El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Mary W. Shelley » Transformación

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TRANSFORMACIÓN

De pronto este cuerpo mío se sintió atenazado

Por una dolorosa agonía

Que me forzó a dar comienzo a mi historia;

Y en ese momento me sentí libre.

Desde entonces, en hora incierta

Vuelve a mí esa agonía

Y en tanto no he contado mi historia

El corazón se me abrasa en el pecho.

S. T. COLERIDGE, «Rima del viejo marinero»

HE oído decir que cuando un ser humano tiene una aventura extraña, sobrenatural y nigromántica, por mucho que desee ocultarla, en ciertos períodos se siente devastado, por decirlo así, por un terremoto intelectual que le fuerza a descubrir ante otro ser humano las interioridades más profundas de su espíritu. Yo soy testigo de la verdad que hay en ello. Me juré firmemente a mí mismo no revelar nunca, ante oídos humanos, los horrores a los que me entregué antaño, en un exceso de orgullo diabólico. El santo sacerdote que me oyó en confesión y me reconcilió con la Iglesia ha muerto. Nadie sabe que en cierta ocasión…

¿Por qué no callarme? ¿Por qué contar la historia de aquel impío tentar a la Providencia, de aquella violenta humillación que sufrió mi alma? ¿Por qué? ¡Respondedme, vosotros que sois entendidos en los secretos de la naturaleza humana! Yo sólo sé que esto es así; y a pesar de mi firme resolución —de un orgullo que me domina en demasía—, de la vergüenza, e incluso del miedo de hacerme odioso a mis semejantes, debo hablar.

¡Génova! ¡Mi lugar de nacimiento, orgullosa ciudad que se eleva sobre las azules olas del mar Mediterráneo! ¿Me recuerdas en mi adolescencia, cuando tus acantilados y promontorios, tu cielo despejado y tus alegres viñedos eran todo mi mundo? ¡Tiempos felices! Porque un universo de estrechos límites, por su misma limitación, permite que el joven corazón dé rienda suelta a la imaginación al encadenar nuestras energías físicas, y porque es el único período de nuestras vidas en que inocencia y placer se hallan unidos… No obstante, ¿quién puede volver la vista atrás, hacia la infancia, y no recordar sus tristezas y sus lacerantes temores? Nací con el carácter más imperioso, altanero e indomable que se le haya otorgado jamás a un ser humano. Sólo era capaz de ceder ante mi padre, y él, noble y generoso pero caprichoso y tiránico, impulsó y frenó a la vez la salvaje impetuosidad de mi espíritu, imponiendo la obediencia sin el respeto que hubiesen debido inspirar los motivos que regían sus órdenes. Llegar a ser un hombre libre e independiente o, mejor dicho, insolente y dominante, era la esperanza y el deseo de mi corazón rebelde.

Mi padre tenía un amigo, un acaudalado noble genovés, que en un tumulto político fue repentinamente condenado al destierro, siendo confiscadas sus propiedades. El marqués de Torella marchó al exilio en solitario. Como mi padre, también él era viudo: tenía una hija, Julieta, casi una niña, que quedó bajo la custodia de mi padre. Yo hubiese sido ciertamente un duro mentor para aquella niña encantadora, pero por mi posición me vi forzado a convertirme en su protector. Toda una serie de incidentes infantiles tendieron a un punto: hacer que Julieta viese en mí un refugio, una roca segura, y yo en ella a una criatura destinada a perecer a causa de la delicada sensibilidad de su naturaleza, a no ser por mi protección y mis cuidados. Crecimos juntos. La rosa que florece en mayo no era más dulce que aquella querida niña. Una belleza radiante emanaba de su rostro. Su aspecto, su aire, su voz —mi corazón llora ahora al pensar en la fidelidad, gentileza, amor y pureza que custodiaba en su interior aquella criatura celestial—… Cuando yo tenía once años y Julieta ocho, un primo mío, mucho mayor que nosotros —nos parecía un hombre— se sintió subyugado por mi compañera de juegos; declaró que era su novia y le pidió que se casara con él. Ella rehusó, pero él insistió atrayéndola hacia sí a pesar de su resistencia. Me abalancé sobre él con el aspecto y las intenciones de un maníaco, y tratando de desenvainar la espada me aferré a su cuello con la feroz resolución de estrangularlo: se vio obligado a pedir auxilio para librarse de mí. Aquella misma noche conduje a Julieta a la capilla de nuestra casa, le hice poner la mano sobre las sagradas reliquias, y perturbé su corazón infantil profanando sus labios de niña con un juramento: el de que sería mía y sólo mía.

Bien, aquellos días quedaron atrás. Torella volvió al cabo de pocos años y llegó a ser más rico y próspero que nunca. Cuando yo tenía diecisiete años mi padre murió. Su magnificencia había rozado la prodigalidad. Torella se alegró de que mi minoría de edad le diera la oportunidad de velar por mi fortuna. Julieta y yo nos habíamos prometido junto al lecho de muerte de mi padre. Torella sería un segundo padre para mí.

Deseaba ver el mundo y se me permitió ese lujo. Fui a Florencia, a Roma, a Nápoles; desde allí me dirigí a Toulon, para alcanzar al fin el objetivo de mis deseos: París. El París de aquel entonces era un tanto violento. El desdichado rey Carlos VI, ora cuerdo, ora loco, ora monarca, ora esclavo abyecto, era el blanco de las burlas de la humanidad. La reina, el Delfín, el duque de Borgoña, alternativamente amigos o enemigos —ya confraternizando en fastuosas fiestas, ya vertiendo sangre en luchas rivales— se mostraban ciegos ante el miserable estado de su país y los peligros que se cernían sobre él, y se entregaban de lleno a disolutos placeres o a altercados salvajes. Mi carácter seguía siendo el mismo. Era arrogante y voluntarioso, me gustaba exhibirme y figurar, y lo primero que hice fue apartar de mí toda forma de control. ¿Quién podía controlarme en París? Mis amigos, jóvenes como yo, se sentían deseosos de respaldar pasiones que también a ellos les proporcionaban placeres. Se me consideraba apuesto y en posesión de todos los atributos que deben adornar a un caballero. No estaba en relación con ningún grupo político. Poco a poco llegué a ser el favorito de todos: mi vanidad y arrogancia podían perdonarse en alguien tan joven: me convertí en un niño mimado. ¿Quién podría controlarme? No precisamente las cartas y consejos de Torella —sólo la necesidad extrema visitándome bajo la aborrecible forma de un portamonedas vacío—. Pero tenía medios para rellenar ese vacío. Vendí acre tras acre, propiedad tras propiedad. Mi traje, mis joyas, mi caballo y sus arneses no tenían rival en el país elegante y festivo, mientras las tierras de mi herencia pasaban a ser posesión de otros.

El duque de Orleans fue acorralado y asesinado por el duque de Borgoña. El miedo y el terror se apoderaron de todo París. El Delfín y la reina se encerraron bajo llave, y las fiestas y placeres quedaron suspendidos. Llegué a sentirme aburrido ante aquel estado de cosas, y mi corazón empezó a suspirar por la tierra de mi adolescencia. Era casi un mendigo, pero a pesar de ello volvería allá, reclamaría a mi prometida y reconstruiría mi fortuna. Unos pocos golpes de fortuna como mercader me harían rico de nuevo. No obstante, me negaba a volver con aspecto humilde. Mi última decisión fue la de desprenderme de mi última propiedad, cerca de Albaro, por la mitad de su valor, para disponer de dinero. Entonces despaché a toda clase de artífices con tapices y muebles de esplendor real para preparar la última reliquia de mi herencia: mi palacio de Génova. Retrasé no obstante mi propio viaje, avergonzado ante el papel de hijo pródigo que me temía iba a representar. Envié mis caballos por delante. A la que había de ser mi esposa le envié una incomparable jaca española con los arneses centelleando de joyas y oro; por todas partes parecían entretejidas y entrelazadas las iniciales de Julieta y su Guido. Aquel rico presente halló favor ante sus ojos y ante los de su padre. Sin embargo el volver como derrochador declarado, atrayendo sobre mí miradas de impertinente asombro, quizá de desprecio, y el tener que hacer frente en solitario a los reproches y vejámenes de mis conciudadanos, no era una perspectiva halagadora. De modo que, para que actuasen como escudo entré mi persona y la censura general, invité a algunos de mis camaradas más incansables a acompañarme: así fui armado contra el mundo, ocultando una inquietante sensación de miedo y arrepentimiento bajo la bravuconería y el exhibicionismo insolente de mi vanidad satisfecha.

Llegué a Génova. Al pisar el pavimento tomé posesión de nuevo de mi palacio ancestral. Mi orgulloso paso no era intérprete de mi corazón, puesto que tenía la profunda sensación de que, aunque rodeado de toda clase de lujos, yo era un mendigo. Sería declarado abiertamente como tal en cuanto diese el primer paso para reclamar a Julieta. Leía desprecio o piedad en las miradas de todos. Me imaginaba —tan preparada se halla la conciencia para imaginar lo que se merece— que ricos y pobres, jóvenes y viejos, todos me contemplaban con burlona condescendencia. Torella no se acercó a mí. No era raro que mi segundo padre esperase de mí el comportamiento de un hijo, la deferencia de que fuese yo quien primero le visitase a él. Pero, carcomido y aguijoneado por la conciencia de mis locuras y desmerecimientos, me esforzaba por culpar de todo a los demás. Organizamos orgías nocturnas en el Palacio Carega. Las ruidosas noches en vela daban paso a indolentes mañanas ociosas. A la hora del Avemaría nuestras refinadas personas se exhibían en la vía pública, escarneciendo a los ciudadanos serios y obsequiando con miradas insolentes a las mujeres que se apartaban de nuestro paso. Julieta no estaba entre ellas… No, no, de haber estado allí, la vergüenza me hubiese alejado de ella, si el amor no me hubiese precipitado a sus pies.

Me cansé de todo aquello. De pronto decidí hacerle una visita al marqués. Se encontraba en su villa, una de las muchas que se extienden en el barrio de San Pietro d’Arena. Era el mes de mayo, un mes de mayo en aquel jardín del mundo… Los frutos de los árboles desaparecían entre el verde y denso follaje, los racimos florecían en las vides, los campos se hallaban salpicados de aceitunas caídas, la luciérnaga brillaba en el seto de mirto, el cielo y la tierra se cubrían con una capa de deslumbrante belleza… Torella me recibió con amabilidad, aunque con cierta severidad, pero incluso aquella sombra de disgusto se disipó pronto. Cierto parecido con mi padre, cierto tono y aspecto de ingenuidad juvenil, que aún conservaba a pesar de mis calaveradas, ablandaron el buen corazón del anciano. Mandó llamar a su hija y me presentó como su prometido. La habitación se iluminó con una luz sagrada cuando ella entró. Su mirada era la de un querubín: aquellos grandes ojos cándidos, aquellas mejillas repletas de hoyuelos, aquella boca de infantil dulzura, expresaban la rara unión de la felicidad y el amor. Primero me poseyó la admiración; luego, al pensar ¡es mía!, me sentí invadido por una orgullosa emoción y mis labios se curvaron con altanero triunfo. No en vano había sido el enfant gaté de las bellezas de Francia; conocía bien el arte de complacer el blando corazón de la mujer. Si con los hombres era dominante y altivo, este comportamiento contrastaba fuertemente con mi modo de tratar a las mujeres. Desplegando mil galanterías empecé a cortejar a Julieta, quien, destinada a mí desde la infancia, nunca había admitido la devoción de ningún otro y, aunque acostumbrada a las muestras de admiración, no había sido iniciada en el lenguaje de los enamorados.

Durante algunos días todo fue bien. Torella jamás aludió a mis dispendios y extravagancias; me trataba como a un hijo favorito. Pero llegó el momento en que, al discutir las condiciones de mi unión con su hija, aquel perfecto estado de cosas se cubrió de sombras. En vida de mi padre se había redactado un contrato que yo en realidad había hecho nulo al haber dilapidado el total de la fortuna que debía haber sido compartida por Julieta y por mí. Torella, en consecuencia, decidió darlo por cancelado y propuso otro contrato en el que, aunque nos concedía una fortuna mucho mayor, se especificaban tantas restricciones respecto al modo de disponer de ella que yo, que concebía la independencia únicamente como la libre vía de la que debía disfrutar mi imperiosa voluntad, le reproché con desprecio el que estuviese aprovechándose de mi situación, y me negué en redondo a aceptar sus condiciones. El anciano trató inútilmente de hacerme razonar. El orgullo herido se convirtió en el tirano de mi pensamiento: le escuché con indignación y le rechacé con desdén.

—¡Julieta, tú eres mía! ¿Acaso no intercambiamos votos de fidelidad en nuestra inocente niñez? ¿Acaso no somos uno a los ojos de Dios? ¿Permitiremos que la frialdad del corazón de tu padre nos separe? Muéstrate generosa, mi amor, muéstrate justa: no retires este don, último tesoro de tu Guido, no retires tus promesas… Desafiemos al mundo y, olvidando los cálculos de la edad, busquemos en nuestro mutuo afecto el refugio de todo mal.

Debo haber sido un íncubo por haber tratado de envenenar con tales artimañas aquel santuario de honestos pensamientos y tierno amor. Su padre era el mejor y el más amable de los hombres, declaró ella tratando de convencerme de que si le obedecíamos todo sería para bien. Aceptaría mi tardía sumisión con cálido afecto, y su generoso perdón seguiría a mi arrepentimiento. ¡Palabras inútiles para ser dirigidas por una hija dócil y cariñosa a un hombre acostumbrado a convertir su voluntad en ley; y a albergar en su corazón a un déspota tan terrible e implacable que no podía someterse a nadie ni a nada, excepto a sus imperiosos deseos! Mi resentimiento creció ante su resistencia; mis locos compañeros estaban deseando echar leña al fuego. Preparamos un plan para raptar a Julieta. Al principio pareció que lo coronaba el éxito. Pero cuando nos hallábamos a medio camino fuimos alcanzados por el torturado padre y su séquito. Hubo lucha, y antes de que la guardia de la ciudad llegase para decidir la victoria a favor de nuestros antagonistas, dos de los servidores de Torella fueron gravemente heridos.

Esta parte de mi historia me pesa muy hondamente. Ahora soy otro hombre y me maldigo a mí mismo al recordarla. Que nadie que escuche este relato pueda sentirse nunca como me sentía yo: un caballo furioso y desbocado por un jinete armado de punzantes espuelas no se hubiese sentido más esclavizado que yo a la violenta tiranía de mi carácter. Un ser diabólico poseía mi alma, azuzándola hasta la locura. Oía la voz de la conciencia dentro de mí, pero si cedía ante ella por breves momentos, era para sentirme a continuación desgarrado por un torbellino —arrastrado por un torrente de rabia desesperada—, juguete de las tempestades engendradas por el orgullo. Fui encarcelado, y a instancias de Torella se me concedió la libertad. De nuevo concebí el plan de secuestrarlos a él y a su hija y conducirlos a Francia; aquel desventurado país, por aquel entonces presa de saqueadores y bandas de soldadesca sin ley, ofrecía un acogedor refugio para un canalla como yo. Nuestras maquinaciones fueron descubiertas. Fui condenado al destierro, y como mis deudas eran ya enormes, lo que quedaba de mis propiedades fue destinado a su pago. Torella me ofreció de nuevo su mediación, requiriendo a cambio mi promesa de que no renovaría mis abortadas intentonas de secuestro respecto a él y su hija. Rechacé con desprecio su ofrecimiento y me sentí como un triunfador al ser expulsado de Génova como un proscrito, solitario y arruinado. Mis amigos habían desaparecido, pues habían sido obligados a dejar la ciudad unas semanas antes y se hallaban ya en Francia. Estaba solo —sin un solo amigo, sin una espada al cinto ni un ducado de que disponer.

Vagué por la orilla del mar, sintiendo que un torbellino de pasiones poseía y desgarraba mi alma. Era como si un carbón al rojo vivo hubiese sido colocado, ardiente, en mi corazón. Al principio medité sobre lo que debería hacer. Me uniría a una banda de saqueadores. ¡Venganza! —aquella palabra me parecía un bálsamo: la abrazaba, la acariciaba, hasta que me mordió como una serpiente—. Entonces solía renegar de nuevo de Génova, despreciando aquel pequeño rincón del mundo. Volvería a París, donde tenía un enjambre de amigos, donde mis servicios serían ansiosamente aceptados; me labraría una fortuna con la espada, y así podría, coronado por el éxito, conseguir que mi mezquino lugar de nacimiento y el falso Torella tuviesen que lamentar y maldecir el día en que me expulsaron, como a un nuevo Coriolanus, fuera de sus muros.

¿Pero iba a volver a París así, a pie, como un mendigo, y presentarme en mi pobreza ante aquellos a quienes antaño había obsequiado suntuosamente? Sólo el pensarlo me llenaba de rencor y amargura. La realidad de mi situación empezó a abrirse paso en mi mente, trayendo como corolario la desesperación. Durante varios meses había estado encarcelado: los horrores de mi mazmorra habían desgarrado mi alma hasta la locura, ensañándose con mi aspecto corporal. Me sentía débil, pálido y con las fuerzas quebradas. Torella había recurrido a mil estratagemas para procurarme algunas comodidades, pero yo las había detectado y rechazado con desprecio, y ahora recogía la cosecha de mi empecinamiento. ¿Qué podía hacer? ¿Humillarme ante el enemigo y suplicar su perdón? ¡Antes morir mil veces! ¡Nunca obtendrían esa victoria! ¡Odio, juré odio eterno! ¿Odio de quién, y hacia quién…? De un desterrado sin rumbo, a un poderoso y noble señor. Yo y mis sentimientos no significaban nada para él: ya había olvidado a una persona tan indigna. ¡Y Julieta…! Su rostro de ángel y sus formas de sílfide brillaban entre las nubes de mi desesperación con vana belleza, porque la había perdido… ¡Gloria y flor del mundo! ¡Otro la llamará suya, esa sonrisa del paraíso bendecirá a otro!

Incluso ahora el corazón me falla cuando recuerdo aquel tumulto de ideas sombrías. Ya decaído casi hasta las lágrimas, ya enloquecido en mi agonía, seguí vagando sin rumbo a lo largo de la rocosa orilla, que a cada paso iba haciéndose más salvaje y desolada. Escarpados precipicios y blanquecinos acantilados bordeaban aquel océano sin mareas; negras cavernas bostezaban mostrando sus fauces; y las estériles aguas rompían contra las carcomidas piedras en un eterno murmullo. Tan pronto veía mi camino interceptado por un abrupto promontorio como por los fragmentos que se desprendían de los acantilados. Caía la tarde cuando, como obedeciendo al conjuro de una varita mágica, se elevó sobre el mar una sombría telaraña de nubes, embotando el cielo hasta entonces azul y ensombreciendo con un estremecimiento las hasta entonces plácidas profundidades. Las nubes adquirieron formas extrañas, fantásticas, fundiéndose unas con otras como dirigidas por un poderoso encantamiento. Las olas levantaron sus blancas crestas; el trueno murmuró primero y luego rugió a través de la inmensidad de las aguas, que se tiñeron de un profundo color púrpura, salpicado de espuma. El lugar en que me encontraba se elevaba sobre el inmenso océano junto a un abrupto promontorio, hacia el que se dirigió repentinamente un navío, arrastrado por los vientos. Los tripulantes trataban en vano de encauzar de nuevo la nave hacia el mar abierto —el huracán la arrastraba hacia el promontorio rocoso—. ¡Perecerán! ¡Todos los que se hallan a bordo perecerán! ¡Ojalá me hallase yo entre ellos! Y ante mi joven corazón la idea de la muerte se presentó por primera vez teñida de alegría. Era realmente terrible contemplar cómo aquel navío luchaba con el destino. Divisaba con dificultad a los marineros, pero podía oírlos. ¡Pronto terminó todo! Una roca recién cubierta por las enfurecidas olas, y que por tanto no podía ser detectada, se hallaba a la espera de su presa. El estallido de un trueno resonó sobre mi cabeza en el momento en que con un espantoso estruendo, el esquife se precipitó sobre su invisible enemigo. En un brevísimo espacio de tiempo se desintegró en mil pedazos. Yo seguía allí sano y salvo mientras aquellas desgraciadas criaturas luchaban sin ninguna esperanza contra la aniquilación. Me parecía verlas debatirse, no en vano percibía con claridad el clamor de sus gritos, que se elevaba por encima del aullido del oleaje en su estridente agonía. Los oscuros rompientes dispersaron en uno y otro sentido los fragmentos del naufragio: no quedó ni rastro. Yo había contemplado todo aquello presa de una extraña fascinación, hasta que al final me desplomé sobre mis rodillas cubriéndome la cara con las manos… Dirigí de nuevo la vista hacia el mar: algo flotaba hacia la orilla arrastrado por la corriente. Se acercaba más y más. ¿Era aquello una forma humana? Fue haciéndose más perceptible, hasta que al final una poderosa ola, levantando todo el bulto, lo depositó sobre una roca. ¡Un ser humano montado a horcajadas sobre un cofre! ¡Un ser humano! ¿Pero era realmente tal? Seguro que jamás había existido nada igual: un enano contrahecho, con ojos bizqueantes, facciones distorsionadas, y un cuerpo tan deforme que resultaba espantoso contemplarlo. La sangre se me heló en el corazón, que había latido con fuerza ante un ser humano arrebatado de aquel modo a una tumba marina. El enano se levantó del cofre y sacudió sus lacios cabellos, desparramados sobre su odioso rostro.

—¡Por san Belcebú! —exclamó—. Me he sentido realmente acosado —miró a su alrededor y me vio—. ¡Oh, por el diablo, he aquí a otro aliado del Todopoderoso! ¿A quién dirigiste tus plegarias, amigo, más que a mi protector? Pero no recuerdo haberte visto a bordo.

Me aparté horrorizado del monstruo y de su blasfemia. Pero me cuestionó de nuevo y yo murmuré algo como respuesta. De modo que continuó:

—Tu voz se ahoga en este discordante rugido. ¡Qué estruendo el del océano! Los colegiales escapando de su prisión no son tan ruidosos como esas olas, libres para jugar a su antojo. Me molestan. No quiero oír más su intempestivo alboroto. ¡Silencio! ¡Vientos, retroceded, volved a vuestra guarida! ¡Nubes, volad a las antípodas y dejad claro y límpido nuestro cielo!

Mientras hablaba extendió sus largos y esqueléticos brazos, que parecían las patas de una araña, como si quisiera abrazar con ellos todo lo que se extendía ante él. ¿Fue aquello un milagro? Las nubes volaron, se desvanecieron dejando libre el firmamento, que no tardó en extenderse sobre nosotros azul y en calma; los vientos tormentosos fueron sustituidos por una suave brisa del oeste; el mar recobró la calma, la fuerza de las olas fue menguando hasta convertirse en un rumoroso oleaje.

—Me gusta la obediencia, incluso en los estúpidos elementos —dijo el enano—. ¡Pero me gusta mucho más en la indomable mente del hombre! Ha sido una tempestad con todas las de la ley, debes reconocerlo… Y todo obra mía.

Era tentar a la Providencia el seguir hablando con aquel mago. Pero el hombre venera el Poder en todas sus formas. El asombro, la curiosidad, y una atenazante fascinación me empujaban hacia él.

—Vamos, no te asustes, amigo —dijo el miserable—. Mi humor es excelente cuando me siento complacido; y hay algo que realmente me complace en tu cuerpo bien proporcionado y en tu bello rostro, aunque pareces un poco disgustado… Has sufrido un naufragio… terrestre… y yo un naufragio marítimo. Quizá yo pueda apaciguar la tempestad de tu mala suerte, del mismo modo que apacigüé la mía. ¿Vamos a ser amigos? —y me tendió la mano; no pude tocarla—. Bien, entonces, seamos compañeros… para el caso es lo mismo. Y ahora, mientras descanso del vapuleo que acabo de soportar, explícame por qué, con ese aspecto joven y galante, te dedicas a vagar solitario y abatido por esta salvaje orilla.

La voz del miserable era hórrida y estridente, y mientras hablaba se contorsionaba de un modo espantoso. No obstante ejercía sobre mí una influencia a la que ya no podía sustraerme, de modo que le conté mi historia. Cuando hube terminado me obsequió con una carcajada larga y sonora: los acantilados se hicieron eco de aquel sonido, y me pareció que el infierno aullaba a mi alrededor.

—¡Oh, tú, primo de Lucifer! —dijo—. El orgullo es la causa de tu caída, y, aunque resplandeciente como el hijo de la Aurora, te dispones a renunciar a tu atractivo aspecto, a tu prometida, y a tu bienestar, antes que someterte a la tiranía del bien. ¡Por mi alma que honro y admiro tu elección! De modo que has huido, dándote por vencido, y te dispones a morir de hambre sobre estas rocas, y a dejar que los pájaros picoteen tus ojos apagados, mientras tu enemigo y tu prometida se complacen en tu ruina.

Pienso para mí que el orgullo tiene un extraño parecido con la humildad.

Mientras hablaba, mi corazón sufrió el aguijón de un millar de pensamientos agarrotantes.

—¿Qué piensas que debería hacer? —grité.

—¿Yo…? ¡Oh, nada! Simplemente desmoronarte sobre el suelo y rezar tus últimas oraciones antes de morir. Pero si estuviese en tu lugar, sé muy bien lo que haría.

Me aproxime a él. Sus poderes sobrenaturales lo convertían en un oráculo a mis ojos; y no obstante un escalofrío que no era de este mundo me recorrió de arriba abajo al decir:

—¡Habla! ¡Sé mi maestro! ¿Qué me aconsejas que haga?

—¡Véngate a ti mismo, humilla a tus enemigos, pon tu pie sobre el cuello del anciano y toma posesión de su hija!

—¡Vuelvo mis ojos al Este y al Oeste y no veo medios para hacerlo! Si tuviese oro, podría llevar a cabo cualquier plan… Pero, pobre y solitario, no tengo ningún poder.

El enano había permanecido sentado sobre su cofre mientras escuchaba mi historia. De pronto se puso en pie y pulsó un resorte. ¡El cofre se abrió! Una mina de riquezas, de joyas resplandecientes, oro brillante y pálida plata se escondía en su interior. Un loco deseo de poseer aquel tesoro se apoderó de mí.

—Sin duda —dije—, alguien tan poderoso como tú podría conseguir cualquier cosa.

—No —dijo el monstruo humildemente—. Soy menos omnipotente de lo que parece. Poseo algunas cosas que tú puedes codiciar, pero las daría todas por una pequeña parte, incluso por un préstamo, de lo que tú tienes.

—Mis posesiones están a tu disposición —repliqué con amargura—. Mi pobreza, mi destierro, mi desgracia… Te lo regalo todo.

—¡Bien! Te doy las gracias. Añade una sola cosa a tu regalo y mi tesoro será tuyo.

—Puesto que mi única herencia es nada, ¿qué quieres tener, además de nada?

—Tu atractivo rostro, tus miembros bien formados.

Me estremecí. ¿Acaso aquel monstruo todopoderoso iba a asesinarme? No tenía daga. Había olvidado las plegarias, pero me puse pálido.

—Estoy pidiendo un préstamo, no un regalo —dijo aquella cosa horrenda—. Préstame tu cuerpo durante tres días… tendrás el mío para albergar tu alma durante ese tiempo, y mi cofre como pago cuando termine el plazo. ¿Qué te parece el trato? Sólo tres cortos días.

Se dice que es peligroso mantener conversaciones sacrílegas, y yo tengo buena prueba de ello. Al escribirlo con tranquilidad me parece imposible que yo pudiera prestar oídos a semejante proposición. Pero, a pesar de su fealdad antinatural, había algo ciertamente fascinante en un ser cuya voz podía gobernar la tierra, el aire y el mar. Me sentí vivamente inclinado a acceder, ya que con aquel cofre podría dominar el mundo. Mi única vacilación nacía del temor de que no mantuviese su promesa. En cualquier caso, pensé, no tardaré en morir aquí, sobre estas arenas solitarias, y los miembros que él codicia ya no serán míos: vale la pena correr el riesgo. Y además sabía bien que, según todas las reglas del arte de magia, existían fórmulas y juramentos que ninguno de sus practicantes se atrevía a romper. Ante mis vacilaciones el enano insistió, ya recordándome lo poco que pedía a cambio, ya desplegando ante mí sus riquezas, hasta que me pareció una locura el rechazar su oferta.

—Así es: coloca tu barca en la corriente del río, y será arrastrada por ella sobre cataratas y saltos de agua; déjate llevar por el salvaje torrente de la pasión, y serás arrastrado por él, sin saber hacia dónde.

Soltó algunas maldiciones mientras yo le conjuraba por lo más sagrado, hasta que vi que aquel poderoso dueño de los elementos temblaba como una hoja de otoño ante mis palabras; y como si su espíritu hablase con reluctancia y por la fuerza dentro de él, al fin, con la voz quebrada, me reveló el maleficio por medio del cual, si intentaba engañarme, se vería obligado a mantener el ominoso trato y restituir el ilícito botín: mi sangre caliente debería mezclarse con la suya tanto para hacer el conjuro como para deshacerlo.

No nos detengamos en este tema sacrílego. Fui persuadido —se cerró el trato—. A la mañana siguiente, cuando la aurora iluminó los guijarros sobre los que había pasado la noche, no pude reconocer mi propia sombra, la sombra que proyectaba mi cuerpo. Sentí que me había convertido en un ser horrendo, y maldije mi credulidad. Pero el cofre estaba allí, a mi lado brillaban el oro y las piedras preciosas por las que había vendido la forma corporal que me había dado la naturaleza. Su vista calmó un poco mis emociones: pronto pasarían aquellos tres días.

Y así fue, los tres días pasaron. El enano me había dejado en reserva una gran cantidad de alimentos. Al principio apenas podía andar, todos mis miembros me parecían extraños y descoyuntados, y en cuanto a mi voz… era la del miserable. Pero guardé silencio, y dirigí mi rostro hacia el sol para no ver mi sombra, y conté las horas, y medité sobre mi futuro comportamiento. Lograr que Torella se postrase a mis pies, poseer a mi Julieta en contra de la voluntad de su padre…, todo aquello mis riquezas podrían conseguirlo sin dificultad. Dormí durante la noche oscura, soñando con la realización de mis deseos. Dos soles se habían puesto ya, y el tercero asomaba por el horizonte. Me sentía agotado, temeroso. ¡Oh, espera, qué terrible puedes ser cuando te alimenta el miedo más que la esperanza! ¡Cómo oprimes el corazón, acelerando sus latidos! ¡Cómo sacudes con tormentos desconocidos nuestro débil mecanismo, ora quebrándolo como un cristal roto, hasta la desintegración, ora dándonos nuevas fuerzas, con las que no podemos hacer nada, y así torturándonos con la más espantosa de las sensaciones: la que sufriría un hombre fuerte que no pudiese romper sus grilletes, a pesar de poder doblegarlos con su puño! Lentamente el astro resplandeciente ascendió por el Este; largo tiempo permaneció en el cénit; y aún más lentamente se dirigió hacia el Oeste: alcanzó la línea del horizonte… ¡y se ocultó tras ella! Sus últimos destellos iluminaron las crestas del acantilado, luego grises y oscuras. La estrella de la tarde brilló con fuerza. Pronto estaría de vuelta.

¡Pero no volvió! ¡No volvió, por los Cielos! Y la noche llegó con su interminable pesadez, y cuando ya había recorrido su largo camino el día hizo clarear sus oscuros cabellos, y el sol se elevó sobre la criatura más miserable que jamás maldijera su luz. Así pasé tres días. Las joyas y el oro… ¡oh, cómo los aborrecí!

Bien, bien, no quiero ennegrecer estas páginas con transportes demoníacos. Terribles en exceso eran mis pensamientos, el tempestuoso tumulto de ideas que inundaba mi alma. Al final de esos días me dormí; no lo había hecho desde aquel tercer crepúsculo. Y soñé que me hallaba a los pies de Julieta, y ella me sonreía, y luego se apartaba alarmada —pues había visto mi transformación—, y luego me sonreía de nuevo, porque su apuesto enamorado seguía arrodillado ante ella. Pero no era yo, era él, el miserable, el enemigo, luciendo mis miembros, hablando con mi voz, conquistándola con mis palabras de amor. Traté de avisarla, pero mi lengua permaneció inmóvil; traté de arrancarla de su lado, pero mis pies habían echado raíces. Me desperté en una especie de agonía. Allí estaban los solitarios precipicios, el mar pantanoso, la tranquila ribera, y el cielo azul dominándolo todo. ¿Qué significaba aquello? ¿Era acaso mi sueño un espejo de la realidad? Inmediatamente me pondría en marcha hacia Génova. ¡Pero había sido desterrado! Solté una carcajada —fue el alarido del enano lo que salió de mis labios—. ¡Yo desterrado! ¡Oh, no, los horrendos miembros que me cubrían no habían sido condenados al destierro! Con ellos podría entrar en mi propia ciudad, en mi ciudad nativa, sin miedo a que se me aplicase la amenazadora pena de muerte.

Emprendí el camino hacia Génova. En cierto modo me había acostumbrado a mis miembros contrahechos; jamás los hubo peor adaptados al movimiento natural y espontáneo; sólo con infinita dificultad pude seguir adelante. Deseaba además evitar todos los villorrios esparcidos aquí y allá a lo largo de la costa porque no quería exhibir mi fealdad. No estaba muy seguro de que, al verme como a un monstruo, los hijos de los lugareños no me apedreasen hasta la muerte: de hecho recibí saludos muy poco amables de los pocos campesinos y mercaderes con los que me crucé al azar. Al caer la noche me aproximé a Génova. El tiempo era tan agradable, la brisa tan dulce y perfumada, que me asaltó la idea de que el marqués y su hija probablemente habrían dejado la ciudad para instalarse en su retiro campestre. Era precisamente de Villa Torella de donde yo había intentado raptar a Julieta; había dedicado muchas horas a inspeccionar aquel lugar y sus inmediaciones, y conocía bien cada pulgada de terreno. La mansión se hallaba magníficamente situada, arropada por los árboles a orillas de un arroyuelo. Al aproximarme comprobé que mis conjeturas eran acertadas, y, lo que es más, que en aquellos momentos se estaba celebrando una alegre y animada fiesta, pues la casa se hallaba iluminada y ráfagas de dulce música flotaban hasta mí mecidas por la brisa. El corazón se me encogió en el pecho. La generosa bondad del corazón de Torella era tal que yo tenía la seguridad de que no se hubiese permitido ninguna manifestación pública de alegría después de mi destierro a no ser por una causa sobre la que no me atrevía a detenerme.

Las gentes del lugar se apiñaban alegremente en los alrededores, haciendo necesario que tratase de ocultarme; y no obstante deseaba ardientemente dirigirme a alguien, o bien oír las conversaciones de los demás, para poder enterarme de lo que estaba pasando. Al fin, entre los muchos senderos que llevaban a la mansión, encontré uno lo suficientemente oscuro como para velar mi excesiva fealdad… A pesar de ello había quien remoloneaba a su sombra, y pronto me enteré de todo lo que deseaba saber, de todo lo que al principio hizo que mi corazón se paralizara de horror, para hervir luego de indignación. ¡Al día siguiente Julieta iba a ser entregada a su arrepentido, reformado, bienamado Guido! ¡Al día siguiente mi prometida le juraría amor eterno ante el altar a un enemigo infernal! ¡Y aquello era obra mía! ¡Mi maldito orgullo, mi demoníaca violencia y mi perversa egolatría eran la causa de aquel desastre! Porque si yo hubiese actuado como había actuado el miserable que había robado mi forma, si yo me hubiese presentado ante Torella en una actitud a la vez contrita y digna, diciendo: he obrado mal, perdonadme, no merezco que esa criatura angelical sea mía, pero permitidme que la reclame algún día, cuando mi nueva conducta ponga de manifiesto que he abjurado de mis vicios, y que he llegado a ser digno de ella. Partiré a luchar contra los infieles, y cuando haya pagado por mis crímenes expiando el pasado con mi celo religioso, concededme que me llame de nuevo vuestro hijo. Así había hablado el enemigo; y el penitente arrepentido fue recibido como si del hijo pródigo de las Escrituras se tratase: el becerro mejor cebado se sacrificó para él. Y él, siempre por el mismo camino, mostró un arrepentimiento tan hondo y sincero por sus locuras, renunció tan humildemente a todos sus derechos, y se declaró tan ardientemente decidido a recuperarlos por medio de una vida de arrepentimiento y virtud, que rápidamente conquistó al amable anciano, quien le perdonó sin reservas concediéndole a su hermosa hija.

¡Oh, si un ángel del paraíso me hubiese susurrado que era así como debía actuar! Pero ahora, ¿cuál sería la suerte de la inocente Julieta? ¿Permitiría Dios aquella unión obscena? ¿O la impediría por medio de algún prodigio, uniendo el deshonrado nombre de Carega al peor de los crímenes? La boda debía celebrarse al día siguiente al amanecer… No había más que un modo de impedirlo: correr al encuentro de mi enemigo e imponerle por la fuerza el cumplimiento de nuestro acuerdo. Comprendí que aquello sólo podría conseguirlo por medio de un enfrentamiento mortal. No tenía espada —suponiendo, en todo caso, que mis brazos contrahechos hubiesen podido empuñar el arma de un soldado—, pero tenía una daga, y en ella puse toda mi esperanza. No había tiempo para considerar o sopesar debidamente la cuestión: corría el riesgo de morir en el intento pero, además de que mi propio corazón ardía en celos y desesperación, el honor y los más elementales sentimientos humanitarios exigían que yo cayese mordiendo el polvo antes que permitir las maquinaciones del enemigo sin tratar de destruirlas.

Los huéspedes partieron y las luces empezaron a extinguirse; era evidente que los habitantes de la mansión se disponían a descansar. Me escondí entre los árboles… El jardín se quedó desierto…, las verjas estaban cerradas… Dando un rodeo me situé bajo una ventana —¡oh, qué bien conocía aquella ventana!— viendo que la suave luz del crepúsculo iluminaba tenuemente la habitación y que las cortinas estaban medio descorridas… Allí estaba el templo de la inocencia y la belleza. Su magnificencia se veía atemperada, por decirlo así, por el leve desorden ocasionado al ser habitado, y todos los objetos esparcidos por él daban cuenta del gusto de aquélla que honraba la habitación con su presencia. La vi entrar con paso rápido y ligero, la vi acercarse a la ventana y asomarse a ella descorriendo aún más la cortina. La fresca brisa de la noche jugaba con sus rizos, agitándolos sobre el mármol translúcido de su frente. Uniendo sus manos elevó los ojos al cielo. Oí su voz: «¡Guido, mi querido Guido!», murmuró suavemente, y luego, como desbordada por la plenitud de su propio corazón, se desplomó sobre sus rodillas… Sus ojos adorados, la gracia de su actitud, la radiante satisfacción que iluminaba su rostro… ¡Oh, las palabras resultan vanas! Mi corazón recordará siempre, aunque no pueda describirla, la belleza celestial de aquella hija del amor y de la luz[11].

Oí el paso rápido y firme de alguien que avanzaba por la umbrosa avenida. Pronto divisé a un caballero ricamente ataviado, joven, y, según me pareció, de aspecto atractivo. Me acerqué aún más, tratando de no ser visto. El joven se aproximó hasta detenerse bajo la ventana. Ella se puso en pie, y asomándose de nuevo, lo vio y exclamó… No, al cabo de tanto tiempo no puedo recordar los términos de suave y sentida ternura con que se dirigió a él; en realidad era a mí a quien se dirigía, pero fue él quien replicó en aquella ocasión.

—No me iré —gritó—. En este lugar que te pertenece, por donde tu sombra vaga como un espíritu celestial, pasaré las largas horas que faltan hasta que nos unamos, Julieta, para no separarnos nunca jamás. Pero tú retírate, mi amor. El frío amanecer y la caprichosa brisa traerían la palidez a tus mejillas y la languidez a tus ojos iluminados por el amor. ¡Ah, queridísima! Si pudiese poner mis labios sobre ellos, creo que podría entregarme al descanso.

Y entonces se acercó aún más, hasta el punto de que me pareció que se disponía a escalar la ventana y entrar en su habitación. Yo me hallaba vacilante, pues no quería aterrorizarla, pero ahora ya no era dueño de mí mismo. Me precipité hacia la ventana abalanzándome sobre él, y arrancándolo de allí grité:

—¡Oh, monstruo odioso y repugnante!

No necesito repetir los epítetos con que insulté a una persona hacia la que ahora siento cierta parcialidad. Un grito se escapó de los labios de Julieta. Yo no veía ni oía —sólo sentía a mi enemigo, a cuyo cuello me había aferrado, y la empuñadura de mi daga—. Él se debatió defendiéndose violentamente, pero no pudo escapar, y al cabo de unos instantes murmuró abruptamente estas palabras:

—¡Hazlo, destrúyete a ti mismo, destruye este cuerpo! Tú seguirás viviendo. ¡Que tu vida sea larga y alegre!

La daga, que estaba aproximándose a su corazón, se detuvo de modo fulminante al oír esto, y él, notándolo, aprovechó para desligarse de mí y desenvainar su espada, mientras el escándalo en la casa y el volar de las antorchas de una habitación a otra dejaban claro que pronto nos separarían… Y yo… ¡Oh, yo prefería morir con tal de que él no me sobreviviese, no me importaba! A pesar de mi frenesí, el cálculo dominaba mi mente: yo podía caer y, para que él no sobreviviese, no me importaba el golpe mortal que podía dirigir contra mí mismo. Permanecí inmóvil, por tanto, y vi que el miserable, ante mi vacilación, se disponía a tomar ventaja dirigiendo su espada hacia mí en un rápido movimiento; me abalancé sobre ella dejando que me atravesara, y al mismo tiempo hundí mi daga en su costado en un intento verdaderamente desesperado. Nos desplomamos juntos, rodando el uno sobre el otro, y la marea de sangre que fluía de nuestras respectivas heridas se mezcló sobre la hierba. Ya no vi más, perdí el sentido.

Volví de nuevo a la vida: me encontraba postrado en una cama, débil casi hasta la muerte. Julieta estaba arrodillada junto a mí. ¡Qué extraño! Me invadió la sorpresa, y mis primeras palabras, con la voz quebrada, fueron para pedir un espejo. Estaba tan pálido y demacrado que mi pobre niña vaciló antes de dármelo, según me contó luego. ¡Por los Cielos que pensé de mí mismo que era un joven realmente atractivo cuando contemplé el reflejo de mis propias facciones, de aquellas facciones que conocía tan bien! Confieso que es una debilidad, pero debo admitir que cultivo un afecto considerable por las facciones y los miembros que contemplo cada vez que me miro al espejo; y que tengo más espejos en mi casa y los consulto más a menudo que cualquier belleza en Venecia. Antes de que me condenéis con demasiada severidad, permitidme decir que nadie conoce mejor que yo la valía de su propio cuerpo, ya que probablemente a nadie, excepto a mí mismo, le fue nunca usurpado.

Al principio hablé de modo incoherente del enano y sus crímenes, y le reproché a Julieta que hubiese prestado oído a su amor con demasiada facilidad. Ella creyó que desvariaba, y lo creyó con razón, y aún pasó algún tiempo antes de que yo pudiese admitir que el Guido cuyo arrepentimiento había servido para conquistarla de nuevo era yo mismo; y mientras maldecía amargamente al monstruoso enano, y bendecía la espada que le había privado de la vida, me interrumpía de pronto al oír que ella decía: ¡Amén!, dándome cuenta de que aquél a quien dirigíamos nuestros vituperios era también yo. Un poco de reflexión me enseñó a callar; un poco de práctica me permitió hablar de aquella noche terrible sin cometer demasiadas torpezas. La herida qué me había infligido a mí mismo no era ninguna broma —tardé mucho en recuperarme— y mientras el generoso y benevolente Torella se sentaba junto a mi cabecera, hablándome con esa sabiduría que incita al arrepentimiento, y mi querida Julieta se desvivía por mí cuidándome con esmero y alegrándome con sus sonrisas, la curación de mi cuerpo y la de mi espíritu siguieron con éxito un curso paralelo. En realidad nunca llegué a recuperar todas mis fuerzas —mis mejillas están pálidas desde entonces y mi persona un poco encorvada—. Julieta a veces se aventura a dirigir amargas alusiones al malvado que causó este cambio, pero yo la beso al momento y le digo que todo fue para bien. Soy el más fiel y amante de los maridos, y de hecho lo soy gracias a esta herida, sin la cual ella nunca hubiese sido mía.

No volví jamás a aquella desierta orilla ni busqué el tesoro del enano, y, no obstante, cuando medito sobre el pasado, pienso a menudo —y mi confesor se mostró también favorable a esta idea— que debió tratarse de un espíritu del bien más que de un espíritu del mal, enviado por mi ángel guardián para hacerme comprender la locura y la miseria del orgullo. Al final aprendí tan bien aquella lección tan severa, que ahora soy conocido por todos mis amigos y conciudadanos con el sobrenombre de Guido el Cortés.

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