El comisario Salvo Montalbano llegó a la estación de Palermo de mal humor. Su malestar se debía a que se había enterado tarde de la doble huelga de aviones y barcos, y para ir a Roma sólo había encontrado una litera en un compartimiento de segunda para dos personas. Lo que significaba, en pocas palabras, una noche entera con un desconocido dentro de un espacio tan asfixiante que una celda de aislamiento resultaba más cómoda. Además, Montalbano nunca conseguía conciliar el sueño en el tren, aunque tomara somníferos hasta el límite del lavado gástrico. Para pasar las horas, llevaba a cabo un ritual que únicamente era posible si estaba solo. Consistía en acostarse, apagar la luz, encenderla apenas media hora después, fumar medio cigarrillo, leer una página del libro que se había llevado, apagar el cigarrillo, apagar la luz, y cinco minutos después, repetir la misma operación, y así hasta la llegada. Si no estaba solo, era absolutamente indispensable que el compañero de viaje tuviera unos nervios a toda prueba y un sueño pesado como el plomo; a falta de tales requisitos, la cosa podía acabar a bofetadas. La estación estaba tan llena de viajeros que parecía el primer día de agosto. Eso malhumoró aún más al comisario, perdida la esperanza de que la otra litera quedara vacía.
Junto a su vagón había un individuo vestido con un mono azul sucio y una plaquita con su nombre en el pecho. A Montalbano le pareció un mozo, raza en vías de extinción, porque ahora existen los carritos y el viajero pierde una hora antes de encontrar uno que funcione.
—Deme el billete —le dijo amenazador el hombre del mono.
—¿Por qué? —preguntó desafiante el comisario.
—Porque hay huelga de revisores y me han dicho que los sustituya. Estoy autorizado a abrirle la litera, pero le advierto que mañana por la mañana no puedo prepararle café ni traerle el periódico.
Montalbano se malhumoró aún más: lo del periódico pase, pero sin café estaba perdido. Peor no se podía empezar.
Entró en el compartimiento. Su compañero de viaje todavía no había llegado: no había equipaje a la vista. Apenas tuvo tiempo de dejar la maleta y abrir la novela policíaca que había elegido, sobre todo por su grosor, cuando el tren se puso en movimiento. ¡Mira que si el otro ha cambiado de idea y no ha subido! El pensamiento lo alegró. Después de un trecho, el hombre del mono se presentó con dos botellas de agua mineral y dos vasos de papel.
—¿Sabe dónde sube el otro señor?
—Me han dicho que compró el billete en Messina.
Se consoló: por lo menos podía estar en paz durante más de tres horas, que era lo que empleaba el tren en hacer el recorrido de Palermo a Messina. Cerró la puerta y siguió leyendo. La historia que narraba el libro lo enganchó de tal manera, que cuando se le ocurrió echar una mirada al reloj, observó que faltaba poco para llegar a Messina. Llamó al hombre del mono, se hizo preparar la litera —le había tocado la de arriba— y, en cuanto el mozo hubo acabado, se desnudó, se acostó y siguió leyendo. Cuando el tren entró en la estación, cerró el libro y apagó la luz. Cuando entrara el compañero de viaje fingiría estar dormido; así no habría necesidad de intercambiar palabras de cumplido.
Sin embargo, después de interminables maniobras hacia adelante y hacia atrás, cuando el tren finalmente embarcó en el transbordador, la litera inferior seguía vacía. Montalbano empezaba a dejarse arrastrar por la satisfacción cuando, una vez atracado el barco con una sacudida, se abrió la puerta del compartimiento y el viajero hizo su temida entrada. El comisario, debido a la escasa luz procedente del corredor, tuvo tiempo de entrever a un hombre de baja estatura, cabello cortado al cepillo, envuelto en un abrigo largo y pesado y con un portafolios en la mano. El pasajero olía a frío. Evidentemente había subido en Messina, pero había preferido permanecer en la cubierta durante la travesía del estrecho.
El recién llegado se sentó en la litera y no se movió, no hizo el menor movimiento ni encendió la luz pequeña, la que permite ver sin molestar a los demás. Permaneció sentado e inmóvil más de una hora. De no haber tenido una respiración pesada como después de una larga carrera de la cual es difícil recuperarse, Montalbano habría creído que la litera inferior continuaba vacía. Con la intención de que el desconocido se sintiera cómodo, el comisario fingió dormir y empezó a roncar un poco, con los ojos cerrados, pero como hace el gato, que parece dormido y, en realidad, está contando las estrellas del cielo de una en una.
De pronto, y sin darse cuenta, se durmió de verdad. Nunca le había sucedido.
Se despertó con un escalofrío, el tren se había detenido en una estación: Paola, le informó una voz masculina desde un altavoz. La ventanilla estaba completamente bajada y las luces amarillas de la estación iluminaban discretamente el compartimiento.
El compañero de viaje seguía envuelto en el abrigo y ahora estaba sentado a los pies de la litera, el portafolios abierto encima de la tapa del lavabo. Leía una carta y acompañaba la lectura con un movimiento de los labios. Cuando acabó, la rompió a conciencia y dejó los pedacitos junto al portafolios. El comisario observó que el montón blanco formado por las cartas rasgadas era bastante alto. Si aquella historia hacía rato que duraba, él había dormido dos horas más o menos.
El tren se movió, cogió velocidad, y cuando estuvieron fuera de la estación el hombre se levantó, cogió con ambas manos la mitad del montoncito y lo hizo volar fuera de la ventanilla. Repitió el movimiento con la mitad que quedaba y luego, tras un momento de indecisión, levantó la cartera todavía parcialmente llena de cartas para releer y romper y lo lanzó por la ventanilla. Montalbano observó que aspiraba por la nariz y comprendió que aquel hombre estaba llorando, porque luego se pasó la manga del abrigo por la cara para secarse las lágrimas. Después, el compañero de viaje se desabrochó la pesada indumentaria, sacó del bolsillo posterior de los pantalones un objeto oscuro y lo lanzó fuera con fuerza.
El comisario tuvo la certeza de que aquel hombre se había librado de un arma de fuego.
El desconocido volvió a abrocharse el abrigo, cerró la ventanilla, corrió la cortina y se echó en la litera como un peso muerto. Comenzó a sollozar sin freno. Montalbano, incómodo, aumentó el volumen de su falso ronquido. Un bonito concierto.
Poco a poco los sollozos se fueron aplacando. Venció el cansancio, o lo que fuera, y el hombre de la litera de abajo cayó en un sueño agitado.
Cuando observó que faltaba poco para llegar a Nápoles, el comisario bajó por la escalerilla, encontró a tientas la percha con la ropa y se vistió en silencio: el compañero de viaje, siempre envuelto en el abrigo, le daba la espalda. A Montalbano, sin embargo, le dio la sensación de que estaba despierto y no quería darlo a entender, como él mismo hizo durante la primera parte del viaje.
Cuando se inclinó para atarse los zapatos, Montalbano observó que en el suelo había un rectángulo de papel blanco, lo recogió, abrió la puerta, salió rápidamente al corredor, y cerró a sus espaldas. Era una tarjetita postal y representaba un corazón rojo rodeado por un vuelo de blancas palomas bajo un cielo azul. Estaba dirigida al contable Mario Urso, calle de la Libertà número 22, Patti (provincia de Messina). Un texto de cinco palabras: «Te recuerda siempre con amor» y la firma, «Anna».
El tren no se había detenido bajo la marquesina, y el comisario corría desesperado por el andén en busca de alguien que vendiera café. No encontró a nadie, llegó jadeando al vestíbulo central, se quemó la boca con dos tazas, una tras otra, se precipitó hacia el quiosco y compró el periódico.
Tuvo que echar a correr otra vez porque el tren volvía a ponerse en marcha. Se quedó en el pasillo para recuperar el aliento y luego empezó a leer precipitadamente las noticias policiales, como hacía siempre. Enseguida se fijó en una noticia procedente de Patti (provincia de Messina). Unas cuantas líneas, tantas como el hecho merecía.
Mario Urso, un estimado contable cincuentón, al sorprender a su joven esposa Anna Fati en actitud inequívoca con R. M., de treinta años, que estaba vigilado por la policía, la había matado con tres disparos de pistola. R. M., el amante, que anteriormente se había burlado en público del marido traicionado, no sufrió heridas, pero se encontraba en el hospital debido a la impresión sufrida. La policía y los carabineros seguían buscando al asesino.
El comisario no entró en el compartimiento, permaneció en el corredor fumando un cigarrillo tras otro. Luego, cuando el tren avanzaba muy lento bajo la marquesina de la estación de Roma, se decidió a abrir la puerta.
El hombre, siempre con el abrigo puesto, se había sentado en la litera, los brazos alrededor del pecho, el cuerpo sacudido por largos escalofríos. No veía, no oía.
El comisario cobró ánimos y entró en la densa angustia, la palpable desolación, la visible desesperación que llenaban el compartimiento y lo teñían de un color amarillo putrefacto. Cogió la maleta y luego dejó con delicadeza la tarjeta en las rodillas de su compañero de viaje.
—Buena suerte, contable —susurró.
Y se mezcló entre los viajeros que se disponían a bajar.