrido; y que si era fiel a su promesa, él estaría seguro, tanto si la dejaba encerrada o en libertad. Por otro lado, le daba miedo que, en su aflicción, Antonia rompiese el pacto impensadamente, o que su excesiva simplicidad y su ignorancia de la astucia diese pie a que alguien más artero sorprendiese su secreto. Sin embargo, pese a lo fundados que eran estos recelos, la compasión y un sincero deseo de reparar su crimen lo más posible le inclinaban a acceder a los ruegos de la suplicante. El único punto que le tenía indeciso era la dificultad de hacer plausible el inesperado retorno de Antonia a la vida tras su supuesta muerte y público enterramiento. Aún estaba meditando sobre el medio de eliminar tal obstáculo, cuando oyó ruido de pasos que se acercaban con precipitación. Se abrió la puerta de la cripta, y entró corriendo Matilde, visiblemente nerviosa y aterrada. Al ver entrar a un extraño, Antonia profirió un grito de alegría. Pero su esperanza de recibir auxilio de su parte se desvaneció en seguida. El supuesto novicio, sin mostrar la menor sorpresa al descubrir a una mujer a solas con el monje en tan extraño lugar y a hora tan tardía, se dirigió a él sin la menor vacilación.

—¿Qué podemos hacer, Ambrosio? Estamos perdidos, a menos que encuentren algún medio de dispersar a los amotinados. Ambrosio, el convento de Santa Clara está en llamas; la priora ha caído víctima del furor de la multitud. La abadía amenaza con correr la misma suerte. Los monjes, alarmados ante la ira del populacho, os buscan por todas partes. Creen que sólo vuestra autoridad bastará para calmar estos alborotos. Nadie sabe qué ha sido de vos, y vuestra ausencia ha creado universal asombro y desesperación. Yo he aprovechado la confusión para venir aquí corriendo a advertiros del peligro.

—Lo remediaremos en seguida —contestó el abad—; regresaré inmediatamente a mi celda. Explicaré mi ausencia con cualquier excusa.

—Imposible —replicó Matilde—. El sepulcro está lleno de arqueros. Lorenzo de Medina está registrando las bóvedas y recorre los pasadizos con varios oficiales de la Inquisición.

Os cortarán la salida. Os preguntarán los motivos por los que os encontráis a estas horas en el sepulcro. Descubrirán a Antonia ¡y estaréis perdido para siempre!

—¿Lorenzo de Medina? ¿Oficiales de la Inquisición? ¿Qué les trae a este lugar? ¿Me buscan? ¿Acaso soy ya sospechoso? ¡Oh, hablad, Matilde! ¡Contestadme, por piedad!

—Hasta ahora no sospechan nada de vos, pero me temo que no tardarán. Vuestra única posibilidad de no ser descubierto está en lo improbable de que exploren esta mazmorra. La puerta está hábilmente disimulada. Tal vez no reparen en ella, y podamos permanecer ocultos hasta que terminen de registrar…

—Pero Antonia… Si se acercan los inquisidores y oyen sus gritos…

—¡Yo evitaré ese riesgo! —interrumpió Matilde.

Mientras hablaba, sacó un puñal y se abalanzó sobre su presa.

—¡Deteneos! ¡Deteneos! —exclamó Ambrosio, cogiéndole la mano y quitándole el arma que ya tenía en alto—. ¿Qué ibais a hacer, mujer cruel? ¡Ya ha sufrido demasiado la desdichada gracias a vuestros consejos perniciosos! ¡Ojalá no los hubiera escuchado jamás! ¡Ojalá no hubiese visto nunca vuestro rostro!

Matilde le lanzó una mirada de desprecio.

—¡Absurdo! —exclamó, con un gesto de pasión y de soberbia que atemorizó al monje—. Después de despojarla de cuanto la hacía valiosa, ¿teméis privarla de una vida miserable? ¡Pero está bien! Dejadla vivir y os convenceréis de vuestra locura. ¡Os abandono a vuestro aciago destino! ¡Renuncio a vuestra alianza! Quien tiembla ante la idea de cometer un crimen tan insignificante, no merece mi protección. ¡Escuchad! ¡Escuchad! Ambrosio, ¿oís a los arqueros? Ya vienen; ¡vuestra ruina es inevitable!

En ese momento oyó el abad rumor de voces distantes. Corrió a cerrar la puerta, de cuyo secreto dependía su seguridad, que Matilde había olvidado cerrar. Antes de que llegase a ella vio correr a Antonia delante de él, con la rapidez de una flecha, y huir hacia donde sonaban las voces. Había estado escuchando a Matilde con atención. Oyó mencionar el nombre de Lorenzo y decidió arriesgarlo todo para ponerse bajo su protección. La puerta estaba abierta. El rumor de voces la convencieron de que los arqueros no podían andar lejos. Hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban, echó a correr antes de que el monje se percatase de sus intenciones y se dirigió rápidamente hacia aquel lugar. Tan pronto como se recobró de su primera sorpresa, el abad salió tras ella. En vano redobló Antonia su velocidad y forzó al máximo sus nervios. Su enemigo ganaba terreno por momentos, y sintió el calor de su aliento en el cuello. El monje la alcanzó; alargó la mano, la agarró por los bucles agitados de su pelo y trató de arrastrarla de nuevo hacia la mazmorra. Antonia se resistió con todas sus fuerzas. Se abrazó a una columna que sostenía el techo y gritó pidiendo socorro. En vano la amenazó el monje si no callaba.

—¡Socorro! —siguió gritando—. ¡Socorro! ¡Socorro, por amor de Dios!

Estimulado por sus gritos, el ruido de pasos pareció acercarse más deprisa. El abad temía ver llegar de un instante a otro a los inquisidores. Antonia seguía resistiéndose, así que tuvo que reducirla al silencio por el medio más horrible e inhumano. Aún empuñaba la daga de Matilde. Sin permitirse un segundo de reflexión, la levantó ¡y la hundió dos veces en el pecho de Antonia! Ella profirió un alarido y se derrumbó en el suelo. El monje trató de llevársela, pero continuaba abrazada firmemente a la columna. En ese instante se proyectó en las paredes la luz de las antorchas que se acercaban. Temiendo ser descubierto, Ambrosio se vio obligado a abandonar a su víctima, y huyó a toda prisa hacia la mazmorra donde había dejado a Matilde.

No pasó inadvertido. Don Ramírez, que iba a la cabeza, descubrió a una mujer ensangrentada en el suelo y vio huir a un hombre del lugar, cuya precipitación le delataba como el homicida. Inmediatamente, persiguió al fugitivo con algunos arqueros, mientras los demás se quedaban con Lorenzo para auxiliar a la malherida desconocida. La levantaron y la sostuvieron en brazos. Se había desmayado por el exceso de dolor, pero pronto dio signos de recobrar los sentidos. Abrió los ojos y, al alzar la cabeza, los rubios cabellos que ocultaban su rostro cayeron hacia atrás.

—¡Dios Todopoderoso! ¡Es Antonia!

Tal fue la exclamación de Lorenzo, mientras la arrancaba de los brazos de los asistentes y la estrechaba con los suyos.

Aunque guiado por mano insegura, el puñal había respondido demasiado bien a los propósitos de su dueño. Las heridas eran mortales, y Antonia se daba cuenta de que no tenía salvación. Sin embargo, los pocos instantes que le quedaban fueron instantes de felicidad. La angustia que reflejaba el rostro de Lorenzo, la frenética pasión de sus lamentos y su ansiosa preocupación por las heridas la convencieron más allá de toda duda de que eran de ella sus afectos. No quiso que la sacaran de la cripta, temerosa de que el movimiento acelerase su muerte; no quería perder ninguno de estos instantes en que recibía de Lorenzo pruebas de su amor, a las que ella correspondía. Le dijo que, de no haber sido mancillada, habría sentido morir ahora; pero que, privada de su honra y manchada por la vergüenza, la muerte era una bendición. No podría haber sido su esposa; y careciendo de esta esperanza, se resignaba a bajar a la sepultura sin un suspiro de pesar. Le pidió que tuviese valor, le alentó para que no se abandonase a un dolor inútil, y le confesó que creía no tener en este mundo más que a él. Aunque cada una de sus dulces palabras aumentaba el dolor de Lorenzo, más que aliviarlo, siguió hablando de este modo hasta el momento de su disolución. Su voz desfalleció, se hizo apenas audible. Una densa nube enturbió su vista; su corazón se volvió lento, irregular, y cada instante pareció anunciar su desenlace.

Yacía con la cabeza apoyada en el pecho de Lorenzo, y sus labios aún murmuraban palabras de consuelo. La interrumpió el tañido de la campana del convento, que dio la hora. Súbitamente, los ojos de Antonia centellearon con celestial luminosidad; su cuerpo pareció recibir nueva fuerza y animación. Se incorporó de los brazos de su amado.

—¡Las tres! —exclamó—. ¡Madre, voy a ti!

Juntó las manos y cayó sin vida en el suelo. Lorenzo, presa de una angustia indescriptible, se arrojó junto a ella; se mesó los cabellos, se golpeó el pecho y se negó a separarse del cadáver. Finalmente, sin fuerzas ya, consintió que le sacaran de la cripta, siendo trasladado al palacio de Medina apenas más vivo que la desventurada Antonia.

Entre tanto, aunque perseguido de cerca, Ambrosio había logrado refugiarse en la mazmorra. La puerta estaba ya cerrada cuando don Ramírez llegó, y transcurrió mucho tiempo antes de descubrir el escondite del fugitivo. Pero nada se resiste a la perseverancia. Aunque hábilmente oculta, no escapó la puerta a la inspección de los arqueros. La abrieron a la fuerza y entraron, con gran espanto de Ambrosio y de su compañera. La confusión del monje, su intento de esconderse, su rápida huida y la sangre que machaba sus ropas, no dejaban lugar a dudas de que era el asesino de Antonia. Pero cuando le identificaron como el inmaculado Ambrosio, «el Hombre Santo», el ídolo de Madrid, los perseguidores se quedaron estupefactos, y apenas podían convencerse de que no era una aparición lo que tenían ante sí. El abad no trató de justificarse, sino que mantuvo un obstinado silencio. Le prendieron y le maniataron. Tomaron la misma precaución respecto a Matilde. Al quitarle la capucha, la profusión y belleza de sus cabellos delataron su sexo, y este incidente produjo un nuevo asombro. Encontraron, también, la daga en la tumba, donde el monje la había arrojado; y tras registrar completamente la mazmorra, los culpables fueron conducidos a las prisiones de la Inquisición.

Don Ramírez tuvo cuidado de que el populacho siguiese ignorante de los crímenes e identidad de los cautivos. Temía que se repitiera el amotinamiento que había seguido a la detención de la priora de San Clara. Se limitó a comunicar a los capuchinos el delito de su superior. Para evitar la vergüenza de una confesión pública, y temiendo el furor popular, del que ya habían salvado la abadía con grandes dificultades, los monjes permitieron de buen grado que los inquisidores registrasen el edificio sin ruido. No realizaron ningún nuevo descubrimiento. Recogieron los efectos encontrados en las celdas del abad y de Matilde, y los llevaron a la Inquisición para ser presentados como pruebas. Todo lo demás quedó como estaba, y el orden y la tranquilidad fueron restablecidos una vez más en Madrid.

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