El guardián entre el centeno

El guardián entre el centeno


Capítulo 4

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Capítulo 4

Como no tenía nada que hacer me fui a los lavabos con él y, para matar el tiempo, me puse a darle conversación mientras se afeitaba. Estábamos solos porque todos los demás seguían en el campo de fútbol. El calor era infernal y los cristales de las ventanas estaban cubiertos de vaho. Había como diez lavabos, todos en fila contra la pared. Stradlater se había instalado en el de en medio y yo me senté en el de al lado y me puse a abrir y cerrar el grifo del agua fría, un tic nervioso que tengo. Stradlater se puso a silbar Song of India mientras se afeitaba. Tenía un silbido de esos que le atraviesan a uno el tímpano. Desafinaba muchísimo y, para colmo, siempre elegía canciones como Song of India o Slaughter on Tenth Avenue que ya son difíciles de por sí hasta para los que saben silbar. El tío era capaz de asesinar lo que le echaran.

¿Se acuerdan de que les dije que Ackley era un marrano en eso del aseo personal? Pues Stradlater también lo era, pero de un modo distinto. Él era un marrano en secreto. Parecía limpio, pero había que ver, por ejemplo, la maquinilla con que se afeitaba. Estaba toda oxidada y llena de espuma, de pelos y de porquería. Nunca la limpiaba. Cuando acababa de arreglarse daba el pego, pero los que le conocíamos bien sabíamos que ocultamente era un guarro. Si se cuidaba tanto de su aspecto era porque estaba locamente enamorado de sí mismo. Se creía el tío más maravilloso del hemisferio occidental. La verdad es que era guapo, eso tengo que reconocerlo, pero era un guapo de esos que cuando tus padres lo ven en el catálogo del colegio enseguida preguntan: —¿Quién es ese chico?—. Vamos, que era el tipo de guapo de calendario. En Pencey había un montón de tíos que a mí me parecían mucho más guapos que él, pero que luego, cuando los veías en fotografía, siempre parecía que tenían orejas de soplillo o una nariz enorme. Eso me ha pasado un montón de veces.

Pero, como decía, me senté en el lavabo y me puse a abrir y cerrar el grifo. Todavía llevaba puesta la gorra de caza roja con la visera echada para atrás y todo. Me chiflaba aquella gorra.

—Oye —dijo Stradlater—, ¿quieres hacerme un gran favor?

—¿Cuál? —le dije sin excesivo entusiasmo. Siempre estaba pidiendo favores a todo el mundo. Todos esos tíos que se creen muy guapos o muy importantes son iguales. Como se consideran el no va más, piensan que todos les admiramos muchísimo y que nos morimos por hacer algo por ellos. En cierto modo tiene gracia.

—¿Sales esta noche? —me dijo.

—Puede. No lo sé. ¿Por qué?

—Tengo que leer unas cien páginas del libro de historia para el lunes —dijo—. ¿Podrías escribirme una composición para la clase de lengua? Si no la presento el lunes, me la cargo. Por eso te lo digo. ¿Me la haces?

La cosa tenía gracia, de verdad.

—Resulta que a quien echan es a mí y encima tengo que escribirte una composición.

—Ya lo sé. Pero es que si no la entrego, me las voy a ver moradas. Échame una mano, anda. Échame una manita, ¿eh?

Tardé un poco en contestarle. A ese tipo de cabrones les conviene un poco de suspense.

—¿Sobre qué? —le dije.

—Lo mismo da con tal de que sea descripción. Sobre una habitación, o una casa, o un pueblo donde hayas vivido. No importa. El caso es que describas como loco.

Mientras lo decía soltó un bostezo tremendo. Eso sí que me saca de quicio. Que encima que te están pidiendo un favor, bostecen.

—Pero no la hagas demasiado bien —dijo—. Ese hijoputa de Hartzell te considera un genio en composición y sabe que somos compañeros de cuarto. Así que ya sabes, no pongas todos los puntos y comas en su sitio.

Otra cosa que me pone negro. Que se te dé bien escribir y que te salga un tío hablando de puntos y comas. Y Stradlater lo hacía siempre. Lo que pasaba es que quería que uno creyera que si escribía unas composiciones horribles era porque no sabía dónde poner las comas. En eso se parecía un poco a Ackley. Una vez fui con él a un partido de baloncesto. Teníamos en el equipo a un tío fenomenal, Howie Coyle, que era capaz de encestar desde el centro del campo y sin que la pelota tocara la madera siquiera. Pues Ackley se pasó todo el tiempo diciendo que Coyle tenía una constitución perfecta para el baloncesto. ¡Jo! ¡Cómo me fastidian esas cosas!

Al rato de estar sentado empecé a aburrirme. Me levanté, me alejé unos pasos y me puse a bailar claqué para pasar el rato. Lo hacía sólo por divertirme un poco. No tengo ni idea de claqué, pero en los lavabos había un suelo de piedra que ni pintado para eso, así que me puse a imitar a uno de esos que salen en las películas musicales. Odio el cine con verdadera pasión, pero me encanta imitar a los artistas. Stradlater me miraba a través del espejo mientras se afeitaba y yo lo único que necesito es público. Soy un exhibicionista nato.

—Soy el hijo del gobernador —le dije mientras zapateaba como un loco por todo el cuarto—. Mi padre no quiere que me dedique a bailar. Quiere que vaya a Oxford. Pero yo llevo el baile en la sangre.

Stradlater se rió. Tenía un sentido del humor bastante pasable.

—Es la noche del estreno de la Revista Ziegfeld —me estaba quedando casi sin aliento. No podía ni respirar—. El primer bailarín no puede salir a escena. Tiene una curda monumental. ¿A quién llaman para reemplazarle? A mí. Al hijo del gobernador.

—¿De dónde has sacado eso? —dijo Stradlater. Se refería a mi gorra de caza. Hasta entonces no se había dado cuenta de que la llevaba.

Como ya no podía respirar, decidí dejar de hacer el indio. Me quité la gorra y la miré por milésima vez.

—Me la he comprado esta mañana en Nueva York por un dólar. ¿Te gusta?

Stradlater afirmó con la cabeza.

—Está muy bien.

Lo dijo sólo por darme coba porque a renglón seguido me preguntó:

—¿Vas a hacerme esa composición o no? Tengo que saberlo.

—Si me sobra tiempo te la haré. Si no, no.

Me acerqué y volví a sentarme en el lavabo.

—¿Con quién sales hoy? ¿Con la Fitzgerald?

—¡No fastidies! Ya te he dicho que he roto con esa cerda.

—¿Ah, sí? Pues pásamela, hombre. En serio. Es mi tipo.

—Puedes quedártela, pero es muy mayor para ti.

De pronto y sin ningún motivo, excepto que tenía ganas de hacer el ganso, se me ocurrió saltar del lavabo y hacerle a Stradlater un medio-nelson, una llave de lucha libre que consiste en agarrar al otro tío por el cuello con un brazo y apretar hasta asfixiarle si te da la gana. Así que lo hice. Me lancé sobre él como una pantera.

—¡No jorobes, Holden! —dijo Stradlater. No tenía ganas de bromas porque estaba afeitándose—. ¿Quieres que me corte la cabeza, o qué?

Pero no le solté. Le tenía bien agarrado.

—¿A que no te libras de mi brazo de hierro? —le dije.

—¡Mira que eres pesado!

Dejó la máquina de afeitar. De pronto levantó los brazos y me obligó a soltarle. Tenía muchísima fuerza y yo soy la mar de débil.

—¡A ver si dejas ya de jorobar! —dijo.

Empezó a afeitarse otra vez. Siempre lo hacía dos veces para estar guapísimo. Y con la misma cuchilla asquerosa.

—Y si no has salido con la Fitzgerald, ¿con quién entonces? —le pregunté. Había vuelto a sentarme en el lavabo—. ¿Con Phyllis Smith?

—No, iba a salir con ella, pero se complicaron las cosas. Ha venido la compañera de cuarto de Bud Thaw. ¡Ah! ¡Se me olvidaba! Te conoce.

—¿Quién? —pregunté.

—Esa chica.

—¿Sí? —le dije—. ¿Cómo se llama?

Aquello me interesaba muchísimo.

—Espera. ¡Ah, sí! Jean Gallaher.

¡Atiza! Cuando lo oí por poco me desmayo.

—¡Jane Gallaher! —le dije. Hasta me levanté del lavabo. No me morí de milagro—. ¡Claro que la conozco! Vivía muy cerca de la casa donde pasamos el verano el año antepasado. Tenía un dóberman Pinscher. Por eso la conocí. El perro venía todo el tiempo a nuestra…

—Me estás tapando la luz, Holden —dijo Stradlater—. ¿Tienes que ponerte precisamente ahí?

¡Jo! ¡Qué nervioso me había puesto! De verdad.

—¿Dónde está? —le pregunté—. Debería bajar a decirle hola. ¿Está en el anejo?

—Sí.

—¿Cómo es que habéis hablado de mí? ¿Va a B. M. ahora? Me dijo que iba a ir o allí o a Shipley. Creí que al final había decidido ir a Shipley. Pero ¿cómo es que habéis hablado de mí?

Estaba excitadísimo, de verdad.

—No lo sé. Levántate, ¿quieres? Te has sentado encima de mi toalla —me había sentado en su toalla.

¡Jane Gallaher! ¡No podía creerlo! ¡Quién lo iba a decir! Stradlater se estaba poniendo Vitalis en el pelo. Mi Vitalis.

—Sabe bailar muy bien —le dije—. Baila ballet. Practicaba siempre dos horas al día aunque hiciera un calor horroroso. Tenía mucho miedo de que se le estropearan las piernas con eso, vamos, de que se le pusieran gordas. Jugábamos a las damas todo el tiempo.

—¿A qué?

—A las damas.

—¿A las damas? ¡No fastidies!

—Sí. Ella nunca las movía. Cuando tenía una dama nunca la movía. La dejaba en la fila de atrás. Le gustaba verlas así, todas alineadas. No las movía.

Stradlater no dijo nada. Esas cosas nunca le interesan a casi nadie.

—Su madre era socia del mismo club que nosotros. Yo recogía las pelotas de vez en cuando para ganarme unas perras. Un par de veces me tocó con ella. No le daba a la bola ni por casualidad.

Stradlater ni siquiera me escuchaba. Se estaba peinando sus maravillosos bucles.

—Voy a bajar a decirle hola.

—Anda sí, ve. Bajaré dentro de un momento.

Volvió a hacerse la raya. Tardaba en peinarse como media hora.

—Sus padres estaban divorciados y su madre se había casado por segunda vez con un tío que bebía de lo lindo. Un hombre muy flaco con unas piernas todas peludas. Me acuerdo estupendamente. Llevaba shorts todo el tiempo. Jane me dijo que escribía para el teatro o algo así, pero yo siempre le veía bebiendo y escuchando todos los programas de misterio que daban por la radio. Y se paseaba en pelota por toda la casa. Delante de Jane y todo.

—¿Sí? —dijo Stradlater. Aquello sí que le interesó. Lo del borracho que se paseaba desnudo por delante de Jane. Todo lo que tuviera que ver con el sexo, le encantaba al muy hijoputa.

—Ha tenido una infancia terrible. De verdad.

Pero eso a Stradlater ya no le interesaba. Lo que le gustaba era lo otro.

—¡Jane Gallaher! ¡Qué gracia! —no podía dejar de pensar en ella—. Tengo que bajar a saludarla.

—¿Por qué no vas de una vez en vez de dar tanto la lata? —dijo Stradlater.

Me acerqué a la ventana pero no pude ver nada porque estaba toda empañada.

—En este momento no tengo ganas —le dije. Y era verdad. Hay que estar en vena para esas cosas—. Creí que estudiaba en Shipley. Lo hubiera jurado.

Me paseé un rato por los lavabos. No tenía otra cosa que hacer.

—¿Le ha gustado el partido? —dije.

—Sí. Supongo que sí. No lo sé.

—¿Te ha dicho que jugábamos a las damas todo el tiempo?

—Yo qué sé. ¡Y no jorobes más, por Dios! Sólo acabo de conocerla.

Había terminado de peinarse su hermosa mata de pelo y estaba guardando todas sus marranadas en el neceser.

—Oye, dale recuerdos míos, ¿quieres?

—Bueno —dijo Stradlater, pero me quedé convencido de que no lo haría. Esos tíos nunca dan recuerdos a nadie. Se fue, y yo aún seguí un rato en los lavabos pensando en Jane. Luego volví también a la habitación.

—Oye —le dije—, no le digas que me han echado, ¿eh?

—Bueno.

Eso era lo que me gustaba de Stradlater. Nunca tenía uno que darle cientos de explicaciones como había que hacer con Ackley. Supongo que en el fondo era porque le importaba un pito. Se puso mi chaqueta de pata de gallo.

—No me la estires por todas partes —le dije. Sólo me la había puesto dos veces.

—No. ¿Dónde habré dejado mis cigarrillos?

—Están en el escritorio —le dije. Nunca se acordaba de dónde ponía nada—. Debajo de la bufanda.

Los cogió y se los metió en el bolsillo de la chaqueta. De mi chaqueta.

Me puse la visera de la gorra hacia delante para variar. De repente me entraron unos nervios horrorosos. Soy un tipo muy nervioso.

—Oye, ¿adónde vais a ir? ¿Lo sabes ya? —le pregunté.

—No. Si nos da tiempo iremos a Nueva York. Pero no creo. No ha pedido permiso más que hasta las nueve y media.

No me gustó el tono en que lo dijo y le contesté:

—Será porque no sabía lo guapo y lo fascinante que eres. Si lo hubiera sabido habría pedido permiso hasta las nueve y media de la mañana.

—Desde luego —dijo Stradlater.

No había forma de hacerle enfadar. Se lo tenía demasiado creído.

—Ahora en serio. Escríbeme esa composición —dijo.

Se había puesto el abrigo y estaba a punto de salir.

—No hace falta que te mates. Pero eso sí, ya sabes, que sea de muchísima descripción, ¿eh?

No le contesté. No tenía ganas. Sólo le dije:

—Pregúntale si sigue dejando todas las damas en la línea de atrás.

—Bueno —dijo Stradlater, pero estaba seguro de que no se lo iba a preguntar—. ¡Que te diviertas! —dijo. Y luego salió dando un portazo.

Cuando se fue, me quedé sentado en el sillón como media hora. Quiero decir sólo sentado, sin hacer nada más, excepto pensar en Jane y en que había salido con Stradlater. Me puse tan nervioso que por poco me vuelvo loco. Ya les he dicho lo obsesionado que estaba Stradlater con eso del sexo.

De pronto Ackley se coló en mi habitación a través de la ducha, como hacía siempre. Por una vez me alegré de verle. Así dejaba de pensar en otras cosas. Se quedó allí hasta la hora de cenar hablando de todos los tíos de Pencey a quienes odiaba a muerte y reventándose un grano muy gordo que tenía en la barbilla. Ni siquiera sacó el pañuelo para hacerlo. Yo creo que el muy cabrón ni siquiera tenía pañuelos. Yo nunca le vi ninguno.

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