El camino

El camino


IV

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IV

LAS cosas pasaron en su momento y, ahora, Daniel, el Mochuelo, las recordaba con fruición. Su padre, el quesero, pensó un nombre antes de tener un hijo; tenía un nombre y le arropaba y le mimaba y era ya, casi, como tener un hijo. Luego, más tarde, nació Daniel.

Daniel, el Mochuelo, evocaba sus primeros pasos por la vida. Su padre emanaba un penetrante olor, era como un gigantesco queso, blando, blanco, pesadote. Pero, Daniel, el Mochuelo, se gozaba en aquel olor que impregnaba a su padre y que le inundaba a él, cuando, en las noches de invierno, frente a la chimenea, acariciándole, le contaba la historia de su nombre.

El quesero había querido un hijo antes que nada para poder llamarle Daniel. Y se lo decía a él, al Mochuelo, cuando apenas contaba tres años y manosear su cuerpecillo carnoso y rechoncho equivalía a prolongar la cotidiana faena en el entremijo.

Pudo bautizarle con mil nombres diferentes, pero el quesero prefirió Daniel.

—¿Sabes que Daniel era un profeta que fue encerrado en una jaula con diez leones y los leones no se atrevieron a hacerle daño? —le decía, estrujándole amorosamente.

El poder de un hombre cuyos ojos bastaban para mantener a raya a una jauría de leones, era un poder superior al poder de todos los hombres; era un acontecimiento insólito y portentoso que desde niño había fascinado al quesero.

—Padre, ¿qué hacen los leones?

—Morder y arañar.

—¿Son peores que los lobos?

—Más feroces.

—¿Queeeé?

El quesero facilitaba la comprensión del Mochuelo como una madre que mastica el alimento antes de darlo a su hijito.

—Hacen más daño que los lobos, ¿entiendes? —decía.

Daniel, el Mochuelo, no se saciaba:

—¿Verdad que los leones son más grandes que los perros?

—Más grandes.

—¿Y por qué a Daniel no le hacían nada?

Al quesero le complacía desmenuzar aquella historia:

—Les vencía sólo con los ojos; sólo con mirarles; tenía en los ojos el poder de Dios.

—¿Queeeé?

Apretaba al hijo contra sí:

—Daniel era un santo de Dios.

—¿Qué es eso?

La madre intervenía, precavida:

—Deja al chico ya; le enseñas demasiadas cosas para la edad que tiene.

Se lo quitaba al padre y le acostaba. También su madre hedía a boruga y a cuajada. Todo, en su casa, olía a cuajada y a requesón. Ellos mismos eran un puro y decantado olor. Su padre llevaba aquel tufo hasta en el negro de las uñas de las manos. A veces, Daniel, el Mochuelo, no se explicaba por qué su padre tenía las uñas negras trabajando con leche o por qué los quesos salían blancos siendo elaborados con aquellas uñas tan negras.

Pero luego, su padre se distanció de él; ya no le hacía arrumacos ni carantoñas. Y eso fue desde que el padre se dio cuenta de que el chico ya podía aprender las cosas por sí. Fue entonces cuando comenzó a ir a la escuela y cuando se arrimó al Moñigo en busca de amparo. A pesar de todo, su padre, su madre y la casa entera, seguían oliendo a boruga y a requesón. Y a él seguía gustándole aquel olor, aunque Roque, el Moñigo, dijese que a él no le gustaba, porque olía lo mismo que los pies.

Su padre se distanció de él como de una cosa hecha, que ya no necesita de cuidados. Le daba desilusión a su padre verle valerse por sí, sin precisar de su patrocinio. Pero, además, el quesero se tornó taciturno y malhumorado. Hasta entonces, como decía su mujer, había sido como una perita en dulce. Y fue el cochino afán del ahorro lo que agrió su carácter. El ahorro, cuando se hace a costa de una necesidad insatisfecha, ocasiona en los hombres acritud y encono. Así le sucedió al quesero. Cualquier gasto menudo o el menor desembolso superfluo le producían un disgusto exagerado. Quería ahorrar, tenía que ahorrar por encima de todo, para que Daniel, el Mochuelo, se hiciera un hombre en la ciudad, para que progresase y no fuera como él, un pobre quesero.

Lo peor es que de esto nadie sacaba provecho. Daniel, el Mochuelo, jamás lo comprendería. Su padre sufriendo, su madre sufriendo y él sufriendo, cuando el quitarle el sufrimiento a él significaría el fin del sufrimiento de todos los demás. Pero esto hubiera sido truncar el camino, resignarse a que Daniel, el Mochuelo, desertase de progresar. Y esto no lo haría el quesero; Daniel progresaría aunque fuese a costa del sacrificio de toda la familia, empezando por él mismo.

No. Daniel, el Mochuelo, no entendería nunca estas cosas, estas tozudeces de los hombres y que se justificaban como un anhelo lógico de liberarse. Liberarse, ¿de qué? ¿Sería él más libre en el colegio, o en la Universidad, que cuando el Moñigo y él se peleaban a boñigazo limpio en los prados del valle? Bueno, quizá sí; pero él nunca lo entendería.

Su padre, por otra parte, no supo lo que hizo cuando le puso el nombre de Daniel. Casi todos los padres de todos los chicos ignoraban lo que hacían al bautizarles. Y también lo ignoró el padre del maestro y el padre de Quino, el Manco, y el padre de Antonio, el Buche, el del bazar. Ninguno sabía lo que hacía cuando don José, el cura, que era un gran santo, volcaba la concha llena de agua bendita sobre la cabeza del recién nacido. O si sabían lo que hacían, ¿por qué lo hacían así, a conciencia de que era inútil?

A Daniel, el Mochuelo, le duró el nombre lo que la primera infancia. Ya en la escuela dejó de llamarse Daniel, como don Moisés, el maestro, dejó de llamarse Moisés a poco de llegar al pueblo.

Don Moisés, el maestro, era un hombre alto, desmedrado y nervioso. Algo así como un esqueleto recubierto de piel. Habitualmente torcía media boca como si intentase morderse el lóbulo de la oreja. La molicie o el contento le hacían acentuar la mueca de tal manera que la boca se le rasgaba hasta la patilla, que se afeitaba muy abajo. Era una cosa rara aquel hombre, y a Daniel, el Mochuelo, le asustó y le interesó desde el primer día de conocerle. Le llamaba Peón, como oía que le llamaban los demás chicos, sin saber por qué. El día que le explicaron que le bautizó el juez así en atención a que don Moisés «avanzaba de frente y comía de lado», Daniel, el Mochuelo, se dijo que «bueno», pero continuó sin entenderlo y llamándole Peón un poco a tontas y a locas.

Por lo que a Daniel, el Mochuelo, concernía, es verdad que era curioso y todo cuanto le rodeaba lo encontraba nuevo y digno de consideración. La escuela, como es natural, le llamó la atención más que otras cosas, y más que la escuela en sí, el Peón, el maestro, y su boca inquieta e incansable y sus negras y espesas patillas de bandolero.

Germán, el hijo del zapatero, fue quien primero reparó en su modo de mirar las cosas. Un modo de mirar las cosas atento, concienzudo e insaciable.

—Fijaos —dijo—; lo mira todo como si le asustase.

Y todos le miraron con mortificante detenimiento.

—Y tiene los ojos verdes y redondos como los gatos —añadió un sobrino lejano de don Antonino, el marqués.

Otro precisó aún más y fue el que dio en el clavo:

—Mira lo mismo que un mochuelo.

Y con Mochuelo se quedó, pese a su padre y pese al profeta Daniel y pese a los diez leones encerrados con él en una jaula y pese al poder hipnótico de los ojos del profeta. La mirada de Daniel, el Mochuelo, por encima de los deseos de su padre, el quesero, no servía siquiera para apaciguar a una jauría de chiquillos. Daniel se quedó para usos domésticos. Fuera de casa sólo se le llamaba Mochuelo.

Su padre luchó un poco por conservar su antiguo nombre y hasta un día se peleó con la mujeruca que traía el fresco en el mixto[1]; pero fue en balde. Tratar de impedir aquello era lo mismo que tratar de contener la impetuosa corriente del río en primavera. Una cosa vana. Y él sería, en lo sucesivo, Mochuelo, como don Moisés era el Peón; Roque el Moñigo; Antonio, el Buche; doña Lola, la tendera, la Guindilla mayor, y las de Teléfonos, las Cacas y las Lepóridas.

Aquel pueblo administraba el sacramento del bautismo con una pródiga y mordaz desconsideración.

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