El camino

El camino


XV

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XV

DON Moisés, el maestro, decía a menudo que él necesitaba una mujer más que un cocido. Pero llevaba diez años en el pueblo diciéndolo y aún seguía sin la mujer que necesitaba. Las Guindillas, las Lepóridas y don José, el cura, que era un gran santo, reconocían que el Peón necesitaba una mujer. Sobre todo por dignidad profesional. Un maestro no puede presentarse en la escuela de cualquier manera; no es lo mismo que un quesero o un herrero, por ejemplo. El cargo, exige. Claro que lo primero que exige el cargo es una remuneración suficiente, y don Moisés, el Peón, carecía de ella. Así es que tampoco tenía nada de particular que don Moisés, el Peón, se embutiese cada día en el mismo traje con que llegó al pueblo, todo tazado y remendado, diez años atrás, e incluso que no gastase ropa interior. La ropa interior costaba un ojo de la cara y el maestro precisaba los dos ojos de la cara para desempeñar su labor.

Camila, la Lepórida, se portó mal con él; eso desde luego; don Moisés, el maestro, anduvo enamoriscado de ella una temporada y ella le dio calabazas, porque decía que era rostritorcido y tenía la boca descentrada. Esto era una tontería, y Paco, el herrero, llevaba razón al afirmar que eso no constituía inconveniente grave, ya que la Lepórida, si se casaba con él, podría centrarle la boca y enderezarle la cara a fuerza de besos. Pero Camila, la Lepórida, no andaba por la labor y se obstinó en que para besar la boca del maestro habría de besarla en la oreja y esto le resultaba desagradable. Paco, el herrero, no dijo que sí ni que no, pero pensó que siempre sería menos desagradable besar la oreja de un hombre que besar los hocicos de una liebre. Así que la cosa se disolvió en agua de borrajas. Camila, la Lepórida, continuó colgada del teléfono y don Moisés, el maestro, acudiendo diariamente a la escuela sin ropa interior, con la vuelta de los puños tazada y los codos agujereados.

El día que Roque, el Moñigo, expuso a Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sus proyectos fue un día soleado de vacación, en tanto Pascual, el del molino, y Antonio, el Buche, disputaban una partida en el corro de bolos.

—Oye, Mochuelo —dijo de pronto—; ¿por qué no se casa la Sara con el Peón?

Por un momento, Daniel, el Mochuelo, vio los cielos abiertos. ¿Cómo siendo aquello tan sencillo y pertinente no se le ocurrió antes a él?

—¡Claro! —replicó—. ¿Por qué no se casan?

—Digo —agregó a media voz el Moñigo—, que para casarse dos basta con que se entiendan en alguna cosa. La Sara y el Peón se parecen en que ninguno de los dos me puede ver a mí ni en pintura.

A Daniel, el Mochuelo, iba pareciéndole el Moñigo un ser inteligente. No veía manera de cambiar de exclamación, tan perfecto y sugestivo le parecía todo aquello.

—¡Claro! —dijo.

Prosiguió el Moñigo:

—Figúrate lo que sería vivir yo en mi casa con mi padre, los dos solos, sin la Sara. Y en la escuela, don Moisés siempre me tendría alguna consideración por el hecho de ser hermano de su mujer e incluso a vosotros por ser los mejores amigos del hermano de su mujer. Creo que me explico, ¿no?

De la contumacia del Mochuelo se infería su desbordado entusiasmo.

—¡Claro! —volvió a decir.

—¡Claro! —adujo el Tiñoso, contagiado.

El Moñigo movió la cabeza dubitativamente:

—El caso es que ellos se quieran casar —dijo.

—¿Por qué no van a querer? —afirmó el Mochuelo—. El Peón hace diez años que necesita una mujer y a la Sara no la disgustaría que un hombre le dijese cuatro cosas. Tu hermana no es guapa.

—Es fea como un diablo, ya lo sé; pero también es fea la Lepórida.

—¿Es escrupulosa la Sara? —dijo el Tiñoso.

—Qué va; si le cae una mosca en la leche se ríe y le dice: «Prepárate, que vas de viaje», y se la bebe con la leche como si nada. Luego se ríe otra vez —dijo Roque, el Moñigo.

—¿Entonces? —dijo el Tiñoso.

—La mosca ya no vuelve a darle guerra; es cosa de un momento. Casarse es diferente —dijo el Moñigo.

Los tres permanecieron un rato silenciosos. Al cabo, Daniel, el Mochuelo, dijo:

—¿Por qué no hacemos que se vean?

—¿Cómo? —inquirió el Moñigo.

El Mochuelo se levantó de un salto y se palmeó el polvo de las posaderas:

—Ven, ya verás.

Salieron de la bolera a la carretera. La actitud del Mochuelo revelaba una febril excitación.

—Escribiremos una nota al Peón como si fuera la propia Sara, ¿me entiendes? Tu hermana sale todas las tardes a la puerta de casa para ver pasar la gente. Le diremos que le espera a él y cuando él vaya y la vea creerá que le está esperando de verdad.

Roque, el Moñigo, adoptaba un gesto hosco, enfurruñado, habitual en él cuando algo no le convencía plenamente.

—¿Y si el Peón conoce la letra? —arguyó.

—La desfiguraremos —intervino, entusiasmado, el Tiñoso.

Añadió el Moñigo:

—¿Y si le enseña la carta a la Sara?

Daniel caviló un momento.

—Le diremos que queme la carta antes de ir a verla y que jamás le hable de esa carta si no quiere que se muera de vergüenza y que no le vuelva a mirar a la cara.

—¿Y si no la quema? —argumentó, obstinado, el Moñigo.

—La quemará. El asqueroso Peón tiene miedo de quedarse sin mujer. Ya es un poco viejo y él sabe que tuerce la boca. Y que eso hace feo. Y que a las mujeres no les gusta besar la boca de un hombre en la oreja. Ya se lo dijo la Lepórida bien claro —dijo el Mochuelo.

Roque, el Moñigo, añadió como hablando consigo mismo:

—Él no dirá nada por la cuenta que le tiene; le queda canguelo desde que la Camila le dio calabazas. Tienes razón.

Paulatinamente renacía la confianza en el ancho pecho del Moñigo. Ya se veía sin la Sara, sin la constante amenaza de la regla del Peón sobre su cabeza en la escuela; disfrutando de una independencia que hasta entonces no había conocido.

—¿Cuándo le escribimos la carta, entonces? —dijo.

—Ahora.

Estaban frente a la quesería y entraron en ella. El Mochuelo tomó un lápiz y un papel y escribió con caracteres tipográficos:

Don Moisés, si usted necesita una mujer, yo necesito un hombre. Le espero a las siete en la puerta de mi casa. No me hable jamás de esta carta y quémela. De otro modo me moriría de vergüenza y no volvería a mirarle a usted a la cara. Tropiécese conmigo como por casualidad.

 

Sara

A la hora de comer, Germán, el Tiñoso, introdujo la carta al maestro por debajo de la puerta de su casa y a las siete menos cuarto de aquella misma tarde entraba con Daniel, el Mochuelo, en casa del Moñigo a esperar los acontecimientos desde el ventanuco del pajar.

El asunto estaba bien planeado y todo, mas a pique estuvo de venirse abajo. La Sara, como de costumbre, tenía encerrado al Moñigo en el pajar cuando ellos llegaron. Y eran las siete menos cuarto. Daniel, el Mochuelo, presumía que, necesitando como necesitaba el Peón una mujer desde hacía diez años, no se retrasaría ni un solo minuto.

La voz de la Sara se desgranaba por el hueco de la escalera. A pesar de haber oído un millón de veces aquella retahíla, Daniel, el Mochuelo, no pudo evitar ahora un estremecimiento:

—Cuando mis ojos vidriados y desencajados por el horror de la inminente muerte fijen en Vos sus miradas lánguidas y moribundas…

El Moñigo debía saber que eran cerca de las siete, porque respondía atropelladamente, sin dar tiempo a la Sara a concluir la frase:

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí.

La Sara se detuvo al oír que alguien subía la escalera. Eran el Mochuelo y el Tiñoso.

—Hola, Sara —dijo el Mochuelo, impaciente—. Perdona al Moñigo, no lo volverá a hacer.

—Qué sabes tú lo que ha hecho, zascandil —dijo ella.

—Algo malo será. Tú no le castigas nunca sin un motivo. Tú eres justa.

La Sara sonrió, complacida.

—Aguarda un momento —dijo, y prosiguió rápidamente, ansiando dar cuanto antes cima a su castigo:

—Cuando perdido el uso de los sentidos, el mundo todo desaparezca de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de la muerte…

—Jesús misericordioso, tened compasión de mí. Sara, ¿has terminado?

Ella cerró el devocionario.

—Sí.

—Hale, abre.

—¿Escarmentaste?

—Sí, Sara; hoy me metiste mucho miedo.

Se levantó la Sara y abrió la puerta del pajar visiblemente satisfecha. Comenzó a bajar la escalera con lentitud. En el primer rellano se volvió.

—Ojo y no hagáis porquerías —dijo, como estremecida por un difuso presentimiento.

El Moñigo, el Mochuelo y el Tiñoso se precipitaron hacia el ventanuco del pajar sin cambiar una palabra. El Moñigo retiró las telarañas de un manotazo y se asomó a la calle. Inquirió angustiado el Mochuelo:

—¿Salió ya?

—Está sacando la silla y la labor. Ya se sienta —su voz se hizo repentinamente apremiante—. ¡El Peón viene por la esquina de la calle!

El corazón del Mochuelo se puso a bailar locamente, más locamente aún que cuando oyó silbar al rápido a la entrada del túnel y él le esperaba dentro con los calzones bajados, o cuando su madre preguntó a su padre, con un extraño retintín, si tenían al Gran Duque como un huésped de lujo. Lo de hoy era aún mucho más emocionante y trascendental que todo aquello. Puso su cara entre las del Moñigo y el Tiñoso y vio que don Moisés se detenía frente a la Sara, con el cuerpo un poco ladeado y las manos en la espalda, y le guiñaba reiteradamente un ojo y le sonreía hasta la oreja por el extremo izquierdo de la boca. La Sara le miraba atónita y, al fin, azorada por tantos guiños y tantas medias sonrisas, balbuceó:

—Buenas tardes, don Moisés, ¿qué dice de bueno?

Él entonces se sentó en el banco de piedra junto a ella. Tornó a hacer una serie de muecas veloces con la boca, con lo que demostraba su contento.

La Sara le observaba asombrada.

—Ya estoy aquí, nena —dijo él—. No he sido moroso, ¿verdad? De lo demás no diré ni una palabra. No te preocupes.

Don Moisés hablaba muy bien. En el pueblo no se ponían de acuerdo sobre quién era el que mejor hablaba de todos, aunque en los candidatos, coincidían: don José, el cura; don Moisés, el maestro, y don Ramón, el alcalde.

La melosa voz del Peón a su lado y el lenguaje abstruso que empleaba desconcertaron a la Sara.

—¿Le… le pasa a usted hoy algo, don Moisés? —dijo.

Él tornó a guiñarle el ojo con un sentido de entendimiento y complicidad y no contestó.

Arriba, en el ventanuco del pajar, el Moñigo susurró en la oreja del Mochuelo:

—Es un cochino charlatán. Está hablando de lo que no debía.

—¡Chist!

El Peón se inclinó ahora hacia la Sara y la cogió osadamente una mano.

—Lo que más admiro en las mujeres es la sinceridad, Sara; gracias. Tú y yo no necesitamos de recovecos ni de disimulos —dijo.

Tan roja se le puso la cara a la Sara que su pelo parecía menos rojo. Se acercaba la Chata, con un cántaro de agua al brazo, y la Sara se deshizo de la mano del Peón.

—¡Por Dios, don Moisés! —cuchicheó en un rapto de inconfesada complacencia—. ¡Pueden vernos!

Arriba, en el ventanuco del pajar, Roque, el Moñigo, y Daniel, el Mochuelo, y Germán, el Tiñoso, sonreían bobamente, sin mirarse.

Cuando la Chata dobló la esquina, el Peón volvió a la carga.

—¿Quieres que te ayude a coser esa prenda? —dijo.

Ahora le cogía las dos manos. Forcejearon. La Sara, en un movimiento instintivo, ocultó la prenda tras de sí, atosigada de rubores.

—Las manos quietas, don Moisés —rezongó.

Arriba, en el pajar, el Moñigo rio quedamente:

—Ji, ji, ji. Es una braga —dijo.

El Mochuelo y el Tiñoso rieron también. La confusión y el aparente enojo de la Sara no ocultaban un vehemente regodeo. Entonces el Peón comenzó a decirle sin cesar cosas bonitas de sus ojos y de su boca y de su pelo, sin darle tiempo a respirar, y a la legua se advertía que el corazón virgen de la Sara, huérfana aún de requiebros, se derretía como el hielo bajo el sol. Al concluir la retahíla de piropos, el maestro se quedó mirando de cerca, fijamente, a la Sara.

—¿A ver si has aprendido ya cómo son tus ojos, nena? —dijo.

Ella rio, entontecida.

—¡Qué cosas tiene, don Moisés! —dijo.

Él insistió. Se notaba que la Sara evitaba hablar para no defraudar con sus frases vulgares al Peón, que era uno de los que mejor hablaban en el pueblo. Sin duda la Sara quería recordar algo bonito que hubiese leído, algo elevado y poético, pero lo primero que le vino a las mientes fue lo que más veces había repetido.

—Pues… mis ojos son… son… vidriados y desencajados, don Moisés —dijo, y tornó a reír en corto, crispadamente.

La Sara se quedó tan terne. La Sara no era lista. Entendía que aquellos adjetivos por el mero hecho de venir en el devocionario debían ser más apropiados para aplicarlos a los ángeles que a los hombres y se quedó tan a gusto. Ella interpretó la expresión de asombro que se dibujó en la cara del maestro favorablemente, como un indicio de sorpresa al constatar que ella no era tan zafia y ruda como seguramente había él imaginado. En cambio, el Moñigo, allá arriba, receló algo:

—La Sara ha debido decir una bobada, ¿no?

El Mochuelo aclaró:

—Los ojos vidriados y desencajados son los de los muertos.

El Moñigo sintió deseos de arrojar un ladrillo sobre la cabeza de su hermana. No obstante, el Peón sonrió hasta la oreja derecha después de su pasajero estupor. Debía de necesitar mucho una mujer cuando transigía con aquello sin decir nada. Tornó a requebrar a la Sara con mayor ahínco y al cuarto de hora, ella estaba como abobada, con las mejillas rojas y la mirada perdida en el vacío, igual que una sonámbula. El Peón quiso asegurarse la mujer que necesitaba:

—Te quiero, ¿sabes, Sara? Te querré hasta el fin del mundo. Vendré a verte todos los días a esta misma hora. Y tú, tú, dime —le cogía una mano otra vez, aparentando un efervescente apasionamiento—, ¿me querrás siempre?

La Sara le miró como enajenada. Las palabras le acudían a la boca con una fluidez extraña; era como si ella no fuese ella misma; como si alguien hablase por ella desde dentro de su cuerpo.

—Le querré, don Moisés —dijo—, hasta que, perdido el uso de los sentidos, el mundo todo desaparezca de mi vista y gima yo entre las angustias de la última agonía y los afanes de la muerte.

—¡Así! —dijo el maestro, entusiasmado, y le oprimió las manos y guiñó dos veces los ojos, y otras cuatro se le distendió la boca hasta la oreja y, al fin, se marchó y antes de llegar a la esquina volvió varias veces el rostro y sonrió convulsivamente a la Sara.

Así se hicieron novios la Sara y el Peón. Con Daniel, el Mochuelo, estuvieron un poco desconsiderados, teniendo en cuenta la parte que él había jugado en aquel entendimiento. Habían sido novios año y medio y ahora que él tenía que marchar al colegio a empezar a progresar se les ocurría fijar la boda para el dos de noviembre, el día de las Ánimas Benditas. Andrés, «el hombre que de perfil no se le ve», tampoco aprobó aquella fecha y lo dijo así sin veladuras:

—Los hombres que van buscando la mujer se casan en primavera; los que van buscando la fregona se casan en invierno. No falla nunca.

A la Nochebuena siguiente, la Sara estaba de muy buen humor. Desde que se hiciera novia del Peón se había suavizado su carácter. Hasta tal punto que, desde entonces, sólo dos veces había encerrado al Moñigo en el pajar para leerle las recomendaciones del alma. Ya era ganar algo. Por añadidura, el Moñigo sacaba mejores notas en la escuela y ni una sola vez tuvo que levantar la Historia Sagrada, con sus más de cien grabados a todo color, por encima de la cabeza.

Daniel, el Mochuelo, en cambio, sacó bien poco de todo aquello.

A veces lamentaba haber intervenido en el asunto, pues siempre resultaba más confortador sostener la Historia Sagrada viendo que el Moñigo hacía otro tanto a su lado, que tener que sostenerla sin compañía.

El día de Nochebuena, la Sara andaba de muy buen talante y le preguntó al Moñigo mientras daba vuelta al pollo que se asaba en el horno:

—Dime, Roque, ¿escribiste tú una carta al maestro diciéndole que yo le quería?

—No, Sara —dijo el Moñigo.

—¿De veras? —dijo ella.

—Te lo juro, Sara —añadió.

Ella se llevó un dedo que se había quemado a la boca y cuando lo sacó dijo:

—Ya decía yo. Sería lo único bueno que hubieras hecho en tu vida. Anda. Aparta de ahí, zascandil.

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