El génesis

El génesis


2 – EL jardín del Edén (Génesis 2, 5-25)

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2 – EL jardín del Edén
(Génesis 2, 5-25)

Para que el Hombre y la Mujer tuvieran una existencia acomodada, el Señor hizo gala de todo su poder; ni el más osado promotor inmobiliario en Sotogrande habría soñado jamás con un entorno natural tan idílico como el que Él ideó para los primeros seres humanos. Nada más y nada menos que un Paraíso para ellos solitos, como lo oyen, surcado por cuatro grandes ríos:

El río Pisón recorre la afamada región de Javilá, donde hay oro en cantidades industriales (aún no habían llegado los conquistadores españoles).

El río Guijón recorre la tierra de Cus, y debía ser una porquería de río, porque el Libro no nos dice nada sobre el particular.

El río Tigris, aunque la Biblia no dice nada de nada, debía tener, ya por entonces, miles de pájaros embadurnados en petróleo.

El río Éufrates, finalmente, surcaba las tierras fronterizas con la zona de seguridad marcadas por Él, para evitar la reedición de molestos conflictos entre vecinos.

Entre estos cuatro ríos, el Señor edificó unos bloques adosados verdaderamente cojonudos, con todas las comodidades que podía ofrecer la vida antigua; además, para garantizar el alimento de sus Creados, el Señor hizo crecer toda clase de árboles, incluido el árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, el árbol más famoso de toda la Biblia, un árbol que daba unas orondas manzanas que harían las delicias de cualquier sibarita. Pero ojo, Él dejó bien claro que nunca, nunca debería el Hombre (ni la Mujer) probar los frutos de este árbol, porque, de hacerlo, quedarían sujetos a la Muerte y Él no podría hacer nada. Las consecuencias para la raza humana serían funestas (¿por qué, entonces, El muy ladino les daría la posibilidad de pecar? Yaveh escribe recto con renglones torcidos, lo cual no sabemos qué quiere decir exactamente, quizás «el fin justifica los medios», lo cual no le hace mucho honor a Él, la verdad sea dicha).

Una vez establecidas las reglas del juego, Él le entregó a Adán las llaves del apartamento y se fue, definitivamente, a descansar una larga temporada; habían sido siete días llenos de emociones y trabajo, y Él necesitaba tumbarse un rato a la bartola. Antes de irse, empero, comprobó, según nos dice El Libro, que el Hombre y la Mujer, pese a estar desnudos, no se ruborizaron, algo que, por lo visto, resultará fundamental para la posterior comprensión de la historia (como todo el mundo sabe, las playas nunca se llenan por el temor de la gente a ruborizarse una y otra vez). Pero esta plácida existencia de comedores de fruta tendría un final súbito, por culpa, naturalmente, de la Mujer: «El pecado original».

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