El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Charles Brockden Brown » Wieland o La transformación

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WIELAND O LA TRANSFORMACIÓN

(fragmento)

THEODORE Wieland, sentado en el banquillo, fue llamado a declarar en su defensa. Durante algún tiempo miró en silencio a su alrededor con discreta serenidad. Finalmente habló:

—Es extraño. Soy conocido de mis jueces y mis oyentes. ¿Quién de entre todos vosotros ignora en la actualidad quién es Wieland? ¿Quién no le conoce como marido, padre o amigo? Y, sin embargo, aparezco ante este tribunal como un criminal. Se me acusa de diabólica malicia. ¡Se me imputa el asesinato de mi mujer y de mis hijos!

»Es verdad, yo los maté; perecieron de mi propia mano. Sería innoble que buscara una justificación. ¿Qué es lo que tengo que justificar? Y ¿ante quiénes?

»Vosotros sabéis que están muertos y que fui yo quien les mató. ¿Qué más queréis? ¿Pretendéis arrancarme por la fuerza una confesión de los motivos que me impulsaron a ello? ¿No los habéis descubierto todavía? Me acusáis de malicia; sin embargo, vuestros ojos no están cerrados, ni vuestra razón declina, ni habéis perdido la memoria. Conocéis perfectamente a quien acusáis así. Os son conocidas todas sus costumbres; conocéis el trato dado a su mujer y a sus retoños; os son familiares tanto la firmeza de su integridad como la inmutabilidad de sus principios; ¡y todavía persistís en la acusación! Me habéis traído aquí esposado como un felón. ¡Me consideráis digno de una muerte ignominiosa!

»¿Quiénes eran los que he matado? Mi esposa y los pequeños que me deben la existencia. Esa criatura que, dadas sus cualidades, merece un afecto mayor que el habitual entre personas unidas por afinidades naturales. ¿Creéis que fue la malicia lo que me impulsó a hacerlo? Esconded, pues, vuestros osados rostros al escrutinio de los cielos. Algún día deploraréis vuestra iniquidad o locura; pero ya no habrá expiación posible.

»No creáis que me dirijo a vosotros. Expulsad de vuestros corazones ese detestable engreimiento. Tratadme como a un asesino y arrastradme a una muerte prematura. No haré nada para disipar vuestra ilusión. No proferiré ni una sola palabra para remediar vuestra sanguinaria locura. Pero, probablemente, habrá alguien entre todos vosotros que haya venido de lejos y esté imposibilitado de conocerme por su lejanía. Es a él (o a ellos) a quien referiré lo que he hecho, y por qué lo hice.

»Es innecesario decir que Dios ha sido siempre objeto de mi suprema pasión. He conservado para él mi corazón puro y sin mancha. En todo momento he ansiado conocer su voluntad. He ardido en deseos de probar mi fe y mi obediencia.

»Me he pasado toda la vida buscando la revelación de esa voluntad. Pero ha sido una vida triste porque mi búsqueda fracasó. He rastreado por todas partes un resquicio de luz que me orientara. Y, después de todo, no estaba tan desencaminado; pero no sacaba conclusiones por falta de convicción. La insatisfacción acabó por ocupar todos mis pensamientos. Mis intenciones habían sido puras; mis anhelos, infatigables. Pero hasta muy recientemente no se realizaron del todo estos propósitos, ni se gratificaron plenamente estos deseos.

»Te agradezco, Padre mío, tu generosidad; que no me hayas exigido un sacrificio menor; que me hayas brindado la ocasión de testimoniar mi sumisión a tu voluntad. ¿Te he negado acaso lo que has querido exigirme? Ahora puedo reclamar sin miedo mi recompensa, pues te he entregado el tesoro de mi alma.

»Me encontraba en mi propia casa al anochecer. Mi hermana se había ido a la ciudad, pero se proponía regresar esa misma noche. Aguardando su vuelta, mi mujer y yo demoramos irnos a la cama más allá de la hora acostumbrada; el resto de la familia se retiró sin embargo.

»Mi espíritu estaba sereno y propicio a la contemplación, aunque un tanto receloso por la seguridad de mi hermana. Inexplicables acontecimientos recientes sugerían la existencia de algún peligro; pero, al no dar nuestra imaginación ninguna forma concreta a ese peligro, apenas se alteró nuestra tranquilidad.

»El tiempo pasó y mi hermana no llegaba. Su casa está a poca distancia de la mía y, aunque habíamos convenido que pasaría la noche con nosotros, era posible que, por olvido, o a causa de alguna imprevista emergencia, hubiera regresado a su morada.

»Por consiguiente, me pareció conveniente ir a averiguar la verdad, y fui. En el camino, no pensaba más que en la situación moral en la que me encontraba. Presa de un torrente de fervorosas meditaciones, perdí de vista mi propósito. A veces permanecía inmóvil; otras, extraviaba mi camino y hallaba dificultades en reencontrarlo, recuperándome de mi arrebato contemplativo.

»La progresión de mis pensamientos es fácilmente rastreable. Al principio sentía latir mi corazón con un éxtasis sólo conocido por aquellos cuyo amor conyugal y parental es ilimitado, y cuyos desmesurados deseos rebosan complacencia. No sabría explicar por qué estas emociones, que con tanta frecuencia experimentaba, volvían a presentarse ahora con inusitada fuerza. No era nueva para mí la transición de la sensación de alegría al profundo sentimiento de gratitud. El autor de mi ser era, asimismo, el dispensador de todos los dones que lo embellecían. La correspondencia a que tiene derecho un benefactor así es ilimitada. Mis sentimientos estaban en deuda con su devoción por todo lo que para ellos era valioso. Todas las pasiones que no tengan este origen son infames, todas las alegrías endebles, todas las energías malignas.

»Durante unos instantes mis pensamientos se remontaron por encima de la tierra y de sus habitantes. Tendí mis manos, elevé los ojos al cielo y exclamé: “¡Oh! ¿Por qué no me admites en tu presencia? Mi mayor felicidad sería conocer tu voluntad y cumplirla. El bienaventurado privilegio de comunicarme directamente contigo y escuchar la audible enunciación de tus deseos. ¿Qué tarea no emprendería yo por ti? ¿Qué privación no toleraría de buena gana para probarte mi amor? Por desgracia te escondes de mi vista: sólo me proporcionas vislumbres de tu excelencia y belleza. ¡Ojalá me enviaras una momentánea emanación de tu gloria! ¡Alguna prueba inequívoca de tu presencia!”.

»En este estado de ánimo entré en casa de mi hermana. Estaba vacía. A duras penas recordaba los motivos que me habían conducido hasta ella. Otras preocupaciones se habían posesionado por completo de mi mente, hasta casi borrar las nociones de espacio y tiempo. Sin embargo refrené estos extravíos y ascendí hasta su cámara.

»No tenía ninguna luz a mano, y la observación externa me convenció de que en la casa no había nadie. Sin embargo no quedé satisfecho con este incompleto examen. Entré en la habitación y, no encontrando al objeto de mi búsqueda, me dispuse a salir.

»La oscuridad exigía algunas precauciones para descender la escalera. Extendí la mano para asir la balaustrada y poder guiar mis movimientos. En ese momento, un indescriptible resplandor apareció súbitamente ante mi vista.

»Estaba ofuscado. Mis órganos estaban paralizados. Mis ojos se cerraron y retiré mi mano de la balaustrada. Un indecible pavor me heló la sangre en las venas y permanecí inmóvil. El resplandor no desaparecía ni disminuía. Era como si una intensa refulgencia me cubriera como un manto.

»Abrí los ojos y comprobé que el fulgor y la luminosidad me rodeaban. Era la atmósfera celestial que flotaba en el ambiente. A primera vista no se veía más que un ardiente flujo; pero, al instante, una voz aguda y penetrante, elevándose por detrás, solicitaba mi atención.

»Volví la cabeza. Me es imposible describir lo que vi. Las palabras difícilmente servirían. Ni el lenguaje ni la escritura encontrarían matices lo suficientemente potentes para describir la velada figura cuyo rostro brillaba ante mí.

»Cuando habló, los acentos de su voz conmovieron mi corazón. “Tus oraciones han sido escuchadas —dijo—. En prueba de tu fe debes entregarme a tu esposa. Es la víctima que he elegido. Hazla venir a esta casa y que muera aquí.” La voz, el rostro y la luz se desvanecieron al mismo tiempo.

»¿Qué es lo que me pedía? ¡Que la sangre de Catherine fuese derramada! ¡Que mi esposa muriera por mis propias manos! Yo, que buscaba una oportunidad para probar mi virtud, poco me esperaba que se me exigiera semejante prueba.

»—¡Mi esposa! —grité—. ¡Oh, Dios mío!, elije cualquier otra víctima. No me conviertas en el verdugo de mi esposa. Mi vida bien poco vale, te la entrego gustoso. Pero perdona, te lo suplico, esa preciosa existencia, o encarga a otro que no sea su marido que cumpla la sangrienta orden.

»Todo fue en vano. La senda estaba marcada. La resolución había sido dictada y sólo quedaba ejecutarla. Salí precipitadamente de la casa, atravesé con rapidez los campos intermedios, y no me detuve hasta llegar al vestíbulo de mi propia casa.

»Mi esposa había permanecido allí durante mi ausencia, esperando impacientemente mi regreso con algunas noticias sobre mi hermana. No tenía nada que comunicarle. Necesité algún tiempo para recobrar el aliento tras la carrera. Esta circunstancia, junto a la conmoción que me agitaba y al extravío de mis ojos, la alarmaron. Inmediatamente sospechó que algún desastre le había acaecido a su amiga, y su voz era todavía más temblorosa que la mía.

»Aunque guardó silencio, su aspecto revelaba su impaciencia por oír lo que tenía que comunicarle. Finalmente hablé, pero con tanta precipitación que apenas pudo entenderme. Al mismo tiempo cogí su brazo y la obligué a levantarse de la silla.

»—Ven conmigo, rápido; no pierdas un instante —dije—. El tiempo apremia y la orden debe cumplirse. No te detengas. No hagas preguntas. ¡Ven conmigo!

»Mi comportamiento aumentó todavía más su alarma. Sus ojos perseguían los míos, mientras gritaba: “¿Qué pasa? Por el amor de Dios, ¿qué ocurre? ¿Adónde me llevas?”.

»La miré fijamente mientras hablaba. Pensé en sus virtudes; la contemplé como madre de mis hijos y esposa mía. Entonces recordé el propósito para el cual había solicitado su ayuda. Mi corazón vaciló, y comprendí que necesitaría de todas mis fuerzas para culminar el plan. Había un peligro inminente en la más mínima vacilación.

»Aparté mis ojos de ella y, presionándola de nuevo, la llevé hacia la puerta. “Debes venir conmigo, es necesario.”

»Catherine, espantada, se resistió a mis esfuerzos y exclamó:

»—¡Válgame Dios! ¿Qué significa todo esto? ¿Adónde hemos de ir? ¿Qué ha sucedido? ¿Has encontrado a Clara?

»—Sígueme y verás —contesté, haciéndola avanzar a su pesar.

»—¿Qué frenesí te embarga? Algo ha debido ocurrir. ¿Está enferma? ¿La has encontrado?

»—Ven y verás. Sígueme y lo comprobarás por ti misma.

»Todavía protestó y me suplicó que le explicara tan misteriosa conducta. No tuve valor suficiente para contestarla o mirarla a la cara; pero, aferrando su brazo, hice que me siguiera. Ella vaciló, debido más bien a la confusión de su mente que a su reticencia a acompañarme. Gradualmente, la confusión de Catherine se disipó, y me siguió con pasos irresolutos y continuas exclamaciones de sorpresa y de pavor.

»—¿Qué pasa? ¿Adónde me llevas? —no cesaba de interrogarme con vehemencia.

»Me esforcé por no pensar; por mantener mi mente en un estado de turbación que me impidiera oír su voz. Guardé silencio. Tenía prisa por llegar.

»Así llegamos a casa de mi hermana. Catherine, viendo las ventanas sin luz, se sorprendió.

»—¿Por qué venimos aquí? —dijo—. No hay nadie. ¡No pienso entrar!

»No respondí nada; pero, abriendo la puerta, la arrojé al interior del zaguán. Era el lugar asignado para el sacrificio: allí debía morir. Solté su mano y, ciñéndome la frente con las palmas de las manos, hice un esfuerzo soberbio para dominarme.

»Fue en vano; no lo conseguí. Mi ánimo decayó y las fuerzas me abandonaron. Balbuceé una oración pidiendo ayuda al Cielo. De nada valió.

»El miedo me invadió. Vislumbré mi cobardía y la desobediencia de que me hacía culpable, y permanecí rígido y helado como el mármol. De este estado me sacó la voz de mi esposa, que insistía en sus súplicas por que le contara para qué habíamos ido allí, y cuál había sido el hado de mi hermana.

»¿Qué podía responder yo? Tenía la voz rota y era incapaz de expresarme. La observación de estos síntomas reforzó los temores de la mujer; pero tales temores eran erróneos. Lo único que dedujo de mi conducta fue que a Clara le había acontecido algún terrible percance.

»Se retorció las manos y exclamó con angustia: “¡Dime dónde está! ¿Qué ha sido de ella? ¿Está enferma? ¿Muerta? ¿Está en sus aposentos? ¡Déjame ir allá, quiero saberlo todo!”.

»Esta propuesta puso otra vez en funcionamiento mi mente. Quizás tuviera fuerza suficiente para llevar a cabo en otra parte lo que mi desobediente corazón se negaba a ejecutar allí.

»—Ven, pues —le dije—. Subamos.

»—De acuerdo, pero no a oscuras. Antes debemos procurarnos una luz.

»—Corre, pues, y consíguela; pero te ordeno que no te demores. Aguardo tu vuelta.

»Durante su ausencia, caminé a grandes zancadas por el zaguán. El más devastador y tétrico huracán apenas podría dar una idea aproximada del desorden que reinaba en mi mente. No podía omitir el sacrificio y, sin embargo, mis miembros se resistían a ejecutarlo. No tenía alternativas. Era imposible rebelarse contra el mandato divino. La obediencia me convertiría en el verdugo de mi esposa. Mi voluntad era firme, pero mis miembros rechazaban su función.

»Catherine volvió con una luz. La conduje hasta la alcoba de Clara. Miró por todas partes, levantó las cortinas de la cama, pero no vio nada.

»Finalmente volvió sus ojos hacia mí interrogativamente. Ahora la luz le permitía descubrir en mi rostro lo que la oscuridad le había ocultado hasta entonces. Las inquietudes que tenía acerca de mi hermana las transfirió a mí, diciéndome con voz trémula:

»—¡Wieland! ¿No te encuentras bien? ¿Qué tienes? ¿Puedo hacer algo por ti?

»Era de esperar que esas inflexiones de voz y esos ademanes tan persuasivos hicieran tambalear mi resolución. Mis pensamientos cayeron de nuevo en la anarquía. Me tapé los ojos con una mano para no ver a Catherine, y únicamente le respondí con gemidos. Ella cogió entonces mi otra mano entre las suyas y, apretándola contra su corazón, me habló con esa voz que siempre consiguió inclinar mi voluntad y disipar mis penas.

»—¡Amigo mío! ¡Amigo del alma! Cuéntame la causa de tu aflicción. ¿No soy digna de compartir tus inquietudes? ¿No soy tu esposa?

»Era demasiado. Me deshice de su abrazo y me retiré a un rincón del aposento. Mientras tanto, recuperé una vez más el valor y resolví cumplir con mi deber. Catherine me siguió y renovó sus ardientes súplicas por conocer la causa de mi aflicción.

»Levanté la cabeza y la miré resueltamente. Le susurré algo acerca de la muerte y de los requerimientos de mi deber. Al oír esas palabras retrocedió y me miró con una nueva expresión de angustia. Después de una pausa, juntó sus manos y exclamó:

»—¡Oh, Wieland! ¡Wieland! Dios quiera que me equivoque pero, sin duda, algo debe ir mal. Y a veo, está muy claro: estás perdido… perdido para mí y para ti mismo —al mismo tiempo me miró con la más viva inquietud, esperando que aparecieran nuevos síntomas.

»—¿Perdido? No, conozco perfectamente mi obligación y, gracias a Dios, he superado mi cobardía y puedo cumplirla. ¡Catherine! Compadezco la debilidad de tu naturaleza. Te compadezco pero no puedo ser clemente. Tu vida ha sido reclamada. ¡Debes morir a manos mías!

»Ahora su miedo corría parejo con su congoja.

»—¿Qué quieres decir? ¿Por qué hablas de muerte? Recapacita, Wieland, recapacita; este acceso pasará. ¡Oh! ¿Por qué vendría aquí? ¿Por qué me has arrastrado hasta aquí?

»—Te he traído a esta casa para cumplir un mandato divino. He sido designado tu ejecutor y debo ejecutarte.

»Diciendo esto, la cogí por las muñecas. Ella gritó a voz en cuello e intentó librarse de mi apretón, pero sus esfuerzos fueron inútiles.

»—Wieland, seguro que no quieres decir eso. ¿No soy acaso tu esposa? ¿Querrías tú matarme? No, no lo quieres. Y, sin embargo, lo estoy viendo, ya no eres Wieland. Una horrible e irresistible furia te posee. ¡Sé clemente conmigo! ¡Ayúdame!

»Mientras le quedó aliento, Catherine pidió a gritos ayuda y misericordia. Cuando ya no pudo hablar, sus gestos, sus miradas, solicitaron mi compasión. Mi maldita mano estaba irresoluta y temblorosa. Pretendía que su muerte fuera súbita, que su agonía fuera breve. ¡Ay de mí! Mi corazón era débil, mi resolución mudable. Tres veces aflojé mis manos, y la vida siguió su curso, aunque en medio de terribles sufrimientos. Sus ojos se le salían de las órbitas. Horrorosas contorsiones alteraban ese bello rostro que solía fascinarme tanto, y que tanto reverenciaba.

»—Recibí la orden de matarte, no de atormentarte con el anuncio de tu muerte, multiplicando tus miedos y prolongando tu agonía.

»Macilenta, pálida y exánime, Catherine finalmente desistió de luchar contra su destino. Fue un momento de triunfo. Había logrado vencer la obstinación de las pasiones humanas: la víctima exigida había sido sacrificada; todo estaba consumado.

»Levanté el cadáver en mis brazos y lo deposité en la cama. Contemplé mi obra con deleite. Mi entusiasmo era tan grande que rompí a reír. Batí palmas y exclamé:

»—¡Está hecho! ¡He cumplido con mi sagrado deber! ¡Te he sacrificado, oh Dios mío, el mejor don que me has dado: mi esposa!

»De esta forma superé durante algún tiempo mi flaqueza. Imaginé que siempre había actuado por encima de mi propio egoísmo, pero era falso. Este arrebato cesó rápidamente. Miré de nuevo a mi esposa. Toda mi alegría se desvaneció, y me pregunté quién podría ser el cadáver que tenía ante mí. Me parecía que no podía ser Catherine. No podía ser la mujer que durante tantos años se había alojado en mi corazón; que había dormido, por las noches, entre mis brazos; que había llevado en sus entrañas, y criado a sus pechos, a los seres que me llamaban padre; a la cual había cuidado con sumo placer y había querido con un cariño siempre nuevo y perennemente en aumento. No, no podía ser la misma.

»¿Dónde estaba su lozanía? Esas cuencas muertas y bañadas en sangre mal recordaban la extática ternura azulada de sus ojos. Esos colores lívidos y esa horrible deformidad en nada se parecían al resplandeciente rubor que el amor solía encender en sus mejillas. ¡Ay de mí! Eran las huellas de la agonía; la muerte había pasado por allí.

»No insistiré en mi atroz y culpable desesperación. El soplo divino que me había sostenido desapareció: ya no era más que un simple hombre. Brinqué, golpeé mi cabeza contra la pared, proferí aullidos de terror, deseé con vehemencia la tortura y el dolor. El fuego eterno y los lamentos del infierno eran como lecho de rosas y música celestial en comparación con lo que yo sentía.

»Agradecí a Dios que mi vacilación fuese pasajera y que una vez más se hubiera dignado confiar en mí. Consideraba lo que había hecho como un sacrificio al deber y estaba tranquilo. Mi esposa había muerto, pero pensé que, perdida esa humana fuente de consuelo, todavía me quedaban otras. Si ya nunca más podría gozar de los placeres matrimoniales, todavía me quedaban los sentimientos paternales. Cuando el recuerdo de su madre me agobie hasta la desesperación, los miraré a ellos y seré reconfortado.

»Mientras estas ideas daban vueltas en mi cabeza, un nuevo fervor se apoderó de mí: me había equivocado. Esos tiernos sentimientos no eran más que un síntoma de mi egoísmo. No me di cuenta de ello, y fueron necesarios un nuevo resplandor y un nuevo mandato para disipar el velo que oscurecía mi percepción.

»De estas reflexiones me sacó un rayo luminoso que penetró en el aposento. Una voz como la que había oído antes pronunció las siguientes palabras:

»—Has obedecido, eso está bien. Pero todavía queda algo por hacer; el sacrificio está incompleto; debes ofrecerme a tus hijos; ¡es necesario que perezcan como su madre!

[…]

»No. No tengo nada más que decir. He terminado con mi historia. Mis motivos han sido fielmente consignados. Si mis jueces son incapaces de discernir la pureza de mis intenciones, o de dar crédito a la declaración que acabo de hacer, si no entienden que mi acto fue una imposición del Cielo, que la obediencia fue una prueba de verdadera virtud, y la extinción del egoísmo y el error, deben declararme asesino.

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