El génesis

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40 – José Primer Ministro (Génesis 41, 37-57)

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40 – José Primer Ministro
(Génesis 41, 37-57)

Habíamos dejado a José demostrando sus amplios conocimientos macroeconómicos y acto seguido nos lo encontramos de vuelta ejerciendo de lo que realmente a él le gustaba más: de trepa profesional, encaramado a lo más alto de la Administración egipcia, y en unos años, además, en los que no había engorrosos trámites burocráticos, unas elecciones democráticas por ejemplo, que pudieran poner en peligro el chollo de puesto que había sacado José por intercesión del Señor. Aunque bien es cierto que aunque José estaba por encima de casi todo el mundo, Faraón aún mandaba sobre él, y ya hemos visto ejemplos ilustrativos de lo que podría pasarle a José si perdía el favor de Faraón: su cabeza, por no hablar de sus genitales, corrían serio peligro.

En realidad, el peligro sobre los genitales de José se cernió desde un principio, pues vean Ustedes el pedazo de presentación en sociedad que hizo Faraón de su nuevo favorito: «Faraón dijo a José: “Mira, te he puesto al frente de todo el país de Egipto”. Y quitándose el anillo de su dedo, lo puso en el dedo de José; lo hizo vestir con ropas de lino fino y le puso un collar de oro en el cuello. Luego lo hizo subir a la segunda carroza del palacio e iban gritando delante de él: “¡Abran camino!”». Si Faraón no inventó el Día del Orgullo Gay, que venga Yaveh y lo vea.

En cualquier caso, José no solo recibió de Faraón prendas de ropa que ponían en duda nuevamente su sexualidad, sino también una esposa que sirviera de excusa frente a la opinión pública, que respondía al nombre de Asenat, hija de Poti Fera, sacerdote del dios On. Una chica de buena familia que cumplió con creces las complicadas labores que el Destino tenía reservadas para la condición femenina en un país desarrollado como Egipto, pues le dio dos hijos a José, llamados Manasés y Efraim. Como Ustedes comprenderán, a nosotros todos estos datos nos parecen completamente insustanciales, pero si la Biblia los pone, por algo será.

Pero una vez terminados los fastos de su matrimonio con el Dios On (o con Poti Fera, que por cierto casi parece un nombre propio de la Jet Set española), José se puso al trabajo con disciplina calvinista, ordenando que los egipcios hicieran algo que en principio parecía producto de un loco, es decir, un Iluminado por Él: guardar los enormes excedentes de los siete años de bonanza en lugar de tirarlos al río para subir los precios, como se había hecho hasta la fecha.

Cuando llegaron las vacas flacas, la prudencia de José adquirió todo su valor: en todo Egipto no había un puñetero grano de trigo en condiciones, y en una sociedad en la que todos salvo Faraón se alimentaban íntegramente de trigo para que éste disfrutara más en sus fiestas, esto tenía una importancia considerable, pues parece ser que cuando no come la gente, a la larga, muere. Esto produjo gran malestar entre la ciudadanía egipcia, que formó diversos subcomités representativos que finalmente elevaron a Faraón un documento en el que expresaban sus quejas al grito de «o nos das de comer o te cortamos la cabeza y nos la comemos nosotros en lugar de los jodidos pájaros».

Horrorizado ante el volumen de la sedición, Faraón optó por tirar balones fuera y proveer lo necesario para que fuera José el que negociara con los súbditos. Y hete aquí que apareció la proverbial inteligencia de José, quien abrió los graneros repletos de trigo, que procedió a vender a precio de oro a los egipcios. El pueblo estaba salvado, y las fiestas de Faraón y prebendas de José, también.

Pero la sólida formación mercantil de José daba para mucho más, y era tanto el trigo que había acumulado que, iluminado por Él, José decidió vender trigo a los países circundantes, que se morían de hambre al no haber soñado sus gobernantes con las vacas flacas (o al no tener un Enviado del Señor para interpretarles el sueño). José, en consecuencia, inventó la especulación como una más de las muchas cosas que otorgó a la humanidad para su beneficio, e incluso podemos decir que impulsó sobremanera el desarrollo de un capitalismo primitivo que en principio debería haber resultado de común beneficio para todos (ya saben, el misterio del mercado, «a más comercio, más riqueza para todos»).

Sorprendentemente, la famosa «mano invisible» del capitalismo de mercado, que ahora reconocemos gracias a la Biblia como de carácter divino, no trajo consigo como consecuencia inevitable la implantación de un sistema democrático, tal vez porque las relaciones comerciales establecidas entre Egipto y «los aliados», a diferencia de lo que sucede ahora, no eran todo lo ecuánimes que sería deseable: Egipto vendía trigo y a cambio pedía todo lo que le pareciera oportuno, pues la «mano invisible» inició su andadura con el clásico sistema de vergonzante monopolio.

Tanto fue el éxito de José que con el tiempo consiguió que vinieran a comprarle trigo incluso familias acomodadas como la suya, que en principio lo creía muerto hacía años e, ignorantes de lo que había prosperado el chaval, fueron ufanos a Egipto a por comida: «La familia y uno más».

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