El horror según Lovecraft (vol. I)

El horror según Lovecraft (vol. I)


Guy de Maupassant » ¿Quién sabe?

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¿QUIÉN SABE?

I

¡DIOS mío! ¡Dios mío! ¡Al fin voy a escribir lo que me ha ocurrido! Pero ¿podré? ¿Me atreveré? ¡Es tan extraño, tan inexplicable, tan incomprensible, tan excesivo!

Si no estuviera seguro de lo que he visto, seguro de que no ha habido en mis razonamientos ningún fallo, ningún error en mis comprobaciones, ninguna laguna en la inflexible sucesión de mis observaciones, me creería un simple alucinado, juguete de una extraña visión. Después de todo, ¿quién sabe?

Estoy ahora en una casa de reposo; pero he ingresado voluntariamente, por prudencia, ¡por miedo! Una sola persona conoce mi historia. El médico de aquí. Voy a escribirla. No sé muy bien por qué. Para librarme de ella, pues la siento como una intolerable pesadilla.

Hela aquí.

He sido siempre un solitario, un soñador, una especie de filósofo retirado, benévolo, contento con poco, sin acritud contra los hombres ni rencor contra el cielo. He vivido solo, siempre, como consecuencia de una especie de malestar que me inspira la presencia de otros. ¿Cómo explicarlo? No podría. No me niego a ver gente, a conversar, a cenar con los amigos; pero cuando los siento cerca de mí durante un buen rato, incluso los más íntimos me cansan, me fatigan, me enervan, y experimento un deseo creciente, agobiante, de que se vayan o de irme yo, de estar solo.

Este deseo es más que una obligación, es una necesidad irresistible. Y si la presencia de las personas con quienes me encuentro se prolongase, si me obligaran, no ya a escuchar, sino a seguir oyendo sus conversaciones, me sucedería, sin duda, algún percance. ¿Cuál? ¡Ah! ¿Quién sabe? ¿Acaso un simple síncope? ¡Sí! ¡Probablemente!

Me agrada tanto estar solo, que ni siquiera puedo soportar la cercanía de otros seres durmiendo bajo mi mismo techo; no puedo vivir en París porque sería una perpetua agonía. Muero anímicamente, y también me atormenta el cuerpo y los nervios esa inmensa muchedumbre que bulle, que vive a mi alrededor, incluso cuando duerme. ¡Ah! El sueño de los demás me resulta aún más penoso que sus palabras. Y nunca puedo descansar cuando adivino, cuando siento, detrás de una pared, existencias interrumpidas por esos regulares eclipses de la razón.

¿Por qué soy así? ¿Quién sabe? Tal vez la causa sea muy simple: me cansa muy pronto todo lo que no me ocurre a mí. Y existe mucha gente en mi mismo caso.

Somos dos razas distintas sobre la tierra. Los que necesitan de los demás, a quienes los demás distraen, entretienen, descansan, y a los que la soledad abruma, agota y anonada, como la ascensión de un terrible glaciar o la travesía del desierto; y aquellos a quienes, por el contrario, los demás cansan, aburren, fastidian y lastiman, en tanto que el aislamiento les calma, sirve de cura de reposo a la independencia y la fantasía de sus pensamientos.

En suma, se trata de un fenómeno psíquico normal. Unos están dotados para vivir hacia afuera, otros para vivir hacia adentro. En cuanto a mí, pronto se me agota la atención externa y, cuando alcanza su límite, experimento en todo mi cuerpo y en todo mi intelecto un malestar intolerable.

De ahí mi apego constante a los objetos inanimados, que cobran para mí la importancia de los seres vivos, y la transformación de mi casa en un mundo aparte donde llevo una vida solitaria y activa, rodeado de cosas, muebles, recuerdos de familia, tan estimables para mí como los rostros humanos. La había llenado poco a poco, la había engalanado, y dentro me sentía contento, satisfecho, tan feliz como entre los brazos de una mujer amable cuyas habituales caricias se hubieran convertido en una apacible y dulce necesidad.

Había hecho construir esa casa en un hermoso jardín que la aislaba de los caminos, y a las afueras de una ciudad donde podía encontrar, llegado el caso, los recursos de la sociedad que, de vez en cuando, necesitaba. Todos mis criados dormían en un edificio alejado, detrás del huerto, rodeado por una tapia alta. El oscuro amparo de las noches, en el silencio de mi morada perdida, oculta, cubierta por el follaje de árboles enormes, me era tan relajante y tan agradable, que solía demorarme varias horas antes de acostarme para prolongar ese goce por más tiempo.

Aquel día habían representado Sigurd[28] en el teatro de la ciudad. Era la primera vez que escuchaba ese hermoso drama mágico-musical y me había producido un vivo placer.

Regresaba a pie, con paso alegre, la cabeza llena de frases sonoras, y la mirada poblada de lindas visiones. Estaba muy oscuro, tan oscuro que apenas distinguía la carretera principal, y estuve a punto, varias veces, de caer a la cuneta. Desde el fielato hasta mi casa hay cerca de un kilómetro, tal vez algo más, unos veinte minutos de marcha lenta. Era la una de la madrugada, la una o la una y media; el cielo se había aclarado un poco y había aparecido media luna, la triste medialuna del cuarto menguante. La medialuna del cuarto creciente, que sale a las cuatro o las cinco de la tarde, es clara, alegre, salpicada de plata; pero la que sale después de medianoche es rojiza, lúgubre, inquietante; es la verdadera luna del aquelarre. Todos los noctámbulos han debido hacer esta observación. La primera, aunque sea delgada como un hilo, arroja una luz exigua que alegra los corazones y proyecta en el suelo nítidas sombras; la otra difunde apenas un resplandor mortecino, tan tenue que casi no hace sombra.

Divisé a lo lejos la masa oscura de un jardín, y no sé de dónde me vino una especie de malestar ante la idea de entrar en él. Aflojé el paso. Hacía muy buena noche. El numeroso grupo de árboles semejaba una tumba en donde mi casa estuviera sepultada.

Abrí la verja y penetré en la larga avenida de sicómoros que, arqueada en bóveda como un túnel, conducía a la vivienda, atravesando los macizos opacos y bordeando el césped que los arriates de flores moteaban, bajo las tenues tinieblas, de manchas ovaladas de matices indistintos.

Al acercarme a la casa me embargó una extraña inquietud. Me detuve. No se oía nada. No corría entre las hojas ni un soplo de aire. «¿Qué me ocurre, entonces?», pensé. Hacía diez años que regresaba de esa manera sin que jamás me hubiera pasado por la cabeza la más mínima inquietud. No tenía miedo. Jamás he sentido miedo de noche. La visión de un hombre, de un merodeador, de un ladrón, me habría puesto furioso y hubiera saltado sobre él sin vacilar. Iba armado, además. Tenía mi revólver. Pero no lo saqué, pues quería resistirme a ese temeroso influjo que brotaba en mí.

¿Qué era? ¿Un presentimiento? ¿El misterioso presentimiento que se apodera de los hombres cuando se trata de ver lo inexplicable? ¡Puede ser! ¿Quién sabe?

A medida que avanzaba, sentía escalofríos por la piel, y cuando estuve frente al muro de mi vasta morada, con los postigos cerrados, sentí que tendría que esperar unos minutos antes de abrir la puerta y entrar. Entonces, me senté en un banco, bajo las ventanas de mi salón. Allí permanecí un poco tembloroso, la cabeza apoyada contra la pared, absorto en las sombras del follaje. Durante esos primeros momentos no observé nada insólito a mi alrededor. Me zumbaban un poco los oídos, pero eso me sucede a menudo. A veces me parece que oigo pasar trenes, que oigo repicar campanas, que oigo multitudes desplazándose.

Pero pronto los zumbidos se hicieron más claros, más precisos, más reconocibles. Me había equivocado. No era el habitual latido de mis arterias lo que introducía estos rumores en mis oídos, sino un ruido muy especial, aunque muy confuso, que procedía, sin duda alguna, del interior de la casa. A través del muro percibía ese ruido continuo, más que un ruido una inquietud, un vago desplazamiento de un montón de cosas, como si estuvieran agitando, desplazando, arrastrando suavemente todos mis muebles.

¡Oh! Durante un buen rato todavía dudé de la fidelidad de mis oídos. Pero, al pegar la oreja a un postigo para mejor percibir esa extraña perturbación, llegué al convencimiento de que algo anormal e incomprensible ocurría en el interior. No tenía miedo, pero estaba…, ¿cómo expresarlo?…, despavorido de asombro. No amartillé el revólver… presintiendo que sería inútil. Aguardé.

Esperé mucho tiempo sin poder decidirme a nada, con la mente lúcida pero loco de ansiedad. Esperé, de pie, sin dejar de escuchar el ruido, que aumentaba, que, por momentos, alcanzaba una intensidad excesiva, que parecía convertirse en un estruendo de impaciencia, de ira, de misterioso tumulto.

Más tarde, súbitamente avergonzado de mi cobardía, cogí el manojo de llaves, seleccioné la que necesitaba, la metí en la cerradura, la giré dos veces, y, empujando la puerta con todas mis fuerzas, hice que el batiente chocara contra el tabique.

El golpe sonó como una detonación de fusil, y a ese ruido de explosión respondió toda la casa con un formidable tumulto. Fue tan súbito, tan terrible, tan ensordecedor, que retrocedí algunos pasos y, aun sintiéndolo inútil, saqué el revólver de su funda.

Seguí esperando un poco. Percibía ahora un extraordinario ruido de pisadas en los peldaños de la escalera, en los entarimados, en las alfombras; pisadas, no de zapatos, sino de muletas, muletas de madera y también de hierro, que retumbaban como platillos. Y he aquí que de pronto vi en el umbral de la puerta un sillón, mi alto sillón de lectura, que salía traqueteando. Se fue por el jardín. Lo siguieron otros, los del salón, después los bajos divanes, arrastrándose como cocodrilos sobre sus cortas patas, luego todas las sillas, brincando como cabras, y por fin los pequeños escabeles, correteando como conejos.

¡Oh! ¡Qué emoción! Me escondí en un macizo y permanecí allí acurrucado, contemplando ese desfile de muebles. Todos iban saliendo, uno tras otros, con rapidez o lentitud según su tamaño y peso. Mi piano, mi gran piano de cola, pasó a mi lado con un galope de caballo desbocado y un rumor de música en los flancos. Los objetos más pequeños, los cepillos, la cristalería, las copas, en los que el claro de luna prendía fosforescencias de luciérnagas, se deslizaban por la arena como hormigas. Las telas reptaban, se desplegaban en charcos a la manera de los pulpos marinos. Vi aparecer mi escritorio, una curiosa pieza del siglo pasado, que contenía todas las cartas que he recibido, toda mi historia sentimental, ¡la vieja historia que tanto me ha hecho sufrir! Y dentro iban también fotografías.

De pronto ya no tuve miedo, me abalancé sobre el escritorio y lo atrapé como se atrapa a un ladrón, como se atrapa a una mujer que huye. Pero llevaba una marcha irresistible y, pese a mis esfuerzos, pese a mi enfado, no conseguí siquiera que aflojara el paso. Como me resistía desesperadamente a esa fuerza espantosa, caí al suelo en mi lucha con ella. Entonces me arrolló, me arrastró por la arena, y los muebles que lo seguían comenzaron a avanzar sobre mí, pisoteando mis piernas y lastimándolas. Luego, cuando lo solté, los demás pasaron sobre mi cuerpo como una carga de caballería sobre un jinete caído.

Por fin, loco de espanto, pude arrastrarme fuera de la gran avenida y ocultarme de nuevo entre los árboles, viendo desaparecer los objetos más ínfimos, los más pequeños, los más modestos, los más ignorados por mí, que hasta entonces me habían pertenecido.

Después escuché a lo lejos en mi morada, ahora retumbante como una casa vacía, un formidable ruido de puertas que se cerraban. Sus portazos resonaron en toda la casa, de arriba abajo, hasta que la del vestíbulo, que yo mismo, insensato, había abierto facilitando esta salida, se cerró por fin la última.

Huí también yo, corriendo hacia la ciudad, y sólo recobré mi sangre fría en las calles, al encontrarme con gente rezagada. Fui a llamar a la puerta de un hotel donde me conocían. Me había sacudido la ropa con las manos para quitarme el polvo, y conté que había perdido mi manojo de llaves, que incluía también la del huerto, donde dormían mis criados en una casa apartada, detrás de la tapia que protegía mis frutales y mis verduras de la visita de merodeadores.

Me metí en la cama que me dieron, tapándome hasta los ojos. Pero no pude dormir, y esperé a que se hiciera de día escuchando los latidos de mi corazón. Había ordenado que, en cuanto amaneciese, avisaran a mis criados, y mi ayuda de cámara golpeó la puerta de mi habitación a las siete de la mañana.

Su rostro parecía trastornado.

—Esta noche ha ocurrido una gran desgracia, señor —dijo.

—¿Qué ha pasado?

—Han robado todo el mobiliario del señor, todo, todo, hasta los objetos más pequeños.

La noticia me alegró. ¿Por qué? ¿Quién sabe? Me sentía seguro de mí mismo, capaz de disimular, de no revelar a nadie lo que había visto, de ocultarlo, de enterrarlo en mi conciencia como un espantoso secreto.

—Entonces —contesté— serán las mismas personas que me robaron las llaves. Hay que avisar inmediatamente a la policía. En unos instantes me levanto y me reúno con vosotros.

La investigación duró cinco meses. No se descubrió nada, no se encontró ni el más insignificante de mis objetos, ni el más leve rastro de los ladrones.

¡Claro! Si hubiera contado lo que sabía… Si lo hubiera contado… me habrían encerrado a mí; no a los ladrones sino al hombre que había visto semejante cosa.

¡Oh! Supe callar. Pero no amueblé mi casa. Era inútil. Hubiera vuelto a pasar lo mismo. No quise regresar a casa. Y no regresé. No la volví a ver.

Me vine a París, a un hotel, y consulté a los médicos el estado de mis nervios, que me preocupaba bastante desde aquella deplorable noche.

Me aconsejaron que viajara. Y seguí el consejo.

II

Empecé por una excursión a Italia. El sol me sentó bien. Durante seis meses vagué de Génova a Venecia, de Venecia a Florencia, de Florencia a Roma, de Roma a Nápoles. Luego recorrí Sicilia, tierra admirable por su naturaleza y sus monumentos, reliquias dejadas por los griegos y los normandos. Pasé a África, atravesé pacíficamente ese gran desierto amarillo y tranquilo, por donde vagan camellos, gacelas y árabes vagabundos, y en cuyo aire ligero y transparente no flota obsesión alguna, ni de noche ni de día.

Regresé a Francia por Marsella y, pese a la alegría provenzal, me entristeció la menguada claridad del cielo. De vuelta al continente, sentí la extraña impresión de un enfermo que se cree curado y a quien un dolor sordo advierte que el foco del mal no se ha extinguido todavía.

Luego volví a París. Al cabo de un mes me aburría. Era otoño y quise emprender, antes del invierno, una excursión a través de Normandía, que no conocía.

Empecé, naturalmente, por Ruán y durante ocho días vagué distraído, encantado, entusiasmado por esa ciudad medieval, por ese sorprendente museo de extraordinarios monumentos góticos.

Una tarde, a eso de las cuatro, al meterme por una calle inverosímil por la que corre un arroyo negro como la tinta, llamado «Agua de Robec», mi atención, absorta en la fisonomía insólita y antigua de las casas, fue atraída de repente por la visión de una serie de tiendas de antigüedades que se sucedían de puerta en puerta.

¡Ah! Habían elegido bien su emplazamiento esos sórdidos traficantes de antiguallas, en aquel fantástico callejón, sobre aquella siniestra corriente, bajo aquellos tejados puntiagudos de tejas de pizarra donde todavía chirriaban las veletas del pasado.

Al fondo de los oscuros comercios se amontonaban arcones tallados, loza de Ruán, de Nevers, de Moustiers, estatuas pintadas, otras de roble, cristos, vírgenes, santos, ornamentos de iglesia, casullas, capas pluviales, hasta vasos sagrados y un viejo tabernáculo de madera dorada del que Dios se había ido. ¡Oh, qué singulares antros en aquellos edificios altos y amplios, llenos, de los sótanos a los desvanes, de objetos de todo tipo, cuya existencia parecía agotada, que sobrevivían a sus poseedores naturales, a su siglo, a su época, a sus modas, para ser comprados como curiosidades por las nuevas generaciones!

Mi afición por las bagatelas se despertó en esa ciudad de anticuarios. Iba de tienda en tienda, atravesando de dos zancadas los puentes de tablas podridas, tendidas sobre la nauseabunda corriente del «Agua de Robec».

¡Misericordia! ¡Qué conmoción! Uno de mis más hermosos armarios apareció al borde de una bóveda atestada de objetos, que parecía la entrada a las catacumbas de un cementerio de muebles antiguos. Me acerqué temblando, tanto que no me atrevía a tocarlo. Alargué la mano, vacilé. Era, no obstante, el mío: un armario Luis XIII único, reconocible para todo aquel que lo hubiera visto una sola vez. De pronto, mirando un poco más lejos, en las más sombrías profundidades de esa galería, divisé tres de mis sillones tapizados de petit-point, y luego, más lejos todavía, mis dos mesas Enrique II, tan raras que hasta de París venían a verlas.

¡Imagínense! ¡Imagínense mi estado de ánimo!

Avancé anonadado, agonizante de emoción, pero avancé, porque soy valiente, avancé como un caballero de la oscura Edad Media al penetrar en una mansión embrujada. Encontré a cada paso todo lo que me había pertenecido, mis arañas, mis libros, mis cuadros, mis telas, mis armas, todo, salvo el escritorio lleno de cartas, que no vi.

Continué descendiendo a oscuras galerías, para volver a subir después a los pisos superiores. Estaba solo. Llamé. Nadie respondió. Me encontraba solo; no había nadie en aquella casa, vasta y tortuosa como un laberinto.

Llegó la noche y tuve que sentarme, en medio de la oscuridad, en una de mis sillas, pues no quería irme. De vez en cuando gritaba: «¡Hola! ¡Hola! ¿Hay alguien?».

Llevaba allí posiblemente más de una hora cuando oí pasos, pasos ligeros, lentos, no sé dónde. A punto estuve de huir; pero me mantuve firme, llamé de nuevo y divisé un resplandor en la cámara contigua.

—¿Quién está ahí? —dijo una voz.

Respondí:

—Un comprador.

Me replicaron:

—Es muy tarde para entrar así en una tienda.

Insistí:

—Hace más de una hora que espero.

—Puede usted volver mañana.

—Mañana habré abandonado Ruán.

No me atreví a avanzar y él no se acercaba. Seguía viendo el resplandor de su luz iluminando un tapiz en el que dos ángeles sobrevolaban los cadáveres de un campo de batalla. También me pertenecía.

—Y bien, ¿no viene usted? —dije.

—Le estoy esperando —respondió él.

Me levanté y fui hacia él.

En el centro de una vasta habitación había un hombre muy bajo y muy gordo, como un fenómeno, un repelente fenómeno.

Tenía una barba rala, de pelos desiguales, escasos y amarillentos, y ¡ni un cabello en la cabeza! ¿Ni un cabello? Como sostenía la vela elevada todo lo que le daba su brazo para poder verme, su cráneo parecía una bola de billar en medio de aquella vasta cámara atestada de muebles viejos. Tenía el rostro arrugado y abotargado, los ojos imperceptibles.

Le pregunté por el precio de tres sillas que me pertenecían, y pagué en el acto una cuantiosa suma, dando simplemente el número de habitación del hotel. Debían entregármelas al día siguiente antes de las nueve.

Después salí. El hombre me acompañó hasta la puerta con gran cortesía.

Me dirigí en seguida a la comisaría de policía y referí el robo de mis muebles y mi reciente descubrimiento.

El comisario acto seguido pidió informes por telégrafo al juzgado que había instruido las diligencias de ese robo, rogándome que aguardase la respuesta. Una hora después llegó ésta, plenamente satisfactoria para mí.

—Haré arrestar a ese hombre y le interrogaré de inmediato —me dijo—, pues podría haber concebido alguna sospecha y haber hecho desaparecer sus pertenencias. Hágame el favor de irse a cenar y vuelva dentro de dos horas; tendré aquí al hombre y le someteré en su presencia a un nuevo interrogatorio.

—Con mucho gusto, señor. Se lo agradezco de todo corazón.

Fui a cenar a mi hotel y comí mejor de lo que había imaginado. Estaba bastante contento a pesar de todo. Lo habíamos atrapado.

Dos horas más tarde volví a ver al funcionario de policía, que me estaba esperando.

—¡Pues bien, señor! —dijo al verme—. No hemos encontrado a su hombre. Mis agentes no han podido echarle el guante.

—¡Ah!

Me sentía desfallecer.

—Pero… ¿dieron ustedes con la casa? —pregunté.

—Ya lo creo. Incluso la tendremos bajo vigilancia hasta que vuelva. Pues el hombre ha desaparecido.

—¿Desaparecido?

—Desaparecido. Suele pasar las noches en casa de una vecina, también chamarilera, una especie de bruja, la viuda Bidoin. Esta noche no le ha visto y no puede darnos ningún dato sobre él. Habrá que esperar a mañana.

Me fui. ¡Ah, qué siniestras, inquietantes y embrujadas me parecieron las calles de Ruán!

Dormí muy mal, con pesadillas que interrumpían mi sueño.

Como no quería parecer demasiado inquieto o apresurado, esperé hasta las diez de la mañana, al día siguiente, para ir a la policía.

El comerciante no había vuelto a dar señales de vida. Su tienda continuaba cerrada.

El comisario me dijo:

—Hice todos los trámites necesarios. El juzgado está al tanto del asunto; iremos juntos a esa tienda y la haremos abrir; usted me señalará todo lo que le pertenezca.

Una berlina nos condujo allá. Unos cuantos agentes y un cerrajero esperaban a la puerta de la tienda, la cual fue abierta.

Una vez dentro no vi ni mi armario, ni mis sillones, ni mis mesas, ni nada, nada de cuanto había amueblado mi casa, nada de nada, mientras que la noche anterior no podía dar un paso sin encontrarme con alguno de mis objetos personales.

El comisario jefe, sorprendido, me miró al principio con desconfianza.

—¡Dios mío! —le dije—. La desaparición de esos muebles coincide extrañamente con la del comerciante.

Sonrió.

—¡Es cierto! Hizo usted mal ayer al comprar y pagar objetos de su propiedad. Eso le puso en guardia.

Proseguí:

—Lo que me parece incomprensible es que el lugar que ayer ocupaban mis muebles esté ahora ocupado por otros.

—¡Oh! —respondió el comisario—. Tuvo toda la noche, y sin duda cómplices. Esta casa debe comunicarse con sus contiguas. No tema, señor, me ocuparé de este asunto con mucho empeño. El bandido no se nos escapará por mucho tiempo, ya que vigilamos su guarida.

¡Ah, cómo latía mi pobre corazón!

Permanecí quince días en Ruán. El hombre no volvió a aparecer. ¡Pardiez! ¡Pardiez! ¿Quién hubiera podido poner en un aprieto o sorprender a ese hombre?

El decimosexto día, por la mañana, recibí de mi jardinero, guarda de mi casa saqueada y vaciada, la extraña carta que a continuación recojo:

«Señor:

»Tengo el honor de informar al señor que, la noche pasada, ha ocurrido algo que nadie entiende, y la policía menos todavía. Todos los muebles han vuelto, todos sin excepción, hasta los objetos más pequeños. La casa está ahora como estaba la víspera del robo. Es como para volverse loco. Eso sucedió la noche del viernes al sábado. Los caminos están llenos de baches como si hubieran arrastrado todo desde la valla hasta la puerta. Lo mismo había ocurrido el día de la desaparición.

»Esperamos al señor, de quien soy el más humilde servidor,

Philippe Raudin.»

¡Ah, no! ¡Claro que no! ¡De ninguna manera! ¡Nunca volveré allí!

Mostré la carta al comisario de Ruán.

—Es una restitución muy hábil —dijo—. Hagámonos los tontos. Pescaremos a ese hombre uno de estos días.

Pero no le han pescado. No. Nunca lo pescarán. Y tengo miedo de él ahora, como si se tratara de una bestia feroz que me persiguiera.

¡Imposible de encontrar! ¡No podrán encontrar a ese monstruo del cráneo como bola de billar! Jamás le cogerán. No volverá a su casa. ¡Qué puede importarle! Sólo yo soy capaz de encontrarle, y no quiero.

¡No quiero! ¡No! ¡No lo quiero!

Y aunque volviera, aunque entrara en la tienda, ¿quién podría probar que mis muebles estuvieron allí? En su contra no hay más que mi testimonio; y me doy perfecta cuenta que empieza a parecer sospechoso.

¡Ah! ¡De ninguna manera! Aquella existencia ya no era posible. No podía guardar el secreto de lo que había visto. No podía seguir viviendo como todo el mundo, bajo el temor de que tales cosas se repitieran.

Vine a ver al médico que dirige esta casa de reposo y se lo conté todo.

Tras haberme interrogado un buen rato, me dijo:

—¿Accedería usted, señor, a permanecer aquí por algún tiempo?

—Encantado, señor.

—¿Dispone usted de medios?

—Sí, señor.

—¿Quiere usted un pabellón aislado?

—Sí, señor.

—¿Desea usted recibir amigos?

—No, señor, no, a nadie. El hombre de Ruán podría atreverse a perseguirme para vengarse.

Y estoy solo, completamente solo, desde hace tres meses. Estoy más o menos tranquilo. Sólo tengo un temor… Que el anticuario se vuelva loco… y lo traigan a este manicomio… Ni las propias cárceles resultan seguras.

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