El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Nathaniel Hawthorne » El retrato de Edward Randolph

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EL RETRATO DE EDWARD RANDOLPH

EL anciano y legendario huésped de la antigua casa del Gobierno Provincial permaneció en mi memoria desde mitad del verano hasta enero. En una noche ociosa del invierno pasado, seguro de encontrarle en el rincón más acogedor del bar, decidí hacerle otra visita, con la esperanza de que serviría bien a mi país si arrancaba del olvido algún hecho histórico hasta entonces desconocido. La noche era fría y húmeda, además de contar con la violencia de un viento que casi alcanzaba las proporciones de galerna y que soplaba a lo largo de la calle Washington logrando que las luces de gas llamearan y parpadearan dentro de las lámparas. Mientras apresuraba el paso, ocupé la imaginación comparando el aspecto actual de la calle con el que probablemente presentaba cuando los gobernadores británicos se hospedaban en la mansión a la que ahora me dirigía. En aquellos tiempos eran pocos los edificios de ladrillo, hasta que una sucesión de fuegos destructores barrió por dos veces las casas y almacenes de madera de los barrios más poblados de la ciudad. Por entonces los edificios se alzaban aislados e independientes y no, como ahora, mezclando sus recintos en hileras conectadas entre sí, con unas fachadas aburridamente idénticas, por lo que cada casa poseía sus propias facciones, como si les hubiera dado forma el gusto personal del propietario, y el conjunto ofrecía una pintoresca irregularidad, cuya ausencia apenas se ve compensada por la belleza que pueda ofrecernos nuestra arquitectura moderna. Semejante escena, débilmente iluminada por los rayos, aquí y allá, de una vela de sebo, vislumbrados a través de desperdigadas ventanas de reducidas dimensiones, produciría un marcado contraste con la calle tal como ahora la contemplaba, con las luces de gas iluminando brillantemente toda su extensión de esquina a esquina, encendidas también dentro de las tiendas y arrojando su claridad de mediodía a través de enormes cristaleras.

Pero el cielo, negro y bajo, presentaba sin duda, cuando alcé los ojos hacia él, el mismo rostro que cuando fruncía el entrecejo sobre los habitantes de la Nueva Inglaterra anterior a la Revolución. Las ráfagas invernales lanzaban los mismos aullidos que resultaban familiares a sus oídos, y la Vieja Iglesia del Sur aún apuntaba con su antiguo chapitel hacia la oscuridad, perdido entre la tierra y el cielo; y al pasar yo, su reloj, que había advertido a tantas generaciones sobre la brevedad de la vida, me ofreció lenta y pesadamente las mismas consideraciones morales que nadie tenía en cuenta. «No son más que las siete», pensé. «Las leyendas de mi viejo amigo apenas bastarán para matar el tiempo hasta la hora de acostarse.»

Después de atravesar el estrecho arco, crucé el patio, cuyas reducidas dimensiones ponía de manifiesto la luz de una linterna situada sobre el pórtico del antiguo Gobierno Provincial. Al entrar en el bar encontré, como esperaba, al anciano traficante de tradiciones sentado junto a un excelente fuego de antracita mientras lanzaba nubes de humo procedentes de un grueso cigarro puro. Me reconoció con evidente placer, dado que mi calidad —poco frecuente— de oyente repleto de paciencia me convierte sin remedio en el favorito de todas las ancianas señoras y caballeros con propensiones narrativas. Después de acercar una silla al fuego, pedí al hostelero que nos sirviera a ambos un ponche de whisky, que nos fue rápidamente preparado, muy caliente y humeante, con una rodaja de limón en el fondo del vaso, una capa de oporto de color rojo oscuro en la superficie y todo ello rociado de nuez moscada. Mientras entrechocábamos nuestros vasos en un brindis, mi legendario amigo se me presentó como el señor Bela Tiffany; y yo me alegré de la rareza de aquel nombre, porque añadía una especie de singularidad a su imagen y personalidad. La bebida sirvió para que al anciano caballero se le desatara la memoria, lo que produjo una enorme cantidad de cuentos, tradiciones, anécdotas de difuntos famosos y rasgos de antiguas costumbres, algunas tan infantiles como una nana, mientras otras, en cambio, podrían haber interesado al más exigente de los historiadores. Nada me impresionó tanto como la narración de lo sucedido con un misterioso cuadro ennegrecido por el tiempo que colgaba en uno de los aposentos del Gobierno Provincial, exactamente encima de donde estábamos entonces sentados. Lo que sigue es una versión de los hechos que no desmerece de las que el lector pueda obtener de cualquier otra fuente, aunque, ciertamente, tiene un matiz novelesco que ronda casi lo fantástico.

En uno de los salones del Gobierno Provincial se conservaba desde tiempo atrás un cuadro antiguo, con un marco tan negro como el ébano, y el lienzo mismo tan oscurecido por los años, la humedad y el humo, que no se discernía ni una sola pincelada del trabajo del pintor. El tiempo había arrojado sobre él un velo impenetrable, dejando a la tradición, la fábula y la conjetura la tarea de explicar lo que allí había estado representado en otro tiempo. Durante el mandato de muchos sucesivos gobernadores había permanecido colgado, por derecho establecido e incontestable, sobre la repisa de la chimenea de una determinada habitación; y aún conservaba ese sitio cuando el vicegobernador Hutchinson se hizo cargo de la administración de la Provincia al marcharse sir Francis Bernard.

Una tarde el vicegobernador tenía recostada la cabeza contra el tallado respaldo de su majestuoso sillón mientras examinaba pensativamente la negra vaciedad del cuadro. No era desde luego momento para semejante inactiva contemplación, dado que asuntos de la máxima importancia requerían que la suprema autoridad de la provincia tomara una decisión: menos de una hora antes Hutchinson había sido informado de la llegada de una flota británica que transportaba tres regimientos enviados desde Halifax para evitar la insubordinación del pueblo. Esas tropas esperaban su autorización para ocupar la fortaleza de Castle William y la ciudad misma. Sin embargo, en lugar de estampar su firma en la orden oficial, el vicegobernador examinaba con tanta meticulosidad la negrura del lienzo que su actitud llamó la atención de los dos jóvenes que lo acompañaban. Uno, vestido con uniforme militar de cuero de búfalo, era su pariente Francis Lincoln, el comandante de Castle William; la otra, sentada en un taburete bajo junto a su sillón, era Alice Vane, su sobrina favorita.

La muchacha, completamente vestida de blanco, era una criatura pálida y etérea que, aun natural de Nueva Inglaterra, se había educado en el extranjero, y no sólo parecía una forastera procedente de otro clima, sino casi un ser venido de otro mundo. Durante varios años, hasta quedarse huérfana, había vivido con su padre en Italia, y había adquirido allí un gusto y hasta un entusiasmo por la escultura y la pintura que ahora pocas veces tenía la oportunidad de satisfacer en las moradas casi desprovistas de decoración de la alta burguesía colonial. Se decía que las tempranas producciones de su lápiz ponían de manifiesto un talento nada despreciable, aunque, quizá, el ambiente poco propicio de Nueva Inglaterra había agarrotado su mano y apagado los brillantes colores de su fantasía. Pero al observar la fijeza de la mirada de su tío, que parecía querer atravesar la bruma de los años en busca del asunto del cuadro, sintió que se despertaba su curiosidad.

—¿Acaso se sabe, querido tío —preguntó—, qué representaba en otro tiempo ese viejo cuadro? Tal vez, si se le hiciera de nuevo visible, resultaría ser la obra maestra de algún gran artista, porque, si no es así, ¿por qué ocupa desde hace tanto tiempo lugar tan destacado?

Como su tío, contrariamente a su costumbre habitual (porque estaba siempre tan atento a los cambios de humor y a los caprichos de Alice como si fuese su hija más amada), no respondió de inmediato, el joven capitán de Castle William tomó sobre sus hombros esa tarea.

—Ese viejo y oscuro rectángulo de lienzo, mi bella prima —dijo—, ha sido una joya familiar del Gobierno Provincial desde hace muchos años. Sobre el pintor nada puedo decirte; pero si la mitad de las historias que se cuentan sobre el cuadro son verdad, ninguno de los grandes maestros italianos pintó jamás una obra tan maravillosa como la que tienes delante.

El capitán Lincoln procedió acto seguido a relatar algunas de las extrañas fábulas y fantasías en relación con aquel viejo cuadro que, dada la imposibilidad de refutarlas ocularmente, se habían convertido en artículos de fe popular. Una de las más extravagantes, y al mismo tiempo de las más acreditadas, afirmaba tratarse de un retrato auténtico y directo del Maligno, realizado en un aquelarre cerca de Salem; y que su marcado y terrible parecido había sido confirmado durante el juicio público, celebrado en aquella ciudad, por varios de los magos y brujas confesos y convictos. Se afirmaba igualmente que un espíritu, o demonio, familiar residía tras de la negrura del cuadro y se había manifestado, en ocasiones de pública calamidad, a más de uno de los gobernadores designados por el rey de Inglaterra. Shirley, por ejemplo, habría presenciado tan ominosa aparición en la víspera de la vergonzosa y sangrienta derrota al general Abercrombie bajo los muros de Ticonderoga. Muchos de los criados del Gobierno Provincial habían tenido vislumbres de un rostro que los contemplaba amenazados desde lo alto de la pared muy de mañana, o al anochecer, o a altas horas de la noche, mientras atizaban el fuego que brillaba con luz tenue en el hogar de la chimenea; si bien, cuando alguien había tenido la audacia de iluminar el cuadro con una tea, volvía a mostrarse tan oscuro e indistinguible como siempre. El bostoniano de más edad recordaba todavía que su padre, en cuya época el cuadro no estaba aún perdido por completo, lo había contemplado una vez pero nunca quiso responder a las preguntas sobre cuál era el rostro allí representado. En relación con todas esas historias resultaba notable que en la parte superior del marco quedaran algunos fragmentos de seda negra, indicando que antiguamente un velo ocultó el lienzo antes de que la oscuridad del tiempo lograra esconderlo de manera aún más eficaz. Pero, a fin de cuentas, lo más singular de todo el asunto era que un elevado número de pomposos gobernadores de Massachusetts hubieran permitido que el oscurecido cuadro permaneciera en el salón de gala del Gobierno Provincial.

—Algunas de esas fábulas son realmente horribles —observó Alice Vane, que en unas ocasiones se había estremecido, y sonreído en otras, mientras hablaba su primo—. Casi merecería la pena retirar la superficie negra que lo cubre, dado que el verdadero cuadro difícilmente será tan formidable como los que pinta la imaginación en lugar suyo.

—Pero ¿sería posible —preguntó su primo— devolver a este cuadro tan oscuro sus antiguos colores?

—Esas técnicas se conocen en Italia —dijo Alice.

El vicegobernador había salido de su abstracción y escuchaba con una sonrisa la conversación entre sus dos jóvenes parientes. Sin embargo apareció un algo peculiar en su tono de voz cuando se decidió a explicar el misterio.

—Lamento mucho, Alice, destruir tu fe en esas leyendas que tanto te gustan —señaló—; pero mis investigaciones de anticuario me permitieron conocer hace tiempo el asunto de ese cuadro, si es que se le puede llamar así, y que ya no es más visible, ni lo será nunca, que el rostro del hombre que representó en otro tiempo y que lleva muchos años enterrado. Ese lienzo era el retrato de Edward Randolph, el fundador de esta mansión, persona famosa en la historia de Nueva Inglaterra.

—¿De aquel Edward Randolph —exclamó el capitán Lincoln— que obtuvo la abrogación de la primera carta provincial, con la que nuestros antepasados disfrutaban de privilegios casi democráticos? ¿De quién se considera archienemigo de Nueva Inglaterra y cuya memoria aún despierta odios por haber sido el destructor de nuestras libertades?

—Ese mismo Randolph —respondió Hutchinson, removiéndose incómodo en el asiento— a quien el destino hizo paladear la amargura del odio popular.

—En nuestros anales se recoge —prosiguió el capitán de Castle William— que la maldición del pueblo le siguió por dondequiera que fue y logró que el mal estuviera presente en todos los ulteriores acontecimientos de su vida, reflejándose incluso en las circunstancias de su muerte. Dicen también que el sufrimiento interior provocado por aquella maldición fue abriéndose camino hacia el exterior y llegó a hacerse visible en el semblante de aquel desgraciado, por lo que resultaba un espectáculo horrible para quienes lo miraban. Si es así, y si ese cuadro representaba realmente su aspecto, fue una bendición que llegara a ocultarlo una nube de negrura.

—Esas tradiciones carecen de fundamento para alguien que ha probado, como es mi caso, cuán poca verdad histórica subyace en su fondo —dijo el vicegobernador—. Por lo que se refiere a la vida y personalidad de Edward Randolph, se ha dado excesivo valor al doctor Cotton Mather, que (he de decirlo aunque parte de su sangre corra por mis venas) llenó nuestra primera historia de cuentos de viejas, tan fantásticos y extravagantes como los de Grecia o Roma.

—Y sin embargo —susurró Alice Vane—, ¿acaso no es posible que esas fábulas contengan una enseñanza moral? Y si el semblante de ese cuadro es tan espantoso, debe de haber, pienso yo, alguna razón para su larga permanencia en un salón del Gobierno Provincial. Cuando los gobernantes se olvidan de sus responsabilidades, no está de más que se les recuerde el terrible peso de la maldición de un pueblo.

El vicegobernador miró fijamente a su sobrina unos momentos, como si sus juveniles fantasías hubieran despertado en su propio pecho algún sentimiento que todos sus principios y su filosofía política no pudieran controlar por completo. Sabía, efectivamente, que Alice, a pesar de haberse educado en el extranjero, conservaba los afectos naturales de una muchacha de Nueva Inglaterra.

—Un poco de calma, chiquilla impetuosa —exclamó finalmente Hutchinson, con tono más brusco del que utilizaba nunca para dirigirse a la amable Alice—. Los reproches de un rey son más temibles que el clamor de una multitud enfurecida y mal aconsejada. Capitán Lincoln, está decidido. Las tropas regias ocuparán la fortaleza de Castle William. Los dos regimientos restantes se alojarán en la ciudad o acamparán en terrenos comunales. Ha llegado la hora, después de años de tumultos y casi de rebelión, de que el Gobierno de su Majestad cuente con un muro de fortaleza a su alrededor.

—Confíe usted, señor…, confíe aún por algún tiempo en la lealtad del pueblo —dijo el capitán Lincoln—; no les enseñe que pueden llegar a mantener con los soldados británicos otro lazos que los de la hermandad, como cuando lucharon codo con codo en la guerra contra los franceses. No convierta las calles de su ciudad natal en un campamento. Piénselo dos veces antes de entregar la vieja fortaleza, la llave de la provincia, a otros defensores que los verdaderos hijos de Nueva Inglaterra.

—Amigo mío, está decidido —repitió Hutchinson, levantándose de su asiento—. Esta noche estará con nosotros un oficial británico para recibir las necesarias instrucciones acerca de la distribución de las tropas. También será necesaria tu presencia. Id con Dios hasta entonces.

Con esas palabras el vicegobernador abandonó precipitadamente el aposento, mientras Alice y su primo le seguían más despacio, cuchicheando entre sí y deteniéndose en una ocasión para volver a contemplar el misterioso cuadro. El capitán de Castle William pensaba que el semblante y el porte de la muchacha podrían haber pertenecido a uno de esos espíritus fabulosos —hadas o criaturas de una mitología aún más antigua— que en ocasiones se inmiscuyen en los asuntos de los mortales, en parte por capricho, pero también sensibles a su bienestar y sufrimiento. Mientras el capitán sostenía la puerta para que pasara, Alice hizo un gesto en dirección al cuadro y sonrió.

—¡Manifiéstate, Forma oscura y maligna! —exclamó—. ¡Ha llegado tu hora!

Por la noche el vicegobernador Hutchinson se hallaba en el mismo salón donde había tenido lugar la escena anterior, rodeado de varias personas congregadas en razón de sus diferentes intereses. Allí se encontraban los concejales de Boston, sencillos y patriarcales padres de la patria, excelentes representantes de los antiguos fundadores puritanos, cuya severa fortaleza había dejado una marca tan profunda en el carácter de Nueva Inglaterra. En contraste con ellos se advertía la presencia de dos miembros del Consejo Real, lujosamente vestidos con sus pelucas blancas, chalecos bordados y otras magnificencias de la época, y haciendo un despliegue hasta cierto punto ostentoso del ceremonial característico de la corte. También se hallaba presente un comandante del ejército británico, en espera de las órdenes del vicegobernador para el desembarco de las tropas, que aún seguían a bordo de los buques de transporte. El capitán de Castle William se encontraba junto al sillón de Hutchinson con los brazos cruzados, mirando con gesto más bien altivo al oficial británico que pronto iba a sustituirle en el mando. Sobre una mesa, en el centro del salón, se había colocado un candelabro de varios brazos que arrojaba el resplandor de media docena de velas de cera sobre un documento preparado al parecer para la firma del vicegobernador.

Envuelta en parte en los voluminosos pliegues de una de las cortinas de las ventanas, que llegaban desde el techo hasta el suelo, se veía la tela blanca de un vestido de mujer. Quizá parezca extraño que Alice Vane se encontrara allí en aquel momento, pero había algo tan infantil, tan caprichoso en su singular carácter, tan ajeno a las reglas ordinarias, que su presencia no sorprendió a los pocos que repararon en ella. Mientras tanto el representante de los concejales estaba dirigiendo al vicegobernador una larga y solemne protesta contra la recepción de las tropas británicas en la ciudad.

—Y si Su Señoría —concluyó aquel anciano excelente aunque un tanto monótono— considera oportuno persistir en la idea de traer a las tranquilas calles de nuestra ciudad a esos espadachines y mosqueteros mercenarios, que no caiga sobre nuestras cabezas la responsabilidad. Piense, Excelencia, mientras aún hay tiempo, que si se derrama una gota de sangre, esa sangre será una mancha eterna sobre la memoria de Su Señoría. Su Excelencia ha escrito, con docta pluma, sobre las hazañas de nuestros antepasados, lo cual hace aún más deseable que se le mencione honrosamente, como verdadero patriota y gobernante justo, cuando sus acciones se escriban en la historia.

—No soy insensible, mi buen amigo, al natural deseo de que en los anales de mi país se me valore positivamente —replicó Hutchinson, transformando su impaciencia en cortesía—, ni conozco otro método más adecuado de alcanzar esa meta que rechazar el pasajero espíritu de discordia que, le ruego me perdone, parece haberse apoderado de hombres de más edad que yo. ¿Quieren ustedes que espere a que la plebe saquee el Gobierno Provincial, como hicieron con mi mansión particular? Créame, señor, quizá llegue el momento en que se alegre usted de recurrir a la protección de ese estandarte del Rey que ahora le resulta tan desagradable tener que izar.

—Así es —dijo el comandante británico, que esperaba impaciente las órdenes del vicegobernador—. Los demagogos de esta provincia han despertado al diablo y ahora no son capaces de calmarlo. Pero nosotros lo exorcizaremos, en nombre de Dios y del Rey.

—¡Si tiene usted tratos con el diablo, preste atención a sus garras! —respondió el capitán de Castle William, irritado por la pulla contra sus compatriotas.

—No permita, se lo ruego, mi joven amigo —dijo el venerable concejal—, que domine sus palabras un espíritu maligno. Lucharemos contra el opresor mediante la oración y el ayuno, como habrían hecho nuestros antepasados. Y también, como ellos, aceptaremos la suerte que una sabia Providencia pueda enviarnos…, siempre después de hacer por nuestra parte todos los esfuerzos posibles para rectificarla.

—¡Y ahí vuelven a asomar las garras del diablo! —murmuró Hutchinson, que entendía bien la naturaleza de la sumisión puritana—. Vamos a despachar esta cuestión en el acto. Cuando haya un centinela en cada esquina, y un piquete de guardia delante del ayuntamiento, los caballeros leales a la Corona podrán aventurarse a salir a la calle. ¿Qué me importan las protestas del populacho en esta remota provincia del reino? ¡El Rey es mi señor e Inglaterra mi país! ¡Sostenido por su brazo armado, me mantendré firme ante la chusma, desafiándola!

Hutchinson tomó la pluma y estaba ya a punto de estampar su firma en el documento colocado sobre la mesa cuando el capitán de Castle William le puso una mano en el hombro. La libertad de aquel gesto, tan contrario al respeto ceremonioso que se consideraba por entonces debido al rango y a la autoridad, despertó la sorpresa general y de nadie más que del mismo vicegobernador. Al alzar la vista enojado, advirtió que su joven pariente señalaba con la mano la pared opuesta. Los ojos de Hutchinson siguieron la dirección indicada; y vio lo que hasta entonces le había pasado inadvertido: un velo de seda negra suspendido delante del misterioso cuadro, de manera que lo ocultaba por completo. Sus pensamientos volvieron de inmediato a la escena de la tarde anterior; y, sorprendido, desconcertado por emociones confusas, pero advirtiendo que su sobrina no podía ser del todo ajena a aquel fenómeno, la llamó, alzando mucho la voz.

—¡Alice! ¡Ven aquí, Alice!

Nada más pronunciadas esas palabras, Alice Vane salió como deslizándose del lugar que ocupaba y, tapándose los ojos con una mano, apartó con la otra el velo negro que ocultaba el retrato. Todos los presentes dejaron escapar una exclamación de sorpresa, que en la voz del vicegobernador se mezcló con un sentimiento de horror.

—¡Cielo santo —dijo, con un murmullo interior apenas audible, más dirigido a sí mismo que a quienes le rodeaban—, si el espíritu de Edward Randolph apareciera entre nosotros desde el lugar del tormento, su rostro no podría reflejar mejor los horrores del infierno!

—Por alguna razón sin duda acertada —dijo el anciano concejal con tono solemne—, la Divina Providencia ha disipado el velo de los años que durante tanto tiempo ocultó esa terrible efigie. ¡Ningún ser vivo había visto hasta hoy lo que ahora contemplamos!

Dentro del antiguo marco, que tan poco antes encerraba aún un negro desierto de lienzo, aparecía ahora un cuadro visible, todavía oscuro, es cierto, en sus tonalidades y sombras, pero provisto de notable relieve. Se trataba del busto de un caballero con un traje lujoso, pero muy pasado de moda, de terciopelo bordado, con ancha gorguera y barba, y tocado con un sombrero cuya ala le oscurecía la frente. Por debajo de aquella sombra los ojos tenían un brillo peculiar que casi los dotaba de vida. Todo el retrato se destacaba del fondo con tanta claridad que parecía una persona contemplando desde la pared a los asombrados y atemorizados espectadores. La expresión del rostro, si es posible describirla con palabras, era la de un miserable sorprendido en algún odioso delito y expuesto al odio implacable y a las risas y al mordaz desprecio de una multitud que lo rodeara. Estaba presente la voluntad de desafío, vencida y aplastada por el peso insoportable de la ignominia. Los sufrimientos del alma habían aflorado en la expresión. Parecía como si el cuadro, mientras permanecía oculto bajo un velo de inacabables años, hubiera seguido adquiriendo una mayor profundidad y dramatismo en la expresión y que, ahora, al mostrarse de nuevo, arrojase sus malignos presagios sobre la hora presente. Si cabe dar crédito a la extravagante leyenda, tal era el retrato de Edward Randolph una vez que la maldición de un pueblo causó estragos en su persona.

—¡Ese horrible rostro…, me volvería loco! —dijo Hutchinson, que parecía fascinado por la contemplación del cuadro.

—¡Date entonces por advertido! —susurró Alice—. Randolph pisoteó los derechos de un pueblo. ¡Contempla su castigo y evita un delito como el suyo!

El vicegobernador llegó a temblar un instante, pero recurriendo a su energía —que no era, sin embargo, su rasgo más destacado— luchó para superar la fascinación que le producía la expresión de Randolph.

—¿Has traído aquí tu arte pictórico —exclamó, riendo amargamente mientras se volvía hacia Alice—, tu espíritu italiano de intriga, tus trucos escenográficos, con la esperanza de influir en los consejos de gobernantes y en los asuntos de las naciones con semejantes artificios? ¡Mira bien lo que hago!

—Deténgase un momento —intervino el concejal mientras Hutchinson empuñaba de nuevo la pluma—: ¡porque si jamás mortal alguno recibió una advertencia de un alma atormentada, Su Señoría es ese hombre!

—¡Atrás! —respondió Hutchinson con gran violencia—. Aunque ese absurdo cuadro exclamara «¡No lo hagas!», no lograría conmoverme.

Lanzando una mueca de desafío al rostro representado (que dio la impresión, en aquel momento, de intensificar el horror de su mirada, tan llena de maldad y sufrimiento), el vicegobernador garrapateó sobre el papel, con rasgos tales qué denunciaban aquella iniciativa como un acto de desesperación, el nombre de Thomas Hutchinson. Acto seguido, según cuentan, se estremeció, como si con aquella firma hubiera renunciado a su salvación.

—Ya está hecho —dijo, llevándose una mano a la frente.

—Que el Cielo perdone esta acción —dijo Alice Vane con un suave acento de tristeza, semejante a la voz de un espíritu benéfico que se alejara revoloteando.

Al llegar la mañana corría por la casa como un susurro ahogado, que sin embargo se extendió después por la ciudad, la historia de que el misterioso cuadro había salido de la pared para hablar cara a cara con el vicegobernador Hutchinson. Pero si semejante milagro se había producido, no había dejado tras sí la menor traza, porque dentro del antiguo marco era imposible discernir nada salvo el impenetrable velo que había cubierto el lienzo desde tiempo inmemorial. Si era cierto que la figura había dado un paso al frente; al romper el día había vuelto a desaparecer, como un fantasma, escondiéndose tras la oscuridad de un siglo. Probablemente la verdad era que la ciencia secreta de Alice para restaurar los colores del cuadro había conseguido tan sólo un rejuvenecimiento pasajero. Pero quienes, durante aquel breve intervalo, contemplaron el espantoso rostro de Edward Randolph, no desearon disponer de una segunda oportunidad, e incluso más adelante temblaban al recordar la escena, como si de hecho un espíritu maligno hubiese aparecido visiblemente entre ellos. En cuanto a Hutchinson, cuando, del otro lado del océano, se acercaba la hora de su muerte, jadeó falto de aliento, quejándose de que le asfixiaba la sangre de la matanza de Boston; y Francis Lincoln, el antiguo capitán de Castle William, que se hallaba junto a su lecho, advirtió en su mirada enloquecida un parecido con la de Edward Randolph. ¿Acaso su alma atormentada sintió, en aquella hora temible, el peso tremendo de la maldición de un pueblo?

Al término de aquella milagrosa leyenda pregunté a mi acompañante si el cuadro aún seguía colgado en el aposento situado sobre nuestras cabezas; pero el señor Tiffany me informó de que había sido retirado hacía ya largo tiempo y que se le suponía escondido en algún rincón a trasmano del museo de Nueva Inglaterra. Tal vez algún curioso anticuario llegue a tropezarse allí con él y, gracias a la ayuda del señor Howorth, experto en limpieza de cuadros, pueda aportar una prueba no innecesaria sobre la autenticidad de los hechos aquí recogidos. Mientras el señor Tiffany me narraba esta historia, en el exterior fue formándose una tormenta que, al desatarse con sonora violencia sobre las regiones superiores del antiguo Gobierno Provincial, dio la impresión de que, en los pisos altos, todos los viejos gobernadores y próceres ilustres se habían desmandado mientras el señor Bela Tiffany parloteaba debajo acerca de ellos. Con el paso de las generaciones, cuando muchas personas han vivido y muerto en una casa antigua, el silbar del viento en las grietas y los chasquidos de sus vigas y paredes se asemejan extrañamente a los tonos de la voz humana, o a carcajadas estruendosas, o al ruido de pasos muy recios atravesando cámaras desiertas. Es como si revivieran los ecos de medio siglo. Tales eran los fantasmales sonidos que rugían y murmuraban en nuestros oídos cuando me despedí de quienes componían el círculo en torno al hogar del antiguo Gobierno Provincial y, lanzándome escaleras abajo, me abrí camino hacia casa luchando con una tormenta de nieve arrastrada por el viento.

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