El grillo del hogar Segundo grito capítulo 5

El grillo del hogar Segundo grito capítulo 5


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo V

Caleb, pensativo aún, contemplaba a Berta con la misma expresión de estupor retratada en su cara.

-Berta -dijo por fin dulcemente-: ¿qué ha ocurrido? ¡Cuánto has variado desde esta mañana! ¡Has estado triste y silenciosa todo el día! ¿Qué tienes? Dímelo.

-¡Padre, padre! -exclamó la cieguecita hecha un mar de llanto-. ¡Qué suerte tan cruel la mía!

Caleb, antes de responderle, se pasó la mano por los ojos.

-Acuérdate, Berta, de lo alegre y feliz que has vivido, siempre buena y amada de todo el mundo.

-Esto es lo que me hiere el corazón, padre mío. ¡Veros siempre tan solícito, tan bueno para conmigo!

Caleb no acertaba a comprenderla.

-Ser..., ser ciega, Berta, querida hija mía -balbuceó-, es un gran pesar, pero...

-No lo he sentido jamás -exclamó la joven-, no lo he sentido jamás, al menos en su plenitud. ¡Nunca! Sólo algunas veces he deseado veros y verle a él, aunque no fuese más que un instante, un instante rapidísimo, para poder conocer, por medio de mis ojos, las imágenes que conservo aquí -y puso la mano sobre el corazón- como un tesoro precioso, para tener la seguridad de que no me había engañado. Y algunas veces -pero entonces era una niña- he llorado durante mis oraciones de la noche, pensando que vuestras queridas imágenes, que subían de mi corazón al cielo, podían no ser muy semejantes a vosotros. Pero no he experimentado por largo tiempo tales sentimientos: se disiparon ya, dejándome tranquila y satisfecha.

-Y volverá a suceder lo mismo ahora -dijo Caleb.

-¡Pero, padre mío queridísimo, tiernísimo padre, sed indulgente conmigo! ¡Soy tan culpable! -continuó la ciega-. No es éste el pesar que me aflige hoy.

Caleb no pudo contener las lágrimas que inundaban sus ojos, ¡tan conmovida estaba la voz de Berta y tan patético era su acento! No obstante, no la comprendía aún.

-Decidle que venga -prosiguió Berta-; no puedo guardar por más tiempo este secreto en el interior de mi pecho. ¡Decidle que venga, padre mío!

Y notando que su padre vacilaba, añadió:

-Llamad a May.

May oyó pronunciar su nombre, y, acercándose a Berta, le tocó el brazo. La cieguecita se volvió en seguida y le cogió ambas manos.

-Mirad mi rostro, amiga mía -dijo-. Leed en él con vuestros hermosos ojos y decidme si la verdad se refleja en él.

-Sí, Berta mía...

La cieguecita, levantando su rostro sin mirada, a lo largo del cual corrían abundantes lágrimas, le hablé así:

-¡No han pasado por mi alma ni un deseo ni un pensamiento que no os deseen la felicidad, May! No conservo en mi alma un recuerdo de gratitud mayor que el recuerdo profundamente grabado en mí de las numerosas muestras de atención que disteis vos, que podríais enorgulleceros de vuestros ojos y de vuestra belleza, a la pobre ciega Berta, hasta cuando éramos niñas, si es que los ciegos tienen niñez. ¡Que todas las bendiciones del cielo caigan sobre vuestra cabeza! ¡Que todos sus esplendores brillen en vuestro feliz camino!

Y en este momento se acercó más a su amiga, cuyas manos estrechó, redoblando su cariño.

-¡Me alegro, os lo aseguro, aunque la noticia de que vayáis a ser su mujer haya torturado mi corazón hasta destrozarlo! ¡Padre mío, May, May, perdonadme este sentimiento tan natural! ¡Acordaos de todo lo que he hecho para aligerar las penas de mi triste existencia sumergida en las tinieblas! Pues bien; a pesar de todo, podéis creerlo, tomo al cielo por testigo de que no podía desearle una esposa más digna de su bondad.

Mientras pronunciaba estas palabras había soltado las manos de May Fielding para cogerle el vestido, al cual permanecía agarrada en una actitud mezcla de súplica y ternura; hasta que, tomando un aspecto cada vez más humilde a medida que avanzaba en su extraña confesión, se dejó caer a los pies de su amiga y ocultó su rostro ciego en los pliegues del vestido de May.

-¡Dios mío! -exclamó Caleb, sintiendo súbitamente que la luz de la verdad resplandecía ante sus ojos-. ¡La he engañado desde la cuna para llegar a destrozarle el corazón!

Afortunadamente para todos, Dot, la radiante, oportuna, activa y diminuta Dot -porque hay que reconocer que reunía todas estas cualidades, a pesar de todos sus defectos, y aunque más adelante hayáis de odiarla -estaba allí, y sin su presencia no puede preverse cómo hubiera terminado el lance. Dot, recobrando su ánimo, intervino antes que May pudiese replicar o Caleb decir una palabra más.

-¡Venid, venid, querida Berta! Venid conmigo. Dadle el brazo, May. Muy bien. ¿Veis? Ya está más tranquila y pronta a escucharnos -dijo la alegre mujercita besándola en la frente-. Venid, venid, querida Berta. Y he aquí que su padre vendrá con ella. ¿Verdad, Caleb?

-¡Bien, bien, bravo!

Dot se conducía en estas ocasiones con tanta nobleza, que se hubiera necesitado un corazón muy duro para resistir a su influjo. Cuando hubo hecho acercarse al pobre Caleb al lado de su hija Berta, a fin de que pudiesen consolarse y comunicarse valor uno a otro -bien sabía que sólo ellos podían consolarse mutuamente-, volvió en un abrir y cerrar de ojos, fresca como una rosa, según suele decirse -y aun más fresca que una rosa, según mi parecer-, a montar la guardia alrededor de la almidonadita señora Fielding, la del cuello alto, la de cabeza cubierta con el gorro majestuoso y las manos enguantadas, temiendo que la pobre vieja llegase a descubrir algún detalle enojoso.

-Traedme el muñequillo, Tilly -dijo acercando una silla al fuego-. Mientras esté sobre mis rodillas, Tilly, la señora Fielding me dirá cómo deben cuidarse los niños, y me enseñará una porción de cosas que ignoro enteramente. ¿Viene usted, señora Fielding?

Ninguna rata ha caído jamás en la ratonera con la facilidad con que la anciana cayó en el lazo que le tendía Dot. La marcha de Tackleton, que había salido para dar una vuelta, y sobre todo los murmullos de dos o tres personas hablando juntas y sin contar con ella durante dos o tres minutos, abandonándola a sus propios recursos, hubieran bastado para renovar su aire doctoral y hacerle empezar de nuevo la expresión de sus pesares -que hubiera durado veinticuatro horas-, debidos a la misteriosa y fatal revolución acontecida en el comercio de índigo. Pero una deferencia tan señalada para con su experiencia como la recibida de la joven madre, fue tan irresistible, que después de algunos alardes de modestia empezó a iluminar la cabecita de Dot con la mejor galantería del mundo. Sentada, erguida, y junto a la maliciosa señora Peerybingle, fue dándole durante media hora tantas recetas infalibles y preceptos domésticos, que hubieran bastado -si se la hubiese creído- para arruinar completamente la salud del pequeño Peerybingle, aunque hubiese tenido la fortaleza de Sansón desde la cuna.

Para cambiar de tema, Dot se puso a coser; no he podido comprender cómo se las componía; pero lo cierto es que siempre llevaba en el bolsillo el contenido de un enorme saco de labor; luego meció un poco al niño; volvió a la labor por breves instantes y trabó conversación en voz baja con May, mientras su madre echaba una siestecita; de modo que, dividiendo el tiempo así, terminó la tarde.

Por la noche, según ordenaba una de las solemnes convenciones de la institución de la fiesta, Dot debía encargarse de los quehaceres del hogar de Berta; de modo que se encargó del fuego, preparó la mesita de té, arregló las cortinillas y encendió una vela. Después de todo lo dicho, tocó una o dos canciones en una especie de arpa groseramente fabricada por Caleb y su hija; por cierto que tocó muy bien, porque la Naturaleza le había dado una linda orejita, tan a propósito para la música, como lo hubiera sido para los pendientes, si Dot hubiese querido llevarlos. Al dar la hora del té, Tackleton compareció para tomar una taza y pasar la noche con ellos. Caleb y Berta habían entrado de nuevo hacía algún tiempo. El buen hombre reanudó su trabajo interrumpido; pero apenas sabía lo que se hacía, tan inquieto estaba y tales remordimientos sentía por la suerte de su hija. Ofrecía un espectáculo enternecedor con los brazos cruzados, abandonando su trabajo sobre el escabel y repitiendo incesantemente: «¡La he engañado desde la cuna para despedazarle el corazón!»

Cuando la obscuridad fue completa y todos hubieron tomado el té; cuando Dot hubo lavado tazas y platos, y cuando cada rumor lejano de la calle parecía anunciarle, al acercarse, la vuelta del mandadero, Dot cambió de aspecto, y se coloreaba y palidecía sucesivamente sin poder estar quieta un solo instante. Mas no era su azoramiento comparable al que experimentan las esposas buenas cuando creen oír llegar a sus maridos. No, no, no. Su inquietud era muy otra.

Se oye el ruido de las ruedas, el paso de un caballo, los ladridos de un perro. Y los heterogéneos sonidos se acercan poco a poco.





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