El guardián entre el centeno

El guardián entre el centeno


Capítulo 16

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Capítulo 16

Cuando terminé de desayunar eran sólo las doce. Como no había quedado con Sally hasta las dos, me fui a dar un paseo. No se me iban de la cabeza aquellas dos monjas. No podía dejar de pensar en aquella cesta tan vieja con la que iban pidiendo por las calles cuando no estaban enseñando. Traté de imaginar a mi madre, o a mi tía, o a la madre de Sally Hayes —que está completamente loca— recogiendo dinero para los pobres a la puerta de unos grandes almacenes con una de aquellas cestas. Era casi imposible imaginárselo. Mi madre no tanto, pero lo que es las otras dos… Mi tía hace muchas obras de caridad —trabaja de voluntaria para la Cruz Roja y todo eso—, pero va siempre muy bien vestida, y cuando tiene que ir a alguna cosa así se pone de punta en blanco y con un montón de maquillaje. No creo que quisiera pedir para una institución de caridad si tuviera que ponerse un traje negro y llevar la cara lavada. Y en cuanto a la madre de Sally, ¡Dios mío!, sólo saldría por ahí con una cesta si cada tío que hiciera una contribución se comprometiera a besarle primero los pies.

Si se limitaran a echar el dinero en la cesta y largarse sin decir palabra, no duraría ni un minuto. Se aburriría como una ostra. Le encajaría la cestita a otra y ella se iría a comer a un restaurante de moda. Eso es lo que me gustaba de esas monjas. Se veía que nunca iban a comer a un restaurante caro. De pronto me dio mucha pena pensar que jamás pisaban un sitio elegante. Ya sé que la cosa no es como para suicidarse, pero, aun así, me dio lástima.

Decidí ir hacia Broadway porque sí y porque hacía años que no pasaba por allí. Además quería ver si encontraba una tienda de discos abierta. Quería comprarle a Phoebe uno que se llamaba Little Shirley Beans. Era muy difícil de encontrar. Tenía una canción de una niña que no quiere salir de casa porque se le han caído dos dientes de delante y le da vergüenza que la vean. Lo había oído en Pencey. Lo tenía un compañero mío y quise comprárselo porque sabía que a mi hermana le gustaría muchísimo, pero el tío no quiso vendérmelo. Era una grabación formidable que había hecho hacía como veinte años esa cantante negra que se llamaba Estelle Fletcher. Lo cantaba con ritmo de jazz y un poco a lo puta. Cantado por una blanca habría resultado empalagosísimo, pero la tal Estelle Fletcher sabía muy bien lo que se hacía. Era uno de los mejores discos que había oído en mi vida. Decidí comprarlo en cualquier tienda que abriera los domingos y llevármelo después a Central Park. Phoebe suele ir a patinar al parque casi todos los días de fiesta y sabía más o menos dónde podía encontrarla.

No hacía tanto frío como el día anterior, pero seguía nublado y no apetecía mucho andar. Por suerte había una cosa agradable. Delante de mí iba una familia que se notaba que acababa de salir de la iglesia. Eran el padre, la madre, y un niño como de seis años. Se veía que no tenían mucho dinero. El padre llevaba un sombrero de esos color gris perla que se encasquetan los pobres cuando quieren dar el golpe. Él y la mujer iban hablando mientras andaban sin hacer ni caso del niño. El crío era graciosísimo. Iba por la calzada en vez de por la acera, pero siguiendo el bordillo. Trataba de andar en línea recta como suelen hacer los niños, y tarareaba y cantaba todo el tiempo. Me acerqué a ver qué decía y era esa canción que va: «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno». Tenía una voz muy bonita y cantaba porque le salía del alma, se le notaba. Los coches pasaban rozándole a toda velocidad, los frenos chirriaban a su alrededor, pero sus padres seguían hablando como si tal cosa. Y él seguía caminando junto al bordillo y cantando: «Si un cuerpo coge a otro cuerpo, cuando van entre el centeno». Aquel niño me hizo sentirme mucho mejor. Se me fue toda la depresión.

Broadway estaba atestado de gente y había una confusión horrorosa. Era domingo y sólo las doce del mediodía, pero ya estaba de bote en bote. Iban todos al cine, al Paramount, o al Strand, o al Capitol, a cualquiera de esos sitios absurdos. Se habían puesto de punta en blanco porque era domingo y eso lo hacía todo aún peor. Pero lo que ya no aguantaba es que se les notaba que estaban deseando llegar al cine. No podía ni mirarlos. Comprendo que alguien vaya al cine cuando no tiene nada mejor que hacer, pero cuando veo a la gente deseando ir y hasta andando más deprisa para llegar cuanto antes, me deprimo muchísimo. Sobre todo cuando hay millones y millones de personas haciendo colas larguísimas que dan la vuelta a toda la manzana, esperando con una paciencia infinita a que les den una butaca. ¡Jo! ¡No me di poca prisa en salir de Broadway! Tuve suerte. En la primera tienda que entré tenían el disco que buscaba. Me cobraron cinco dólares por él, porque era una grabación muy difícil de encontrar, pero no me importó. ¡Jo! ¡Qué contento me puse de repente! Estaba deseando llegar al parque para dárselo a Phoebe.

Cuando salí de la tienda de discos, pasé por delante de una cafetería. Se me ocurrió llamar a Jane para ver si había llegado ya a Nueva York, y entré a ver si tenían teléfono público. Lo malo es que contestó su madre y tuve que colgar. No quería tener que hablar con ella media hora. No me vuelve loco la idea de hablar con las madres de mis amigas, pero reconozco que debí preguntarle al menos si Jane estaba ya de vacaciones. No me habría pasado nada por eso, pero es que no tenía ganas. Para esas cosas hay que estar en vena.

Aún no había sacado las entradas, así que compré un periódico y me puse a leer la cartelera. Como era domingo sólo había tres teatros abiertos. Me decidí por una obra que se llamaba Conozco a mi amor y compré dos butacas. Era una función benéfica o algo así. Yo no tenía el menor interés en verla, pero como conocía a Sally y sabía que se moría por esas cosas, pensé que se derretiría cuando le dijera que íbamos a ver eso, sobre todo porque trabajaban los Lunt. Le encantan ese tipo de comedias irónicas y como muy finas. El tipo de obra que hacen siempre los Lunt. A mí no. Si quieren que les diga la verdad, para empezar no me gusta mucho el teatro. Lo prefiero al cine, desde luego, pero tampoco me vuelve loco. Los actores me revientan. Nunca actúan como gente de verdad, aunque ellos se creen que sí. Los buenos a veces parecen un poco personas reales, pero nunca lo pasa uno bien del todo mirándoles. En cuanto un actor es bueno, enseguida se le nota que lo sabe y eso lo estropea todo. Es lo que pasa con Sir Lawrence Olivier, por ejemplo. El año pasado D. B. nos llevó a Phoebe y a mí a que le viéramos en Hamlet. Nos invitó a comer y luego al cine. Él había visto ya la película y, por lo que nos dijo durante la comida, se le notaba que estaba deseando volver a verla. Pero a mí no me gustó. Yo no encuentro a Lawrence Olivier tan maravilloso, de verdad. Reconozco que es muy guapo, que tiene una voz muy bonita y que da gusto verle cuando se bate con alguien o algo así, pero no se parecía en nada a Hamlet tal como D. B. me lo había descrito siempre. En vez de un loco melancólico parecía un general de división. Lo que más me gustó de toda la película fue cuando el hermano de Ofelia —el que al final se bate con Hamlet— va a irse, y su padre le da un montón de consejos mientras Ofelia se pone a hacer el payaso y a sacarle la daga de la funda mientras el pobre chico trata de concentrarse en las tontadas que le está diciendo su padre. Esa parte sí que está bien. Pero dura sólo un ratito. Lo que más le gustó a Phoebe es cuando Hamlet le da unas palmaditas al perro en la cabeza. Le pareció muy gracioso y tenía razón. Lo que tengo que hacer es leer Hamlet. Es un rollo tenerse que leer las obras uno mismo, pero es que en cuanto un actor empieza a representar, ya no puedo ni escucharlo. Me obsesiona la idea de que de pronto va a salir con un gesto falsísimo.

Después de sacar las entradas tomé un taxi hasta el parque. Debí coger el metro porque se me estaba acabando la pasta, pero quería salir de Broadway lo antes posible.

El parque estaba que daba asco. No es que hiciera mucho frío pero estaba muy nublado. No se veían más que plastas de perro, y escupitajos, y colillas que habían tirado los viejos. Los bancos estaban tan mojados que no se podía sentar uno en ellos. Era tan deprimente que de vez en cuando se le ponía a uno la carne de gallina. No parecía que Navidad estuviera tan cerca. En realidad no parecía que estuviera cerca nada. Pero seguí andando en dirección al Mall porque allí es donde suele ir Phoebe los domingos. Le gusta patinar cerca del quiosco de la música. Tiene gracia porque allí era también donde me gustaba patinar a mí cuando era chico.

Pero cuando llegué, no la vi por ninguna parte. Había unos cuantos críos patinando y otros dos jugando a la pelota, pero de Phoebe ni rastro. En un banco vi a una niña de su edad ajustándose los patines. Pensé que a lo mejor la conocía y podía decirme dónde estaba, así que me senté a su lado y le pregunté:

—¿Conoces a Phoebe Caulfield?

—¿A quién? —dijo. Llevaba unos pantalones vaqueros y como veinte jerséis. Se notaba que se los había hecho su madre porque estaban todos llenos de bollos y con el punto desigual.

—Phoebe Caulfield. Vive en la calle 71. Está en el cuarto grado…

—¿Tú la conoces?

—Soy su hermano. ¿Sabes dónde está?

—Es de la clase de la señorita Calloun, ¿verdad?

—No lo sé. Sí, creo que sí.

—Entonces debe estar en el museo. Nosotros fuimos el sábado pasado.

—¿Qué museo?

Se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo—. El museo.

—Pero ¿el museo de cuadros o el museo donde están los indios?

—El de los indios.

—Gracias —le dije.

Me levanté y estaba a punto de irme cuando recordé que era domingo.

—Es domingo —le dije a la niña.

Me miró y me dijo:

—Es verdad. Entonces no.

No podía ajustarse el patín. No llevaba guantes ni nada y tenía las manos rojas y heladas. La ayudé. ¡Jo! Hacía años que no cogía una llave de ajustar patines. No saben lo que sudé. Si hace algo así como un siglo me hubieran puesto un cacharro de ésos en la mano en medio de la oscuridad, habría sabido perfectamente qué hacer con él. Cuando acabé de ajustárselo me dio las gracias. Era una niña muy mona y muy bien educada. Da gusto ayudar a una niña así. Y la mayoría son como ella. De verdad. Le pregunté si quería tomar una taza de chocolate conmigo y me dijo que no. Que muchas gracias, pero que había quedado con una amiga. Los críos siempre quedan a todas horas con sus amigos. Son un caso.

A pesar de la lluvia, y a pesar de que era domingo y sabía que no iba a encontrar a Phoebe allí, atravesé todo el parque para ir al Museo de Historia Natural. Sabía que era ése al que se refería la niña del patín. Me lo sabía de memoria. De pequeño había ido al mismo colegio que Phoebe y nos llevaban a verlo todo el tiempo. Teníamos una profesora que se llamaba la señorita Aigletinger y que nos hacía ir allí todos los sábados. Unas veces íbamos a ver los animales y otras las cosas que habían hecho los indios. Cacharros de cerámica, cestos y cosas así. Cuando me acuerdo de todo aquello me animo muchísimo. Después de visitar las salas, solíamos ver una película en el auditorio. Una de Colón. Siempre nos lo enseñaban descubriendo América y sudando tinta para convencer a la tal Isabel y al tal Fernando de que le prestaran la pasta para comprar los barcos. Luego venía lo de los marineros amotinándose y todo eso. A nadie le importaba un pito Colón, pero siempre llevábamos en los bolsillos un montón de caramelos y de chicles, y además dentro del auditorio olía muy bien. Olía siempre como si en la calle estuviera lloviendo y aquél fuera el único sitio seco y acogedor del mundo entero. ¡Cuánto me gustaba aquel museo! Para ir al auditorio había que atravesar la Sala India. Era muy, muy larga y allí había que hablar siempre en voz baja. La profesora entraba la primera y luego la clase entera. Íbamos en fila doble, cada uno con su compañero. Yo solía ir de pareja con una niña que se llamaba Gertrude Lavine. Se empeñaba en darle a uno la mano y siempre la tenía toda sudada o pegajosa. El suelo era de piedra y si llevabas canicas en la mano y las soltabas todas de golpe, botaban todas armando un escándalo horroroso. La profesora paraba entonces a toda la clase y se acercaba a ver qué pasaba. Pero la señorita Aigletinger nunca se enfadaba. Luego pasábamos junto a una canoa india que era tan larga como tres Cadillacs puestos uno detrás de otro, con sus veinte indios a bordo, unos remando y otros sólo de pie, con cara de muy pocos amigos toda llena de pinturas de guerra. Al final de la canoa había un tío con una máscara que daba la mar de miedo. Era el hechicero. Se me ponían los pelos de punta, pero aun así me gustaba. Si al pasar tocabas un remo o cualquier cosa, uno de los celadores te decía: «No toquéis, niños», pero muy amable, no como un policía ni nada. Luego venía una vitrina muy grande con unos indios dentro que estaban frotando palitos para hacer fuego y una squaw tejiendo una manta. La india estaba inclinada hacia adelante y se la veía el pecho. Todos mirábamos al pasar, hasta las chicas, porque éramos todos muy críos y ellas eran tan lisas como nosotros. Luego, justo antes de llegar al auditorio, había un esquimal. Estaba pescando en un lago a través de un agujero que había hecho en el hielo. Junto al agujero había dos peces que ya había pescado. ¡Jo! Ese museo estaba lleno de vitrinas. En el piso de arriba había muchas más, con ciervos que bebían en charcas y pájaros que emigraban al sur para pasar allí el invierno. Los que había más cerca del cristal estaban disecados y colgaban de alambres, y los de atrás estaban pintados en la pared, pero parecía que todos iban volando de verdad y si te agachabas y les mirabas desde abajo, creías que iban muy deprisa. Pero lo que más me gustaba de aquel museo era que todo estaba siempre en el mismo sitio. No cambiaba nada. Podías ir cien mil veces distintas y el esquimal seguía pescando, y los pájaros seguían volando hacia el sur, y los ciervos seguían bebiendo en las charcas con esas patas tan finas y tan bonitas que tenían, y la india del pecho al aire seguía tejiendo su manta. Nada cambiaba. Lo único que cambiaba era uno mismo. No es que fueras mucho mayor. No era exactamente eso. Sólo que eras diferente. Eso es todo. Llevabas un abrigo distinto, o tu compañera tenía escarlatina, o la señorita Aigletinger no había podido venir y nos llevaba una sustituta, o aquella mañana habías oído a tus padres pelearse en el baño, o acababas de pasar en la calle junto a uno de esos charcos llenos del arco iris de la gasolina. Vamos, que siempre pasaba algo que te hacía diferente. No puedo explicar muy bien lo que quiero decir. Y aunque pudiera, creo que no querría.

Saqué la gorra de casa del bolsillo y me la puse. Sabía que no iba a encontrarme con nadie conocido y la humedad era terrible. Mientras seguía andando pensé que Phoebe iba a ese museo todos los sábados como había ido yo. Pensé que vería las mismas cosas que yo había visto, y que sería distinta cada vez que fuera. Y no es que la idea me deprimiera, pero tampoco me puso como unas castañuelas. Hay cosas que no deberían cambiar, cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas. Sé que es imposible, pero es una pena. En fin, eso es lo que pensaba mientras andaba.

Pasé por un rincón del parque en que había juegos para niños y me paré a mirar a un par de críos subidos en un balancín. Uno de ellos estaba muy gordo y puse la mano en el extremo donde estaba el delgado para equilibrar un poco el peso, pero como noté que no les hacía ninguna gracia, me fui y les dejé en paz.

Luego me pasó una cosa muy curiosa. Cuando llegué a la puerta del museo, de pronto sentí que no habría entrado allí ni por un millón de dólares. Después de haber atravesado todo el parque pensando en él, no me apetecía nada entrar. Probablemente lo habría hecho si hubiera estado seguro de que iba a encontrar a Phoebe dentro, pero sabía que no estaba. Así que tomé un taxi y me fui al Biltmore. La verdad es que no tenía ninguna gana de ir, pero como había hecho la estupidez de invitar a Sally, no me quedaba más remedio.

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