El génesis

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10 – La torre de Babel (Génesis 11, 1-32)

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10 – La torre de Babel
(Génesis 11, 1-32)

Las cosas en la creación siguen un sorprendente camino circular. El Creador es el único capaz de, dando un certero golpe sobre la mesa, devolver las cosas a un cauce tranquilo una vez han comenzado a desbocarse fruto, precisamente de la perfección del propio Creador y de la exquisita observancia que el género humano ha mostrado siempre hacia sus directrices. El problema, como suele ser habitual, radica en la facilidad con la que se muere de éxito.

La multiplicación de pueblos y la ansia reproductora de la que hacía gala la humanidad había provocado que los buenos viejos tiempos del incesto fueran, una vez más, historia. Él, escarmentado, dejó pasar esta falta por una vez, y el tiempo mostró que, como es frecuente a lo largo de esta Historia, acabó pecando por ser excesivamente complaciente y consentidor. Envalentonados los hombres empezaron a diseminarse por la tierra.

Tanto crecieron y se expandieron que, un día, llegaron a la llanura de Senaar y, a falta de mejor entretenimiento en lo que debía ser una región con pocos atractivos, se dijeron a sí mismos (como transcribe literalmente La Biblia): «Ea, edifiquemos una gran ciudad y una torre que llegue hasta el cielo». Con tan alegre disposición de espíritu los hombres marcaron sin duda un hito en la historia de la arquitectura y la ingeniería, iniciándose la era de los megaproyectos para mayor gloria de una civilización o, más frecuentemente, el político de turno.

Esta actitud, sin embargo, no fue bien recibida por el Señor, para quien la erección de una ciudad podía tener un pase, pero que veía en la construcción de la Torre un peligro cierto: dar pábulo a teorías psicoanalíticas que darían al traste con lo mejor de la civilización (riesgo que se materializó en Viena siglos más tarde). El psicoanálisis y el culto al falo podían convertirse en ritos paganos que oscurecieran la grandeza del Señor, algo inadmisible para éste, que no sólo se consideraba a sí mismo el Más Grande sino que gustaba de ser reconocido como tal. De forma que una torre tan alta, además de poner su hombría en cuestión, suponía un atentado a su propia esencia divina: una vez los hombres hicieran eso ya nada podría resistírseles y su ascendencia sobre ellos desaparecería.

Para atajar este riesgo el Señor, hábil como pocos, inventó el nacionalismo. La fuerza de los habitantes de Senaar provenía de su armonía cultural y, sobre todo, de que hablaban el mismo idioma. La homogeneidad idiomática, un residuo de infracultura altamente empobrecedor, era, aunque pueda parecernos sorprendente, la norma en esos tiempos, fruto del atraso en que se vivía. Precisamente por ello aprovechó el Señor para, dándoles una lección, enriquecer a la par a los hombres con la mayor bendición posible: la multiculturalidad a través del enriquecedor elemento de cultura que supone la dispersión idiomática.

En definitiva, asustado el Señor con el cariz que tomaban los acontecimientos obró el milagro de otorgar a la humanidad cientos de lenguas distintas en las personas de los trabajadores de la Torre, de manera que éstos, a partir de ese momento, experimentaron los maravillosos efectos de poseer, cada uno, una lengua minorizada distinta a la de los demás. Fruto de la armonía convivencia provocada por esta heterogeneidad la Torre, llamada desde entonces de Babel, nunca llegó a construirse. Ciertos enemigos de la cultura suponen que este fracaso fue debido precisamente al enriquecimiento cultural producido por la multiplicación de lenguas. Craso error, de una situación como esa sólo puede salir, como se comprueba día a día en España, una engrandecedora cultura de promisión e intercambio. El motivo del fracaso en la construcción de la Torre ha sido milenariamente ignorado a pesar de lo obvio del mismo: el propio proyecto de construir una «torre que llegara al cielo» era, en sí mismo, un desatino constructivo. El estado de la ciencia en esos momentos no permitía obras de mampostería de semejante envergadura, e incuso en la actualidad por encima de los 500 metros de altura una construcción presentaría serios problemas de estabilidad. Como suele ocurrir casi siempre la culpa de los desastres no es de las lenguas, sino de la sabia combinación de políticos e ingenieros megalómanos. A fin de cuentas, como sabe cualquier persona que haya tratado de ligar con alguien de otra lengua, ciertos rudimentos básicos siempre pueden comunicarse a otra persona con un poco de imaginación y buena predisposición. Es decir, que en materia de construcción de torres no creemos que la diversidad idiomática fuera un escollo que no se pudiera superar con las técnicas más eficaces nunca conocidas en el negocio de la construcción: un buen látigo.

En cualquier caso esta historia parece metida como calzador en la Biblia, un poco para explicar que Dios es todopoderoso (es decir, como toda la Biblia) y otro poco para dejar claro que los caminos del Señor son inescrutables. En cualquier caso, gracias eso sabemos que el euskera, provenga de donde provenga, tiene su origen en Babel (como el castellano, pero este es un detalle menor que no afecta a la grandeza del batua). Iniciada la era de la multiculturalidad, e inaugurada con un éxito de los que habitualmente la acompañan, la Biblia vuelve a cosas más serias: un listado genealógico que nos acerca a otro de los grandes: Abraham.

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