El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Sheridan Le Fanu » El pacto de sir Dominick

Página 28 de 42

EL PACTO DE SIR DOMINICK

(Una leyenda de Dunoran)

A principios de otoño del año 1838, los negocios me llevaron al sur de Irlanda. El tiempo era delicioso y tanto el paisaje como la gente eran nuevas para mí. Después de enviar mi equipaje en la diligencia al cuidado de un criado, alquilé un práctico rocín en la casa de postas y, con la curiosidad propia de un explorador, comencé sin prisas un viaje a caballo, a razón de veinticinco millas diarias, por apartados caminos, hasta mi lugar de destino. Esta pintoresca ruta me llevó a través de pantanos y colinas, planicies y castillos en ruinas, y más de un río sinuoso.

Había iniciado tarde mi partida y, después de haber recorrido un poco más de la mitad de mi jornada, pensé hacer un alto en el primer lugar que me pareciera oportuno, proporcionando descanso y alimento a mi caballo, y atendiendo igualmente a las necesidades de su jinete.

Eran casi las cuatro cuando la senda, ascendiendo una gradual pendiente, me condujo hasta un pasadizo que atravesaba un desfiladero, entre las abruptas estribaciones de una cadena de montañas a mi izquierda y una colina que se elevaba sombría e inesperada a mi derecha. Debajo de mí yacía una pequeña aldea de techos de paja, oculta por una larga hilera de gigantescas hayas, a través de cuyas ramas las modestas chimeneas arrojaban su enrarecido humo de turba. A mi izquierda se extendía en varias millas, ascendiendo la cadena montañosa que he mencionado, un parque en estado salvaje, cuyo césped estaba salpicado de helechos y rocas erosionadas y manchadas de liquen. Este parque estaba medio cubierto por un bosque poco poblado, que se espesaba por detrás y más allá de la pequeña aldea a la que me estaba acercando, revistiendo la desigual pendiente de sus laderas de un hermoso y a veces descolorido follaje.

Según descendía, el camino serpenteaba ligeramente, dejando a su izquierda la tapia gris del parque, hecha de piedras sueltas y cubierta de hiedra, para luego atravesar un vado poco profundo. Al acercarme a la aldea vislumbré, a través de los claros del bosque, la larga fachada de una vieja casa en ruinas, situada entre los árboles, a mitad de camino de la pintoresca ladera.

La soledad y la melancolía de estas ruinas picaron mi curiosidad, y cuando llegué a la tosca taberna de paja, de cuyo dintel colgaba un cartel de san Columbkill, con sus hábitos, su mitra y su báculo, después de ocuparme de mi caballo y procurarme una abundante comida a base de tocino y huevos, volví a acordarme del parque poblado de árboles y de la casa en ruinas, y decidí pasear durante una media hora entre sus selváticas soledades.

El nombre del lugar, descubrí, era Dunoran. Junto al portón de entrada, una escalera conducía al jardín, y por ella comencé a deambular con melancólica fruición en dirección a la derruida mansión.

Un largo camino cubierto de hierba, con muchas curvas y recovecos, conducía a la vieja mansión, a la sombra de los árboles.

Al aproximarse a la casa, el camino bordeaba un escarpado cañón, cubierto de avellanos, robles enanos y espinos. La silenciosa casa, con su puerta-zaguán abierta de par en par, miraba hacia este sombrío barranco, cuyo borde posterior estaba coronado de gigantescos bosques. Arboles enormes rodeaban la casa y sus desiertos patios y caballerizas.

Entré y eché una ojeada por corredores cubiertos de ortigas y otras malas hierbas, entre habitaciones con los techos podridos, que a veces mostraban sus desgastadas vigas negras, por donde trepaban zarcillos de hiedra. Las altas paredes de podridos enlucidos estaban manchadas de moho, y en algunas habitaciones los restos de los deteriorados revestimientos de madera se balanceaban de un lado para otro. Las ventanas, casi todas sin marco, estaban también cubiertas de hiedra, y las cornejas revoloteaban alrededor de las altas chimeneas, mientras los grajos sostenían su incesante graznido desde los enormes árboles que sobresalían en sombrías masas por encima de la hondonada.

Al atravesar estos lúgubres corredores, sólo pude echar una ojeada a algunas de las habitaciones, pues la casa casi no tenía techo y en el centro no quedaba ya solado, circunstancias todas ellas que impedían una exploración más a fondo. Empecé a preguntarme por qué se había permitido el deterioro de una casa tan grande, en medio de un paisaje tan pintoresco. Imaginé las reuniones que hace mucho tiempo habría congregado, y pensé que a medianoche podría remedar cualquier episodio de las juergas de Redgauntlet[24].

La escalera principal era de roble y había resistido asombrosamente el paso del tiempo. Me senté en el escalón más bajo, meditando distraídamente acerca de la transitoriedad de todas las cosas que hay bajo el sol.

A excepción del ronco y lejano rumor de los grajos, apenas audible desde donde yo estaba sentado, ningún sonido rompía el profundo silencio del lugar. Con anterioridad, raramente había experimentado semejante sensación de soledad. El viento estaba en calma; no se oía siquiera el crujido de una hoja marchita. El calor era sofocante. Los corpulentos árboles que rodeaban el edificio lo ensombrecían, añadiendo un matiz de misterio a la ya melancólica escena.

En ese estado de ánimo escuché, con desagradable sorpresa, una voz cercana a mí, que hablaba fatigosamente y se mofaba, imaginé, repitiendo estas palabras: «Alimento para gusanos, muerto y podrido; Dios por encima de todo».

En la pared, de bastante espesor en aquel lugar, había una pequeña ventana que había sido tapiada, y en lo más profundo del oscuro nicho resultante vi a un hombre de facciones angulosas, sentado con los pies colgando. Tenía sus penetrantes ojos clavados en mí y sonreía cínicamente; y, antes de que me recobrase por completo de mi sorpresa, repitió el siguiente dístico:

Si con dinero la muerte comprarse pudiera,

Vivirían los ricos y los pobres morirían.

—En sus tiempos, señor —prosiguió—, Dunoran House era una gran mansión, y los Sarsfield unos grandes señores. Sir Dominick Sarsfield fue el último de su estirpe. Perdió la vida a no más de seis pies de donde se encuentra usted sentado.

Mientras así hablaba, descendió al suelo de un pequeño salto. Su rostro era moreno, sus facciones angulosas, era un poco jorobado, y llevaba en la mano un bastón con cuyo extremo señalaba una mancha de moho en el enlucido de la pared.

—¿Le preocupa esa mancha, señor? —preguntó.

—Sí —le contesté, levantándome y mirándole, como si, curiosamente, previera que iba a escuchar algo que merecía la pena.

—Está a siete u ocho pies del suelo, señor, y nunca adivinaría lo que es.

—Probablemente no —dije—. A menos que sea una mancha de humedad.

—No es tan favorable como todo eso, señor —respondió con la misma sonrisa cínica y un movimiento de cabeza, sin dejar de señalar la mancha con su bastón.

»Es una salpicadura de sesos y sangre. Sucedió hace unos cien años, y nunca desaparecerá mientras permanezca la pared.

—¿Fue asesinado tal vez?

—Peor que eso, señor —respondió.

—¿Se mató él mismo, entonces?

—Peor que eso, ¡que esta cruz nos proteja de todo mal! Yo soy más viejo de lo que parece, señor. ¿A que no adivina qué edad tengo?

—Bueno, yo diría que alrededor de cincuenta y cinco años.

Se rió, tomó una pizca de rapé, y dijo:

—Tengo eso, señoría, y algo más. Cumplí los setenta la pasada Candelaria. No pensaría usted eso al verme.

—Palabra que no; incluso me cuesta creerlo. Sin embargo, ¿recuerdas la muerte de sir Dominick Sarsfield? —dije, echando un vistazo a la ominosa mancha de la pared.

—No, señor, eso ocurrió mucho antes de que yo naciera. Pero mi abuelo fue mayordomo en esta casa hace mucho tiempo, y más de una vez le of contar cómo murió sir Dominick. Desde que eso sucedió, esta gran mansión no ha tenido amo. Quedó al cuidado de dos sirvientes, uno de ellos mi tía. Hasta que cumplí los nueve años permanecí aquí con ella; luego, ella abandonó el puesto para irse a Dublín. Desde entonces dejaron que la casa decayera. El viento desmanteló el techo, la lluvia pudrió las vigas y, poco a poco, en un plazo de sesenta años, se convirtió en lo que usted está viendo ahora. Pero yo le tengo todavía afecto, por los viejos tiempos; y nunca paso por aquí sin echarle una ojeada. No creo que vuelva a ver muchas más veces este lugar, pues en breve estaré bajo tierra.

—Sobrevivirás a los más jóvenes —dije.

Y, abandonando tan trivial tema de conversación, proseguí:

—No me extraña que te guste este lugar; es hermoso con todos esos árboles grandiosos.

—Me gustaría que viera usted la cosecha cuando las nueces están maduras. Son las nueces más fragantes de toda Irlanda, según creo —replicó, mostrando su práctico sentido de lo pintoresco—. Llenará sus bolsillos con sólo buscar alrededor de usted.

—Esos bosques son extraordinarios —observé—. No he visto ningún otro en Irlanda que me parezca tan hermoso.

—Señoría, los bosques que ahora le circundan no son ni sombra de lo que fueron. Todas las montañas de por aquí estaban cubiertas de bosques cuando mi padre era muchacho, y Murroa Wood era el mayor de todos ellos. Estaba poblado de robles principalmente, los cuales fueron talados hasta dejarlo tan raso como un camino. Ni uno solo de los que quedan aquí se puede comparar con aquéllos. ¿Por qué camino vino su señoría? ¿De Limerick?

—No. Vine de Killaloe.

—Bueno, entonces ha tenido usted que pasar por el terreno que ocupaba en otros tiempos Murroa Wood. Descendería por Lisnavourra, la escarpada cima de una colina a una milla por encima de esta aldea. Cerca de allí estuvo Murroa Wood y allí fue donde sir Dominick Sarsfield vio por vez primera al diablo, ¡el Señor nos proteja de todo mal!, lo que resultó ser un mal encuentro para él.

Había llegado a interesarme por la aventura ocurrida en aquel mismo escenario que tan gratamente me había impresionado, y rogué a mi nueva amistad, el pequeño jorobado, que me contara la historia completa. Tan pronto como volvimos a sentarnos, habló así:

—Cuando llegó aquí sir Dominick, Dunoran House era una propiedad espléndida. Continuamente se celebraban grandes fiestas, banquetes y bailes, al son del violín, y había alojamiento gratuito para todos los gaiteros de los alrededores, siendo bien recibido todo aquel que quisiera venir. Había vino en pipas para los invitados de categoría, y bastante whisky irlandés como para prender fuego a una ciudad entera, y, para los niños y los sirvientes como yo, cerveza y sidra suficientes para poner a flote toda una armada. Esto duró casi un mes, hasta que el tiempo cambió y la lluvia echó a perder el césped donde se celebraban las gigas matinales, y la llegada de la feria de Allybally Killudeen les obligó a abandonar sus diversiones y atender a los cerdos.

»Pero sir Dominick solamente estaba empezando cuando ellos se marcharon. No hubo forma de deshacerse de su dinero y de sus posesiones que él no probara: entre la bebida, el juego de dados, las carreras de caballos, los naipes y todas esas cosas, no pasaron muchos años sin que sus propiedades contrajeran grandes deudas y sir Dominick se viera en apuros. Mientras pudo, mostró al mundo una apariencia resuelta. Luego vendió sus perros y la mayor parte de sus caballos, y anunció que sé iba de viaje a Francia, y cosas por el estilo. Y se fue de aquí por algún tiempo, y durante dos o tres años nadie oyó por estos parajes noticias o habladurías acerca de él. Hasta que, por fin, una noche, sin que nadie se lo esperase, se oyeron unos golpes en la ventana de la cocina. Eran más de las diez, y el anciano mayordomo Connor Hanlon, mi abuelo, estaba sentado frente al fuego, calentándose las espinillas. Esa noche soplaba en las montañas un fuerte viento del este, que silbaba entre las copas de los árboles y resonaba a través de las largas chimeneas.

(El narrador miró el cañón más cercano, visible desde su asiento.)

»Mi abuelo —prosiguió— no estaba completamente seguro de los golpes en la ventana, pero se levantó. Entonces vio el rostro de su amo.

»Se alegró de verle sano y salvo, pues había pasado mucho tiempo sin tener noticias de él. Pero también lo sintió, pues el lugar estaba muy cambiado y sólo él y el viejo Juggy Broadrick estaban a cargo de la casa, más un hombre en los establos. Daba pena verle regresar a sus posesiones en estas circunstancias.

»Estrechó la mano de Con y le dijo:

»—He venido a decirte algo. Dejé mi caballo en el establo, al cuidado de Dick; puedo necesitarlo de nuevo antes de mañana, o tal vez nunca lo necesite.

»Después de decir esto, entró en la cocina, cogió un taburete y se sentó a calentarse al fuego.

»—Connor, siéntate frente a mí, y escucha lo que voy a contarte; no temas decirme lo que piensas.

»Habló todo el tiempo sin dejar de mirar al fuego, con las manos extendidas hacia él, y parecía cansado.

»—¿Por qué había de tener miedo, señor Dominick? —dijo mi abuelo—. Usted ha sido un buen amo para mí, y lo mismo su padre, que en paz descanse. Le diré la verdad y desafiaré al diablo; haría eso por cualquier Sarsfield de Dunoran, y más todavía por usted, tengo mis buenas razones.

»—¡Estoy perdido, Con! —dijo sir Dominick.

»—¡Dios no lo quiera! —contestó mi abuelo.

»—Ya no lo puedo evitar —dijo sir Dominick—. Mi última guinea se ha esfumado, y la vieja mansión la seguirá. Debo venderla y, no sé por qué, he venido aquí como un fantasma a echar una última ojeada antes de volver de nuevo a las sombras.

»Después le dijo a mi abuelo que, si se enteraba de su muerte, se asegurara de entregar a su primo Pat Sarsfield, de Dublín, el cofre de roble que había en su gabinete privado, así como la espada y la pistola que su abuelo había llevado en Aughrim, y dos o tres insignificancias por el estilo.

»Y le dijo:

»—Con, se dice que si el diablo te entrega dinero de noche, no encontrarás por la mañana más que un montón de guijarros, astillas y cáscaras de nuez. Pero aunque pensara que no juega limpio, estaría dispuesto a hacer un trato con él esta misma noche.

»—¡El Señor no lo permita! —dijo mi abuelo, levantándose de golpe y santiguándose.

»—Se dice que el país está lleno de hombres que reclutan soldados para el rey de Francia. Si tropiezo con alguno de ellos, no debería rehusar su ofrecimiento. ¡Qué diferentes son las cosas ahora! ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que el capitán Waller y yo nos batimos por la joya en New Castle?

»—Seis años, señor Dominick, y usted le rompió el fémur de un balazo al primer disparo.

»—Así fue, Con —dijo—, y en vez de eso desearía que él me hubiese atravesado el corazón a mí. ¿Hay whisky en la casa?

»Mi abuelo sacó whisky de la alacena, y el amo se sirvió un poco en la copa y bebió.

»—Voy a salir a echarle una ojeada a mi caballo —dijo, poniéndose en pie. Mientras cogía la capa de montar, había temor en sus ojos, como si sus pensamientos ocultaran algo perverso.

»—No me llevaría apenas tiempo ir yo mismo al establo y echarle una ojeada a su caballo —dijo mi abuelo.

»—No voy a ir al establo —dijo sir Dominick—. Más vale que te lo cuente, pues me figuro que ya te has enterado de todo. Voy a atravesar el parque de los ciervos; si regreso, nos volveremos a ver dentro de una hora. Pero, de cualquier forma, es mejor que no me sigas, pues si lo haces te dispararé, lo que constituiría un fatal desenlace para nuestra amistad.

»Y dicho esto, bajó al corredor en donde ahora nos encontramos, abrió la puerta que hay al final del mismo, y salió al exterior. Había luna y el viento era helado. Mi abuelo le vio correr hacia la tapia del parque; luego entró y cerró la puerta, presa de una gran aflicción.

»Cuando llegó al centro del parque de los ciervos, sir Dominick se paró a pensar, pues al abandonar la casa no había tomado una decisión todavía, y el whisky no le había aclarado las ideas, solamente le había dado valor.

»No sentía el viento helado, ni tenía miedo a la muerte, ni pensaba en otra cosa que no fuera la vergüenza y el declive de su antigua familia.

»Y decidió que, si no le ocurría nada mejor, tan pronto como llegara a Murroa Wood se ahorcaría con su corbata de una rama de uno de los robles.

»Era una noche muy clara; de vez en cuando alguna nube cubría la luna; pero, aparte de eso, había casi tanta claridad como de día.

»Sir Dominick fue derecho al bosque de Murroa. Cada paso que daba le parecía tres veces más largo, y en muy poco tiempo se encontró frente a los gigantescos robles cuyas raíces se entrelazaban, y cuyas ramas se extendían por encima de la cabeza como las vigas de un tejado sin cubrir, brillando a través de ellas la luna, y proyectando sus tupidas y deformadas sombras sobre el terreno, tan negro como mis zapatos.

»Para entonces se había calmado un poco y había aflojado la marcha, pensando que sería preferible alistarse en el ejército del rey francés y probar fortuna, pues sabía que un hombre podía quitarse la vida en cualquier momento, mas le desconcertaría la posibilidad de volver a atentar contra ella cada vez que quisiera.

»Nada más tomar la decisión de no suicidarse, oyó pasos resonando por la tierra firme, bajo los árboles, y en seguida vio ante él a un distinguido caballero que salía a su encuentro.

»Era un joven apuesto como él mismo, que llevaba un sombrero de tres picos con una cinta dorada alrededor, como la que llevan los policías en sus capotes, y el mismo uniforme que los oficiales franceses usaban en aquellos tiempos.

»El caballero se detuvo frente a sir Dominick y éste hizo otro tanto.

»Los dos caballeros se descubrieron uno ante el otro, y el desconocido inició la conversación.

»—Estoy reclutando gente —dijo— para mi soberano y, como podrás comprobar, mi dinero no se convierte en guijarros, astillas y cáscaras de nuez de la noche a la mañana.

»Al mismo tiempo sacó una gran bolsa repleta de oro.

»En el momento en que alcanzó a ver al caballero, sir Dominick formó su propia opinión acerca de él. Y al oír aquellas palabras sintió que se le erizaba el cabello.

»—No temas —dijo—, el dinero no te quemará. Si se confirma que es oro genuino, y estás de acuerdo, estoy dispuesto a hacer un trato contigo. Será el último día de febrero. Me pondré a tu servicio durante siete días y al final de este plazo tú me servirás a mí. Vendré a buscarte cuando hayan pasado los siete días y el reloj señale el paso de febrero a marzo. El primer día de marzo te vendrás conmigo, o nunca más habrá trato. Comprobarás que no soy peor amo que criado. Tengo mis propios gustos y dispongo de todos los placeres y bellezas de este mundo. El trato es válido desde este momento hasta la medianoche del último día mencionado del año… —le dijo el año, era fácil de calcular, pero lo olvidé—. Y si prefieres esperar —añadió— ocho meses y veintiocho días antes de firmar el pacto por escrito, puedes hacerlo, siempre que te reúnas aquí conmigo. Pero entre tanto no puedo hacer mucho por ti. Y si no lo firmas entonces, todo lo que obtengas de mí hasta ese momento se esfumará y volverás a tu situación de esta noche, dispuesto a colgarte del primer árbol que encuentres.

»Cuando todo acabó, sir Dominick prefirió esperar y regresó a la mansión con una gran bolsa llena de dinero, casi tan rotunda como su sombrero.

»Mi abuelo se alegró, no le quepa a usted la menor duda, al ver regresar tan pronto al amo, sano y salvo. El caballero se encerró de un portazo en la cocina y arrojó sobre la mesa la bolsa de dinero. Se mantuvo erguido y alzó sus hombros como si se quitara un peso de encima. Mientras contemplaba la bolsa, mi abuelo le miró, ora a él, ora a aquélla, y viceversa. Sir Dominick estaba blanco como el papel.

»—No sé, Con, lo que hay dentro —dijo—. Es la carga más pesada que he llevado en toda mi vida.

»No parecía atreverse a abrir la bolsa. En su lugar, ordenó a mi abuelo que preparara un formidable fuego de turba y leña. Después, la abrió por fin y efectivamente estaba llena de guineas de oro, tan brillantes y nuevas como si las acabaran de acuñar en ese mismo momento.

»Sir Dominick dispuso que mi abuelo se sentara al alcance de su mano mientras él contaba las guineas de la bolsa.

»Cuando terminó de contar, estaba ya a punto de amanecer. Sir Dominick le pidió a mi abuelo que jurara no decir una sola palabra del asunto. Y el secreto se mantuvo durante mucho tiempo después.

»Cuando casi habían pasado los ocho meses y veintiocho días, sir Dominick volvió a la casa muy preocupado, dudando sobre lo que debería hacer. Nadie se había enterado del asunto salvo mi abuelo, que en realidad no sabía ni la mitad de lo que había ocurrido.

»Mientras llegaba el día señalado, a finales de octubre, sir Dominick estaba cada vez más preocupado.

»En una ocasión decidió no hablar más del asunto, ni de las personas con las que se encontró en el bosque de Murroa. Más tarde, al pensar en sus deudas, su ánimo desfalleció, no sabiendo qué hacer. Tan sólo una semana después del día señalado, todo empezó a irle mal. Un hombre le escribió desde Londres reclamándole que se había equivocado de acreedor al pagar sus tres mil libras y por tanto debía volver a pagarlas. Otro le exigía una deuda de la que nunca había tenido noticias. Y un tercero, de Dublín, se negaba a pagar una enorme factura de la que sir Dominick no podía encontrar el recibo por ninguna parte. Y así sucesivamente, con otras cincuenta cosas igual de desagradables.

»Cuando llegó la noche del veintiocho de octubre, estaba a punto de perder el juicio a causa de las demandas que por todas partes arreciaban contra él. Para enfrentarse a ellas no contaba más que con la ayuda del espantoso amigo del que tuvo que fiarse aquella noche en el bosque de robles de allá abajo.

»Así es que no tuvo más remedio que concluir el asunto que había iniciado y, sobre la misma hora en que fue allá por última vez, se desprendió del pequeño crucifijo que llevaba alrededor del cuello, pues era católico y tenía su biblia y su fragmento de la verdadera cruz, que guardaba en un cofre, ya que desde que aceptó dinero del Maligno su espanto iba en aumento y había buscado todo cuanto pudiera protegerle del poder del diablo. Pero esa noche, desesperado, no se atrevía a llevarlos consigo. Así es que se los entregó en mano a mi abuelo, sin decir palabra pero más blanco que el papel. Luego cogió su sombrero y su espada y, pidiéndole a mi abuelo que se los guardara, se marchó a ver qué sacaba en limpio.

»Hacía una noche tranquila y la luna, aunque no tan resplandeciente como la primera vez, brillaba sobre los brezos y las rocas, y más abajo en el solitario bosque de robles.

»Según se acercaba a él, su corazón latía intensamente. No se oía ni un ruido, ni siquiera el lejano ladrido de algún perro de la aldea. No existía lugar más solitario en muchas millas a la redonda, y, si no fuera por sus deudas y sus pérdidas, que casi le estaban volviendo loco, sir Dominick habría regresado, a pesar de los temores por su alma y sus esperanzas en el paraíso, y todo lo que su ángel de la guarda le susurraba al oído; y, llamando a su clérigo, se habría confesado y habría cumplido la penitencia impuesta; y en adelante cambiaría de costumbres y llevaría una vida mejor, pues estaba muy asustado del trato que había hecho.

»Despacio y en silencio, sir Dominick siguió avanzando hasta encontrarse una vez más bajo las enormes ramas de los robles. Cuando penetró un poco en el bosque, se detuvo cerca de donde la otra vez encontró al espíritu maligno y miró en torno suyo. Sentía en cada uno de sus miembros un frío mortal, y le aseguro que no se sintió mucho mejor cuando vio aparecer al mismo hombre detrás de un árbol que tenía casi al alcance de la mano.

»—Habrás comprobado que el dinero que te di es bueno —dijo— aunque insuficiente. No importa, tendrás bastante e incluso ahorrarás. Me ocuparé de tu suerte y te daré una muestra cada vez que pueda serte útil. Cuando quieras verme, no tienes más que venir aquí y recordar mi rostro y desear mi presencia. Al final del año no deberás ni un chelín, y nunca te faltará el naipe adecuado, el lance más certero, o el caballo ganador. ¿Te place?

»Al joven caballero le temblaba la voz y se le había erizado el cabello, pero pronunció una o dos palabras para indicar que estaba de acuerdo. Dicho eso, el Maligno le pasó una aguja y le ordenó que le entregara tres gotas de sangre de su brazo. Las recogió en la cáscara de una bellota y le dio una pluma, rogándole que escribiera con ella las palabras que él repetía, y que sir Dominick no entendía, en dos finos trozos de pergamino. Se quedó con uno de ellos y el otro lo acercó al brazo de sir Dominick, en el mismo lugar donde se había extraído la sangre, y lo frotó contra la herida. ¡Y eso es tan cierto como que usted está ahora aquí sentado!

»Sir Dominick regresó a casa. Estaba aterrorizado, y no era para menos. Pero al poco tiempo empezó a tranquilizarse. De todos modos, muy pronto se vio libre de deudas; el dinero le llovía de todas partes, haciéndole cada vez más rico; cualquier asunto que llevara entre manos prosperaba; aunque nunca apostaba ni jugaba a las cartas, ganaba; y, con todo, no había un solo indigente en toda la propiedad que no fuera más feliz que sir Dominick.

»Así es que volvió a adoptar sus antiguas costumbres, pues cuando hay dinero vuelve a haber de todo. La formidable mansión volvió a llenarse de perros y caballos, vino en abundancia, estupendas reuniones y grandes fiestas y diversiones. Alguien mencionó que sir Dominick pensaba contraer matrimonio, aunque muchos otros lo negaron. Pero, de cualquier forma, había algo que le preocupaba más de lo corriente, y así, una noche, sin que nadie lo supiera, se marchó al solitario bosque de robles. Tal vez hubiera algo —pensaba mi abuelo— que le preocupara en relación con una joven y bella dama, de la que estaba celoso y locamente enamorado. Pero no era más que una conjetura.

»Cuando sir Dominick penetró esta vez en el bosque, su temor fue en aumento más que nunca. Estaba a punto de volverse y abandonar el lugar, cuando vio, cerca de él, al caballero sentado en una piedra enorme bajo uno de los árboles. En lugar del aspecto de joven y elegante caballero, de galones dorados y espléndidas vestiduras, con que se le había aparecido la otra vez, ahora vestía harapos, su tamaño parecía ser el doble, su rostro estaba tiznado de hollín, y sostenía entre las rodillas un enorme y mortífero martillo de acero, tan pesado como cincuenta, con un mango de una yarda de largo. Había tanta oscuridad debajo del árbol, que durante algún tiempo no le pudo ver con claridad.

»Al levantarse parecía espantosamente alto. Lo que ocurrió entre ellos en aquella conversación nunca lo supo mi abuelo. Pero a partir de entonces el humor de sir Dominick cambió; ya no reía por nada y casi no hablaba con nadie. Lo único evidente era que cada vez se encontraba peor y más sombrío. Y fuera lo que fuese, aquella cosa se presentaba ante él espontáneamente, quisiéralo o no; a veces en una forma, a veces en otra, pero siempre en lugares solitarios; y en ocasiones le acompañaba cuando cabalgaba solo hacia casa por las noches. Hasta que, por fin, se desanimó y llamó a un sacerdote.

»El sacerdote estuvo mucho tiempo con él, y, cuando oyó toda la historia, mandó buscar al obispo. Al día siguiente llegó el obispo, dándole a sir Dominick un buen consejo. Le dijo que debía dejar de jugar a los dados, de jurar y de beber, y abandonar las malas compañías, y llevar una vida virtuosa y sensata hasta que pasaran siete años del pacto; y que, si el diablo no venía por él al sonar las doce la primera mañana del mes de marzo, podía estar seguro de haberse librado del trato. No quedaban más que ocho o diez meses para que se cumplieran los siete años, y sir Dominick vivió todo ese tiempo, según el consejo del obispo, con el mismo rigor que si estuviera “recluido”.

»Puede usted suponer que se sentía bastante mal cuando llegó la mañana del veintiocho de febrero.

»El sacerdote acudió a su cita, y sir Dominick y su reverencia estuvieron juntos en la habitación que ve usted allí, y juntos elevaron sus preces hasta que sonaron las doce. Más de una hora después, no había ni rastro de perturbaciones, ni nadie se les había acercado. El sacerdote pasó aquella noche en esta casa, en la habitación contigua a la de sir Dominick, y todo transcurrió lo más agradablemente posible. Cuando acabó la noche, ambos se dieron la mano y se besaron como dos camaradas después de haber ganado una batalla.

»Así es que sir Dominick, después de tanto encierro y tantas oraciones, pensó que también podría pasar una agradable velada. Envió invitaciones a media docena de caballeros de la vecindad para cenar con él, y su reverencia se quedó también. Tomaron un estupendo tazón de ponche y vino sin parar, y hubo juramentos, dados, naipes, guineas cambiando de mano, canciones y cuentos que a nadie sentaría bien escuchar. El sacerdote se escabulló al ver el rumbo que estaban tomando los acontecimientos, y poco antes de que sonaran las doce, sir Dominick, sentado a la cabecera de la mesa, juró que “éste es el mejor primero de marzo que he pasado en compañía de mis amigos”.

»—Hoy no es primero de marzo —dijo el señor Hiffernan de Ballyvoreen. Era un erudito y siempre tenía un almanaque al alcance de la mano.

»—¿Qué día es, pues? —dijo sir Dominick, levantándose de golpe y dejando caer el cucharón en el tazón, mirándole de arriba abajo como si fuera un monstruo de dos cabezas.

»—Es veintinueve de febrero; estamos en un año bisiesto —dijo. Y mientras hablaban sonaron las doce. Mi abuelo, que estaba medio adormecido en una silla junto al fuego, abrió los ojos y vio a un tipo bajo y fornido, con una capa encima y largos cabellos negros que le sobresalían por debajo del sombrero, de pie allí mismo, donde puede usted ver un poco de luz iluminando la pared.

(Mi amigo el jorobado me señaló con su bastón una pequeña mancha de luz roja crepuscular que disipaba las profundas sombras del paraje.)

»—Dile a tu amo —dijo con voz espantosa, parecida al gruñido de una bestia— que he acudido a nuestra cita, y que le espero abajo ahora mismo.

»Mi abuelo subió por esos mismos escalones en los que está usted sentado ahora.

»—Dile que no puedo bajar todavía —dijo sir Dominick, volviendo a la habitación con sus invitados.

»—Por el amor de Dios, caballeros —les dijo con el rostro empapado de sudor frío—, ¿querría alguno de ustedes saltar por la ventana y traer aquí al sacerdote?

»Se miraron unos a otros y nadie sabía qué hacer. Entre tanto mi abuelo subió otra vez y dijo temblando:

»—Señor, dice que si usted no baja, subirá él.

»—No lo entiendo, caballeros, veré qué significa todo esto —dijo sir Dominick, tratando de poner buena cara, y abandonó la habitación como un hombre que se abre paso entre una multitud sabiendo que al final le espera la horca. Bajó las escaleras, y dos o tres caballeros se asomaron a la barandilla para verle. Mi abuelo, que caminaba seis u ocho pasos delante de él, vio cómo el desconocido se adelantó a recibir a sir Dominick, le abrazó y le puso cara a la pared. A todo esto, la puerta de la sala se abrió de golpe, las velas se apagaron y, a causa del viento, las cenizas de la chimenea se esparcieron por el suelo y se amontonaron a sus pies.

»Los caballeros bajaron corriendo. La puerta de la sala seguía golpeando. Algunos subieron apresuradamente y otros bajaron con velas. Todo se había terminado para sir Dominick. Levantaron el cuerpo y lo colocaron de espaldas contra la pared; pero no quedaba en él ni un soplo de vida. Estaba ya frío y rígido.

»Aquella noche Pat Donovan subía tarde a la mansión. Después de atravesar en su carruaje el pequeño arroyo en dirección a la casa, a unos cincuenta pasos más allá, su perro, que iba al lado, se volvió de repente, saltó la tapia, y lanzó un aullido que se oyó en una milla a la redonda. Al instante pasaron de largo dos hombres que venían en silencio de la casa, uno de ellos bajo y fornido, y el otro, en todo semejante a sir Dominick. Pero había escasa luz bajo los árboles donde se encontraba, y únicamente le parecieron sombras. Al pasar a su lado no pudo oír el ruido de sus pasos, por lo que retrocedió hasta la tapia asustado. Cuando llegó a la casa la encontró en desorden, y el cuerpo del amo, con la cabeza hecha pedazos, yacía exactamente en aquel lugar.

El narrador se puso en pie y señaló con la puntera de su bastón el emplazamiento exacto del cuerpo. Al mirar yo, la sombra se intensificó y la mancha roja desapareció de la pared. El sol se acababa de poner por detrás de la lejana colina de New Castle, dejando la encantada escena a oscuras.

El narrador y yo partimos, no sin antes desearnos mutuamente nuestros mejores votos, y que yo le diera un «consejo» que no parecía inoportuno.

Había anochecido y la luna estaba en lo alto. Cuando llegué a la aldea, volví a montar mi caballo y contemplé por última vez el escenario de la terrible leyenda de Dunoran.

Ir a la siguiente página

Report Page