El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Rudyard Kipling » El «rickshaw» fantasma

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EL «RICKSHAW» FANTASMA

Que las pesadillas no perturben mi sueño

Ni me moleste el Poder de las Tinieblas.

«Himno de vísperas»

UNA de las pocas ventajas de la India sobre Inglaterra es la gran facilidad que se tiene para conocer gente. Al cabo de cinco años de servicio todo el mundo mantiene relaciones directas o indirectas con doscientos o trescientos civiles de la propia provincia, con la oficialidad de diez o doce regimientos y baterías, y con otras mil quinientas personas que no pertenecen a la casta oficial. Al cabo de diez años se trata al doble de personas, y al cabo de veinte se conoce o se sabe algo acerca de todos los ingleses del Imperio y cualquier persona en esa situación puede viajar por todas partes sin pagar facturas de hotel.

Los trotamundos que consideran la hospitalidad como un derecho inalienable han conseguido embotar, incluso durante los años que abarca mi memoria, esa generosidad, pero, a pesar de todo, hoy en día, quien pertenezca al círculo íntimo y no sea ni un atrabiliario ni una oveja negra, tiene abiertas todas las puertas y nuestro pequeño mundo se muestra con él cordial y acogedor.

Rickett de Jamartha se alojó en casa de Polder de Jumaon hace unos quince años. Su intención era pasar dos noches, pero tuvo un ataque de fiebres reumáticas y durante seis semanas desorganizó la servidumbre de Polder, interrumpió su trabajo y casi se murió en su dormitorio. En la actualidad Polder se comporta como si estuviera en deuda con Rickett para toda la eternidad y todos los años manda a sus hijos una caja de regalos y juguetes. En todas partes sucede lo mismo. Los hombres que no se molestan en ocultar la consideración de borrico incompetente que les mereces y las mujeres que te ponen de vuelta y media e interpretan mal los entretenimientos de tu mujer trabajarán por ti hasta caer exhaustos si enfermas o tienes dificultades graves.

Heatherlegh, el médico, atendía, además de su consultorio habitual, una especie de hospital privado: sus amigos lo describían como un refugio hecho con cajas sueltas y destinado a Incurables, pero en realidad se trataba de un taller de reparación para embarcaciones dañadas por el temporal. En la India el tiempo es con frecuencia sofocante, y dado que el número de ladrillos es siempre el mismo[26], y que la única libertad que se permite es la de hacer horas extraordinarias sin que nadie lo agradezca, a veces los hombres se derrumban y son presa de una confusión comparable con la de las metáforas de este párrafo.

Heatherlegh es el médico más encantador que ha existido nunca, y la receta invariable para todos sus pacientes es: «Estáte quieto, camina despacio y no te excites». Asegura que mueren más hombres por exceso de trabajo de lo que justifica la importancia de este mundo. Heatherlegh sostiene que el exceso de trabajo acabó con Pansay, que murió cuando era paciente suyo hace aproximadamente tres años, y tiene derecho, como es lógico, a hablar con autoridad y a reírse de mi teoría, según la cual Pansay tenía una grieta en la cabeza y por ahí se le metió un poquito del Mundo de las Sombras y lo empujó a la muerte. «Pansay perdió el control» dice Heatherlegh, «después del estímulo que le supusieron unas largas vacaciones en Inglaterra. Quizá se portó como un canalla con la señora Keith-Wessington, no lo sé. Mi idea es que el trabajo relacionado con el Acuerdo Katabundi le agotó, y que se dedicó a dar vueltas a las cosas y concedió demasiada importancia a un ordinario coqueteo a bordo de un barco. Es cierto que estaba prometido con la señorita Mannering e igualmente cierto que ella rompió el compromiso. A continuación tuvo un enfriamiento que le produjo fiebre y a partir de ahí se desarrollaron todas esas tonterías acerca de fantasmas. El exceso de trabajo inició la enfermedad, la mantuvo en marcha y acabó matándole, pobre diablo. Apúntaselo al sistema que utiliza a un hombre para hacer el trabajo de dos y medio».

Yo no acepto la teoría de Heatherlegh. Debo explicar que a veces, cuando estaba lo bastante cerca para que pudieran llamarme, hacía compañía a Pansay si el médico tenía que marcharse a ver a algún enfermo. Y aquel hombre conseguía entristecerme a conciencia describiendo, en voz baja y tranquila, la procesión que pasaba constantemente por el pie de su cama. Tenía un dominio del lenguaje característico de los enfermos. Cuando se puso mejor le aconsejé que escribiera todo el asunto de cabo a rabo, sabiendo que la tinta serviría para aclararle la mente.

Tenía fiebre alta mientras escribía, y el estilo melodramático que adoptó no sirvió para calmarle. Dos meses después lo declararon apto para el servicio, pero, a pesar de que lo necesitaban urgentemente para ayudar a una comisión falta de personal a superar un déficit, prefirió abandonar este mundo, declarando al final que le acosaban las brujas. Conseguí su manuscrito antes de que muriera, y ésta es su versión del asunto, fechada en 1885, exactamente tal como él la escribió:

El médico me dice que necesito descanso y un cambio de aires. Es probable que consiga las dos cosas bastante pronto: el descanso que no interrumpen ni el mensajero de guerrera roja ni el cañonazo del mediodía, y un cambio de aires más definitivo que el que pueda proporcionarme cualquier vapor con rumbo a Inglaterra. Mientras tanto estoy decidido a seguir donde me encuentro y, en claro desafío a las órdenes del médico, sincerarme con todo el mundo. Podrán ustedes saber por sí mismos la naturaleza exacta de mi enfermedad y también podrán juzgar sobre si, en este triste mundo, se ha atormentado nunca a algún hombre nacido de mujer más que a mí.

Hablando ya como pueda hacerlo un criminal sentenciado antes de que el suelo del patíbulo ceda bajo sus pies, diré que mi historia, por extraña y monstruosamente improbable que pueda parecer, exige por lo menos atención. No creo en absoluto que llegue alguna vez a dársele crédito. Hace dos meses yo mismo habría rechazado como loco o borracho al hombre que se hubiera atrevido a contarme algo parecido. Hace dos meses yo era el hombre más feliz de la India. Hoy no existe otro más desgraciado desde Peshawar hasta la costa. Mi médico y yo somos los únicos que sabemos lo que ha sucedido. Su explicación es que mi cerebro, mi digestión y mi vista se hallan todos ligeramente afectados, y son la causa de mis frecuentes y persistentes «alucinaciones». ¡Menudas alucinaciones! Yo le llamo estúpido, pero él me sigue atendiendo con la misma sonrisa infatigable, la misma amabilidad profesional, las mismas patillas pelirrojas cuidadosamente recortadas, hasta que empiezo a sospechar que soy un enfermo desagradecido y con muy mal genio. Pero ustedes mismos podrán sacar sus conclusiones.

Hace tres años tuve la suerte —la mala suerte— de viajar en barco desde Gravesend hasta Bombay, de regreso de un largo permiso, con una tal Agnes Keith Wessington, esposa de un oficial destinado en la zona de Bombay. No necesitan ustedes especial información sobre qué clase de mujer era. Les bastará saber que, antes de la conclusión del viaje, estábamos desesperada y locamente enamorados. Bien sabe Dios que ahora me hallo en condiciones de reconocerlo sin el más mínimo asomo de vanidad. En cuestiones de este tipo siempre hay uno que da y otro que recibe. Desde el primer día de nuestra malhadada relación, supe que la pasión de Agnes era un sentimiento más fuerte, más dominante y —si se me permite utilizar la expresión— más puro que el mío. No sé si ella advirtió por entonces este extremo. Más adelante tan amarga evidencia se nos impuso a ambos.

Al llegar a Bombay en primavera se separaron nuestros caminos, y tuvieron que transcurrir tres o cuatro meses para que volviéramos a encontrarnos, cuando mi permiso y su amor nos llevaron a los dos a Simla. Allí pasamos juntos la estación; y allí mi fuego de paja se consumió hasta extinguirse sin pena ni gloria a medida que el año tocaba a su fin. No pretendo excusarme ni disculparme. La señora Wessington había renunciado a mucho por mí y se hallaba dispuesta a renunciar a todo. En agosto de 1882 supo de mis labios que estaba harto de su presencia, que me aburría su compañía y que el sonido de su voz me resultaba odioso. Noventa y nueve mujeres de cada cien se habrían cansado de mí al mismo tiempo que yo me cansaba de ellas; setenta y cinco se habrían vengado en seguida mediante activos y llamativos coqueteos con otros hombres. Pero la señora Wessington fue la excepción. Ni mi aversión abiertamente manifestada ni las hirientes crueldades con que adorné nuestras entrevistas tuvieron el menor efecto sobre ella.

—¡Jack, cariño! —era su eterna exclamación de reloj de cuco—. Estoy segura de que todo esto es un error…, un espantoso error; y volveremos a ser buenos amigos algún día. Por favor, cariño, perdóname.

Yo era el ofensor y lo sabía bien. Ese conocimiento transformó mi compasión en resistencia pasiva primero y, a la larga, en odio despiadado: el mismo instinto, supongo, que lleva a una persona a aplastar salvajemente a una araña a la que ha dejado ya medio muerta. Y con este odio en mi pecho llegó a su fin el verano de 1882.

Al año siguiente nos encontramos de nuevo en Simla: ella con la misma monótona expresión y los mismos tímidos intentos de reconciliación, y yo aborreciéndola con todas las fibras de mi ser. En varias ocasiones no pude evitar encontrarme a solas con ella, y en cada ocasión sus palabras fueron exactamente las mismas. Siempre la absurda queja de que todo era un «error» y también la esperanza de que volviéramos «a ser amigos». Yo podría haberme dado cuenta, si me hubiese molestado en mirar, que sólo esa esperanza la mantenía con vida. Su palidez y delgadez iban en aumento de mes en mes. Al menos estarán ustedes de acuerdo conmigo en que semejante conducta habría bastado para desesperar a cualquiera. Estaba injustificada; era infantil e impropia de una mujer. Mantengo que en gran parte la culpa era suya. Y sin embargo, a veces, durante las melancólicas vigilias nocturnas en que me domina la fiebre, he empezado a pensar que quizá podría haber sido un poco más amable con ella. Pero eso sí que sería engañarse. No podía seguir fingiendo que la amaba cuando no era cierto, ¿no les parece? Habría sido injusto para los dos.

El año pasado volvimos a vernos…, en los mismos términos que anteriormente. Las mismas enojosas súplicas y las mismas bruscas respuestas de mis labios. Por fin sería capaz de hacerle ver hasta qué punto eran completamente equivocados y vanos sus intentos de reanudar nuestra anterior relación. A medida que avanzaba el verano nos fuimos separando más, quiero decir que a Agnes le resultaba más difícil verme, porque yo tenía otros intereses, más absorbentes, a los que atender. Cuando reflexiono tranquilamente sobre ello en mi habitación de enfermo, el verano de 1884 me parece una confusa pesadilla en la que luz y sombra se mezclaran fantásticamente: mi interés por la pequeña Kitty Mannering; mis esperanzas, dudas y temores; nuestros largos paseos a caballo; mi temblorosa declaración; su respuesta; y de cuando en cuando la visión pasajera de un rostro muy pálido en un rickshaw empujado por criados vestidos de blanco y negro que en otro tiempo yo buscaba con tanto interés; el agitarse de la mano enguantada de la señora Wessington; y, cuando se encontraba a solas conmigo, lo que sucedía muy pocas veces, la fastidiosa monotonía de sus súplicas. Yo me había enamorado de Kitty Mannering; la quería de verdad, con todo el corazón, y con mi amor por ella crecía el aborrecimiento que Agnes me inspiraba. En agostó Kitty y yo nos prometimos. Al día siguiente me tropecé con aquellos malditos jhampanies con traje de urraca detrás de Jakko y, empujado por un pasajero sentimiento de compasión, me detuve para contárselo todo a la señora Wessington, aunque descubrí que ya estaba enterada.

—He oído que te has prometido, cariño —luego, sin un momento de pausa—, estoy segura de que es todo un error…, un terrible error. Algún día volveremos a ser tan buenos amigos como antes, Jack.

Mi respuesta, que habría hecho palidecer incluso a un hombre, cayó sobre aquella pobre moribunda como un latigazo.

—¡Por favor, Jack, perdóname! No era mi intención molestarte; ¡pero es verdad, es verdad!

Y la señora Wessington se derrumbó por completo. Yo me alejé para permitirle que terminara su paseo en paz, sintiendo, aunque sólo durante breves momentos, que me había comportado como un perfecto canalla. Al mirar atrás vi que Agnes había hecho girar su rickshaw en redondo con el propósito, supongo, de alcanzarme.

La escena y el lugar quedaron fotografiados en mi memoria. El cielo barrido por la lluvia (estábamos al final de la estación húmeda), los pinos empapados y sucios, el camino embarrado y las escarpadas colinas hendidas por las explosiones de los barrenos formaban un melancólico fondo sobre el qué los uniformes blancos y negros de los jhampanies, el rickshaw de color amarillo y la rubia cabeza inclinada hacia delante de la señora Wessington se destacaban con claridad. Agnes llevaba un pañuelo en la mano izquierda y se recostaba, exhausta, en los almohadones del rickshaw. Hice girar a mi caballo por un camino cercano al embalse Sanjowlie y, literalmente, salí corriendo. Una vez me pareció que alguien repetía mi nombre débilmente. Pero pudo ser mi imaginación. No me paré a comprobarlo. Diez minutos después me tropecé con Kitty a caballo; y el placer que me produjo dar un largo paseo con ella hizo que olvidara por completo la conversación con Agnes.

Una semana después murió, y el terrible peso de su existencia desapareció de mi vida. Terminadas las vacaciones, volví a mi trabajo habitual completamente feliz. Antes de que transcurrieran tres meses había olvidado todo lo relativo a la señora Wessington, con la excepción de que, a veces, alguna de sus antiguas cartas, encontrada al azar, me recordaba desagradablemente nuestra relación de otros tiempos. Para enero había desenterrado lo que quedaba de nuestra correspondencia entre mis desordenadas pertenencias y lo había quemado. A principios de abril del año en curso, 1885, me hallaba una vez más en Simla —una Simla semidesierta—, entregado por completo a mis conversaciones amorosas y a mis paseos con Kitty. Estaba ya decidido que nos casaríamos a finales de junio. No les sorprenderá a ustedes, enamorado de Kitty como estaba, mi afirmación, nada exagerada, de que, en aquel momento, era el hombre más feliz de la India.

Catorce deliciosos días transcurrieron sin que advirtiera apenas el paso de las horas. Después, al plantearme qué era lo adecuado en el caso de dos personas en nuestra situación, hice ver a Kitty cómo un anillo de compromiso era el signo exterior y visible de su calidad de futura esposa; y también que tenía que presentarse de inmediato en la tienda de Hamilton con el fin de que le tomaran medidas para hacerle uno. Hasta ese momento, les doy mi palabra, nos habíamos olvidado por completo de un asunto tan trivial. De acuerdo con esa decisión nos presentamos en el establecimiento de Hamilton el 15 de abril de 1885. No se olviden de que —a pesar de lo que diga mi médico— yo disfrutaba por entonces de excelente salud, perfecto equilibrio mental y absoluta tranquilidad de espíritu. Kitty y yo entramos juntos en la tienda y allí, sin preocuparme por la manera habitual de proceder, le tomé medida a Kitty para el anillo en presencia del dependiente, divertido con el espectáculo. La sortija tenía un zafiro con dos brillantes. Luego bajamos por la pendiente que lleva al puente Combermere y a la tienda de Peliti.

Mientras mi caballo avanzaba cautelosamente sobre el suelo de trozos de esquisto y Kitty reía y charlaba a mi lado —mientras todo Simla, es decir, las personas que ya habían llegado de la llanura, estaban reunidas en torno a la sala de lectura y el porche de Peliti—, me di cuenta de que alguien, al parecer desde muy lejos, me estaba llamando por mi nombre de pila. Tuve la impresión de que ya había oído antes aquella voz, pero sin precisar de inmediato ni cuándo ni dónde. En el breve espacio de tiempo que tardamos en recorrer el camino desde la tienda de Hamilton hasta el primer travesaño del puente Combermere ya se me había ocurrido el nombre de media docena de personas que podían haber cometido semejante incorrección, terminando por decidir que habría sido un zumbido en mis oídos. Justo enfrente de la tienda de Peliti mi mirada se detuvo sobre cuatro jhampanies con uniforme de urracas, tirando de un rickshaw amarillo, alquilado por poco precio en el mercado. Al instante mi imaginación volvió al verano anterior y a la señora Wessington con un sentimiento de irritación y desagrado. ¿No bastaba con que aquella mujer estuviera muerta y enterrada, sin que tuvieran que reaparecer sus criados vestidos de blanco y negro para estropear aquel día tan feliz? Pensé en seguida que haría una visita a quien los tuviera ahora a su servicio para pedirle como favor personal que les cambiara el uniforme. Estaba dispuesto a contratarlos yo y, si fuese necesario, a pagarles para que se desprendieran de aquella ropa. Es imposible describir aquí el flujo de desagradables recuerdos que me evocó su presencia.

—Kitty —exclamé—, ¡ya han vuelto a aparecer los jhampanies de la pobre señora Wessington! Me pregunto para quién trabajan ahora.

Kitty había tenido algún trato con Agnes el verano anterior y siempre manifestó interés por ella y su precaria salud.

—¿Cómo? ¿Dónde? —preguntó—. No los veo por ninguna parte.

Y mientras hablaba, su caballo, al evitar una mula muy cargada, se colocó delante del rickshaw en marcha. Apenas había tenido tiempo de dejar escapar una frase de advertencia cuando, ante mi indecible horror, caballo y amazona atravesaron criados y vehículo como si no fuesen más que aire.

—¿Qué sucede? —exclamó Kitty—; ¿por qué me has gritado de esa manera tan absurda, Jack? Aunque esté prometida no quiero que se entere todo el universo. Había muchísimo sitio entre la mula y el porche; y si es que piensas que no sé montar…, ¡mira!

Con lo que la obstinada Kitty, irguiendo mucho la preciosa cabecita, se dirigió al galope hacia el quiosco de música, convencida, como me explicó después, de que la seguiría al instante. ¿Qué era lo que sucedía? Nada, desde luego. Una de dos: yo estaba loco o borracho, o Simla llena de demonios. Tiré de las riendas de mi impaciente jaca y di media vuelta. El rickshaw también había girado y lo tenía de frente a muy poca distancia, junto al pretil izquierdo del puente Combermere.

—¡Jack, Jack, cariño! (Esta vez no hubo posibilidad de error acerca de las palabras: atravesaron mi cerebro como si me las hubieran gritado al oído.) Estoy convencida de que es un terrible error. Haz el favor de perdonarme, Jack, y volvamos a ser amigos.

Habían abatido la capota del rickshaw y dentro, tan seguro como espero y rezo de día para que llegue la muerte que me espanta por las noches, se hallaba la señora Keith-Wessington, pañuelo en mano y rubia cabeza inclinada sobre el pecho.

Ignoto el tiempo que permanecí inmóvil. Sólo volví de mi abstracción cuando mi criado sujetó al caballo por la brida y me preguntó si estaba enfermo. De lo horrible a lo vulgar no hay más que un paso. Me dejé caer del caballo y corrí, a punto de desmayarme, hasta Peliti para pedir una copa de aguardiente de cerezas. Dentro dos o tres parejas se hallaban reunidas en torno a las mesas de café para comentar las habladurías del momento. Sus frases triviales me resultaron más reconfortantes que los consuelos de la religión. Me incorporé de inmediato a la conversación y parloteé, reí y gasté bromas con un rostro (cuando alcancé a verlo de reojo en el espejo) tan pálido y exangüe como el de un cadáver. Tres o cuatro hombres se dieron cuenta de mi situación y, atribuyéndolo sin duda a los resultados de mis excesos en la bebida, se esforzaron caritativamente por apartarme del resto de los presentes. Pero yo me negué a ello. Quería estar acompañado por personas como yo, como el niño que entra en el comedor donde están cenando las personas mayores después de asustarse en la oscuridad. Debía de llevar hablando unos diez minutos aproximadamente, aunque a mí me pareciera una eternidad, cuando oí en el exterior la cristalina voz de Kitty preguntando por mí. Un minuto después había entrado en la tienda, dispuesta a reñirme por haber faltado tan señaladamente a mis deberes. Algo que vio en mi cara le hizo detenerse.

—Pero, ¡Jack! —exclamó—, ¿qué has estado haciendo? ¿Qué ha sucedido? ¿Estás enfermo?

Al facilitarme Kitty la mentira con sus palabras, se me ocurrió decir que el sol había podido conmigo. Eran casi las cinco de una nubosa tarde de abril, y el sol había brillado por su ausencia durante todo el día. Advertí mi error tan pronto como las palabras salieron de mi boca; traté de arreglarlo; volví a meter la pata sin remedio y seguí a Kitty cuando abandonó la tienda enfadadísima, entre las sonrisas de mis conocidos. Di alguna excusa (no recuerdo cuál) pretextando que no me sentía bien, y me dirigí al trote a mi hotel, dejando que Kitty terminara sola el paseo.

Una vez en mi cuarto me senté y traté de pensar con calma. Allí estaba yo, Theobald Jack Pansay, un culto funcionario bengalí en el año de gracia de 1885, presumiblemente cuerdo, sin duda en buen estado de salud, huyendo aterrorizado de la compañía de mi prometida por la aparición de una mujer que llevaba ocho meses muerta y enterrada. Ésos eran los hechos ante los que no cabía cerrar los ojos. Nada más ajeno a mis pensamientos que el recuerdo de la señora Wessington mientras Kitty y yo salíamos de la tienda de Hamilton. Nada más corriente y vulgar que el trozo de muro frente a Peliti a plena luz del día. La calle, llena de gente; y, sin embargo, fíjense bien, en contra de cualquier ley de probabilidades, en flagrante contradicción con el orden de la naturaleza, se me había aparecido un rostro salido de la tumba.

El caballo árabe de Kitty había atravesado el rickshaw, de manera que mi primera esperanza de que alguna mujer increíblemente parecida a la señora Wessington hubiera alquilado el vehículo y los criados con sus viejos uniformes se había esfumado. Una y otra vez di vueltas a aquellos pensamientos, para terminar en cada ocasión desconcertado y desesperado. La voz resultaba tan inexplicable como la aparición. En el primer momento tuve la descabellada idea de sincerarme con Kitty; de suplicarle que se casara conmigo inmediatamente, para desafiar entre sus brazos a la fantasmal ocupante del rickshaw. «Después de todo», razoné conmigo mismo, «la presencia del rickshaw basta para probar que se trata de una ilusión. Es posible ver fantasmas de hombres y mujeres, pero en ningún caso de culis y vehículos. Todo ello era completamente absurdo. ¿Quién había oído hablar nunca del fantasma de un indio de las montañas?

A la mañana siguiente mandé a Kitty una contrita nota suplicándole que perdonara mi extraña conducta de la tarde anterior. Mi Divinidad estaba aún muy enfadada, y tuve que disculparme en persona. Le expliqué, con una soltura nacida de preparar durante toda la noche aquella mentira, que había sido presa repentina de palpitaciones, resultado de una indigestión. Esa solución eminentemente práctica surtió efecto; y Kitty y yo salimos ya aquella tarde a la calle con la sombra de mi primera mentira entre los dos.

Lo único que le apetecía era un paseo a caballo alrededor de Jakko. Como aún tenía los nervios algo alterados, protesté débilmente contra ese proyecto, y sugerí la colina del Observatorio, Jutogh, la carretera Boileaugunge: cualquier cosa excepto el paseo por Jakko. Kitty se enfadó y lo consideró un agravio personal, por lo que cedí ante el temor de provocar un nuevo malentendido, y nos pusimos en camino hacia Chota Simla. Hicimos al paso gran parte del camino y, de acuerdo con nuestra costumbre, galopamos kilómetro y medio por detrás del Convento hasta el trozo de camino llano junto al embalse Sanjowlie. Los malditos caballos parecían volar, y mi corazón latía cada vez más deprisa a medida que ascendíamos.

Yo no había hecho más que pensar en la señora Wessington durante toda la tarde y cada centímetro de la carretera de Jakko era testigo de nuestros antiguos paseos y conversaciones. Las rocas estaban llenas de recuerdos; los pinos los cantaban en voz alta por encima de nuestras cabezas; los torrentes alimentados por la lluvia se reían a escondidas de aquella vergonzosa historia; y en mis oídos el viento salmodiaba a voz en grito mis iniquidades.

Como adecuado momento culminante, en medio del llano al que se da el nombre de Ladies’ Mile me esperaba el Horror. No había ningún otro rickshaw a la vista —sólo los cuatro jhampanies de negro y blanco, el cochecito amarillo y la rubia cabeza de la mujer que lo ocupaba—, ¡todo aparentemente igual a como los había dejado ocho meses y quince días antes! Por un momento imaginé que Kitty tenía que ver lo que yo veía, tan grande era nuestra compenetración en todo. Pero lo que dijo acto seguido me sacó del error:

—¡No se ve un alma! ¡Ven, Jack, vamos a echar una carrera hasta los edificios del embalse!

Su ágil caballo árabe salió disparado, con el mío siguiéndole muy de cerca, y en ese orden descendimos de las colinas. Al cabo de medio minuto nos encontrábamos a cincuenta metros del rickshaw. Tiré de las riendas de mi montura y me retrasé un poco. El rickshaw estaba exactamente en medio del camino; y una vez más el caballo de Kitty lo atravesó, seguido por el mío.

»—¡Jack, cariño! Perdóname, por favor —la voz llegó hasta mis oídos acompañada de un gemido; luego hizo una pausa y continuó—: ¡Es todo un error, un espantoso error!

Espoleé a mi caballo como un poseso. Cuando volví la cabeza hacia las obras del embalse, los uniformes negros y blancos seguían esperando —pacientemente— bajo la gris ladera, y el viento me trajo un eco burlón de las palabras que acababa de escuchar. Kitty me tomó el pelo por mi silencio durante el resto del paseo, porque hasta entonces había estado hablando por los codos sin ton ni son. Después me hubiera sido imposible charlar con naturalidad, y desde Sanjowlie hasta la iglesia guardé prudentemente silencio.

Aquella noche cenaba con los Mannering, y tenía el tiempo justo para volver a casa y vestirme. De camino hacia Elysium Hill, mientras caía la tarde, escuché por casualidad la conversación de dos individuos.

—Era bien curioso —decía uno— que hubiese desaparecido por completo todo rastro. Ya sabes que mi esposa sentía un afecto desproporcionado por esa mujer (nunca entendí por qué) y quería que le consiguiera su viejo rickshaw junto con los criados, costara lo que costase. Un capricho más bien morboso, me parece a mí. ¿Querrás creer que el individuo que se lo alquilaba me ha dicho que los cuatro criados (todos hermanos) murieron del cólera camino de Hardwar, pobres diablos, y que él mismo rompió el rickshaw? Me dijo que nunca volvía a usar el rickshaw de una memsahib muerta. Trae mala suerte. Una idea curiosa, ¿no te parece? ¡Imagínate a la pobrecita señora Wessington trayéndole mala suerte a alguien que no fuese ella misma!

Reí en voz alta al oír aquella última frase; y la carcajada me lastimó mientras salía de mis labios. ¡De manera que había fantasmas de rickshaws después de todo y empleos fantasmales en el otro mundo! ¿Cuánto pagaba la señora Wessington a sus criados? ¿Cuántas horas trabajaban? ¿Adónde iban?

Y en respuesta visible a mi última pregunta vi aquella Cosa infernal que me bloqueaba el camino en el crepúsculo. Los muertos viajan muy deprisa, y utilizan atajos que no conocen los criados corrientes. Reí por segunda vez, pero interrumpí la risa bruscamente, porque tuve miedo de estar volviéndome loco. Hasta cierto punto debía estarlo ya, porque recuerdo que detuve el caballo junto al rickshaw y di cortésmente las buenas noches a la señora Wessington. Me dio una respuesta que ya conocía demasiado bien. La escuché hasta el final y repliqué que todo aquello ya lo había oído antes, pero que me encantaría oír cualquier otra cosa que tuviera que añadir. Algún espíritu maligno más fuerte que yo debió apoderarse de mí en aquella ocasión, porque tengo un vago recuerdo de que hablé durante cinco minutos de los temas del momento con la Cosa que tenía delante.

—Más loco que una cabra, pobre diablo…, o borracho. Max, trata de conseguir que se vuelva a casa.

¡Sin duda no era aquélla la voz de la señora Wessington! Los dos individuos me habían oído hablar con el vacío y habían vuelto para ocuparse de mí. Se mostraron muy amables y comprensivos y de sus palabras concluí que me juzgaban completamente borracho. Les di las gracias sin saber muy bien lo que decía, me dirigí al galope hacia mi hotel, me vestí para cenar y llegué a casa de los Mannering con diez minutos de retraso. Invoqué la oscuridad de la noche para disculparme y sufrí los reproches de Kitty por aquella tardanza impropia de un enamorado. Acto seguido me senté a la mesa.

La conversación se había generalizado ya y, aprovechándome de ello, estaba obsequiando a mi prometida con algunas frases cariñosas cuando me di cuenta de que al otro extremo de la mesa un individuo de corta estatura y patillas rojas estaba describiendo, con gran lujo de detalles, su encuentro de aquella tarde con un desconocido completamente loco.

Unas cuantas frases bastaron para convencerme de que contaba el incidente por mí protagonizado media hora antes. A mitad de la historia miró a su alrededor en busca de aplauso, como hacen los narradores profesionales, pero se desinfló inmediatamente al tropezarse conmigo. Hubo un momento de embarazoso silencio, y el individuo de las patillas rojas balbució que «había olvidado el resto», sacrificando así una reputación de excelente narrador que había ido consiguiendo a lo largo de seis veranos. Le bendije desde el fondo de mi corazón, y… seguí con el pescado.

A su debido tiempo la cena concluyó; y con auténtico dolor me separé de Kitty, tan seguro de que Aquello me esperaba en la calle como de mi propia existencia. El individuo de patillas pelirrojas, que me había sido presentado como el doctor Heatherlegh de Simla, se ofreció a hacerme compañía mientras siguiéramos el mismo camino y acepté su ofrecimiento con verdadera gratitud.

Mi instinto no me había engañado. El rickshaw me esperaba en el Malí y —lo que me pareció una burla demoniaca de nuestras costumbres— con un farol encendido. El individuo de las patillas pelirrojas entró en materia al instante, lo que demostraba que había estado pensando en ello durante toda la cena.

—Dígame, Pansay, ¿qué demonios le pasaba esta tarde en Elysium Road? —lo repentino de la pregunta me arrancó la respuesta antes de darme cuenta de lo que hacía.

—¡Eso! —dije, señalando al rickshaw.

Eso puede ser delírium trémens o pueden ser sus ojos, por lo que a mí se me alcanza. Pero usted no bebe. Eso al menos lo he comprobado durante la cena, de manera que no puede ser delírium trémens. No hay nada en absoluto donde usted señala, aunque sí es cierto que está usted sudando y temblando de miedo como un pony asustado. Concluyo, por consiguiente, que se trata de los ojos. Y yo debo estar en condiciones de entender todo lo relacionado con ellos. Venga conmigo a casa, que está en la parte baja de Blessington Road.

Con gran alegría por mi parte, el rickshaw, en lugar de esperarnos, mantuvo una ventaja permanente de veinte metros, y ello tanto si íbamos al paso como si trotábamos o llegábamos al medio galope. Y en el curso de aquel largo paseo nocturno le expliqué a mi acompañante casi todo lo que les he contado a ustedes.

—Bueno; me ha echado a perder una de las mejores historias que recuerdo —dijo—, pero se lo perdono por los malos ratos que ha pasado. Ahora venga a mi casa y haga lo que yo le diga; y cuando le haya curado, mi joven amigo, aprenda la lección y manténgase lejos de las mujeres y de los alimentos indigestos hasta el fin de sus días.

El rickshaw seguía delante a la misma distancia; y mi amigo de patillas pelirrojas parecía disfrutar mucho al explicarle yo dónde se encontraba en cada momento.

»—Los ojos, Pansay…, todo ojos, cerebro y estómago. Y el más importante de los tres es el estómago. Tiene usted un cerebro demasiado vanidoso, un estómago demasiado pequeño y unos ojos terriblemente enfermos. Ponga su estómago en orden y lo demás vendrá por añadidura. Y todo eso se traduce en francés por píldoras para el hígado. A partir de este momento queda usted bajo mi responsabilidad en cuestiones médicas. Es usted un fenómeno demasiado interesante para dejarlo escapar.

Por entonces estábamos muy metidos en la oscuridad de Blessington Road, y el rickshaw se detuvo en seco bajo una escarpadura de esquisto cubierta de pinos que sobresalía por encima del camino. Yo también me detuve, de manera instintiva, explicando la razón. Heatherlegh soltó un juramento.

—Si cree usted que voy a pasar una noche fría en esta ladera por una ilusión del estómago, del cerebro y “del ojo…, ¡cielo santo! ¿Qué es eso?

Oímos un sordo estampido, una cegadora polvareda delante de nosotros, un chasquido, el ruido de ramas desgarradas, y algo así como diez metros de la pared de la escarpadura —pinos, maleza y todo— cayeron sobre el camino, cegándolo por completo. Los árboles desenraizados se balancearon y tambalearon un momento como gigantes borrachos en la oscuridad, y luego se derrumbaron entre sus congéneres con un ruido ensordecedor. Nuestros dos caballos permanecieron inmóviles, sudando de miedo. Tan pronto como disminuyó el ruido de la tierra y de las piedras caídas, mi acompañante murmuró:

—«Hay más cosas en el cielo y en la tierra»… Vamos a casa, Pansay, y demos gracias a Dios. Me hace mucha falta un trago.

Retrocedimos para dar la vuelta por Church Ridge y llegamos a casa del doctor Heatherlegh poco después de medianoche.

Casi inmediatamente puso en marcha mi tratamiento, y por espacio de una semana nunca me perdió de vista. Durante aquellos días fueron muchas las veces en que bendije la buena suerte que me había puesto en contacto con el mejor y más amable médico de Simla. Día a día mi estado de ánimo mejoró y fui serenándome. También día a día fui sintiéndome más inclinado a aceptar la teoría de Heatherlegh sobre la «ilusión espectral», que implicaba a ojos, cerebro y estómago. Escribí a Kitty, diciéndole que una ligera torcedura, consecuencia de una caída del caballo, me obligaba a permanecer en casa unos cuantos días, y que me habría repuesto antes de que tuviera tiempo de lamentar mi ausencia.

El tratamiento de Heatherlegh era simple hasta cierto punto. Consistía en píldoras para el hígado, baños con agua fría y mucho ejercicio, que había de realizar al anochecer y con las primeras luces del día, porque, como él hacía notar prudentemente: «Una persona con una torcedura de tobillo no anda quince kilómetros diarios, y su joven prometida podría extrañarse si le viera».

Al cabo de una semana, después de muchos exámenes de pupilas y pulso y estrictas recomendaciones en cuanto a régimen de alimentos y paseos a pie, Heatherlegh me despidió con la misma brusquedad con que me había tomado a su cargo. Ésta fue su bendición de despedida:

—Doy fe de su curación mental, y eso es lo mismo que decir que he curado casi todos sus trastornos orgánicos. Así que llévese sus cosas de aquí lo antes que pueda y apresúrese a hacerle el amor a la señorita Kitty.

Yo quise expresarle mi agradecimiento por su amabilidad, pero me interrumpió bruscamente.

No crea que he hecho eso porque le tengo aprecio. Deduzco que se ha portado usted cómo un canalla a lo largo de todo este asunto. Pero, de todas formas, es usted un fenómeno, y tan extraño en su calidad de fenómeno como de canalla. ¡No! —deteniéndome por segunda vez—; ni una rupia, por favor. Salga a ver si encuentra esa alucinación relacionada con los ojos, el cerebro y el estómago. Le daré diez mil rupias cada vez que la vea.

Media hora después me hallaba en el salón de los Mannering con Kitty, borracho con el licor de mi nueva felicidad y la seguridad de que nunca más me perturbaría la horrible presencia del rickshaw. Convencido de mi fortaleza recién recobrada, propuse que saliéramos inmediatamente de paseo y, a ser posible, por los alrededores de Jakko.

Nunca me había sentido tan bien, tan lleno de vitalidad y de puro y simple vigor como en aquella tarde del 30 de abril. Kitty estaba encantada con mi cambio de aspecto y me felicitó por ello con una franqueza y espontaneidad encantadoras y muy características de ella. Salimos juntos de casa de los Mannering, charlando y riendo, y, como en los viejos tiempos, recorrimos a medio galope la carretera de Chota Simla.

Yo estaba deseoso de alcanzar el embalse Sanjowlie para dar doble fuerza a mi seguridad. Los caballos se esforzaban al máximo, pero la impaciencia hacía que me pareciesen demasiado lentos. Kitty estaba asombrada ante tanta exuberancia.

—¿Qué te sucede, Jack? —exclamó al fin—. Te comportas como un niño. ¿Qué estás haciendo?

Nos hallábamos inmediatamente debajo del Convento, y por puro entusiasmo hacía que mi caballo diera corvetas y corcovos de un lado a otro del camino al rozarle con la curva de la fusta.

—¿Qué estoy haciendo? —respondí—; nada, cariño. Se trata precisamente de eso. Si durante una semana no hubieras hecho otra cosa que estar tumbada, tendrías tantas ganas de alborotar como yo.

Cantando y murmurando en tu festiva alegría,

gozoso de sentirte vivo;

Dueño de la Naturaleza, Dueño de la Tierra visible,

Dueño de los cinco sentidos.

Apenas había terminado de decir aquellos versos cuando doblamos la esquina del Convento, y unos metros después podía verse ya todo el camino hasta Sanjowlie. A mitad del trecho llano de la carretera se hallaban los uniformes negros y blancos, el rickshaw amarillo y la señora Keith Wessington. Tiré de las riendas, miré, me froté los ojos y, según creo, dije algo. No recuerdo nada más hasta que me encontré caído boca abajo en el suelo, con Kitty arrodillada a mi lado y llorando.

—¿Se ha ido? —jadeé, con lo que Kitty redobló sus amargos sollozos.

—¿El qué, cariño? ¿Qué significa todo esto? Tiene que haber un error en algún sitio, Jack. Un terrible error —sus últimas palabras me pusieron en pie…, loco…, loco de atar por el momento.

—Sí, hay un error en algún sitio —repetí—, un terrible error. Ven a verlo.

Tengo un confuso recuerdo de que arrastré a Kitty agarrándola por la muñeca hasta donde estaba el rickshaw con su ocupante y le imploré por el amor del cielo que hablara con ella; que le dijera que nos habíamos prometido; que ni la Muerte ni el Infierno podían destruir el vínculo que nos unía, y sólo Kitty sabe qué otras muchas cosas parecidas. Una y otra vez supliqué apasionadamente al Horror sentado en el rickshaw que diera testimonio de todo lo que yo había dicho y que me librara de una tortura que estaba acabando conmigo. Mientras hablaba supongo que le conté a Kitty mis antiguas relaciones con la señora Wessington, porque vi que escuchaba atentamente, pálida y con ojos encendidos.

—Muchas gracias, señor Pansay —dijo—; eso es más que suficiente. Syce ghora láo.

Los criados, tan impasibles como lo son siempre los orientales, se habían acercado después de capturar de nuevo a los caballos; y al saltar Kitty sobre su silla de montar, sujeté la montura por la brida, rogándole que me escuchara hasta el final y me perdonara. La respuesta que recibí fue un golpe de su fusta que me cruzó el rostro desde la boca hasta el ojo, y una palabra o dos de despedida que ni siquiera ahora soy capaz de escribir. De manera que concluí, acertadamente, que Kitty lo sabía todo y volví tambaleándome junto al rickshaw. Sangraba por el corte en la cara, y el golpe de la fusta me había producido también una moradura. Había perdido la dignidad. Justo entonces Heatherlegh, que debía seguirnos desde lejos, se acercó al galope.

—Doctor —dije, señalándome la cara—, aquí está la firma de la señorita Mannering a mi orden de licenciamiento, y… le agradeceré el envío de las diez mil rupias lo antes posible y siempre de acuerdo con su conveniencia.

El rostro de Heatherlegh logró hacerme reír a pesar de lo terrible de mi desgracia.

—Estoy dispuesto a arriesgar mi reputación profesional… —empezó.

—No sea estúpido —susurré—. He perdido toda esperanza de felicidad y lo mejor que puede hacer usted es llevarme a casa.

Mientras hablaba el rickshaw desapareció. Luego perdí toda conciencia de lo que estaba sucediendo. La cumbre de Jakko pareció levantarse y moverse como una nube y caerme encima.

Siete días después (el 7 de mayo, más exactamente) me encontré tumbado en la habitación de Heatherlegh tan sin fuerzas como un niño de pecho. El doctor me vigilaba atentamente mientras fingía trabajar en su escritorio. Sus primeras palabras no resultaron tranquilizadoras; pero yo estaba demasiado agotado para que me afectaran mucho.

—La señorita Kitty le ha devuelto sus cartas. Ustedes, los jóvenes, se escriben mucho. También tengo aquí un paquete que parece contener un anillo, y se ha recibido una jugosa nota de papá Mannering que me he tomado la libertad de leer y quemar. El buen señor no está muy satisfecho con usted.

—¿Y Kitty? —pregunté con voz apagada.

—Todavía más enfadada que su padre a juzgar por sus palabras. Lo que me hace suponer que debió usted dejar escapar algunos extraños recuerdos momentos antes de que yo los alcanzara. Dice que un hombre que se hubiera comportado como usted lo hizo con la señora Wessington debería quitarse la vida por pura compasión hacia los de su especie. Es una fierecilla impetuosa esa novia suya. También está convencida de que sufría usted de delírium trémens cuando se pelearon en la carretera de Jakko. Dice que prefiere morirse a volverle a hablar.

Dejé escapar un gemido y me volví del otro lado.

—De manera que tiene usted que elegir, amigo mío. Hay que romper el compromiso matrimonial pero los Mannering no quieren ensañarse. ¿Damos como causa el delírium trémens o los ataques epilépticos? Siento no poder ofrecerle una posibilidad mejor, a no ser que prefiera usted la locura hereditaria. Dé su consentimiento y les diré que se trata de los ataques. Todo Simla está al tanto de la escena en Ladies’ Mile. ¡Vamos! Le doy cinco minutos para pensarlo.

Durante esos cinco minutos creo que exploré detenidamente los más espantosos círculos del infierno que se permite recorrer a un hombre mientras está en la tierra. Y al mismo tiempo me contemplé mientras avanzaba titubeando por los oscuros laberintos de la duda, el dolor y la más absoluta desesperación. Me preguntaba, como Heatherlegh debía de preguntárselo, por qué horrible alternativa me decidiría. Al cabo de unos instantes me escuché responder con una voz que apenas reconocí:

—Son condenadamente quisquillosos en cuestiones de moralidad por esta zona. Déles la epilepsia, Heatherlegh, y todo mi cariño. Y ahora déjeme dormir un poco más.

Entonces mis dos mitades se reunieron y fui sólo yo (medio loco y acosado por los demonios) quien dio vueltas en la cama rastreando paso a paso la historia del último mes.

—Pero estoy en Simla —me repetía una y otra vez—. Yo, Jack Pansay, estoy en Simla y aquí no hay fantasmas. Es muy poco razonable por parte de esa mujer fingir que los hay. ¿Por qué no me deja en paz? Nunca le hice el menor daño. Podía haber sido yo exactamente igual que ella. Aunque yo nunca hubiera vuelto aposta para matarla. ¿Por qué no me puede dejar en paz? ¿En paz y feliz?

Eran las doce del mediodía cuando desperté por primera vez; y el sol estaba ya cerca del horizonte cuando volví a dormirme: a dormir como duerme en el potro el criminal torturado, demasiado exhausto ya para seguir sintiendo el dolor.

Al día siguiente no pude levantármele la cama. Heatherlegh me dijo por la mañana que había recibido la respuesta del señor Mannering y que, gracias a sus buenos oficios (los de Heatherlegh), la historia de mi enfermedad se había difundido a todo lo largo y ancho de Simla y todo el mundo me compadecía sinceramente.

—Y eso es más de lo que usted se merece —terminó amablemente—, aunque Dios sabe que ha tenido que soportar pruebas francamente duras. Pero no importa; todavía lograremos curarlo aunque sea usted un fenómeno de especial perversidad.

Me opuse firmemente a ser curado.

—Ya se ha portado usted demasiado bien, amigo mío —le dije—; y no me parece necesario causarle más molestias.

En lo más hondo de mi corazón sabía que nada de lo que Heatherlegh pudiera hacer aligeraría la carga que había caído sobre mis hombros.

Al mismo tiempo que hacía ese descubrimiento me sentí presa de una impotente rebelión sin esperanza contra el exorbitante precio que se me hacía pagar. Había docenas de hombres tan culpables como yo cuyo castigo se reservaba al menos para otro mundo; y me parecía amarga y cruelmente injusto que se me hubiera escogido a mí solo para un destino tan espantoso. Ese estado de ánimo cedía en ocasiones el sitio a otro en el que me parecía que el rickshaw y yo éramos las únicas realidades en un mundo de sombras: Kitty era un fantasma; Mannering, Heatherlegh y todos los demás hombres y mujeres que conocía eran igualmente fantasmas; e incluso las grandes colinas grises no eran más que vanas sombras imaginadas para torturarme. De un estado de ánimo a otro di vueltas en la cama durante una fatigosa semana; mi organismo se recuperaba día a día, hasta que el espejo del dormitorio me dijo que había vuelto a la vida cotidiana y era una vez más como los demás hombres. Sorprendentemente, mi rostro no mostraba señal alguna de los combates que había tenido que librar. Estaba pálido, desde luego, pero tan inexpresivo y vulgar como siempre. Yo esperaba que se produjera alguna alteración permanente, alguna prueba palpable de la enfermedad que me devoraba. Pero no encontré nada.

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