El feminismo queer es para todo el mundo

El feminismo queer es para todo el mundo


CAPÍTULO 7. Y "LO QUEER", ¿PARA QUÉ SIRVE?: REFLEXIONES DESDE Y PARA (AGITAR) EL ÁMBITO EDUCATIVO » Apuntes finales

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Capítulo 7

Y ‘lo queer’, ¿para qué sirve?: reflexiones desde y para (agitar) el ámbito educativo

“Al entrar al aula con la determinación de borrar el cuerpo y entregarnos por entero a la mente, mostramos a través de nuestro ser cuán profundamente hemos aceptado el supuesto de que la pasión no tiene lugar en ese espacio.”

bell hooks, Pedagogías transgresoras (2015)

En los capítulos anteriores he analizado la compleja y problemática relación entre algunas posiciones feministas y las formas críticas de “lo queer”, tanto en la dimensión teórica como en la práctica y activista. También he mostrado cómo las intersecciones entre otros feminismos y las teorías y activismos queer (es decir, los feminismos queer) han sido —y continúan siendo— terrenos muy fértiles para pensar cuestiones urgentes en nuestros días como la violencia de género, el trabajo sexual, la intersexualidad, las demandas trans*, las formas alternativas de familias y parentesco, y las relaciones no monógamas, entre otras. Todas ellas se verían beneficiadas si lográramos pensarlas conjuntamente, buscando poner en marcha alianzas, en vez de enfrentar a ciertos grupos feministas con los activismos queer. ¿Cómo podemos activar el pensamiento y la acción feminista queer? ¿Cómo pensar más allá de identidades acotadas y defendidas con muros insalvables? Este sigue siendo uno de los retos que tenemos en los feminismos queer.

En este capítulo final muestro una de las “utilidades” de “lo queer”: cómo pensar de otra manera, gracias a las epistemologías queer, un ámbito tan lleno de normas y regulaciones como es el educativo.

Un habitar queer del espacio educativo

En la compilación Pedagogías transgresoras (2015), las autoras reflexionan sobre cómo uno de los principios centrales de las pedagogías críticas, y, en concreto, las feministas (y) queer, ha sido la insistencia en no reforzar la división mente/cuerpo. Esta es una de las cuestiones que hizo —y así continúa— de los Estudios de Género un espacio subversivo en la academia. Pensar de manera diferente los géneros, las sexualidades, los cuerpos, los deseos… nos puede llevar a vivir de forma diferente.

La búsqueda del conocimiento que nos permite unir teoría y práctica es una de esas pasiones. En la medida en que nosotres, como docentes, traigamos al espacio educativo esa pasión, ese amor por las ideas que somos capaces de inspirar, ese espacio se vuelve un lugar dinámico donde se pueden transformar las relaciones sociales y donde desaparece la falsa dicotomía entre el mundo externo y el interno de la academia.

La invitación es a pensar apasionadamente en la micropolítica escolar y cotidiana, los otros relatos por hacer y escribir, los otros cuerpos, relaciones y conocimientos por construir; de modo que se estreche la distancia entre hacer un análisis queer y un habitar queer del espacio escolar, signada por la propia corporalidad (flores, 2008)61.

En mis clases de Sociología de la Educación, que es una asignatura de los grados de Educación, les puse a mis alumnas de Educación Infantil el vídeo Un vestido nuevo (y aquí digo alumnas para subrayar el hecho de que todos los años son casi la totalidad de mi clase, más que feminizada; esto, de hecho, es algo que les propongo analizar sociológicamente durante el curso)62. Este corto de 14 minutos muestra la historia de Mario, que tiene alrededor de seis años, que va al colegio un día con un vestido (rosa) de su hermana. Ese día es carnaval, y de él se espera que lleve un disfraz de dálmata, como el resto de la clase, para la fiesta que va a haber por la tarde. Mario va al colegio ya desde por la mañana con otro disfraz (a fin de cuentas, la manera en la que nos vestimos es nuestra forma de mostrarnos al mundo, nuestra especie de disfraz). Al entrar y sentarse en su mesa se hace el silencio en el aula. La maestra, joven, le pregunta, en tono inquisitivo, nada más verle: “Mario, ¿qué estás haciendo?”. El chaval no contesta. Y ella entonces le dice, como aclarándole a la clase: “Vas vestido de niña”. Otro alumno, sentado al final, le insulta: “Maricón”. La maestra se lleva a Mario del aula al despacho del director del centro. Cuando este le pregunta a la profesora por qué va el niño vestido así, esta al final acaba respondiendo que “la verdad es que no parece pasarle nada”, a lo que el director le indica que cambie al niño y que él hablará con su padre. Acto seguido aparece este a llevarse a Mario, y lo primero que le dice es que qué hace con la ropa de su hermana. El director trata de aclarar con el padre la “confusión”: el centro ya había avisado a las familias de que el carnaval era por la tarde. En ese momento, se ve a la maestra, que está recogiendo la mochila de Mario de la clase y ve que dentro está el disfraz de dálmata. Mario no está confundido. Mientras tanto, el padre, medio molesto con las preguntas del director, le acaba diciendo que “viene de niña porque le gusta disfrazarse”. Mario espera fuera, acompañado de otra alumna, que es su amiga, quien le explica que no se puede vestir de niña, que eso es “ilegal”. Lo han hecho en casa de ella, y pintarse las uñas de colores, pero todo eso fuera de esa intimidad no se puede. Al final, el padre acaba llevándose al chaval del cole, cubriéndole con su chaqueta de traje, en una mezcla de gesto cariñoso y avergonzado. Y “problema” resuelto.

El corto da para comentar infinidad de cosas, entre otras el fracaso colectivo de varias personas adultas, que representan al colegio y a la familia, ante Mario. Pero me llamó la atención, cuando lo revisaba en casa preparando la clase, algunos de los comentarios que había dejado la gente en YouTube sobre qué bien estaba tratado el tema de la homosexualidad, qué difícil es ser un menor trans* en la escuela, etc. Cuando pregunté a mi clase, alrededor de setenta chicas y tres chicos, qué nos contaba el vídeo, las respuestas fueron, como era de esperar, en esta línea. Aproveché para queerizar el tema: no, no sabemos si es homosexual o no. Tampoco si es transexual. ¿En qué momento Mario dice algo así? La historia solo nos cuenta que va al colegio con un vestido de su hermana porque le gustan las “cosas bonitas”, como explica él. ¿Y qué hubiera pasado, por cierto, si hubiera llevado el vestido para ponérselo por la tarde? ¿En la fiesta de carnaval le habrían dejado en paz, si se hubiera leído el vestido como un disfraz? Vuelvo a la cuestión que me parece central: no sabemos más de sus gustos sexuales, de cómo se definiría, si tuviera que hacerlo (¡tiene seis años!). No nos está “descubriendo” su identidad de género o sexual, que hemos deducido ya rápidamente que no es “normal” porque lleva un vestido rosa. Pero ¿por qué ne­­cesitamos meterle rápidamente en una “caja” o en dos? Ah, es trans*. O es gay. Bueno, algo raro le pasa, si lleva un vestido de su hermana… “¿Cómo es que un trozo de tela crea este lío que nos cuenta el vídeo?”, les pregunto. Y sigo: “¿El problema es Mario o la escuela?”. Aquí ya creo que no saben muy bien ni qué contestarme. Y soy consciente, mientras les hago estas preguntas, que les estoy provocando más dudas que certezas, que no les estoy explicando las definiciones de “homosexual”, “transexual”, “transgénero”, “cisexual”, como tal vez esperarían, para que copien unas líneas en su cuaderno o en el portátil. Pueden intuir que el vídeo va sobre la “homosexualidad” porque su profesora habla de estas cosas en clase. La cuestión es que van a trabajar en Educación Infantil y si, habitualmente como docentes, tenemos una gran responsabilidad a muchos niveles con nuestro alumnado, en este caso, formando a futures formadores, la responsabilidad es doble. No se suelen tratar, en general, estas cuestiones en los cursos de Grado, y cuando se dan es por el voluntarismo de algunes profesores.

Entonces, ¿cómo puedo yo pensar en queerizar mis clases (los contenidos, los lenguajes, las formas de enseñar) en un contexto tan poco queer? ¿Cómo acercar mis conocimientos sobre teorías y prácticas feministas y queer y mi experiencia activista —dos ámbitos que no puedo ni quiero desligar— a mi labor como docente? ¿Podemos pensar en una(s) pedagogía(s) queer? ¿Cómo hablar de sexualidad, e intentar hacerlo de otra manera, escapar del pensamiento straight (e identitario) en un contexto en el que mucha gente está bastante sola con estos temas, no tiene trabajo, se enfrenta a la precariedad laboral o está intentando estabilizarse en el ámbito educativo? ¿Cómo pensar desde “otro lugar” en estas circunstancias sin desfallecer en el intento?

Mentiras, secretos y silencios en educación63

Después de ver El vestido nuevo, lo que le sugiero a mi clase es que no nos están hablando de ningún “descubrimiento” de una identidad “homosexual”, sino de una persona pequeña que se enfrenta a una serie de hostilidades por llevar una ropa que no es la esperada para su género (esta es mi lectura queer, una de las posibles). Y les invito a ese girar el foco al que me refiero al comienzo de este libro: de Mario hacia la escuela, al contexto que le rodea. “Homosexual” es una categoría creada por la medicina en el siglo XIX, como explica Foucault en su Historia de la sexualidad (1977). Siguiendo este hilo, les explico cómo la homosexualidad y la heterosexualidad son construcciones culturales, y que la categoría que englobaba un conjunto de desviaciones (la homosexualidad) se “inventó” antes que la normal y natural (la heterosexualidad). Ambas tienen una historia, idea desnaturalizadora que siempre me ha parecido muy buena para comenzar a hablar de estas cuestiones en el aula. Las identidades son, por tanto, una construcción histórica y social, elementos contingentes, maleables, no homogéneos ni fijos, no son esencias. Y, siguiendo con Foucault (1977), están atravesadas por relaciones de poder.

La escuela es un agente de socialización clave y es central en la construcción de las subjetividades, en la que uno de los elementos relevantes, a su vez, es la identidad de género y sexual. Como comenté en el primer capítulo, la heterosexualidad no es solo un conjunto de prácticas sexuales sino un régimen político; se ha construido históricamente como la sexualidad natural, legítima, respetable, legal, visible. La masculinidad hegemónica (heterosexual) se enseña y construye en oposición al otre, el diferente: las mujeres y los gais. Estos son algunos de los valores que se (re)producen en la escuela: la heterosexualidad obligatoria, la misoginia, el sexismo, el racismo, la homofobia. Y, al mismo tiempo, la escuela es un ámbito privilegiado para prevenirlos.

El ámbito educativo es un espacio que rechaza y violenta, todavía hoy, al alumnado diferente. Pensando en las sexualidades, la escuela es una auténtica máquina del régimen heteronormativo. Como escribió Paco Vidarte, en un texto que se puede leer en la reciente compilación de algunos de sus trabajos, Por una política a caraperro. Placeres textuales para las disidencias sexuales (2021):

Pese a todo el orgullo gay que podamos acumular a lo largo de la vida y habernos construido un nicho social, familiar, laboral en el que sentirnos a gusto y absolutamente felices, creo que casi nadie sería capaz de decir esta otra frase, similar a la anterior, sin sentir un escalofrío por la espalda y ver cómo se le pasan cinematográficamente, en unos segundos, escenas de horror amontonadas en el desván de la memoria: “Si volviera a nacer, me gustaría volver a ser el niño mariquita de mi colegio”. Es nuestra piedra de toque: no querer volver a vivir la infancia, un contexto donde nuestra autoestima era imposible. […] Yo he hecho una pequeña encuesta entre amigos que cualquiera puede hacer rápidamente y, no por azar, a todos nos venía a la memoria alguna escena de acoso, de humillación. O incipientes estrategias de supervivencia y disimulo: “Yo no tenía pluma, pero era gordito, tenía gafas, era el empollón, un niño muy raro, muy complicado, introvertido, no me relacionaba, vivía en mi mundo, iba a mi bola, tenía uno o dos amigos tan solo y me dejaban en paz”. No se trata de tener a todo el profesorado buscando y detectando persecutoria­­mente a los niños mariquitas para hipervisibilizarlos, patologizarlos, señalarlos y así poder “protegerlos”. Ya me veo las quejas de los padres viendo su orgullo familiar por los suelos: “Mi niño ha sido objeto de acoso, pero ¡no es mariquita!”.

En educación, como en el resto de ámbitos, opera la presunción de heterosexualidad para todo el mundo: alumna­­do, profesorado y familias de ambos64. Así, se empuja a las personas no cis-heterosexuales a tener que salir del armario, a hablar de sus cuerpos, de su sexualidad (Weeks, 1990), para no tener que inventarse una vida paralela o dar la sensación de que hay algo que ocultar; la otra opción es permanecer en el silencio (el famoso “no preguntes, no digas”). “El armario es el nombre que señala una experiencia vital de la disidencia sexual, que los discursos sociales no han considerado relevante”, apunta val flores (2008). Y continúa: “Podemos considerar el armario como una verdadera institución opresora promovida, controlada e instigada por la propia sociedad. De esta manera, se envía la sexualidad de lesbianas, gays y travestis al ámbito de lo privado”.

Esta lógica nos sitúa en el terreno de la excepcionalidad, como un “caso” a “descubrir” o, peor todavía, que puede ser “revelado” con intenciones no precisamente agradables por alguien que cree conocer tu “secreto”. La sexualidad queda circunscrita a una cuestión individual, cuando sabemos que, muy al contrario, no es algo meramente personal sino que tiene una dimensión social y política (Louro, 2000).

Sin embargo, la educación no habla, en general, del cuerpo ni de sus placeres, como tampoco lo hace la Filosofía o las Ciencias Sociales. Como ha escrito Moita (2008: 126),

en la clase entran cuerpos que no tienen deseo, que no piensan en sexo o que son, especialmente, desexualizados para entrar en ese recinto, como si el cuerpo y la mente existieran aisladamente uno del otro o como si los significados, constitutivos de lo que somos, aprendemos y sabemos, existiesen de forma separada de nuestros deseos.

Y lo mismo podemos decir del cuerpo del profesorado, que “son construidos como si no tuviesen deseo sexual” (Moita, 2008: 126). No solo eso, de nuevo, la presunción de cis-heterosexualidad opera como con el alumnado. El cuerpo es como un texto, algo aplicable a todos, docentes incluides65.

En la escuela hay diversos cuerpos, identidades y expresiones de género no heteronormativos, abyectos, impensables, invivibles (Butler, 1993); entre estos últimos, los cuerpos trans* no solo sufren más violencias que otros, sino que muestran cómo la propia construcción del género como algo binario es ya en sí misma una violencia que genera múltiples exclusiones. Nuestros cuerpos están atravesados y marcados, asimismo, por otros factores como la clase social, el color de piel, la capacidad, la edad, la cultura… Como señala Motia (2008: 126), el proceso de olvidar los cuerpos naturaliza los ideales corporales de raza como blanquitud, de género como masculinidad, y de sexualidad como heterosexualidad.

Ese eclipsamiento del cuerpo no quiere decir, sin embargo, que la escuela no produzca identidades corporizadas: se trata de una de las instancias principales de reproducción, producción y organización de las identidades sociales de forma generizada, sexualizada y racializada (Motia, 2008). El sistema educativo (re)produce la heteronormatividad (y el sexismo, y el racismo) a través de los discursos y las prácticas que fabrican sujetos e identidades, aunque también hay experiencias y prácticas de agencia y resistencia de los sujetos. En definitiva, la escuela es una institución heterosexual, heteronormativa y heteronormalizadora (Warner, 1993), y es urgente continuar haciendo un trabajo crítico, deconstruyendo los discursos y sus silencios desde los ciclos iniciales de la educación (si es desde Infantil, mejor. Después ya empieza a ser tarde, como muestra el vídeo comentado al comienzo, en el que un niño de seis años ya insulta a otro diciéndole “maricón”). La productividad de las teorizaciones queer reside, de hecho, en este doble impulso de producción y desconstrucción.

El profesorado necesita contar con formación y herramientas para prevenir y evitar las discriminaciones y las diferentes formas de violencias (verbales y físicas) existentes hacia el alumnado “diferente”. En la construcción de las subjetividades de nuestro alumnado queer, el rechazo, los silencios, y las imágenes y etiquetas negativas tienen un impacto brutal, como lo tiene el miedo constante a la injuria, de la que habla Eribon (2001). En los cuerpos y sujetos marcados existe también la posibilidad de la resignificación del insulto, en clave queer: “¿Maricón, yo? Anda, ¡pues claro, y mira tú qué bien!” (aunque para que Mario responda, si quisiera, esto o algo parecido, hay que darle unos años de margen).

Las subjetividades y las relaciones sociales se constituyen en juegos de saber-poder, como explicó Foucault. En la escuela se van aprendiendo los ideales regulatorios sobre los sexos y los géneros, qué vidas importan (y cuáles no, o menos) y, por tanto, están habilitadas para moverse en los dominios de lo visible y lo posible en la sociedad, y en los pro­­pios espacios educativos.

El discurso de ‘atención a la diversidad’ y sus límites

La introducción de cuestiones relativas a la clase social, el género, la etnicidad, la raza o la diversidad funcional en educación no ha sido una tarea fácil, sino un camino largo y complejo que incluye movilizaciones sociales, negociaciones en el ámbito político, e implementación de políticas públicas y recomendaciones europeas, entre otros factores. Estas temáticas han sido incluidas, con mayor o menor rapidez y éxito, en nuestros planes educativos; las intenciones eran buenas, pero la inclusión no es suficiente. Deberíamos analizar en qué términos el género y la sexualidad han sido “añadidas” al sistema educativo (o borradas, en ocasiones, de él), y qué estereotipos se refuerzan con ello. ¿Qué límites e implicaciones tienen estas nociones (liberales) de diversidad y reconocimiento de las diferencias?

En el contexto español, a partir de los años noventa los colectivos de gais y lesbianas y los grupos queer empiezan a llamar la atención sobre cuestiones como la falta de educación sexual y la existencia de actitudes homófobas en las escuelas, con diferentes planteamientos (más de carácter asistencial en el caso de los primeros, y de crítica radical en los grupos queer). Ha habido dos leyes importantes con respecto a la inclusión de la diversidad en la educación, ambas aprobadas con el PSOE en el Gobierno: la LOGSE, Ley de Ordenación General del Sistema Educativo (1/1990), que incorporó cuestiones relacionadas con la “atención a la diversidad” por primera vez en nuestro sistema educativo, y la LOE, la Ley Orgánica de Educación (2/2006), en la que se incorporaron referencias explícitas a la diversidad sexo-afectiva del alumnado y sus familias, y se introdujo la asignatura de Educación para la Ciudadanía, diseñada para los niveles de primaria y secundaria a raíz de una recomendación del Consejo Europeo66. En la ley aprobada por el PP, la LOMCE, Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa (2014), se suprimió esta asignatura del currículo escolar, y toda mención a la diversidad sexual (y funcional, cultural, corporal…); la única alusión a la diversidad que aparece en la ley es la referida a los estudiantes con problemas de rendimiento. La actual LOMLOE (2020) ha vuelto a incorporar estas cuestiones.

Al analizar la incorporación del género y la diversidad sexual en el sistema educativo, una de las primeras cosas que hay que hacer es referirnos a géneros y sexualidades, en plural, ya que son múltiples. Hay numerosas y complejas cuestiones en torno a la interacción entre ambas, y su control y vigilancia desde diversas instancias (la escuela entre ellas). En el discurso de la diversidad se echa de menos una mirada interseccional: cómo están atravesadas por otras variables como la clase, la etnia, la capacidad, etc. Por otra parte, la diversidad sexual parece, en general, no escapar a la lógica binaria: el género entendido como hombre versus mujer, y como sinónimo de sexo. De esta manera, el potencial crítico de la categoría género es desactivado, al tiempo que se refuerzan las conexiones naturalizadas entre el sexo, el género, la opción sexual, la expresión de género, la identidad de género y sexual, etc. Lo mismo sucede con la multiculturalidad: al sumar un vector de opresión a otro (soy una persona de clase media, y blanca, y mujer, y…) se corre el riesgo de terminar convirtiendo las identidades en elementos esenciales y no contingentes, y de reproducir los estereotipos. La interseccionalidad leída de esta manera refuerza el discurso y las nociones de representación y ciudadanía liberales, no las radicales. Como apunta Rofes (2005: 145),

fundamentalmente, se trata de una cuestión de participación democrática en la esfera pública. Cuando decimos que “valoramos la diversidad”, ¿nos referimos a que creamos lugares donde las personas de diferente género, raza, clase e identidad sexual pueden juntarse y traer consigo los atributos sociales y culturales que los definen como diferentes, inusuales, transgresivos? ¿O queremos decir que os gusta la idea de la diversidad, pero, en la práctica, tendemos a encubrir, silenciar, desexualizar, enderezar e ignorar las diferencias culturales?67

Las cuestiones de diversidad incluidas en los planes educativos suelen responder asimismo a una matriz heterosexual y blanca. La raza se incluye, la mayoría de las veces, como algo “exótico” que debemos tolerar, más que como diferentes formas culturales que hay que respetar. Estamos manejando aquí una serie de diferencias reguladas, junto con una constelación de voces no articuladas, excluidas; es necesario, en este sentido, superar los límites y las fronteras de un discurso de la diversidad normalizada y trabajar en la defensa de la legitimidad y el respeto a las diferentes diferencias.

En esta línea, no parece suficiente añadir contenidos sobre gais y lesbianas al currículo de diversidad multicultural. El argumento es que la ausencia de representaciones tiene efectos negativos, y su inclusión es el remedio contra la homofobia y el prerrequisito para la autoestima y la existencia segura del alumnado LGTBI+ en la clase. Sin negar para nada la importancia de esos efectos negativos, creo que debemos ir más allá y analizar cómo la LGTBIfobia se presenta así como un problema de representación, un efecto de la ausencia de imágenes de otras identidades, corporalidades y sexualidades, o de la distorsión de las mismas. Frente a este borrado o representación negativa, la estrategia de los grupos LGTBI+ mainstream es la de demandar representaciones más reales y positivas (definición compleja, por otra parte, en la que puede que no todo el mundo esté de acuerdo). La homofobia y la transfobia sería un problema de ignorancia, de no conocer gente no cis-hetero. Al hacerlo, la gente se da cuenta de que son “normales”, y este es el final feliz de la discriminación. Otra lectura es que, aunque la LGTBIfobia no pueda ser erradicada a través de la inclusión de estas (otras) representaciones en el currículo, al menos estas imágenes ofrecen modelos y autoestima para los estudiantes queer (Luhmann, 1998).

A vueltas con la visibilidad

Un debate clave aquí, en relación con el punto anterior, es el que tiene que ver con la visibilidad. “¿Desde qué perspectivas asumimos la visibilidad de lesbianas y gais?”, nos pregunta val flores (2008). “¿Como solicitud de permiso o como acto de transgresión? ¿Como consumo de identidades prefijadas o como producción crítica de las mismas? ¿Como autoinculpación o como reivindicación? ¿En orden a la asimilación o buscando el cuestionamiento de los procesos de normalización? ¿Desde la fragmentación de la identidad o en articulación con otras desigualdades?” (flores, 2008).

Desde los colectivos LGTBI+ (de carácter moderado, identitarios) se defiende la necesidad de salir del arma­­rio, de ser visibles, en todos los lugares y momentos posibles. Desde posicionamientos queer se critica la obligatoriedad de estar fuera del armario a toda costa, al tiempo que se defiende la estrategia in your face (De Lauretis, 1991). En esta línea, podemos plantearnos no salir del armario, o al menos no hacerlo en los términos que se esperan68. Uno de los pánicos que compartimos muches profesores no cis-­hetero es que te pregunten, en medio de la clase, si eres lesbiana, por ejemplo, y no aciertes a dar la mejor respuesta (difícil hacerlo en clave queer en esa situación, para lo que se necesitaría algo de tiempo), o llegar al centro y encontrarte un grafiti insultante y cosas así.

Más que analizar y representar a sujetos out and proud, una pedagogía queer persigue, sin desmerecer a los anteriores, la proliferación infinita de nuevas identificaciones. O, como apunta Kopelson (2002: 30), “hacer visible algo que todavía no hemos visto”.

En este sentido, la crítica central que se ha hecho al discurso de la diversidad es que no supone un cambio estructural (Talburt, 2005), que deja la (cis-hetero)norma intacta. Se trata de un discurso de corte liberal sobre las “minorías sexuales”, que tienen necesidades especiales y requieren atención específica, ayuda y tolerancia, en el marco de la igualdad. Una de las ideas que aparece de manera reiterada en este tipo de discurso es la necesidad de normalizar la homosexualidad, que a mí siempre me ha horrorizado. Esta práctica viene a reforzar al final tanto la propia cis-heterosexualidad como la anormalidad de otros deseos y corporalidades; se mantienen los estereotipos, los binarismos, la patologización de la homosexualidad y la transexualidad, y la idea de que es un problema personal (Quinlivan y Town, 1999). Como apunta Rofes (2005: 158) en su análisis sobre el género, el sexo y los profesores varones gais, y crítico con el cambio que supone la política identitaria en educación, “hemos ganado un acceso limitado a las aulas a cambio de negar las auténticas diferencias de muchas relaciones de hombres gais con los roles de género, las culturas sexuales y los modos de parentesco y aquellos de la hegemonía heteronormativa”.

Todas estas cuestiones nos llevan a interrogarnos sobre la política del reconocimiento (y si es suficiente). La centralidad, todavía hoy, de la cis-heteronormatividad dentro de los marcos progresistas (como los discursos de la diversidad) es posible a través de la normalización inclusiva de posicionamientos LGTBI+ como un conjunto de identidades discretas y discernibles que pasan a ser “aceptables”, siempre y cuando se ajusten a ciertos modos de sujeción relacionados con construcciones sociales clave como la familia y la nación (Puar, 2017). Las políticas de la diversidad sexual, que a menudo contienen una visión idealizada de esta, se enfrentan al mismo problema que el multiculturalismo, cooptado por la idea implícita de universalidad que clausura todo lo que significa “diferencia”. Esta perspectiva asumió que las múltiples dimensiones de poder operan como un set de diferencias fijas y acumulativas, sin considerar los modos particulares, contradictorios y no analizados en los que esas dimensiones interseccionan. Tenemos que ser conscientes, por una parte, de los peligros de celebrar el reconocimiento sin criticar las asunciones liberales implícitas y, por otra, de los límites que cercan el marco epistémico de lo que puede ser conocido y clausuran el análisis acerca de cómo podemos pensar los cuerpos y sus placeres.

Potencialidades y retos de una pedagogía feminista y queer (las dos cosas)

“Sigo sosteniendo que, mientras no haya narrativas en primera persona de las propias educadoras lesbianas y gais —sin pretensiones de autenticidad ni de ‘verdad exclusiva’—, un discurso crítico, ‘descorporizado’, no hace más que construir lo ‘diferente’ como exterior y extraño, es decir, que sigue impulsando la maquinaria de la normalidad.”

val flores (2008)

La pedagogía, cuando va unida a etiquetas como feminista, antirracista o antihomófoba, es crítica con la educación mainstream como espacio de reproducción de relaciones de poder desiguales. Al mismo tiempo, queer, como he mostrado, es una crítica a las prácticas de normalización que se dan en el ámbito de los géneros y las sexualidades. A esta intersección se le ha denominado pedagogía(s) queer, un campo que cuenta ya con cierto desarrollo en los últimos años (Pérez y Trujillo, 2020). En el contexto español, los temas de educación se trabajan, en enorme medida (no exentos tampoco de dificultades con las instituciones), desde el discurso de la diversidad y la política identitaria LGTBI+, aunque ya contamos con algunos trabajos sobre pedagogías queer69.

Estas pedagogías raras, transgresoras pueden, además de suponer una mirada crítica sobre las políticas LGTBI+ en educación, convertirse en metodologías queer, en prácticas queer de enseñanza. Son, en realidad, aproximaciones, teorías y prácticas educativas que pueden ser llevadas a cabo por profes y estudiantes que ocupan múltiples, cambiantes y variadas posiciones de sujeto. Todavía hoy, muches estudiantes que no encajan en la matriz blanca y heteronormativa (Butler, 1990) sufren violencias en la escuela (y resisten a ellas de múltiples maneras también), al tiempo que les profesores tienen, en general, muchas dificultades para relacionarse con la “otredad”.

Las aportaciones queer han supuesto un cambio de mirada, un giro epistemológico. Como se pregunta Louro (2012: 363), “¿cómo pueden los saberes queer, intrínsecamente sub­­versivos y provocadores, articularse en campos tradicio­­nal­­mente normalizadores y disciplinadores como la Educación?”. Uno de los retos es ir más allá de la incorporación del contenido LGTBI+ en los currículos y de la preocupación so­­bre la búsqueda de estrategias de enseñanza que hagan ese contenido más accesible para el alumnado (Luhmann, 1998). Lo que vemos es que muchas veces es inevitable moverse entre la urgencia de la práctica cotidiana (pero ¿cómo llevamos todo esto al aula?) y el análisis y la reflexión.

Lopes Louro ha traducido la teoría queer en la práctica pedagógica y difundido sus herramientas y debates en el cono sur. De esta autora me gusta especialmente el cuestionamiento y la desnaturalización como estrategias para romper con las certezas, buscando recuperar la duda y lo incierto como forma de enseñanza y aprendizaje. Esta investigadora también destaca cómo estas pedagogías queer/cuir, transgresoras, critican los métodos de normalización de la enseñanza moderna y cómo operamos en un campo históricamente disciplinador. No hay que introducir un contra-conocimiento u otro saber que se contraponga al saber dominante, sino desestabilizarlo. Es importante, además, sobrepasar el territorio de los géneros y las sexualidades, y repensar la cultura, las instituciones, el poder, las formas de aprender y de estar en el mundo. Desde la pedagogía queer, el sujeto racional, crítique, liberade de la teoría de la educación entra en una crisis profunda. Las pedagogías queer han colaborado en que géneros y sexualidades se incorporen a la agenda de la educación, no solo como contenidos sino como formas de repensar algunas categorías de este ámbito como el “conocimiento” y la “enseñanza”.

Apuntes finales

En la búsqueda de respuestas a mis preguntas e inquietudes, de tipo individual y colectivo, las lecturas y prácticas políticas queer/cuir y (trans)feministas han sido una maravillosa caja de herramientas para analizar, de otra manera, qué entendemos acerca del género, la sexualidad, la identidad, la expresión de género, la pluma, el passing, el cuerpo, y tantas otras cosas. Son aportaciones fundamentales para pensar en la construcción de las subjetividades y el deseo. En los últimos años, han significado un giro copernicano en nuestra manera de pensar, de movilizarnos, de investigar y enseñar: hemos pasado del discurso de las minorías sexuales (política identitaria) a los discursos sobre las multitudes queer. La cis-heteronormatividad no solo afecta a gais, lesbianas, bisexuales, trans*, gente no binaria, etc. (quitando vectores de opresión), y lo mismo es aplicable al género, la raza, la capacidad, etc. Como escuché en una mesa redonda hace un tiempo a un padre gay, “no hace falta ser ballena para ser de Greenpeace”.

Queer hay que entenderlo como un adjetivo y como movimiento, acción… como un verbo: queerizar la escuela, la clase, el conocimiento, las metodologías (y los movimientos sociales, el espacio público y un largo etcétera). Hackear la normalidad, disolver los binarismos, y articular alianzas y redes. No obstante, si la pedagogía queer está comprometida con la práctica radical de deconstruir la normalidad, esto significa que no puede necesariamente reducirse a enseñar para o sobre personas queer (Britzman, 1995). Podemos queerizar la enseñanza en muchos momentos: interviniendo en el lenguaje, hablando en femenino plural inclusivo como crítica al uso del lenguaje sexista en la escuela; hablando de autoras negras, de feministas menos conocidas, de aportaciones de maricas, bolleras, bis, trans*, gente no binaria, gender queers, etc.

Retomando el genial corto El vestido nuevo, materiales como este pueden servirnos para pensar la “diferencia”, la “normalidad” y la “naturalidad”, y para preguntarnos cómo se adjudican a los sujetos y cómo pueden ser subvertidas. Como nos recuerda Luhmann (1998), una mirada queer transgrede precisamente los límites entre lo queer y lo “normal” (es decir, heterosexual) al descifrar los contenidos y subtextos queer en las narrativas heterosexuales, y al señalar el solapamiento entre las prácticas homosexuales y hetero. Las teorizaciones queer insisten en que las sexualidades y cuerpos no cis-hetero son simultáneamente marginales y centrales, y que la norma heterosexual necesita, como ya he mencionado en estas páginas, de la desviación homosexual para existir.

Esta batalla por derribar los binarismos, mujer-hombre, homosexual-heterosexual es otro de los puntos clave. La diferencia, como señaló Fuss (1991), es la condición necesaria para la identidad. Foucault (1977) ya argumentó en su Histo­­ria de la sexualidad que la construcción del sujeto burgués está basada en la contraposición heterosexual-homosexual. La heterosexualidad como régimen político se refuerza a través de la LGTBIfobia, de las desigualdades de tipo social y legal, y de los gestos de tolerancia a lesbianas y gais, “diferentes pero iguales”. “Lo queer” señala la perturbación de la normalidad heterosexual buscando “llevar la oposición hetero-homo al punto del colapso” (Fuss, 1990: 1).

Los saberes feministas y queer resisten ante el deseo de autoridad y de certezas definitivas, ante un conocimiento sin contradicciones, sin dudas, y sin fracasos (véase Halberstam, 2018). La educación es mucho más que transmitir conocimientos: tiene que ver con la creación de una nueva condición de conocimiento, de una disposición de aprendizaje original, diferente. Aprender sobre el contenido es diferente a aprender desde él, engloba el proceso menos predecible y más “lioso” de pasar a estar implicade en el conocimiento (Luhmann, 1998). Queer, en definitiva, es “una manera de conocer, más que algo a ser conocido” (Kopelson, 2002: 25).

Y al hilo de la cuestión de la duda metodológica, retomo las preguntas que planteaba al comienzo: cómo trabajar desde una pedagogía queer cuando no ha habido, ni hay, en general, un recorrido sobre temas de sexualidad, LGTBI+, y mucho menos queer. En relación con este punto, me parece interesante la propuesta que hace Karen Kopelson (2002) de una combinación de ambas, la política identitaria y la pedagogía queer, como manera —también— de huir de la lógica (binaria) de la una en oposición a la otra. En realidad, esto es lo que puede suceder en muchos centros escolares, que la política identitaria y las prácticas y saberes queer se trabajen en paralelo. Susan Talburt (en Kopelson, 2002: 18) nos advierte, refiriéndose al contexto estadounidense, que “la identidad, la voz y la visibilidad” continúan, pese a todos los retos posestructurales, manteniéndose en los enfoques del trabajo académico de y sobre personas LGTBI+ a través de numerosas disciplinas. Por otra parte, las prácticas transgresoras y subversivas también pueden, obviamente, tener límites, como todas las propuestas.

El reto es, en definitiva, cómo incorporar las aportaciones queer a nuestra práctica educativa, al tiempo que esta nos hace, a su vez, reflexionar sobre las cuestiones centrales de las teorías queer. En un contexto en el que todavía nos encontramos con muchas dificultades y hostilidades de varios tipos hacia todos estos temas, tenemos que seguir incidiendo en la necesidad de formación del profesorado y el trabajo en red(es); es fundamental el apoyo, la colaboración, crear proyectos, poner en común experiencias e ideas, sumar energías colectivamente. Les docentes no podemos simplemente esperar a que los cambios lleguen a través de las políticas públicas o de las leyes y proyectos educativos. La escuela no solo debe dar respuesta a las problemáticas y retos de la realidad social, sino que deberíamos adelantarnos, y ser uno de los espacios que lidere el cambio político y social en estos (peligrosos) “tiempos anti-intelectuales”, como los ha denominado Judith Butler.

Si queremos despatriarcalizar, desrracializar y desheterosexualizar la educación, las pedagogías queer son un horizonte a perseguir: una invitación a no pensar straight, a pensar desde otro lugar, al “mundo zurdo” de Anzaldúa (esa fuerza frente a la razón excluyente, frente al cisheteropatriarcado y el racismo). Las epistemologías feministas queer, con su crítica a la normalidad, a los binarismos, con su enseñanza del respeto a las diferencias y su mirada interseccional, son más necesarias —y urgentes— que nunca. En y fuera de las aulas, en las calles, las escuelas, para todo el mundo, en todas partes.

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