El hombre del sótano

El hombre del sótano

Ángel Gabriel Cabrera

Se cierra ya la tarde. El otoño anuncia su llegada. Las hojas caen como el oro transparente, y así me dispongo a contarte una historia.

Mi relato comienza hacia el final de la escuela. Kyara, Rodrigo y yo éramos un grupo de amigos que todas las tardes, luego de la última materia, íbamos a la casa de la primera a completar las tareas pendientes mientras tomábamos la merienda, cortesía de la abuela de Rodrigo, ya que él y nuestra compañera eran primos.

Aquel día, el último ya del mes, en medio de nuestra típica juntada de media tarde, habíamos llegado con cierta curiosidad a la casa. La maestra de Ciencias Sociales nos había contado de un lugar embrujado escondido cerca del sótano del colegio, en el patio.

–Ay, Kyara. Vos te creés cualquier cosa. Algún día te van a decir que hay un muerto debajo de tu cama y vas a creer que es cierto.

–¿Y si fuera cierto, Rodri? No me hagás asustar.

–Los dos están del tomate. Éste se hace el valiente y es más miedoso que Kyara. Ja, ja.

Los tres compañeros seguimos con nuestra charla, medio en broma, medio en serio, hasta que entró la abuela con la merienda.

–¡Abuela! Dice su nieto Rodrigo que es mentira lo de los espíritus. ¿Cierto que existen?

–No te hagás, abu. Éste es puro humo.

Kyara nos miraba desde la mesa, melancólica. La abuela Rosa nos observó con un semblante un tanto incierto, pero firme, y se sentó a nuestro lado.

–Querido Rodrigo, es verdad que a esta edad los niños aún viven en la infancia. Nadie escribió en ningún lugar que jugar esté prohibido, pero claro que es cierto.

–¿Qué es cierto? – le contestó el nene, medio paliducho de repente.

–Que los espíritus vienen a la Tierra con frecuencia.

–No te hagás la bromista, abuela. Eso es un invento de ustedes, los mayores, para hacernos ir a dormir temprano.

–No es así. Es cierto lo que te digo, pero no puedo obligarte a creerme.

La abuela nos contó, con la promesa de que lo mantuviéramos en secreto, que lo del hombre del sótano era verdad. Lo habían descubierto cerca del patio de la escuela, rondando el lugar a la medianoche. Dicen que habían encontrado varios cuerpos sin vida en las cercanías del lugar sin ninguna explicación.

Según las autopsias, todos habían fallecido cerca de las doce, pero no tenían rastro de enfermedad de ningún tipo ni secuelas de ataque alguno. Según una conjetura, era la mirada del difunto, de poderes sobrenaturales, la que dejaba en estado de shock a sus víctimas, tras lo cual emitía un alarido de un volumen infernal, el cual desconectaba el sistema neuronal de cada víctima y la llevaba a tener una muerte súbita en el acto.

Doña Rosa nos miraba de reojo. A los tres nos entusiasmaba la idea de ir de noche al colegio. “Seguro que son puros cuentos”, comentábamos entre risas.

Ni bien la abuela se fue de nuevo a la cocina, se nos ocurrió ir a ver si era cierto. Tenía que ser un invento para que los niños no anduviéramos en la calle de noche.

Acordamos la última hora en que nuestros padres estaban despiertos para empezar con la emboscada. Ya iba a ver el hombre del sótano si era tan tremendo como para asustarnos.

–No, no, no. ¡Me hacés cosquillas! Basta, Rodrigo.

–Soy un monstruo, soy un monstruo.

Esa actitud divertida que mostrábamos de pequeños se puede decir que aún la conservamos, pero lejos está de ser tan despreocupada. Lo que nos pasó ese día fue imposible describirlo. Nuestra inocencia nos volvió presa de sí, pero bien lo sabe uno cuando es joven: las angustias y preocupaciones del mundo se van adueñando de la mente a medida que pasa el tiempo. El mundo debería ser un lugar seguro y cómodo para vivir, pero está contaminado desde siempre, y por eso uno se va percudiendo con él.

Pero no perdamos el hilo del relato.

Esa noche, como les contaba, llegamos a escondidas a la escuela mientras la abuela dormía, al igual que los padres de cada uno de nosotros.

No puedo decir que no me causaba algo de incomodidad estar en un lugar tan sombrío a tan altas horas; estaría mintiendo, a pesar de que fui yo quien empezó con la idea de ir a ver si era verdad lo del supuesto fantasma.

Kyara tomó la linterna y me la pasó. La encendí. Después, Rodrigo nos ayudó a trepar la reja del colegio. Estaba oscuro.

–Mati, no me toqués así, por favor. Los fantasmas no existen, pero me da cosa.

–Yo no te hice nada, miedoso. Vamos al patio. Ya estamos cerca. Se ve que no hay encargado. Si no, estaría todo prendido.

–¿Y la ordenanza?– dijo Kyara.

–Se debe haber aburrido de estar sola y se las tomó. Yo también hubiera cerrado la escuela a esta hora. No pasa ni un alma.

–¿Están seguros?

Todos nos miramos. Nos parecía que nuestra aventura se estaba empezando a poner extraña. No había nadie cerca según nosotros, pero cada uno hubiera jurado, si se pudiera, que había oído otra voz.

Rodrigo, además, aseguraba que yo lo había tocado, pero no fue así, y, cuando le preguntamos a Kyara, nos afirmó que ella tampoco había sido. Además, los hechos tampoco coincidían. Mi amiga estaba temblando, y su pariente tampoco se quedaba muy atrás. Yo era el único que a todo esto todavía conservaba algo de calma, pero, según él, el dedo que se posó en su espalda lo hizo con un pulso estable, y era más grande y frío que los míos. No podía ser. No había manera.

Enfilamos hacia el sótano temblando los tres. Ya teníamos ganas de volver a casa –corriendo, si hubiera sido posible– y meternos bien adentro de la cama de cada uno, taparnos con una frazada bien gruesa y pasar de largo durmiendo hasta el otro día.

Cuando estábamos cerca del árbol bajo cuya copa se encontraba la puerta, dos ojos brillantes aparecieron frente a nosotros y nos observaron.

–¡¡¡NOOO!!! ¡¡¡Un fantasmaaa!!!– La cara de Kyara palidecía.

–Pará un poco, nena. –Lo iluminé con la linterna. – Es un búho solamente. Las lechuzas y los búhos tienen por costumbre anidar sobre los árboles, y a esta hora es cuando suelen andar despiertos.

Cuando conseguimos que se calmara, ambos me pidieron dar marcha atrás con nuestra idea. Sí: a pesar de lo valiente que aparentaba ser Rodrigo, se ve que la situación lo había superado. En cuanto a Kyara, ya era esperable.

Juntamos nuestras últimas fuerzas y seguimos avanzando. Saqué de mi bolsillo la llave del sótano, la cual había tomado disimuladamente de la secretaría el día anterior, cuando nadie me veía, y la coloqué en la abertura. La cerradura comenzó a ceder.

–El óxido no parece muy duro. Se ve que se hizo polvo después de tanto tiempo. Pero, en fin, ni las piedras son eternas.

Empecé a levantar la tapa. Hubiera esperado más resistencia, pero se movió con tanta liviandad como si fuera una pluma.

Bajamos las escaleras con ayuda de la linterna. No parecían dañadas. Cualquiera hubiera dicho que el interior estaba igual que el primer día en el que lo usaron, a pesar de que nunca tuvo mantenimiento: hasta donde yo sabía, todo lo que había adentro estaba ahí porque usarlo era demasiado peligroso para los niños de nuestra edad. Por eso lo habían clausurado luego de recibir una entrega de maquinaria nueva y más segura, pero en otra época –según cuentan los diarios del archivo– había funcionado ahí un campo de concentración. Era el espíritu del único sobreviviente a la tortura, justamente, el que fue confinado en aquella habitación, más allá de que murió bastante tiempo después y por causas naturales.

Veníamos atendiendo a los detalles de cada sitio. Nunca hubiéramos creído que era tan grande el depósito. Siempre que lo mirábamos desde arriba, parecía común y corriente.

En eso estábamos cuando notamos un ruido. Nos acercamos a la parte de donde salía y ahí nos topamos con la sorpresa: como si nada hubiera pasado, el cadáver del anciano se movía frente a nosotros.

Se puso de pie, abrió los ojos y giró la cabeza. Nos quedamos completamente fríos.

El hombre del sótano comenzó a gritar desesperado. La fuerza con la que emitía sus aullidos, deformes, inentendibles, era imposible de medir. Parecían llamas salidas del mismísimo Infierno quemando nuestros oídos, pero fue tal nuestra conmoción, que salimos corriendo de aquel lugar antes siquiera de que el espectro pudiera abrir la boca. Cuando empezó a gritar, ya nos encontrábamos lo suficientemente lejos como para evitar que nos hiciera daño.

Llegamos a la casa de la abuela Rosa con el corazón en la boca. No paraba de latir. Tan intenso era el bombeo, que parecía que se nos salía del pecho, y el ruido que producía era casi tan potente como los gritos de la aparición.

La abuela de Kyara y de Rodrigo salía al patio justo en ese momento. Se detuvo frente a nosotros y nos preguntó, con sorpresa, que hacíamos los tres juntos en ese lugar y por qué la cara de susto.

–¡Abuela, abuela! ¡Ese hombre está… es… es… es… está vivo! Era verdad que existe. No era una mentira. ¡Es cierto; es ciertooo!

No pudimos contenerlo. El terror, el pánico, la desesperación que nos había causado ese demonio con sólo mirarnos –y menos descripción que ésa no le cabía– era digno de la mejor de las películas del género.

La abuela Rosa nos miró preocupada.

–Les dije que ese tipo sí existía. No era una buena idea que fueran a la escuela a comprobarlo. Yo les avisé. Ahora no pueden quejarse.

–¿Pero cómo lo supo, Doña Rosa?– le contesté una vez más. Su actitud, su semblante; todo en ella inquietaba acaso más que la escena que habíamos presenciado pocos minutos atrás.

La anciana caminó hasta la ventana, ya adentro de la casa, y se quedó pensativa.

–Porque él era mi esposo, Matías.

–Pero usted está viva y él murió hace mucho. Además, yo conozco al abuelo de Rodrigo y es una persona joven. Este engendro que salió de quién sabe dónde tenía arrugas por todos lados.

–Tranquilo, Mati. Tranquilo. No hay razón para enojarse. Él fue mi primer esposo y Roberto el segundo.

La abuela Rosa, como si de un ánima también se tratase, comenzó a desvanecerse.

–Siempre trato de cuidarlos, pero ya se los dije: los espíritus venimos a la Tierra con frecuencia. No siempre pueden vernos, pero nosotros a ustedes sí, y lo acaban de comprobar.

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