El camino

El camino


XI

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XI

ROQUE, el Moñigo, dejó de admirar y estimar a Quino, el Manco, cuando se enteró de que éste había llorado hasta hartarse el día que se murió su mujer. Porque Quino, el Manco, además de la mano, había perdido a su mujer, la Mariuca. Y no sería porque no se lo avisaran. Más que nadie la Josefa, que estaba enamorada de él, y se lo restregaba por las narices a la menor oportunidad, muchas veces sin esperar la oportunidad siquiera.

—Quino, piénsalo. Mira que la Mariuca está tísica perdida.

Quino, el Manco, se sulfuraba.

—¿Y a ti qué diablos te importa, si puede saberse? —decía.

La Josefa tragaba bilis y lo dejaba. Por la noche lloraba, a solas, en su alcoba, hasta empapar la almohada y se juraba no volver a intervenir en el asunto. Mas a la mañana siguiente olvidaba su determinación. Le gustaba demasiado Quino, el Manco, para abandonar el campo sin quemar el último cartucho. Le gustaba porque era todo un hombre: fuerte, serio y cabal. Fuerte, sin ser un animal como Paco, el herrero; serio, sin llegar al escepticismo, como Pancho, el Sindiós, y cabal, sin ser un santo, como don José, el cura, lo era. En fin, lo que se dice un hombre equilibrado, un hombre que no pecaba por exceso ni por defecto, un hombre en el fiel.

Quino, en realidad, no creía en la tuberculosis. El mundo, para él, se componía de delgados y gordos. Mariuca era delgada, como delgados eran doña Lola y doña Irene, las Guindillas y Andrés, el zapatero. Y él era gordo como lo era Cuco, el factor. Pero eso no quería decir que los otros estuvieran enfermos y ellos sanos. De la Mariuca decían que estaba tísica desde que nació, pero ahí la tenían con sus veintitrés años, lozana y fresca como una flor.

Quino se acercó a ella sugestionado más que enamorado. Su natural tendencia le inclinaba a las hembras rollizas, de formas calientes, caídas por su propio peso, y exuberantes. Concretamente, hacia mujeres como la Josefa, duras, densas y apelmazadas. Pero Quino, el Manco, reflexionaba así: «En las ciudades, los señoritos se casan con las hembras flacas. Algo especial tendrán las flacas cuando los señoritos que tienen estudios y talento, las buscan así». Y se arrimó a la Mariuca porque era flaca. A los pocos días, sí se enamoró. Se enamoró ciegamente de ella porque tenía la mirada triste y sumisa como un corderillo y la piel azulada y translúcida como la porcelana. Se entendieron. A la Mariuca le gustaba Quino, el Manco, porque era su antítesis: macizo, vigoroso, corpulento y con unos ojos agudos y punzantes como bisturíes.

Quino, el Manco, decidió casarse y los vecinos se le echaron encima: «La Mariuca está delicada». «La Mariuca está enferma». «La tisis es mala compañera». Pero Quino, el Manco, saltó por encima de todo y una mañana esplendente de primavera se presentó a la puerta de la iglesia embutido en un traje de paño azul y con un pañuelo blanco anudado al cuello. Don José, el cura, que era un gran santo, los bendijo. La Mariuca le puso la alianza en el dedo anular de la mano izquierda, porque Quino, el Manco, tenía seccionada la derecha.

La Josefa, a pesar de todo, no logró amargarle la luna de miel. La Josefa se propuso que le pesara toda la vida sobre la conciencia la sombra de su desgracia. Pero no lo consiguió.

En la iglesia, durante la primera amonestación, saltó como una pantera, gritando, mientras corría hacia el altar de san Roque y poniendo al santo por testigo, que la Mariuca y Quino, el Manco, no podían casarse porque ella estaba tísica. Hubo, primero, un revuelo y, luego, un silencio hecho de cien silencios, en el templo. Mas don José conocía mejor que ella los impedimentos y todo el Derecho Canónico.

—Hija —dijo—, la ley del Señor no prohíbe a los enfermos contraer matrimonio. ¿Has entendido?

La Josefa, desesperada, se arrojó sobre las gradas del presbiterio y comenzó a llorar como una loca, mesándose los cabellos y pidiendo compasión. Todos la compadecían, pero resultaba inoperante fabricar, en un momento, otro Quino. Desde los bancos del fondo, donde se ponían los hombres, el Manco sonreía tristemente y se daba golpes amistosos con el muñón en la barbilla. La Guindilla mayor, al ver que don José vacilaba, no sabiendo qué partido tomar, se adelantó hasta la Josefa y la sacó del templo, tomándola compasivamente por las axilas. (La Guindilla mayor pretendió, luego, que don José, el cura, dijese otra misa en atención a ella, ya que entre sacar a la Josefa de la iglesia y atenderla unos momentos en el atrio se le pasó el Sanctus. Y ella afirmaba que no se iba a quedar sin misa por hacer una obra de caridad, y que eso no era justo, ni razonable, ni lógico, ni moral y que la comían por dentro los remordimientos y que era la primera vez que le ocurría en su vida… A duras penas don José logró apaciguarla y devolverle su inestable paz de conciencia). Después continuó el Santo Sacrificio como si nada, pero al domingo siguiente no faltó a misa ni Pancho, el Sindiós, que se coló subrepticiamente en el coro, tras el armonio. Y lo que pasa. Aquel día, don José leyó las amonestaciones y no ocurrió nada. Tan sólo, al pronunciar el cura el nombre de Quino surgió un suspiro ahogado del banco que ocupaba la Josefa. Pero nada más. Pancho, el Sindiós, dijo, al salir, que la piedad era inútil, un trasto, que en aquel pueblo no se sacaba nada en limpio siendo un buen creyente y que, por lo tanto, no volvería a la iglesia.

Lo gordo aconteció durante el refresco el día de la boda, cuando nadie pensaba para nada en la Josefa. Que nadie pensara en ella debió ser el motivo que la empujó a llamar la atención de aquella bárbara manera. De todos modos fue aquello una oscura y dolorosa contingencia.

Su grito se oyó perfectamente desde el corral de Quino, el Manco, donde se reunían los invitados. El grito provenía del puente y todos miraron hacia el puente. La Josefa, toda desnuda, estaba subida al pretil, de cara al río, y miraba la fiera corriente con ojos desencajados. Todo lo que se les ocurrió a las mujeres para evitar la catástrofe fue gritar, redondear los ojos, y desmayarse. Dos hombres echaron a correr hacia ella, según decían para contenerla, pero sus esposas les ordenaron acremente volverse atrás, porque no querían que sus maridos vieran de cerca a la Josefa toda desnuda. Entre estas dudas y vacilaciones, la Josefa volvió a gritar, levantó los brazos, puso los ojos en blanco y se precipitó en la oscura corriente de El Chorro.

Acudieron allá todos menos los novios. Al poco tiempo regresó a la taberna el juez. Quino, el Manco, decía en ese momento a la Mariuca:

—Esa Josefa es una burra.

—Era… —corrigió el juez.

Por eso supieron la Mariuca y Quino, el Manco, que la Josefa se había matado.

Para enterrarla en el pequeño camposanto de junto a la iglesia hubo sus más y sus menos, pues don José no se avenía a dar entrada en él a una suicida y no lo consintió sin antes consultar al Ordinario. Al fin llegaron noticias de la ciudad y todo se arregló, pues, por lo visto, la Josefa se había suicidado en un estado de enajenación mental transitorio.

Pero ni la sombra de la Josefa bastó para enturbiar las mieles de Quino en su viaje de bodas. Los novios pasaron una semana en la ciudad y de regreso le faltó tiempo a la Mariuca para anunciar a los cuatro vientos que estaba encinta.

—¿Tan pronto? —la preguntó la Chata, que no se explicaba cómo unas mujeres quedaban embarazadas por acostarse una noche con un hombre y otras no, aunque se acostasen con un hombre todas las noches de su vida.

—Anda ésta. ¿Qué tiene la cosa de particular? —dijo azorada, la Mariuca.

Y la Chata masculló una palabrota por dentro.

El proceso de gestación de la criatura no fue normal. A medida que se le abultaba el vientre a la Mariuca se le afilaba la cara de un modo alarmante. Las mujeres comenzaron a murmurar que la chica no aguantaría el parto.

El parto sí lo aguantó, pero se quedó en el sobreparto. Murió tísica a la semana y media de dar a luz y dio a luz a los cinco meses justos de suicidarse la Josefa.

Las comadres del pueblo empezaron a explicarse entonces la precipitación de la Mariuca por pregonar su estado, aun antes de apearse del tren que la trajo de la ciudad.

Quino, el Manco, según decían, pasó la noche solo, llorando junto al cadáver, con la niñita recién nacida en los brazos y acariciando tímidamente, con el retorcido muñón, las lacias e inertes melenas rubias de la difunta.

La Guindilla mayor, al enterarse de la desgracia, hizo este comentario:

—Eso es un castigo de Dios por haber comido el cocido antes de las doce.

Se refería a lo del alumbramiento prematuro, pero el ama de don Antonino, el marqués, tenía razón al comentar que seguramente no era aquello un castigo de Dios, puesto que Irene, la Guindilla menor, había comido no sólo el cocido, sino la sopa también antes de las doce, y nada le había ocurrido.

En aquella época, Daniel, el Mochuelo, sólo contaba dos años, y cuatro Roque, el Moñigo. Cinco después empezaron a visitar a Quino de regreso del baño en la Poza del Inglés, o de pescar cangrejos o jaramugo. El Manco era todo generosidad y les daba un gran vaso de sidra de barril por una perra chica. Ya entonces la tasca de Quino marchaba pendiente abajo. El Manco devolvía las letras sin pagar y los proveedores le negaban la mercancía. Gerardo, el Indiano, le afianzó varias veces, pero como no observara en Quino afán alguno de enmienda, pasados unos meses lo abandonó a su suerte. Y Quino, el Manco, empezó a ir de tumbo en tumbo, de mal en peor. Eso sí, él no perdía la locuacidad y continuaba regalando de lo poco que le quedaba.

Roque, el Moñigo, Germán, el Tiñoso, y Daniel, el Mochuelo, solían sentarse con él en el banco de piedra rayano a la carretera. A Quino, el Manco, le gustaba charlar con los niños más que con los mayores, quizá porque él, a fin de cuentas, no era más que un niño grande también. En ocasiones, a lo largo de la conversación, surgía el nombre de la Mariuca, y con él el recuerdo, y a Quino, el Manco, se le humedecían los ojos y, para disimular la emoción, se propinaba golpes reiteradamente con el muñón en la barbilla. En estos casos, Roque, el Moñigo, que era enemigo de lágrimas y de sentimentalismos, se levantaba y se largaba sin decir nada, llevándose a los dos amigos cosidos a los pantalones. Quino, el Manco, les miraba estupefacto, sin comprender nunca el motivo que impulsaba a los rapaces para marchar tan repentinamente de su lado, sin exponer una razón.

Jamás Quino, el Manco, se vanaglorió con los tres pequeños de que una mujer se hubiera matado desnuda por él. Ni aludió tan siquiera a aquella contingencia de su vida. Si Daniel, el Mochuelo, y sus amigos sabían que la Josefa se lanzó corita al río desde el puente, era por Paco, el herrero, que no disimulaba que le había gustado aquella mujer y que si ella hubiese accedido, sería, a estas alturas, la segunda madre de Roque, el Moñigo. Pero si ella prefirió la muerte que su enorme tórax y su pelo rojo, con su pan se lo comiera.

Lo que más avivaba la curiosidad de los tres amigos en los tiempos en que en la taberna de Quino se despachaba un gran vaso de sidra de barril por cinco céntimos, era conocer la causa por la que al Manco le faltaba una mano. Constituía la razón una historia sencilla que el Manco relataba con sencillez.

—Fue mi hermano, ¿sabéis? —decía—. Era leñador. En los concursos ganaba siempre el primer premio. Partía un grueso tronco en pocos minutos, antes que nadie. Él quería ser boxeador.

La vocación del hermano de Quino, el Manco, acrecía la atención de los rapaces. Quino proseguía:

—Claro que esto no sucedió aquí. Sucedía en Vizcaya hace quince años. No está lejos Vizcaya, ¿sabéis? Más allá de estos montes —y señalaba la cumbre fosca, empenachada de bruma, del Pico Rando—. En Vizcaya todos los hombres quieren ser fuertes y muchos lo son. Mi hermano era el más fuerte del pueblo, por eso quería ser boxeador; porque les ganaba a todos. Un día, me dijo: «Quino, aguántame este tronco, que voy a partirlo de cuatro hachazos». Esto me lo pedía con frecuencia, aunque nunca partiera los troncos de cuatro hachazos. Eso era un decir. Aquel día se lo aguanté firme, pero en el momento de descargar el golpe, yo adelanté la mano para hacerle una advertencia y ¡zas! —Las tres caritas infantiles expresaban, en este instante, un mismo nivel emocional. Quino, el Manco, se miraba cariñosamente el muñón y sonreía—: La mano saltó a cuatro metros de distancia, como una astilla —continuaba—. Y cuando yo mismo fui a recogerla, todavía estaba caliente y los dedos se retorcían solos, nerviosamente, como la cola de una lagartija.

El Moñigo temblaba al preguntarle:

—¿Te… te importa enseñarme de cerca el muñón, Manco?

Quino adelantaba el brazo, sonriente:

—Al contrario —decía.

Los tres niños, animados por la amable concesión del Manco, miraban y remiraban la incompleta extremidad, lo sobaban, introducían las uñas sucias por las hendiduras de la carne, se hacían uno a otro indicaciones y, al fin, dejaban el muñón sobre la mesa de piedra como si se tratara de un objeto ya inútil.

La Mariuca, la niña, se crio con leche de cabra y el mismo Quino le preparó los biberones hasta que cumplió el año. Cuando la abuela materna le insinuó una vez que ella podía hacerse cargo de la niña, Quino, el Manco, lo tomó tan a pecho y se irritó de tal modo que él y su suegra ya no volvieron a dirigirse la palabra. En el pueblo aseguraban que Quino había prometido a la difunta no dejar a la criatura en manos ajenas aunque tuviera que criarla en los propios pechos. Esto le parecía a Daniel, el Mochuelo, una evidente exageración.

A la Mariuca-uca, como la llamaban en el pueblo para indicar que era una consecuencia de la Mariuca difunta, la querían todos a excepción de Daniel, el Mochuelo. Era una niña de ojos azules, con los cabellos dorados y la parte superior del rostro tachonado de pecas. Daniel, el Mochuelo, conoció a la niña muy pronto, tanto que el primer recuerdo de ella se desvanecía en su memoria. Luego sí, recordaba a la Mariuca-uca, todavía una cosita de cuatro años, rondando los días de fiesta por las proximidades de la quesería.

La niña despertaba en la madre de Daniel, el Mochuelo, el instinto de la maternidad prematuramente truncada. Ella deseaba una niña, aunque hubiera tenido la carita llena de pecas como la Mariuca-uca. Pero eso ya no podría ser. Don Ricardo, el médico, le dijo que después del aborto le había quedado el vientre seco. Su vientre, pues, envejecía sin esperanzas. De aquí que la madre de Daniel, el Mochuelo, sintiese hacia la pequeña huérfana una inclinación casi maternal. Si la veía pindongueando por las inmediaciones de la quesería, la llamaba y la sentaba a la mesa.

—Mariuca-uca, hija —decía, acariciándola—, querrás un poco de boruga, ¿verdad?

La niña asentía. La madre del Mochuelo la atendía solícita.

—Pequeña, ¿tienes bastante azúcar? ¿Te gusta?

Volvía a asentir la niña, sin palabras. Al concluir la golosina, la madre de Daniel se interesaba por los pormenores domésticos de la casa de Quino:

—Mariuca-uca, hija, ¿quién te lava la ropa?

La niña sonreía:

—El padre.

—¿Y quién te hace la comida?

—El padre.

—¿Y quién te peina las trenzas?

—El padre.

—¿Y quién te lava la cara y las orejas?

—Nadie.

La madre de Daniel, el Mochuelo, sentía lástima de ella. Se levantaba, vertía agua en una palangana y lavaba las orejas de la Mariuca-uca y, después, le peinaba cuidadosamente las trenzas. Mientras realizaba esta operación musitaba como una letanía: «Pobre niña, pobre niña, pobre niña…» y, al acabar, decía dándole una palmada en el trasero:

—Vaya, hija, así estás más curiosita.

La niña sonreía débilmente y entonces la madre de Daniel, el Mochuelo, la cogía en brazos y la besaba muchas veces, frenéticamente.

Tal vez influyera en Daniel, el Mochuelo, este cariño desmedido de su madre hacia la Mariuca-uca para que ésta no fuese santo de su devoción. Pero no; lo que enojaba a Daniel, el Mochuelo, era que la pequeña Uca quisiera meter la nariz en todas las salsas e intervenir activamente en asuntos impropios de una mujer y que no le concernían.

Cierto es que Mariuca-uca disfrutaba de una envidiable libertad, una libertad un poco salvaje, pero, al fin y al cabo, la Mariuca-uca era una mujer, y una mujer no puede hacer lo mismo que ellos hacían ni tampoco ellos hablar de «eso» delante de ella. No hubiera sido delicado ni oportuno. Por lo demás, que su madre la quisiera y la convidase a boruga los domingos y días festivos, no le producía frío ni calor. Le irritaba la incesante mirada de la Mariuca-uca en su cara, su afán por interceptar todas las contingencias y eventualidades de su vida.

—Mochuelo, ¿dónde vas a ir hoy?

—Al demonio. ¿Quieres venir?

—Sí —afirmaba la niña, sin pensar lo que decía.

Roque, el Moñigo, y Germán, el Tiñoso, se reían y le mortificaban, diciéndole que la Uca-uca estaba enamorada de él.

Un día, Daniel, el Mochuelo, para zafarse de la niña, le dio una moneda y le dijo:

—Uca-uca, toma diez y vete a la botica a pesarme.

Ellos se fueron al monte y, al regresar, ya de noche, la Mariuca-uca les aguardaba pacientemente, sentada a la puerta de la quesería. Se levantó al verles, se acercó a Daniel y le devolvió la moneda.

—Mochuelo —dijo—, dice el boticario que para pesarte has de ir tú.

Los tres amigos se reían espasmódicamente y ella les miraba con sus intensos ojos azules, probablemente sin comprenderles.

Uca-uca, en ocasiones, había de echar mano de toda su astucia para poder ir donde el Mochuelo.

Una tarde, se encontraron los dos solos en la carretera.

—Mochuelo —dijo la niña—. Sé dónde hay un nido de rendajos con pollos emplumados.

—Dime dónde está —dijo él.

—Ven conmigo y te lo enseño —dijo ella.

Y, esa vez, se fue con la Uca-uca. La niña no le quitaba ojo en todo el camino. Entonces sólo tenía nueve años. Daniel, el Mochuelo, sintió la impresión de sus pupilas en la carne, como si le escarbasen con un punzón.

—Uca-uca, ¿por qué demonios me miras así? —preguntó.

Ella se avergonzó, pero no desvió la mirada.

—Me gusta mirarte —dijo.

—No me mires, ¿oyes?

Pero la niña no le oyó o no le hizo caso.

—Te dije que no me mirases, ¿no me oíste? —insistió él.

Entonces ella bajó los ojos.

—Mochuelo —dijo—. ¿Es verdad que te gusta la Mica?

Daniel, el Mochuelo, se puso encarnado. Dudó un momento, notando como un extraño burbujeo en la cabeza. Ignoraba si en estos casos procedía enfadarse o si, por el contrario, debía sonreír. Pero la sangre continuaba acumulándose en la cabeza y, para abreviar, se indignó. Disimuló, no obstante, fingiendo dificultades para saltar la cerca de un prado.

—A ti no te importa si me gusta la Mica o no —dijo.

Uca-uca insinuó débilmente:

—Es más vieja que tú; te lleva diez años.

Se enfadaron. El Mochuelo la dejó sola en un prado y él se volvió al pueblo sin acordarse para nada del nido de rendajos. Pero en toda la noche no pudo olvidar las palabras de Mariuca-uca. Al acostarse sintió una rara desazón. Sin embargo, se dominó. Ya en la cama, recordó que el herrero le contaba muchas veces la historia de la Guindilla menor y don Dimas y siempre empezaba así: «El granuja era quince años más joven que la Guindilla…».

Sonrió Daniel, el Mochuelo, en la oscuridad. Pensó que la historia podría repetirse y se durmió arrullado por la sensación de que le envolvían los efluvios de una plácida y extraña dicha.

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