El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Erckmann-Chatrian » La oreja de la lechuza

Página 26 de 42

LA OREJA DE LA LECHUZA

EL 29 de julio de 1835 Kasper Boeck, pastor de la pequeña aldea de Hirchwiller, con su amplio sombrero de fieltro echado hacia atrás, su alforja de arpillera sobre los riñones y su enorme perro de leonado pelaje pegado a sus talones, se presentó a eso de las nueve de la noche en casa del burgomaestre Pétrus Mauerer, que acababa de cenar y se tomaba una copa de kirsch para facilitar su digestión.

Alto, enjuto, guasón, y con el labio superior cubierto por un considerable bigote gris, este burgomaestre había servido en el ejército del archiduque Carlos y gobernaba la aldea a dedo y con la vara, como suele decirse.

—Señor burgomaestre… —exclamó el pastor un poco inquieto.

Mas Pétrus Mauerer, sin dejarle terminar, le dijo, frunciendo el ceño:

—Kasper Boeck, empieza por quitarte el sombrero, haz salir a tu perro de la habitación, y luego háblame clara e inteligiblemente, sin farfullar, para que pueda comprenderte.

El burgomaestre, de pie cerca de la mesa, apuró tranquilamente su copa y se chupó el grueso bigote con indiferencia.

Kasper hizo salir de la habitación a su perro y volvió con el sombrero quitado.

—Y bien —dijo Pétrus al verle callado—, ¿qué ocurre?

—Lo que ocurre es que el espíritu ha vuelto a aparecer en las ruinas de Geierstein.

—¡Ah! Ya me lo figuraba yo… ¿Lo has visto bien?

—Muy bien, señor burgomaestre.

—¿No cerraste los ojos?

—No, señor burgomaestre… Había un hermoso claro de luna.

—¿Y qué aspecto tiene?

—El de un hombrecillo.

—¡Está bien!

Y, volviéndose hacia una puerta con cristales que había a la izquierda, gritó:

—¡Kate!

Una vieja criada entreabrió la puerta.

—¿Señor?

—Salgo a dar un paseo… por la ladera… Espérame hasta las diez…

—Sí, señor.

Entonces el viejo soldado, descolgando un fusil de detrás de la puerta, comprobó su fulminante y se lo puso en bandolera. Luego, se dirigió a Kasper Boeck con estas palabras:

—Avisa al guarda rural que se reúna conmigo en el bosquecillo de acebos. Tu espíritu debe de ser algún merodeador… Pero s: es un zorro, te haré con él un magnífico gorro con orejeras.

El señor Pétrus Mauerer y su humilde servidor Kasper se pusieron en marcha. El tiempo era magnífico, con innumerables estrellas. Mientras el pastor se disponía a llamar a la puerta del guarda rural, el burgomaestre penetró en un bosquecillo de saúcos que serpenteaba por detrás de la vieja iglesia. Dos minutos después, Kasper y Hans Goerner, con su sable a la cadera, se reunieron a toda prisa con el señor Pétrus en el bosque de acebos. Los tres juntos se pusieron en camino en dirección a las ruinas de Geierstein.

Estas ruinas, situadas a veinte minutos de la aldea, parecen bastante insignificantes: se trata de algunos decrépitos lienzos de muralla, de cuatro a seis pies de altura, que se extienden en medio de los brezales. Los arqueólogos los llaman acueductos de Seranus, campamento romano de Holderlock, o vestigios de Teodorico, según su fantasía. La única cosa verdaderamente notable de esas ruinas es la escalera de una cisterna tallada en la roca.

Contrariamente a las escaleras de caracol, en lugar de círculos concéntricos que se van estrechando poco a poco, la espiral de ésta se va ensanchando conforme desciende, de manera que el fondo del pozo es tres veces más ancho que la abertura. ¿Fue un capricho arquitectónico, o cualquier otra razón, lo que determinó esta extraña construcción? ¡Poco importa! Lo cierto es que en la cisterna se produce un vago zumbido similar al que puede escucharse cuando uno se aplica una concha en la oreja, y que desde ella se pueden percibir los pasos de los transeúntes en la grava, el soplo del viento, el murmullo de las hojas, e incluso palabras lejanas de los que pasan al pie de la ladera.

Nuestros tres personajes subieron, pues, por el sendero, entre los viñedos y los huertos de Hirchwiller.

—No veo nada —dijo el burgomaestre, levantando la cabeza en son de burla.

—Yo tampoco —repitió el guarda rural, en el mismo tono.

—Está en el hueco —murmuró el pastor.

—Ya veremos…, ya veremos… —prosiguió el burgomaestre.

Al cabo de un cuarto de hora llegaron a la abertura de la cisterna. Como ya he dicho, la noche era clara, límpida y estaba perfectamente en calma. La luna perfilaba, hasta donde se perdía la vista, uno de esos paisajes nocturnos de contornos azulados, salpicados de árboles raquíticos, cuyas sombras parecen trazadas con lápiz negro. Los brezos y las retamas en flor perfumaban el aire con su aroma un poco áspero, y las ranas de una charca vecina cantaban su basta cantinela, entrecortada de silencios. Mas todos esos detalles escapaban a la atención de nuestros buenos campesinos, que no soñaban más que con echar mano al espíritu.

Cuando llegaron a la escalera, se detuvieron los tres y prestaron oídos; luego miraron en la oscuridad… Nada aparecía…, nada se movía.

—¡Demonios! —dijo el burgomaestre—. Nos hemos olvidado de coger un cabo de vela… Desciende, Kasper, tú conoces el camino mejor que yo…, te sigo.

Ante esa proposición, el pastor retrocedió bruscamente. Si de él hubiese dependido, el pobre hombre se habría dado a la fuga; su lamentable aspecto hizo reír a carcajadas al burgomaestre.

—Bueno, Hans, ya que Kasper no quiere descender, muéstrame tú el camino —le dijo al guarda rural.

—Pero, señor burgomaestre —respondió éste—, usted sabe que faltan algunos escalones, nos arriesgamos a rompernos la crisma.

—Entonces, ¿qué hacemos?

—Eso digo yo, ¿qué hacemos?

—Envía a tu perro —contestó Petrus.

El pastor silbó a su perro, le señaló la escalera y lo azuzó… Mas el animal, como las personas, no quería arriesgarse.

En ese momento se le ocurrió al guarda rural una idea luminosa.

—¡Eh!, señor burgomaestre —dijo—, ¿por qué no dispara el fusil ahí dentro?

—A fe mía —exclamó el otro— que tienes razón… Por lo menos veremos claro.

Y sin vacilar, el valiente hombre se acercó a la escalera, encarando su fusil.

Mas, por el fenómeno acústico que antes he señalado, el espíritu, el merodeador, el individuo que efectivamente se encontraba en la cisterna, lo había oído todo. La idea de recibir un disparo de fusil no pareció agradarle, pues, con voz aguda y penetrante, gritó:

—¡Alto! No disparen… ¡Ya subo!

Entonces los tres funcionarios se miraron, riéndose por lo bajo, y el burgomaestre, inclinándose de nuevo sobre la abertura, exclamó con rudeza:

—Apresúrate, tunante, o disparo… ¡Apresúrate!

A continuación montó su fusil, cuyo tic-tac pareció apresurar la ascensión del misterioso personaje: se oyeron rodar algunas piedras. Sin embargo, todavía hubo que esperar un minuto para verle aparecer, ya que la cisterna tenía sesenta pies de profundidad.

¿Qué hacía ese hombre en medio de semejantes tinieblas? ¡Debía ser algún gran criminal! Eso pensaban al menos Pétrus y sus acólitos.

Finalmente, una vaga forma se destacó de las sombras. Después, lentamente…, progresivamente, un hombrecillo de unos cuatro pies y medio a lo sumo, flaco, harapiento, con el rostro reseco y amarillento como un viejo boj de Nuremberg, de mirada resplandeciente como una urraca, los cabellos rojizos, en desorden, marchitos como brezos agostados, despechugado, con la ropa a jirones, salió gritando:

—¿Con qué derecho vienen a perturbar mis estudios, miserables?

Este grandioso apostrofe apenas cuadraba con su vestimenta y su fisonomía. Por eso el burgomaestre le replicó indignado:

—Procura mostrarte más decoroso, maldito bribón, o empiezo a propinarte una paliza.

—¡Una paliza! —dijo el hombrecillo, estremecido de ira, alzándose delante de las narices del burgomaestre.

—Sí —contestó el otro, que, pese a todo, no dejaba de admirar el valor del pigmeo—, a no ser que respondas de manera satisfactoria a las preguntas que voy a hacerte. Soy el burgomaestre de Hirchwiller; estos son el guarda rural, el pastor y su perro; somos más fuertes que tú…, no seas insensato, dime por las buenas quién eres, qué estás haciendo aquí y por qué no te atreves a salir en pleno día… Luego decidiremos lo que haremos contigo.

—Eso no le incumbe —respondió el hombrecillo con la voz quebrada—. No le responderé.

—En ese caso, ¡adelante!, ¡en marcha! —dijo el burgomaestre, cogiéndole por el cogote con mano firme—. Pasarás la noche en prisión.

El hombrecillo forcejeó como una marta, e incluso intentó morderles. Y cuando el perro le husmeaba ya las pantorrillas, completamente agotado, dijo, no sin cierta nobleza:

—Suélteme, señor, me rindo a la fuerza…, ¡le sigo!

El burgomaestre, que no carecía de buenos modales, se calmó a su vez.

—¿Me lo prometes? —dijo.

—¡Se lo prometo!

—Está bien…, ve delante.

Y así fue como capturó el burgomaestre, en la noche del 29 de julio de 1835, a un hombrecillo pelirrojo que salió de la caverna de Geierstein.

Al llegar a Hirchwiller, el guarda rural corrió a buscar la llave de la prisión y el vagabundo fue encerrado con dos vueltas, sin olvidar el cerrojo exterior y el candado. Después se fueron todos a descansar, y Pétrus Mauerer soñó hasta medianoche con esta singular aventura.

Al día siguiente, a eso de las nueve, Hans Goerner, el guarda rural, que había recibido la orden de llevar al prisionero a la Casa Consistorial para someterle a un nuevo interrogatorio, se personó en la prisión con cuatro vigorosos mozos, los cuales abrieron la puerta, curiosos por contemplar aquel fuego fatuo. Mas cuál no sería su sorpresa cuando lo encontraron colgado de su corbata en la rejilla del tragaluz. Algunos dicen que todavía forcejeaba…, otros, que estaba ya rígido… Sea como fuere, corrieron a casa de Pétrus Mauerer para prevenirle del hecho, y lo cierto es que, cuando éste llegó, el hombrecillo había exhalado el último suspiro.

El juez de paz y el médico de Hirchwiller levantaron acta de la catástrofe. Luego, enterraron al desconocido en un campo de alfalfa, y no hubo más que hablar.

Unas tres semanas después de estos sucesos, me dirigía a visitar a Pétrus Mauerer, del que resulta que soy el pariente más próximo y, por consiguiente, el heredero. Por esta circunstancia nos unía una relación íntima. Comimos juntos, hablando de asuntos banales, hasta que el burgomaestre me contó la historia precedente, tal y como la acabo de relatar.

—Es extraño, primo —le dije—…, verdaderamente extraño… Y ¿no tenéis ningún otro dato de ese desconocido?

—Ninguno.

—¿No habéis encontrado nada que os diera una pista acerca de sus intenciones?

—Absolutamente nada, Christian.

—Mas, a propósito, ¿qué podía estar haciendo en la cisterna?… ¿De qué vivía?

El burgomaestre se encogió de hombros, llenó nuestros vasos y me respondió:

—A tu salud, primo.

—A la vuestra.

Durante algunos instantes permanecimos en silencio… Me resultaba imposible admitir este brusco final de la aventura… Y a mi pesar pensé con melancolía en el triste destino de ciertos hombres que aparecen y desaparecen en este mundo, como la hierba de los campos, sin dejar el menor recuerdo ni el menor pesar.

—Primo —proseguí yo—, ¿cuánto puede haber de aquí a las ruinas de Geierstein?

—Veinte minutos a lo sumo… ¿Por qué?

—Me gustaría verlas.

—Como sabes, hoy tenemos reunión del consejo municipal y no puedo acompañarte.

—¡Oh!, no os preocupéis, las encontraré yo solo.

—No, el guarda rural te mostrará el camino; no tiene nada mejor que hacer.

Y mi valeroso primo golpeó el vaso llamando a la sirvienta.

—Kate, vete a buscar a Hans Goerner… Que se dé prisa…, hace dos horas que debo partir.

La sirvienta se retiró y el guarda rural apenas tardó en venir.

Recibió la orden de conducirme hasta las ruinas.

Mientras el burgomaestre se dirigía solemnemente a la sala de reuniones del consejo municipal, nosotros ascendimos la ladera. Hans Goerner me indicaba con la mano los vestigios del acueducto. En aquel momento, las crestas rocosas de la meseta, los remotos contornos azulados de Hundsrück, las tristes murallas decrépitas, cubiertas de sombría hiedra, el tañido de la campana de Hirchwiller convocando a los notables al consejo, el jadeo del guarda rural agarrándose a la maleza… cobraron a mis ojos un aspecto triste y severo, del que no había podido darme cuenta hasta entonces: era la historia de ese pobre ahorcado, que había dejado su rastro en el horizonte.

La escalera de la cisterna me pareció muy curiosa y su espiral elegante. Las erizadas zarzas en las grietas de cada escalón, el aspecto desierto de los alrededores, todo armonizaba con mi tristeza. Descendimos y pronto únicamente el punto luminoso de la abertura, que parecía estrecharse cada vez más y tomar la forma de una estrella de puntas curvas, nos enviaba su pálida luz.

Cuando alcanzamos el fondo de la cisterna, la vista era soberbia con todos los escalones iluminados por debajo, recortándose sus sombras con una maravillosa regularidad. Entonces escuché el zumbido del que me había hablado Petrus: ¡la inmensa caracola de granito tenía tantos ecos como piedras!

—¿Ha bajado alguien aquí después del hombrecillo? —pregunté al guarda rural.

—No, señor…, los campesinos tienen miedo…, se imaginan que se aparece el ahorcado.

—¿Y tú?

—Yo… no soy curioso.

—Pero ¿y el juez de paz?… Su deber era…

—¡Eh! ¿Qué vendría a hacer en la Oreja de la lechuza?

—¿Se le llama a eso la Oreja de la lechuza?

—Sí.

—Aproximadamente es eso —dije, levantando la mirada—. Esta bóveda invertida se asemeja bastante al pabellón auditivo externo; la parte inferior de los escalones representa la caja del tímpano; y los recodos de la escalera, el caracol, el laberinto y el vestíbulo de la oreja. Ésa es, pues, la causa del murmullo que oímos: estamos en el fondo de una colosal oreja.

—Es muy posible —dijo Hans Goerner, que parecía no comprender en absoluto mis observaciones.

Subimos de nuevo y cuando ya había salvado los primeros escalones, sentí que algo se rompía bajo mi pie. Descendí para ver lo que podía ser y divisé, al mismo tiempo, un objeto blanco frente a mí… Era una hoja de papel arrancada… En cuanto al objeto duro que se había triturado, reconocí una especie de vasija de cerámica vidriada.

—¡Oh! —me dije—. Esto podría esclarecernos la historia del burgomaestre.

Y me reuní con Hans Goerner, que me esperaba ya junto al brocal del pozo.

—¿Adónde queréis ir ahora, señor? —exclamó.

—En primer lugar sentémonos un rato…; luego ya veremos.

Me senté encima de una piedra grande, mientras el guarda rural recorría con la mirada los alrededores de la aldea, a fin de descubrir merodeadores en el jardín, si es que los había.

Examiné cuidadosamente el jarrón de cerámica, del que no quedaba más que un pedazo… Este trozo tenía forma de embudo, revestido de pelusa en su interior… Me fue del todo imposible adivinar su utilidad. Luego leí el fragmento de carta, que presentaba un tipo de escritura muy corriente y muy apretada… La transcribo aquí textualmente… El fragmento parece ser continuación de un trozo de papel, que he buscado inútilmente en los alrededores de la ruina.

«Mi trompetilla microacústica posee, pues, la doble ventaja de multiplicar sin límites la intensidad de los sonidos y de poder introducirse en la oreja, cosa que en modo alguno es molesta para el observador. No os creeríais, mi querido maestro, el encanto que se experimenta al percibir esos mil ruidos imperceptibles que en los hermosos días del verano se confunden con un inmenso zumbido… La abeja tiene su canto como el ruiseñor, la avispa es la curruca del musgo, la cigarra es la alondra de los prados…, la cresa es el reyezuelo… No hay más que un suspiro, mas ¡qué melodioso es!

»Desde el punto de vista del sentimiento, este descubrimiento que nos hace compartir la vida universal, sobrepasa en importancia a todo lo que yo podría añadir.

»Después de tantos sufrimientos, privaciones y dificultades, ¡qué felicidad recoger al fin el premio a nuestros esfuerzos! ¡Con qué entusiasmo se eleva el alma hacia el divino hacedor de esos mundos microscópicos, cuya magnificencia nos ha sido revelada! ¿Qué importancia tienen, entonces, esas horas de angustia, de hambre, de menosprecio, que antaño nos abrumaban? Ninguna, señor, ¡ninguna!… Lágrimas de gratitud bañan nuestros ojos. Uno está orgulloso de haber adquirido, mediante el sufrimiento, nuevos gozos para la humanidad y haber contribuido a su moralización. Mas, por muy grandes y admirables que sean estos primeros resultados de mi trompetilla microacústica, sus ventajas no se reducen únicamente a eso. Existen otras más positivas, en cierto modo más materiales, que se manifiestan en cifras. Lo mismo que el telescopio nos permite descubrir miríadas de mundos, girando armoniosamente en el infinito…, mi trompetilla microacústica aumenta el sentido del oído más allá de los límites de lo posible. Así pues, señor, no me detendré en la circulación de la sangre y de los humores en los cuerpos animados: vos los oís correr con el ímpetu de las cataratas, los percibís con una nitidez que os horroriza; la menor irregularidad en el pulso, el más ligero obstáculo os afecta y os produce el efecto de una roca contra la que vienen a estrellarse las olas de un torrente.

»Se trata, sin duda, de una inmensa conquista de cara al desarrollo de nuestros conocimientos fisiológicos y patológicos, mas no insisto en este punto. Aplicando la oreja contra el suelo, señor, podéis oír brotar las aguas termales a profundidades inconmensurables…, ¡podéis imaginar el caudal, las corrientes, los obstáculos!

»¿Queréis ir más lejos? Descended a una bóveda subterránea cuyo desarrollo sea suficiente para recoger una cantidad considerable de sonidos; ¡escuchad entonces la noche, cuando todos duermen, cuando nada perturba los ruidos interiores de nuestro globo!

»Señor, lo único que me es posible deciros en este momento, pues en medio de mi profunda miseria sólo me quedan unos pocos instantes de lucidez para realizar observaciones geológicas, lo único que puedo afirmaros es que la efervescencia de las lavas incandescentes, el resplandor de las sustancias en ebullición es algo espantoso y a la vez sublime, que no puede compararse más que a la impresión del astrónomo cuando sondea con su anteojo las profundidades sin límites del espacio.

»Sin embargo, os debo confesar que estas impresiones necesitan todavía ser estudiadas y clasificadas con un orden metódico, para extraer de ellas conclusiones definitivas. Además, tan pronto como os hayáis dignado, mi querido y digno señor, mandarme a Neustadt la pequeña cantidad que os solicito a fin de atender mis primeras necesidades, veremos de ponernos de acuerdo, con objeto de establecer tres grandes observatorios suburbanos, uno en el valle de Catania, otro en Islandia, y el tercero en uno de los valles de Capac-Uren, de Songay, o de Cayembé-Uren, los más profundos de las Cordilleras, y por consiguiente…»

Aquí se interrumpía la carta.

Presa del estupor, me quedé de una pieza. ¿Acababa de leer las ocurrencias de un loco… o eran más bien las inspiraciones confirmadas de un hombre de genio? ¿Qué decir? ¿Qué pensar? Así que ese hombre…, ese miserable que vivía en el fondo de una madriguera como si fuera un zorro…, muriéndose de hambre…, ¡había sido tal vez uno de esos elegidos que el Ser Supremo envía a la Tierra para instruir a las generaciones futuras!

¡Y se había ahorcado de asco, de desesperación! Nadie había respondido a su súplica, cuando sólo pedía un pedazo de pan a cambio de su descubrimiento. Era horrible.

Permanecí allí pensativo… mucho tiempo…, muchísimo tiempo…, dando gracias al cielo por haber limitado mi inteligencia a las vulgares minucias de la vida cotidiana…, por no haber querido hacer de mí un hombre superior a la mayoría de los mártires. Por fin, el guarda rural, viéndome con la mirada fija y la boca abierta, se arriesgó a tocarme en el hombro.

—Señor Christian —me dijo—, vayámonos…, se hace tarde… El señor burgomaestre debe haber regresado ya del consejo.

—¡Ah!, es verdad —exclamé, arrugando el papel—. ¡En marcha!

Volvimos a descender la ladera.

Mi digno primo me recibió, con cara sonriente, en el umbral de su casa.

—Y bien…, Christian… ¿Has descubierto algo acerca de ese imbécil que se ahorcó?

—No.

—Me lo figuraba… Sería algún loco escapado de Stéfansfeld, o de cualquier otra parte… A fe mía… hizo bien en colgarse… Es lo más sencillo… cuando uno no sirve para nada.

Al día siguiente me fui de Hirchwiller. Jamás regresaré.

Ir a la siguiente página

Report Page