El grillo del hogar Segundo grito capítulo 2

El grillo del hogar Segundo grito capítulo 2


Charles Dickens (1812-1870)

Capítulo II

-¿Qué es esto? ¿Pues no me ha parecido oíros cantar? -dijo Tackleton asomando la cabeza por la puerta-. ¡Continuad! ¡Continuad! Yo no tengo gana de cantar.

En verdad, nadie hubiera puesto en duda su aserto. No traía cara de cantar cancioncillas.

-No sería yo quien se permitiese cantar -dijo Tackleton-. Me encanta que podáis hacerlo vosotros. Espero que la canción no estorbará vuestra tarea, aunque no sobre el tiempo para hacer ambas cosas a la vez.

-¡Si pudieses verle! -murmuró Caleb al oído de su hija-. ¡Cómo guiña el ojo, Berta! ¡No he visto hombre más gracioso! Si no le conocieras, llegarías a creer que habla en serio, ¿verdad?

La cieguecita sonrió e inclinó la cabeza afirmativamente.

-Cuando un pájaro sabe cantar y no quiere, hay que forzarle, según el proverbio -gruñó Tackleton-; pero cuando un murciélago, que no sabe cantar, que no debería cantar, canta a pesar de todo, ¿qué hay que hacerle?

-¡Qué miradas tan picarescas nos dirige en este instante! -dijo Caleb a su hija-. ¡Cielo santo!

-¡Siempre alegre, siempre de buen humor cuando viene a vernos! -exclamó Berta, sonriendo.

-¡Ah! ¿Estáis aquí? -respondió Tackleton-. ¡Pobre idiota!

La creía realmente idiota; y se fundaba para creerlo, sea por instinto o por reflexión, en el amor que ella le profesaba.

-Pues bien; puesto que estáis ahí, ¿cómo os encontráis? -preguntó Tackleton con tono malhumorado.

-¡Bien, muy bien! Tan feliz como podáis desear, tan feliz como querríais hacer a todo el mundo, si dependiese de vos.

-¡Pobre idiota! -murmuró Tackleton-. ¡Ni un asomo de razón, ni el menor asomo!

La cieguecita le tomó la mano y la besó; la estrechó un momento entre las suyas, y apoyó en ella su mejilla tiernamente antes de soltarla. Hubo en esta caricia tanto afecto, una expresión tan viva de reconocimiento, que el mismo Tackleton se conmovió hasta el punto de decir con un gruñido menos brutal que de costumbre:

-¿Qué tenéis?

-La coloqué al lado de mi almohada hasta que me fui a dormir ayer por la noche y la soñé. Luego, cuando el día ha llegado, al levantarse el Sol en todo su esplendor..., el Sol rojo, ¿verdad, padre?

-Rojo mañana y tarde, Berta -respondió el pobre Caleb, dirigiendo una mirada llena de profunda tristeza a Tackleton.

-Al levantarse el Sol y mientras su brillante luz, con la que temo siempre tropezar, ha entrado en la habitación, hacia la luz he colocado el pequeño arbusto, bendiciendo al cielo que ha creado cosas tan lindas, y a vos que me las enviáis para hacerme dichosa.

«¡Loca desatada! -pensó Tackleton-. Pronto llegaremos a la camisa de fuerza y a las esposas. ¡Progresamos, progresamos!»

Caleb, con las manos juntas, lanzaba miradas vagarosas, mientras hablaba su hija, como si realmente se preguntase -y creo que así era- si Tackleton había hecho algo para merecer la gratitud de Berta. Si al pobre Caleb, en aquel instante, se le hubiese concedido libertad completa para escoger entre echar de su casa a puntapiés al comerciante de juguetes, o caer a sus plantas reconociendo sus mercedes, creo que se hubiera podido apostar por los dos extremos con las mismas probabilidades de acierto. No obstante, sabía perfectamente que era él mismo quien con sus propias manos había traído a su casa tan cuidadosamente el rosal para su hija, y que eran sus mismos labios los que habían forjado este engaño para borrar en su hija la menor sospecha de las privaciones numerosas, infinitas, que se imponía diariamente para ofrecerle algunos goces más.

-Berta -dijo Tackleton afectando calculadamente un poquillo de cordialidad-, acercaos.

-¡Oh, me acercaré a vos sin ir a tientas! -respondió Berta-. No tenéis necesidad de guiarme.

-¿Queréis que os diga un secreto?

-Lo quiero -respondió con entusiasmo.

¡Cuán radiante, cuán espléndida se puso aquella cara hundida en las tinieblas! ¡Qué aureola tan luminosa rodeó a aquella cabeza en postura interrogante!

-Éste es el día en que la pequeña... ¿Cómo se llama? la niña mimada, la mujer de Peerybingle, os hará la visita habitual para disfrutar su extravagante merienda, ¿verdad? -añadió Tackleton con pronunciada expresión de desdén hacia la agradable expansión tradicional.

-Sí, es hoy -respondió Berta.

-Así me lo ha parecido -repuso Tackleton-. Pues bien; quisiera ser de la partida.

-¿Lo oís, padre mío? -exclamó la cieguecita enajenada y fuera de sí.

-Sí, sí, lo he oído -murmuró Caleb con mirada fija de sonámbulo-; pero no lo creo. Será una de tantas ilusiones que me complazco en forjar.

-No; veréis... Es que... deseo aproximar un poco los Peerybingle a May Fielding... Querría que se relacionasen... ¡Voy a casarme con May!

-¡Casaros! -exclamó la cieguecita alejándose bruscamente de él.

-¡El diablo confunda a la idiota! ¡Ya preví que no podría hacerle comprender mi idea! Sí, Berta, me caso. La iglesia, el ministro, el sacristán, el pertiguero, la carroza de cristales, las campanas, el desayuno, la torta de la novia, las cintas de seda, los clarinetes, los trombones y todo el alboroto; una boda, ¿entendéis?, una boda. ¿Sabéis bien lo que es una boda?

-Lo sé -dijo la cieguecita dulcemente-, lo comprendo.

-¿De veras? -murmuró Tackleton-. ¡Gran fortuna! Pues bien; he aquí por qué deseo ser de la partida y traer conmigo a May y su madre. Os enviaré por la mañana alguna cosilla, una pierna fría de carnero, u otra golosina cualquiera de la misma clase. ¿Me esperaréis?

-Sí -respondió Berta.

Había dejado caer la cabeza sobre el pecho y se había vuelto hacia el otro lado; y permanecía en esta postura en pie, con las manos enlazadas, inmóvil y soñadora.

-No creo que me esperaréis -murmuró Tackleton echándole una mirada-. Parece que lo hayáis olvidado todo. ¡Caleb!

-Supongo que puedo atreverme a creer que estoy aquí -pensó Caleb-. ¡Señor!

-Procurad que Berta no olvide lo que le he dicho.

-¡Oh, no temáis! No olvida nunca. Es la única cosa que no sabe hacer.

-Cada cual llama cisnes a sus gansos -gruñó el comerciante de juguetes levantando los hombros-. ¡Pobre diablo!

Después de esta observación maligna, emitida con actitud de soberano desprecio, Gruff y Tackleton se retiraron.

Berta permaneció en el mismo lugar en que él le había dejado, entregada por completo a sus tristes pensamientos. La alegría había desaparecido de su semblante brumoso, lleno ya de profunda melancolía. Tres o cuatro veces sacudió la cabeza como si llorase el recuerdo de un bien perdido; pero sus dolorosas reflexiones no encontraron palabra alguna con que expansionarse.

Caleb, por su parte, estaba ocupado desde algún tiempo en fijar a un coche un tiro de caballos por medio de un procedimiento excesivamente sencillo, que consistía en clavar el arnés en la carne viva del animal. Terminaba ya, cuando su hija se aproximó a su escabel de trabajo y se sentó a su lado, diciendo:

-Padre mío, conozco que he vuelto a caer en la soledad y en las tinieblas. Necesito mis ojos, mis ojos pacientes y prontos a todas horas.

-Helos aquí -respondió Caleb-, prontos en verdad a todas horas. Son más tuyos que míos, Berta, y puedes disponer de ellos en cualquier instante. ¿De qué modo pueden serte útiles tus ojos?

-Mirad alrededor del cuarto.

-Ya estoy listo -dijo Caleb-. Dicho y hecho, Berta.

-Describídmelo.

-Está como siempre -notó Caleb-, sencillo, pero muy cómodo. Los vivos colores de las paredes, las flores brillantes de los platos, la madera, que aparece limpia y brillante dondequiera que haya vigas y tableros, y el conjunto de alegría y aseo de la casa le dan un aspecto lindísimo.

En efecto: la casa estaba aseada y alegre en el espacio a que podía llegar la mano de Berta; pero en ninguna otra parte se notaba alegría, ni aseo posible, en el antiguo soportal agrietado que la imaginación de Caleb transformaba por arte de encantamiento.

-Lleváis la ropa de trabajo y no estáis vestido tan elegantemente como cuando lleváis el vestido nuevo -dijo Berta, tocando a su padre.

-No tan elegantemente -respondió Caleb-; pero ya estoy bien así.

-Padre mío -dijo la cieguecita acercándosele y pasándole el brazo alrededor del cuello-; habladme de May. ¿Es muy hermosa?

-Sí, ciertamente -dijo Caleb.

Y era verdad. Pocas veces Caleb tuvo que recurrir menos a su imaginación.

-Tiene cabellos negros -añadió Berta, pensativa-, más negros que los míos. Su voz es dulce y armoniosa, lo sé; muchas veces me he complacido oyéndola. Su tipo...

-¡No hay en toda la habitación una muñeca que pueda comparársele! ¡Y sus ojos!...

Pero se detuvo, porque Berta se había colgado más estrechamente a su cuello, y el brazo que le rodeaba le hizo sentir una presión convulsiva, de la que comprendió con demasiada claridad el significado.

Tosió un momento, dio algunos martillazos a sus caballitos vivarachos, y volvió a tararear la canción báquica del vino espumoso, que era su infalible recurso en semejantes dificultades.

-¡Nuestro amigo, nuestro padre, nuestro bienhechor! Nunca me canso de oír hablar de él. ¿Querréis creerlo? ¡Nunca me canso!

-No; claro está -respondió Caleb-, y con razón.

-Sí, sí, con razón -exclamó la cieguecita.

Y pronunció con tanto calor estas palabras, que Caleb, a pesar de la pureza de sus intenciones al engañar la simplicidad de su hija, no osó mirarla a la cara; bajó, por el contrario, los ojos, como si Berta hubiese podido leer en ellos su ficción.

-Pues habladme de él, querido padre -dijo Berta-, una vez y otra. Su rostro benévolo, bueno, tierno, honrado, lleno de franqueza; estoy segura de ello. El corazón generoso que procura ocultar todas sus bondades bajo la apariencia de la rudeza y del mal humor, debe hacerse traición en cada una de sus miradas.

-Cosa que le ennoblece -añadió Caleb con tranquila desesperación.

-Que le ennoblece -repitió la cieguecita-. ¿Tiene más edad que May?

-Sí -dijo Caleb, como a pesar suyo-. Es algo más viejo que May. Pero no importa.

-¡Sí, sí, padre mío! Ser su paciente compañera en la dolencia de la vejez, su guardiana atenta en la enfermedad, su amiga fiel en el sufrimiento y en la aflicción, trabajar por él ignorando la fatiga, velar por él, consolarle, sentarse junto a su cama, hablarle cuando esté despierto ¡qué privilegios tan dichosos para su mujer! ¡Qué ocasiones para probarle toda su fidelidad y su rendimiento! ¿La creéis capaz de hacer todo esto, padre mío?

-Sin duda alguna -respondió Caleb.

-Si es así, amo a May, padre mío; ¡puedo amarla con toda el alma! -exclamó la cieguecita.

Y pronunciando estas palabras, apoyó su pobre semblante, privado de luz, en el hombro de Caleb, llorando de tal manera, que éste quedó casi pesaroso de haberla causado una felicidad acompañada de tantas lágrimas.





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