El génesis

El génesis


34 – Dinastía (Génesis 35, 1-29, 36, 1-43)

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34 – Dinastía
(Génesis 35, 1-29, 36, 1-43)

Acabado el relato de la violación de Dina, parece que al Sumo narrador de la historia sagrada le entra cierta desidia y se despacha con dos capítulos de transición a la espera de que lleguemos a la espectacular historia de José.

En el capítulo 35 del Génesis se relata la epopeya vivida por Jacob cuando el Señor, por enésima vez, le exige que vaya a un lugar absurdo para erigirle un altar. Jacob, vistos los beneficios empresariales de hacer caso al Señor, no lo duda un momento, obliga a su prole a deshacerse de las figurillas de falsos y, sobre todo, extranjeros dioses, les quita los anillos de las orejas (por aquel entonces el piercing y similares ya era un signo inequívoco de protesta contra el maligno Sistema) y se va al lugar indicado. Allí levantaron el campamento ante la estupefacción de los lugareños, que veían a una familia enorme en la que a todos, menos a uno (Jacob, claro), les sangraban las orejas. Relata la Biblia que dichos lugareños se asombraron ante la grandeza de Jacob y los suyos, y por eso no les atacaron. Comentario que, en principio, está fuera de lugar, pues, ¿cómo iban los paisanos a atacar a un Elegido por el Señor, visto cómo se las gastaba este Último?

El caso es que Jacob monta el tinglado y decide llamarlo El-Betel (bonito nombre para un motel de carretera), tras lo cual, sin nada más que hacer, vuelve sobre sus pasos y se larga. Pero no se va de vacío: el Señor decide honrarle otorgándole a Jacob un nuevo nombre, Israel.

Un momento… ¿pero esto no había ocurrido ya en nuestro capítulo XXXI? Una de dos: o el redactor de la Biblia (Él) se intertextualizó a sí mismo, o el Señor se empecinó en que Jacob, díscolo, le hiciera caso con lo del cambio de nombre, posiblemente porque Él, siempre previsor, tenía asumido que la fama de Jacob como gran negociante y asaltador de caminos había trascendido a lo largo y ancho de Palestina y era más prudente ocultar su verdadera identidad antes de que otros lugareños menos comprensivos intentasen apiolarlo.

Además, Yaveh hizo saber a Israel la historia de siempre: que sus hijos se iban a multiplicar como las estrellas del firmamento. Y en efecto, poco después de decir estas palabras Raquel tuvo a su último hijo, Benjamín, y murió en el parto. Israel, poco dado a sentimentalismos con lo que no generara beneficios, enterró allí mismo a su amada esposa y volvió a casa.

Una vez allí, la Biblia hace recapitulación y nos recuerda los nombres de los doce hijos (qué machote, ¿eh?) de Israel; para abreviar, les diremos que las cosas se pueden resumir en:

Diez «malos»: Rubén, Simeón, Leví, Judá, Isacar, Zabulón, Dan, Neftalí, Gad y Aser.

Un listo: José.

Y un niño: Benjamín, que como su propio nombre indica era el más pequeño.

Uno de los diez malos, Rubén (el primogénito), se acostó con Bilá (sirvienta de Raquel y madre de Dan y Neftalí, es decir, su madrastra y concubina de Israel). La Biblia cuenta que Israel se enteró del particular pero, al menos en apariencia, no hizo nada al respecto, suponemos que en un pequeño ejercicio de autocrítica.

En fin, que Israel volvió con sus hijos a la hermosa tierra donde también moraban Isaac y Esaú y allí vivieron todos felices. Nos cuentan que Isaac vivió hasta los 160 años (no me extraña, con los asados de cordero que se atizaba cuando ya era mayor) y, a lo largo del capítulo 36 del Génesis, el redactor se gusta relatándonos absolutamente toda la línea genealógica de Esaú, quien a la vista de lo velloso y fornido que era debía ser tan eficaz en la cama como su hermano Israel. Este capítulo no tiene mayor interés más allá de descubrir que de Esaú descienden los edomitas, algo al parecer muy importante, pero después la Biblia ya no nos cuenta nada de los muy so edomitas, comenzando el relato de las apasionantes aventuras de José en Egipto.

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