El grillo del hogar Segundo grito capítulo 4
Charles Dickens (1812-1870)
Capítulo IV
Boxer, que se había adelantado cosa de un cuarto de milla, había ya pasado los arrabales del pueblo, llegando al rincón de la calle en que vivían Caleb y su hija. De modo que mucho tiempo antes que los Peerybingle hubiesen llegado a la puerta de la casa, Caleb y la cieguecita estaban en la acera dispuestos a recibirlos.
Boxer, dicho sea de paso, en sus relaciones con Berta hacía ciertas distinciones sutiles que nos permiten creer, sin duda alguna, que conocía su ceguera. No procuraba nunca llamar su atención mirándola, como solía hacerlo con los demás; siempre se acercaba a ella para darse a conocer por medio del tacto. Ignoro la experiencia que pudiese haber adquirido acerca de la ceguera de los hombres o de los perros; no había vivido nunca con ningún ciego, ni el señor Boxer padre, ni la señora Boxer, ni ningún otro miembro de su respetable familia, tanto de la rama paterna como de la materna, sufrió semejante dolencia, que yo sepa. Quizá había llegado a sus conclusiones sorprendentes por medio de un proceso individual; pero lo indudable es que sabía comunicarse perfectamente con los ciegos. Sujetó, pues, a Berta por los bajos de su vestido sin soltar la presa hasta que la señora Peerybingle, el niño, miss Slowboy y el cesto hubieron entrado en la casa unos tras otros.
May Fielding había llegado ya con su madre, una mujercita vieja, gruñona, de faz malhumorada, que gracias a haber conservado una cintura flexible como un junco, tenía fama de haber lucido durante su juventud uno de los talles más distinguidos de su época. Sea porque en otro tiempo se hubiese visto en mejor situación económica, sea por conservar la idea de que hubiera podido alcanzarla si hubiese llegado algo que no llegó nunca y que no parecía tener la menor probabilidad de llegar, afectaba los modales de las personas elegantes y adoptaba aires de protección. Gruff y Tackleton estaba también allí, haciéndose el agradable con el aspecto de un hombre que se encuentra tan a su gusto y tan incontestablemente en su elemento propio como un salmón recién nacido en la cima de la gran pirámide.
-¡May, amiga del alma! -exclamó Dot, corriendo a su encuentro-. ¡Qué felicidad!
Su amiga del alma estaba tan gozosa como la misma Dot; era un espectáculo delicioso el que May y Dot dieron al abrazarse. Hay que confesar que Tackleton era hombre de buen gusto: May era encantadora.
A veces, cuando estamos acostumbrados a admirar una cara bonita, y un día la vemos por casualidad junto a otra cara bonita, la comparación nos inclina a encontrar la primera vulgar y sosa. Pues bien; entonces ocurrió todo lo contrario, tanto por parte de Dot como por la de May, tanto por parte de May como por la de Dot; porque la cara de Dot hacía sobresalir la de May, y la cara de May la de Dot, de un modo tan natural y tan agradable que, como estaba pronto a decir John Peerybingle al entrar en la habitación, hubieran debido ser hermanas, aserción que, a decir verdad, parecía muy acertada.
Tackleton había llevado la pierna de carnero y, ¡caso prodigioso!, una torta a modo de extraordinario -bien podemos permitirnos un poquillo de prodigalidad cuando se trata de nuestras novias; no nos casamos todos los días-. Uniéronse a estas golosinas el pastel de jamón y las «demás cosillas», como decía la señora Peerybingle, esto es: nueces, naranjas, pastelillos y otras menudencias. Cuando se sirvió la comida, a la que se había añadido el escote de Caleb, que consistía en una enorme cazuela llena de patatas humeantes -una convención solemne le prohibía aportar otros comestibles-, Tackleton condujo a su futura suegra al lugar preferente. Para mostrarse más digna de él en semejante solemnidad, la majestuosa anciana se había adornado con un gorro calculado para inspirar sentimientos de respetuoso temor a los más indiferentes. Calzaba guantes. ¡Antes morir que renunciar al bien parecer!
Caleb se sentó cerca de su hija; Dot al lado de su amiga de la infancia; el mandadero se sentó al extremo de la mesa. Miss Slowboy quedó momentáneamente aislada de todo mueble que no fuese la silla en que se sentaba, a fin de que no tuviese a su alcance obstáculo alguno en que pudiese tropezar la cabeza del niño.
Como Tilly contemplase a su alrededor con aspecto asombrado las muñecas y los juguetes, éstos a su vez la miraron también abriendo los ojos desmesuradamente. Los ancianos de aspecto venerable -todos en pleno ejercicio de cabriolas contra la puerta de sus casas- demostraban sentir particular interés por la fiesta; parábanse a veces antes de saltar, como si escuchasen la conversación; luego empezaban de nuevo con energía hercúlea su extravagante salto un sinnúmero de veces, como si sus perpetuos tumbos les causasen frenético alborozo. Lo que es muy seguro es que, por poco dispuestos que estuviesen dichos ancianos a experimentar un maligno placer ante la cómica situación de Tackleton, podían hacerlo a su sabor con sobrado motivo. Tackleton estaba lejos de su esfera; cuanto más alegre se sentía su futura en compañía de Dot, menos le gustaba el cariz de la reunión, aunque él la hubiese provocado. Porque hay que notar que Tackleton era un verdadero haz de espinas; cuando todos reían, sin que él comprendiese la causa, sospechaba inmediatamente que se reían de él.
-¡May de mi alma! -exclamó Dot-. ¡Cómo hemos cambiado! ¡Cuánto rejuvenece hablar de los felices tiempos de la escuela!
-Me parece que no sois muy vieja todavía -interrumpió Gruff y Tackleton.
-¡Mirad qué marido tengo tan serio, tan grave! Añade, por lo menos, veinte años a los míos, ¿no es verdad, John?
-Cuarenta -respondió éste.
-Y vos -continuó Dot riendo-, ¿cuántos años añadiréis a los de May? No puedo decirlo exactamente; pero a su próximo cumpleaños no tendrá menos de un siglo.
-¡Ja, ja! -exclamó Tackleton, pero con una risa hueca como un tambor, acompañándola de cierta mirada dirigida a Dot que parecía revelar la siniestra idea de retorcerle el cuello.
-Amiga May -añadió Dot-: ¿os acordáis de qué modo charlábamos en la escuela sobre los maridos que llegaríamos a tener un día? ¡Cuán hermoso, joven, alegre y amable quería yo al mío! ¡Y el vuestro, May! Querida mía, no sé si reír o llorar, al acordarme de las locuras de nuestra juventud.
May pareció estar resuelta sobre el partido que debía tomar; sus mejillas coloreáronse vivamente, y las lágrimas acudieron a sus ojos.
-¿Y aquellos jóvenes de carne y hueso en que habíamos pensado algunas veces pasándoles revista? -continuó Dot-. ¡Cómo podíamos figurarnos el camino que tomarían las cosas! No había yo pensado nunca en John, a buen seguro. Y si os hubiese dicho que os casaríais con el señor Tackleton, me hubierais administrado un lindo soplamoco. ¿No es verdad, May?
Aunque May no lo afirmara, no lo negó; no pensó ni por un instante en tomar tal resolución.
Tackleton reía, reía destempladamente, o, mejor aun, gritaba en vez de reír. John Peerybingle reía también, pero con su risa habitual franca y bonachona, de modo que su risa era un murmullo al lado de la risa de Tackleton.
-Y, a pesar de todo -dijo éste-, no habéis podido escapar, no habéis podido resistir. Nosotros quedamos en pie; ¿dónde están vuestros jóvenes y alegres prometidos?
-Unos han muerto -respondió Dot-, otros fueron olvidados. Si algunos de éstos pudiesen comparecer ante nosotras, no querrían creer que fuésemos las mismas mujeres; no darían crédito a sus ojos ni a sus oídos, y no querrían persuadirse de que les hayamos olvidado. ¡No, no lo querrían creer!
-¡Dot, Dot, mujercita! -exclamó el mandadero.
Dot había hablado con tanta vivacidad y con tanto fuego, que sin duda John obró acertadamente al llamarla al orden. La advertencia de su marido era muy dulce, y su intervención motivada por el único fin de proteger a Tackleton; pero produjo el efecto deseado, porque Dot calló sin añadir una palabra más. Pero advertíase una agitación, aun en su silencio, que el astuto Tackleton observó sagazmente y conservó en su memoria para la ocasión propicia.
May callaba también, y permanecía inmóvil, dirigiendo los ojos al suelo con aspecto de indiferencia. Pero su distinguida señora madre intervino a su vez, observando que las muchachas eran muchachas, que lo pasado era pasado y que, «mientras la juventud sea loca y aturdida, obrará con locura y aturdimiento». Después de haber pronunciado dos o tres proposiciones más de sentido no menos sólido y carácter no menos incontestable, declaró, inspirada por un sentimiento de piedad reconocida, que daba gracias al cielo por haber hallado siempre en May una hija respetuosa y obediente, de lo cual no se atribuía en modo alguno el mérito, aunque tuviese sólidas razones para creer que tales resultados eran debidos a su perspicacia. En cuanto al señor Tackleton, dijo que, «desde el punto de vista moral, era un individuo presentable, y que, desde ciertos puntos de vista, podía darse por satisfecha de tenerle por yerno; sería necesario haber perdido la cabeza para afirmar lo contrario» -y dijo la última frase con tono altamente enfático-. En cuanto a la familia en que iba a ser admitido, después de haber solicitado este honor, juzgaba que el señor Tackleton no ignoraba que si su bolsa era algo reducida, no por esto tenía menos justas pretensiones de nobleza, y que si ciertas circunstancias, referentes al comercio del índigo -accedió a decir, aunque sin entrar en más pormenores-, se hubiesen presentado de distinto modo, hubiera podido hallarse al frente de una gran fortuna. Hizo luego hincapié en su firme voluntad de no querer aludir de nuevo al pasado, ni recordar que su hija, durante algún tiempo, había rechazado las peticiones del señor Tackleton, y dijo que no quería hablar de otros muchos asuntos, sobre los cuales disertó, no obstante, largo y tendido. Por fin, resumió sus aserciones, afirmando que el resultado general de su observación y de su experiencia le hacía creer que los matrimonios en que menos entrase lo que se llama amor, en el necio lenguaje de las novelas, serían los más felices, y que, por lo tanto, profetizaba al matrimonio, cuya celebración se acercaba, la mayor suma posible de felicidad; no una de esas felicidades que brillan y desaparecen como fuego de sarmientos, sino una felicidad bien establecida y sólidamente apoyada. Y terminó advirtiendo a los presentes que el día siguiente, o sea el de la boda, era el que más había ambicionado siempre, y que una vez transcurrido este día, no desearía más que ser embalada y expedida para cualquier benévolo y hospitalario cementerio.
Como no había absolutamente nada que objetar a estas afirmaciones, feliz ventaja de todas las afirmaciones caracterizadas por desenvolverse en el campo de las generalidades, variose el curso de la conversación, y derivó la atención de los concurrentes al pastel, a la pierna de carnero, a las patatas y a la torta. Con el fin de que no se cometiese el yerro de dejar pasar inadvertidas las botellas de cerveza, John Peerybingle propuso un brindis en honor del día siguiente, o sea el de la boda, y pidió que se realizase antes de proseguir su viaje.
Porque bueno es que sepáis que John no hacía más que descansar un instante en casa de Caleb y ofrecer un celemín de avena a su caballo. Tenía que hacer todavía cuatro o cinco millas de camino, y por la noche, a su vuelta, al pasar por la casa de Caleb, entraría a buscar a su mujer, según el programa de la fiesta, fielmente observado desde el día de su institución.
Además de Tackleton y su novia, hubo dos personas más que hicieron poco honor al brindis. Fue una de ellas Dot, demasiado inquieta y turbada para tomar parte en todos los incidentes de la fiesta; la otra fue Berta, que se levantó precipitadamente antes que los demás y abandonó la mesa.
-¡Adiós! -exclamó el robusto John Peerybingle, cubriéndose la espalda con su abrigo impermeable-. Estaré de vuelta a la hora de costumbre.
-¡Adiós, John! -respondió Caleb.
Caleb pronunció maquinalmente esta despedida y le saludó con la mano por rutina; en aquel mismo instante observaba a su hija con una mirada inquieta que nunca alteraba la expresión de su fisonomía.
-¡Adiós, granuja! -prosiguió el mandadero, inclinándose para besar al chiquitín que Tilly Slowboy, absorbida entonces por el uso de su tenedor y su cuchillo, había colocado, dormido aún -caso raro, sin accidente alguno-, en una casita amueblada por la mismísima Berta . Adiós. ¿Cuándo irás a desafiar el frío en mi lugar, amiguito, dejando a tu padre el cuidado de la pipa y los reumatismos en el rincón del hogar? Vaya, ¿dónde está Dot?
-¡Aquí estoy, John! -exclamó como si despertara súbitamente.
-¡Vamos, vamos! -continuó el mandadero dando palmadas-, ¿dónde está la pipa?
-¡Me había olvidado por completo de la pipa, John!
-¡Olvidarse de la pipa! ¡Viose nunca caso semejante! ¡Dot, Dot, la misma Dot olvidarse de la pipa!
-¡La arreglaré en seguida!... Pronto estará lista.
No obstante, no estuvo lista muy pronto. La pipa estaba en su lugar ordinario, en el bolsillo del impermeable, con el lindo bolso de tabaco, obra de Dot; pero la mano de Dot temblaba de tal manera, que la mujercita llegó a un estado de completa turbación, aunque, a pesar de todo, tenía la mano lo suficientemente pequeña para que pudiese salir de allí. Hay que reconocer que su torpeza fue inaudita. Yo, que os había elogiado su habilidad para llenar la pipa y encenderla, he de confesar que realizó pésimamente semejantes operaciones. Durante aquellos azarosos instantes permaneció Tackleton contemplándola maliciosamente con su ojo entornado, y siempre que éste encontraba a los de la muchacha, -o los cazaba, mejor dicho, porque no era posible que ningunos otros osaran afrontarle, pues era una verdadera trampa- aumentaba hasta el extremo la confusión de Dot.
-¡Dios mío! Dot, ¡qué desafortunada estás hoy! -advirtió John-. Creo que la hubiera llenado mejor yo mismo.
Después de estas palabras pronunciadas sin malicia ninguna, marchó acompañado de Boxer, del caballo y del coche, que empezaron concertadamente una alegre música a lo largo del camino.