El guardián entre el centeno

El guardián entre el centeno


Capítulo 15

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Capítulo 15

No debí dormir mucho porque eran como las diez cuando me desperté. En cuanto me fumé un cigarrillo sentí hambre. No había tomado nada desde las hamburguesas que había comido con Brossard y con Ackley cuando fuimos a Agerstown para ir al cine. Y desde entonces había pasado mucho tiempo. Como cincuenta años. Había un teléfono en la mesilla y estuve a punto de llamar para que me subieran el desayuno, pero de pronto se me ocurrió que a lo mejor me lo mandaban con el tal Maurice. Como no me seducía la idea de verle de nuevo, me quedé en la cama un rato más y fumé otro cigarrillo. Pensé en llamar a Jane para ver si estaba ya en casa, pero no me encontraba muy en vena.

Lo que hice en cambio fue llamar a Sally Hayes. Sabía que estaba de vacaciones porque iba al colegio Mary Woodruff y porque me lo había dicho en una carta. No es que me volviera loco, pero la conocía hacía años. Antes yo era tan tonto que la consideraba inteligente porque sabía bastante de literatura y de teatro, y cuando alguien sabe de esas cosas cuesta mucho trabajo llegar a averiguar si es estúpido o no. En el caso de Sally me llevó años enteros darme cuenta de que lo era. Creo que lo hubiera sabido mucho antes si no hubiéramos pasado tanto tiempo besándonos y metiéndonos mano. Lo malo que yo tengo es que siempre tengo que pensar que la chica a la que estoy besando es inteligente. Ya sé que no tiene nada que ver una cosa con otra, pero no puedo evitarlo. No hay manera.

Pero como les iba diciendo, al final me decidí a llamarla. Primero contestó la criada. Luego su padre. Al final se puso ella.

—¿Sally? —le dije.

—Sí. ¿Quién es? —preguntó. ¡Qué falsa era la tía! Sabía perfectamente que era yo porque acababa de decírselo su padre.

—Holden Caulfield. ¿Cómo estás?

—Hola, Holden. Muy bien, ¿y tú?

—Bien también. Pero, dime, ¿cómo te va? ¿Qué tal por el colegio?

—Muy bien —me dijo—. Como siempre, ya sabes…

—Estupendo. Oye, ¿tienes algo que hacer hoy? Es domingo, pero siempre habrá alguna función de teatro por la tarde. De esas benéficas, ya sabes. ¿Te gustaría que fuéramos?

—Muchísimo. Es una idea encantadora.

Encantadora. Si hay una palabra que odio, es ésa. Suena de lo más hipócrita. Se me pasó por la cabeza decirle que se olvidara del asunto, pero seguimos hablando un poco. Mejor dicho, siguió hablando ella. No había forma de encajar una palabra ni de canto. Primero me habló de un tipo de Harvard que, según ella, no la dejaba ni a sol ni a sombra. Seguro que era del primer curso, pero eso se lo calló, claro. Me dijo que la llamaba día y noche. ¡Día y noche! ¡Menuda cursilería! Luego me habló de otro, un cadete de West Point, que también estaba loco por ella. ¡El rollazo que me dio! Le dije que estaría debajo del reloj del Biltmore a las dos en punto y que no llegara tarde porque la función empezaría seguramente a las dos y media. Siempre llegaba con una hora de retraso. Luego colgué. La tal Sally me daba cien patadas pero había que reconocer que era muy guapa.

Después de hablar por teléfono, me levanté, me vestí y cerré la maleta. Antes de salir miré por la ventana a ver qué hacían los pervertidos, pero tenían todas las persianas echadas. Se ve que durante el día les daba por lo decente. Luego bajé al vestíbulo en ascensor y pagué la cuenta. El Maurice de marras había desaparecido el muy cerdo. Naturalmente tampoco me maté a buscarle.

Al salir del hotel cogí un taxi, aunque no tenía ni la más remota idea de adónde ir. La verdad es que no sabía qué hacer. Era domingo y no podía volver a casa hasta el miércoles, o, por lo menos, hasta el martes. No tenía ninguna gana de meterme en otro hotel a que me machacaran los sesos, así que le dije al taxista que me llevara a la estación Grand Central, que estaba muy cerca del Biltmore, donde había quedado con Sally. Pensé que lo mejor sería dejar las maletas en la consigna y después ir a desayunar. Estaba hambriento. En el taxi saqué la cartera y conté el dinero que me quedaba. No recuerdo cuánto era exactamente, pero, desde luego, no una fortuna. En dos semanas me había gastado un dineral. De verdad. Soy un manirroto horrible. Y lo que no gasto, lo pierdo. Muchísimas veces hasta me olvido de recoger el cambio en los restaurantes, y en las salas de fiestas, y sitios así. A mis padres les saca de quicio y con razón. Pero papá tiene mucho dinero. No sé cuánto gana —nunca me lo ha dicho—, pero me imagino que mucho. Es abogado de empresa y los tíos que se dedican a eso se forran. Además, debe tener bastante pasta porque siempre está interviniendo en obras de teatro de Broadway. Todas acaban en unos fracasos horribles y mi madre se lleva unos disgustos de miedo. Desde que murió Allie no anda muy bien de salud. Está siempre muy nerviosa. Por eso me preocupaba que me hubieran echado otra vez.

Después de dejar las maletas en la estación, entré en un bar a desayunar. En comparación con lo que suelo tomar por las mañanas, aquel día comí muchísimo: zumo de naranja, huevos con jamón, tostada y café. Por lo general sólo tomo un zumo. Como muy poco. De verdad. Por eso estoy tan delgado. El médico me había dicho que tenía que hacer un régimen especial de mucho carbohidrato y porquerías de esas para engordar, pero yo nunca le hacía caso. Cuando no como en casa, generalmente tomo a mediodía un sándwich de queso y un batido. No es mucho, ya sé, pero el batido tiene un montón de vitaminas. H. V. Caulfield, así deberían llamarme. Holden Vitaminas Caulfield.

Mientras me comía los huevos, entraron dos monjas y se sentaron en la barra a mi lado. Supongo que se mudaban de un convento a otro y estaban esperando el tren. No sabían dónde dejar sus maletas que eran de esas baratas como de cartón. Ya sé que no hay que dar importancia a esas cosas, pero no aguanto las maletas baratas. Reconozco que es horrible, pero puedo llegar a odiar a una persona sólo porque lleve una maleta de ésas. Una vez, cuando estaba en Elkton Hills, tuve por compañero de cuarto una temporada a un tal Dick Slagle. Tenía unas maletas horribles y las escondía debajo de la cama en vez de ponerlas encima de la red para que nadie las comparara con las mías. Aquello me deprimía tanto que hubiera preferido tirar mis maletas o hasta cambiarlas por las suyas. Me las había comprado mi madre en Mark Cross; eran de piel auténtica y supongo que le habían costado una fortuna. Pero la cosa tuvo gracia. No se imaginan lo que ocurrió. Un día las metí debajo de la cama para que no le dieran a Slagle complejo de inferioridad. Pues verán lo que hizo él. Al día siguiente las sacó y volvió a ponerlas en la red. Al final caí en la cuenta de que lo había hecho para que todos creyeran que eran las suyas. De verdad. Para todo ese tipo de cosas Slagle era un tipo rarísimo. Por ejemplo, siempre se estaba metiendo conmigo y diciéndome que tenía unas maletas muy burguesas. Ésa era su palabra favorita. Se ve que la había oído o leído en algún sitio. Todo lo que yo tenía era burgués. Hasta la pluma estilográfica. Me la pedía prestada todo el tiempo, pero decía que era burguesa. Sólo fuimos compañeros de cuarto dos meses. Los dos pedimos que nos cambiaran. Y lo más gracioso es que cuando lo hicieron me arrepentí, porque Slagle tenía un sentido del humor estupendo y a veces lo pasábamos muy bien. Y no me sorprendería saber que él también me echó de menos. Al principio cuando me llamaba burgués y todas esas cosas se notaba que lo decía en broma y no me molestaba. Hasta lo encontraba gracioso. Pero después me di cuenta de que empezaba a decirlo en serio. Lo cierto es que resulta muy difícil compartir la habitación con un tío que tiene unas maletas mucho peores que las tuyas. Lo natural sería que a una persona inteligente y con sentido del humor le importaran un rábano ese tipo de cosas, pero resulta que no es así. Resulta que sí importa. Por eso prefería compartir el cuarto con un cabrón como Stradlater que al menos tenía unas maletas tan caras como las mías.

Pero, como les iba diciendo, las dos monjas se sentaron a desayunar en la barra y charlamos un rato. Llevaban unas cestas de paja como las que sacan en Navidad las mujeres del Ejército de Salvación cuando se ponen a pedir dinero por las esquinas y delante de los grandes almacenes, sobre todo por la Quinta Avenida. A la que estaba al lado mío se le cayó la cesta al suelo y yo me agaché a recogérsela. Le pregunté si iban pidiendo para los pobres o algo así. Me dijo que no, que es que no les habían cabido en la maleta cuando hicieron el equipaje y por eso tenían que llevarlas en la mano. Cuando te miraba sonreía con una expresión muy simpática. Tenía una nariz muy grande y llevaba unas gafas de esas con montura de metal que no favorecen nada, pero parecía la mar de amable.

—Se lo decía porque si estaban haciendo una colecta —le dije—, iba a hacer una pequeña contribución. Si quiere le doy el dinero y usted lo guarda hasta que lo necesiten.

—¡Qué amable es usted! —me dijo. La otra, su amiga, me miró. Leía un librito negro mientras se tomaba el café. Por las pastas parecía una Biblia, pero era más delgadito. Desde luego, debía ser un libro religioso. No tomaban más que un café y una tostada. Eso me deprimió muchísimo. No puedo comerme un par de huevos con jamón cuando a mi lado hay una persona que no puede tomar más que un café y una tostada. No querían aceptar los diez dólares que les di. Me preguntaron si estaba seguro de que podía deshacerme de tanto dinero. Les dije que llevaba muchísimo encima, pero me parece que no me creyeron. Al final lo cogieron. Me dieron las gracias tantas veces que me dio vergüenza. Para cambiar de conversación les pregunté adónde iban. Me dijeron que eran maestras, que acababan de llegar de Chicago y que iban a enseñar en un convento de la Calle 168 ó 186, no sé, una calle de esas que están en el quinto infierno. La que se había sentado a mi lado, la de las gafas de montura de metal, me dijo que ella daba Literatura y su amiga Historia. De pronto, como un imbécil que soy, se me ocurrió qué pensaría siendo monja de algunos de los libros que tendrían que leer en clase. No precisamente verdes, pero sí de esos que son de amor y de cosas de ésas. Me pregunté qué pensaría de Eustacia Vye, por ejemplo, la protagonista de El regreso del emigrante, de Thomas Hardy. No es que fuera un libro muy fuerte, pero sentí curiosidad por saber qué le parecería a una monja Eustacia Vye. Claro, no se lo pregunté. Sólo les dije que la literatura era lo que se me daba mejor.

—¿De verdad? ¡Cuánto me alegro! —dijo la de las gafas—. ¿Y qué han leído este curso? Me interesa mucho saberlo.

La verdad es que era muy simpática.

—Pues verá, hemos pasado casi todo el semestre con literatura medieval, Beowulf, y Grendel, y Lord Randal… todas esas cosas. Pero fuera de clase teníamos que leer otros libros para mejorar la nota. Yo he leído, por ejemplo, El regreso del emigrante, de Thomas Hardy, y Romeo y Julieta, y…

¡Romeo y Julieta! ¡Qué bonito! ¿Verdad que es precioso? —la verdad es que no parecía una monja.

—Sí, claro. Me gustó muchísimo. Algunas cosas no me convencieron del todo, pero en general me emocionó mucho.

—¿Qué es lo que no le gustó? ¿Se acuerda?

La verdad es que me daba un poco de vergüenza hablar de Romeo y Julieta con ella. Hay partes en que la obra se pone un poco verde y, después de todo, era una monja, pero en fin, al fin y al cabo la que lo había preguntado era ella, así que hablamos de eso un rato.

—Verá, los que no me acaban de gustar son Romeo y Julieta —le dije—, bueno, me gustan, pero no sé… A veces se ponen un poco pesados. Me da mucha más pena cuando matan a Mercucio que cuando los matan a ellos. La verdad es que Romeo empezó a caerme mal desde que mata a Mercucio ese otro hombre, el primo de Julieta, ¿cómo se llama?

—Tibaldo.

—Eso, Tibaldo —siempre se me olvida ese nombre—. Se muere por culpa de Romeo. Mercucio es el que me cae mejor de toda la obra. No sé, todos esos Montescos y Capuletos son buena gente, sobre todo Julieta, pero Mercucio… no sé cómo explicárselo… Es listísimo y además muy gracioso. La verdad es que siempre me revienta que maten a alguien por culpa de otra persona, sobre todo cuando ese alguien es tan listo como él. Ya sé que también mueren al final Romeo y Julieta, pero en su caso fue por culpa suya. Sabían muy bien lo que se hacían.

—¿A qué colegio va? —me preguntó. Probablemente quería cambiar de tema.

Le contesté que a Pencey y me dijo que había oído hablar de él y que decían que era muy bueno. Yo lo dejé correr. De pronto, la otra, la que daba Historia, le dijo que tenían que darse prisa. Cogí el ticket para invitarlas, pero no me dejaron. La de las gafas me obligó a devolvérselo.

—Ha sido muy generoso con nosotras —me dijo—. Es usted muy amable.

Era una mujer simpatiquísima. Me recordaba un poco a la madre de Ernest Morrow, la que conocí en el tren. Sobre todo cuando sonreía.

—Hemos pasado un rato muy agradable —me dijo.

Le contesté que yo también lo había pasado muy bien y era verdad. Y lo habría pasado mucho mejor si no me hubiera estado temiendo todo el rato que de pronto me preguntaran si era católico. Los católicos siempre quieren enterarse de si los demás lo son también o no. A mí me lo preguntan todo el tiempo porque mi apellido es irlandés, y la mayoría de los americanos de origen irlandés son católicos. La verdad es que mi padre lo fue hasta que se casó con mi madre. Pero hay gente que te lo pregunta aunque no sepa siquiera cómo te llamas. Cuando estaba en el Colegio Whooton conocí a un chico que se llamaba Louis Gorman. Fue el primero con quien hablé allí. Estábamos sentados uno junto al otro en la puerta de la enfermería esperando para el reconocimiento médico y nos pusimos a hablar de tenis. Nos gustaba muchísimo a los dos. Me dijo que todos los veranos iba a ver los campeonatos nacionales de Forest Hills. Como yo también los veía siempre, nos pasamos un buen rato hablando de jugadores famosos. Para la edad que tenía sabía mucho de tenis. De pronto, en medio de la conversación, me preguntó:

—¿Sabes por casualidad dónde está la iglesia católica de este pueblo?

Por el tono de la pregunta se le notaba que lo que quería era averiguar si yo era católico o no. De verdad. No es que fuera un fanático ni nada, pero quería saberlo. Lo estaba pasando muy bien hablando de tenis, pero se le notaba que lo habría pasado mucho mejor si yo hubiera sido de la misma religión que él. Todo eso me fastidia muchísimo. Y no es que la pregunta acabara con la conversación, claro que no, pero tampoco contribuyó a animarla, desde luego. Por eso me alegré de que aquellas dos monjas no me hicieran lo mismo. No habría pasado nada, pero probablemente hubiera sido distinto. No crean que critico a los católicos. Estoy casi seguro de que si yo lo fuera haría exactamente lo mismo. En cierto modo, es como lo que les decía antes sobre las maletas baratas. Todo lo que quiero decir es que la pregunta de aquel chico no contribuyó precisamente a animar la charla. Y nada más.

Cuando las dos monjas se levantaron, hice una cosa muy estúpida que luego me dio mucha vergüenza. Como estaba fumando, cuando me despedí de ellas me hice un lío y les eché todo el humo en la cara. No fue a propósito, claro, pero el caso es que lo hice. Me disculpé muchas veces y ellas estuvieron simpatiquísimas, pero aun así no saben la vergüenza que pasé.

Cuando se fueron me dio pena no haberles dado más que diez dólares, pero había quedado en llevar a Sally al teatro y aún tenía que sacar las entradas y todo. De todos modos lo sentí. ¡Maldito dinero! Siempre acaba amargándole a uno la vida.

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