El génesis

El génesis


Notas (Génesis 48, 1-22; 49, 1-33; 50, 1-26)

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NOTAS
(Génesis 48, 1-22; 49, 1-33; 50, 1-26)

Poco después de solazarse con su hijo José, Jacob se sintió enfermo y decidió llamar a José para bendecir a sus dos hijos, Efraím y Manasés, ¿recuerdan?, los habidos con una mujer «hija de Potifera, sacerdote del Dios On». Este dato se nos revela ahora como fundamental pues quiere decir que José emparentó con una de las pocas personas en Egipto que, tras su llegada, preservó la propiedad de su físico y, aún más, de sus tierras, con lo que José engordó aún más su capital.

Volviendo al asunto que ahora nos ocupa, esta bendición consistió, básicamente, en que Jacob «lo volvió a hacer», volvió a utilizar la bendición paterna como le pareció oportuno, cambiando el sentido prescrito por los usos y costumbres, y así como Jacob engañó en su día a su padre Isaac para recibir la bendición y, por tanto, la herencia, ante el cabreo monumental de José pone por delante a Efraím, el menor, de Manasés, con el —justificado— argumento de que al parecer de Jacob Efraím estaba destinado a un gran futuro (a procrear en los momentos en los que no engordaba su capital a costa de la impiedad de otros, es de suponer), mientras que Manasés era un fracasado que nunca llegaría a nada. Una vez más, la Biblia nos da ejemplo de la divina arbitrariedad del Señor y los Elegidos por Él, arbitrariedad que es aún mayor cuando en el futuro no se haga referencia alguna ni a Efraím ni a Manasés.

Después de bendecir de esta guisa a los hijos de José, Jacob, a punto de espicharla, decidió reunir a todos sus hijos (no a toda la familia, pues 66 personas difícilmente habrían cabido en la estancia de Jacob, por muy opulenta que ésta fuera) a su vera para, en un bonito poema épico de verso libre, explicarles lo que les deparaba el futuro. Básicamente:

Rubén, el mayor, pese a ser «el primer fruto de mi virilidad», nunca llegaría a nada (recuerden que Rubén era «el bueno» que impediría en su día que sus hermanos asesinaran a José).

Simeón y Leví eran un par de asesinos siniestros a los que Jacob no quería ver ni en pintura y maldecía reiteradamente.

Judá, sin embargo, se convertía en el auténtico favorito de papá en las bendiciones, pues era un auténtico «cachorro de león», tan machote que «El cetro no será arrebatado de Judá ni el bastón de mando de entre sus piernas hasta que venga aquél a quien le pertenece». Recuerden que Judá fue a) quien insistió en, ya puestos, sacar unos durillos vendiendo a José como esclavo; y b) quien obligó a su hijo Onán a yacer con su cuñada y años después fue él mismo el que yacería con su nuera y, comido por los remordimientos, la mandó matar en la hoguera.

Zebulón, Dan, Gad, Aser, Isacar y Neftalí pasan por las bendiciones de Jacob, al igual que por la Biblia, sin pena ni gloria. Destacamos que Isacar, según Jacob, «pasará a ser esclavo» y Neftalí «es una cierva suelta que tiene cervatillos hermosos», lo cual, a buen seguro, habría que corroborar echándole un vistazo al tal Neftalí, pero ante la imposibilidad de tal comprobación, habremos de fiarnos de la Biblia e imaginarnos a Neftalí correteando por ahí en plan Bambi o, mejor dicho, madre de Bambi.

José y Benjamín, finalmente y para ahorrarles peroratas sin sentido, son cojonudos, como por otro lado no ha dejado de hacer constar la Historia Sagrada desde que ambos aparecen en la misma. Coincidimos con el diagnóstico de Jacob en lo concerniente a José, único para desenvolverse en la sociedad paleocapitalista del mundo antiguo, y nos reservamos la opinión en lo que respecta a Benjamín, pese a que todo el mundo parecía quererlo mucho sin que él hiciera nada en absoluto para hacerse acreedor de tal adoración; Benjamín, sin duda, es el primer antecesor del hijo moderno, recibiendo siempre más ración de comida y vestimentas que los demás, sin hacer nada de nada en casa ni fuera de ella y, por supuesto, sin marcharse jamás.

Todo este tenebroso asunto de las bendiciones obedecía, por lo visto, al propósito de dejar bien patente la capacidad predictiva de la Palabra de Dios, pues Jacob no se refería tanto a sus doce hijos como a las tribus de Israel (es decir, Jacob) que cada uno de ellos engendraría en Egipto, demostrando así, por cierto, que lo de procrear iba muy en serio. Por eso Jacob se detiene en relatar las virtudes de Judá, de cuya estirpe nacería el Rey David y, centurias después, el propio Hijo de Dios, Jesucristo, como algún día relataremos en esta apasionante Historia Sagrada. Sin embargo, que Jacob, llevado de no se sabe muy bien qué alumbramiento místico, se pusiera a hablar de tribus que aún no habían sido procreadas, no debió sentar muy bien a sus hijos. Pónganse en el lugar de Leví, Simeón o, por qué no decirlo, Neftalí. ¿Cómo habrían reaccionado? Ellos, suponemos que a la espera de que Jacob se dejase de juicios morales superprofundos y pasara al reparto de la herencia, optaron sabiamente por callarse.

Pero Jacob muere a continuación sin soltar prenda y José, esta vez justificadamente, se echa a llorar desconsolado, pues en aquella época aún no estaba nada claro que los muertos pasaran al reino de los cielos con el Señor, y claro, la perspectiva de perder con la Muerte todo lo amasado a lo largo de toda una vida de duro esfuerzo con la única ayuda del Señor no debía ser muy halagüeña. José cumple como un señor la promesa que le hizo a su padre de enterrarlo en la tierra de sus antepasados y se va con una lujosa comitiva a la cueva en la que ya estaban Abraham e Isaac para que los restos de Jacob descansaran en paz. A continuación, vuelve a Egipto para seguir procreando y viendo cómo sus hijos procreaban. A su vuelta, sus hermanos, temerosos de que a la muerte de Jacob José decidiera tomar cumplida venganza por lo de la venta como esclavo, se echan a sus pies y le piden clemencia. Jose ¿lo adivinan? se echó a llorar como un mariquita de los que ya no se encuentran y les dijo que no, que tranquilos, que él ya les había perdonado por sus maldades y que a su lado todos se enriquecerían, pues a fin de cuentas para algo habían venido a Egipto. Y a continuación… ¡los mandó asesinar a todos y compartió lecho con Benjamín! (Desgraciadamente, esto es pura invención literaria, pero no me digan que no quedaría bien y coherente con el resto del Génesis).

José vivió feliz y murió a la edad, ridícula para la época, de 110 años. Todo sonreía al pueblo Elegido, pero las cosas no siempre iban a ser así. Véanlo todos Ustedes cuando pasemos al segundo Libro del Libro de Libros, el Éxodo, próximamente en sus pantallas.

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