El génesis

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43 – Medrando en Egipto (Génesis 46, 28-34; 47, 1-31)

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43 – Medrando en Egipto
(Génesis 46, 28-34; 47, 1-31)

Los 66 componentes de la caravana de Jacob (o, si prefieren un tono más bíblico, «11 veces 6», o inclusive «66 veces uno») cruzaron sin novedad la frontera de Egipto y allí Jacob se encontró con su hijo José, quien, como de costumbre, se puso a llorar como una magdalena. Al finalizar tan entrañable momento, José dio instrucciones a su padre y hermanos de cómo comportarse ante Faraón: «cuando Faraón les llame y les pregunte: “¿Cuál es su oficio?”, ustedes contestarán: “Tus servidores hemos sido pastores desde nuestra niñez hasta el día de hoy, como lo fueron también nuestros padres”. Así se podrán quedar ustedes en esta tierra de Gosén, ya que los egipcios aborrecen a todos los pastores de ovejas»». Nuevamente vemos la preferencia del Señor y Sus Elegidos por la trashumancia y el pastoreo frente a los beneficios de la revolución neolítica (recuerden Caín y Abel), y asistimos de paso a un ejercicio de comportamiento de los Elegidos por el Señor en la tierra que generosamente, sin duda ignorante de cómo estos Elegidos se manejaban en los negocios, les acogía.

Pero no se vayan todavía, aún hay más; una vez los israelitas hablaron con Faraón y éste, que era bastante felipista, les pidió que cuidaran de sus rebaños particulares, seguro de que nada mejor que los Elegidos por el Señor para enriquecerse, José decidió dar un paso más en su revolucionaria estrategia empresarial, en uno de tantos y tantos ejemplos que nos da la Biblia de cómo, a la hora de la verdad, es labor baldía hacer comentarios pretendidamente humorísticos de los textos sagrados, pues los textos, por sí solos, funcionan muchísimo mejor.

La cosa va como sigue. A los pocos años de vacas flacas la población egipcia ya había gastado todo su dinero en comprar trigo a José, y se estaba muriendo de hambre. Pese al natural flemático y sobrio de los Antiguos, a ninguno de ellos le cautivaba la idea de morir lentamente de hambre, así que fueron a hablar con José. El Elegido por Yaveh les exigió absolutamente todo el ganado de los egipcios a cambio de darles trigo, y los egipcios, que por lo visto no habían pensado en la posibilidad de alimentarse de sus propias vacas, por muy flacas que estuvieran por entonces, accedieron.

Pero al año se acabó el trigo que José, a precios muy convenientes, había vendido a los egipcios, y éstos, a punto de morir de hambre, se dirigieron nuevamente a él. Pero faltos de ganado o plata para satisfacer el precio requerido por el hijo de Jacob, decidieron apelar a su bondad: «No podemos ocultar a nuestro señor que se nos ha terminado el dinero, y que los ganados ya son todos suyos. Tan sólo nos quedan nuestros cuerpos y nuestras tierras. Tú no puedes vernos morir a nosotros y nuestras tierras; cómpranos, pues, a nosotros y nuestras tierras, a cambio de pan, y seremos nosotros y nuestras tierras propiedad de Faraón. Danos trigo para que no muramos; así viviremos y nuestra tierra no quedará desolada». José, conmovido en lo más profundo por el patetismo de los egipcios, accedió a un trato tan desigual, y se quedó absolutamente todas las tierras de los egipcios para él mismo y para Faraón, así como la propiedad de los propios egipcios. Ello permitiría que los Hijos de Israel, con un suministro abundante de féminas para multiplicarse como las estrellas, procreara que no veas, y además permitió que Faraón quedara hecho unas pascuas, pues a partir de ese momento José convirtió a la totalidad de la población egipcia en siervos de la gleba, asociados a tierras antiguamente suyas y en actualidad de Faraón, encargados de cosechar los campos para después dar la quinta parte de todo lo recolectado a Faraón. La única excepción a esta regla, nos cuenta la Biblia, fue la de las tierras de los sacerdotes egipcios, pues «había un decreto de Faraón en favor de ellos, y él debía procurarles el alimento. Por eso no vendieron sus tierras».

Es decir, que si José, movido por la piedad, no inventó el feudalismo, que venga Yaveh y lo vea. La Biblia termina el capítulo, en plan orgullo justificado, comentando que «esa norma perdura hasta el día de hoy».

Una vez asentados en Egipto, con la ayuda del Señor, Jacob, visto que las nuevas generaciones eran tan diestras como él en la dura tarea de enriquecer la Hacienda propia, pudo obitar tranquilo, rodeado de los suyos. Lo primero que hizo fue decirle a José: «Si me aprecias de veras, te ruego que coloques tu mano bajo mi muslo, y me prometas que no me sepultarás en Egipto». Una vez José, de palabra y de obra (pues se apresuró a poner la mano «bajo el muslo» de Jacob), satisfizo ambas peticiones, Jacob, sumamente reconfortado, se dispuso a bendecir a toda la parentela: «Muerte de Jacob».

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