El Chancellor (ilustrado)
Capítulo VII
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VII
14 de octubre: El Chancellor ha abandonado finalmente el océano vegetal, y la violencia del viento ha disminuido considerablemente. Ha vuelto la brisa fresca, y navegamos rápidamente con dos rizos en la gavia.
Hoy el sol se ha hecho visible y brilla con un destello muy vivo. La temperatura comienza a ser muy elevada. La posición, establecida en buenas condiciones, nos da 21º 33’ de latitud norte y 50º 17’ de longitud oeste. Por tanto, el Chancellor ha descendido más de diez grados hacia el sur.
¡Y su rumbo sigue siendo siempre el sudeste!
He pretendido darme cuenta por mí mismo de esta inconcebible obstinación del capitán Huntly, y he charlado en varias ocasiones con él. ¿Está en su sano juicio o no lo está? No sé qué pensar. En general habla razonablemente. ¿Se encontrará, entonces, bajo la influencia de una locura parcial, de una especie de «ausencia» que se relacione precisamente con los temas de su profesión? Ya se han observado algunos de estos casos fisiológicos, y hablé de ellos con Robert Kurtis, quien me escuchó con frialdad. El segundo ya me lo ha dicho y me lo repite de nuevo: no tiene derecho a desposeer del mando a su capitán en tanto que el navío no se vea en peligro de naufragar a causa de un acto de locura bien comprobado. Se trata, en efecto, de una medida muy grave que comprometería seriamente su responsabilidad.
He regresado a mi camarote hacia las ocho de la tarde, y, a la luz de mi lámpara de balance[23], he pasado una hora leyendo y también reflexionando. Después me he acostado y me he dormido.
Me despierto unas horas más tarde a causa de unos ruidos desacostumbrados. En cubierta resuenan pasos violentos, y se escuchan fuertes interpelaciones. Parece como si los hombres de la tripulación corrieran con cierta precipitación. ¿Cuál es la causa de tan extraordinaria agitación? Sin duda se trata de un braceo de las vergas, por cualquier modificación del rumbo… Pero ¡no! No puede tratarse de eso, puesto que el navío continúa azorrando por la banda de estribor, y, en consecuencia, no ha cambiado las amuras.
Pienso unos instantes en subir a cubierta, pero los ruidos cesan muy pronto. Oigo entonces cómo el capitán Huntly entra en su camarote, situado a proa de la toldilla, y me arrellano de nuevo en mi litera. Ha sido sin duda una maniobra la que ha ocasionado todas esas idas y venidas. Sin embargo, los movimientos del navío no han aumentado. Por tanto, no ha arreciado el viento.
Al día siguiente, 14, subo a la toldilla a las seis de la mañana y observo el navío.
Nada ha cambiado a bordo en apariencia. El Chancellor navega, las amuras a babor, con las velas bajas, las gavias y los juanetes establecidos. Está bien armado, y se conduce admirablemente sobre esta mar que levanta una brisa fresca y dócil. Su velocidad es considerable, y en este momento no debe de ser inferior a once millas por hora.
Pronto el señor Letourneur y su hijo se presentan en cubierta. Ayudo al joven a subir a la toldilla. André viene a respirar, feliz, este aire de la mañana tan vivificante y tan cargado de aromas marinos.
Pregunto a estos señores si no los ha despertado la noche pasada un ruido que indicaba cierta agitación a bordo.
—A mí, no —responde André Letourneur—, y eso que no he dormido más que un rato.
—Mi querido hijo —dice el señor Letourneur—, entonces dormirías muy profundamente, porque a mí también me ha despertado ese ruido de que habla el señor Kazallon. Me pareció, incluso, escuchar estas palabras: «¡Rápido! ¡Rápido! ¡A las escotillas! ¡A las escotillas!».
—¡Ah! —digo—. ¿Y qué hora era?
—Alrededor de las tres de la mañana —responde el señor Letourneur.
—¿Y no conoce usted la causa de ese ruido?
—La ignoro, señor Kazallon, pero no debe de ser grave, puesto que no han llamado a nadie a cubierta.
Dirijo mi mirada hacia las escotillas, situadas a proa y a popa del palo mayor, que dan acceso a la bodega del navío. Se hallan cerradas como de costumbre, pero observo que están cubiertas por fuertes hules, y que han sido tomadas todas las precauciones necesarias para obtener un cierre hermético. ¿Por qué habrán sido condenadas tan cuidadosamente esas aberturas? Hay algún motivo que no me puedo explicar. Sin duda Robert Kurtis me lo explicará. Así que espero a que llegue el turno de guardia del segundo, y me reservo las observaciones que acabo de hacer, pues prefiero no comunicárselas al señor Letourneur.
El día será magnífico, puesto que el sol es resplandeciente al amanecer y el aire es muy seco —lo cual es un buen presagio—. Todavía se ve, por encima del horizonte opuesto, el disco de la luna medio consumido, que no se pondrá antes de las diez horas y cincuenta y siete minutos de la mañana. Dentro de tres días será el cuarto menguante, y el 24 la luna nueva. Consulto mi anuario y veo que ese día tendremos una gran marea sicigia[24]. Pero eso nos importa muy poco a nosotros, que en medio del océano no podremos sentir los efectos de dicha marea; pero en todas las costas de los continentes y las islas el fenómeno será muy curioso de observar, puesto que la luna nueva levantará las masas de agua a una altura considerable.
Estoy solo en la toldilla. Los señores Letourneur han bajado a tomar el té, y yo espero al segundo.
A las ocho, Robert Kurtis viene a hacerse cargo de su turno de guardia, que le cede el teniente Walter, y yo voy a estrecharle la mano.
Antes de desearme los buenos días, Robert Kurtis echa una rápida mirada hacia la cubierta del navío, y sus cejas se fruncen ligeramente. Después, examina el estado del cielo y el velamen del navío.
Enseguida se acerca al teniente Walter.
—¿Y el capitán Huntly? —pregunta.
—Todavía no lo he visto, señor.
—¿No hay ninguna novedad?
—Ninguna.
Después, Robert Kurtis y Walter conversan durante unos instantes en voz baja.
A una pregunta que se le hace, Walter responde con un signo negativo.
—Envíeme al bosseman, Walter —dice el segundo en el momento en que el teniente se separa de él.
El bosseman no tarda en presentarse, y Robert Kurtis le hace unas preguntas a las que aquél responde en voz baja, pero sacudiendo la cabeza. Después, a una orden del segundo, el bosseman llama a la dotación de guardia y les ordena regar los hules que cubren el escotillón.
Instantes después, me acerco a Robert Kurtis, y nuestra conversación se centra al principio en detalles insignificantes. Viendo que el segundo no aborda el tema que me interesa, le digo:
—A propósito, señor Kurtis, ¿qué ha sucedido esta noche a bordo?
Robert Kurtis me mira con atención, sin responderme.
—Sí —prosigo—, me despertó un ruido desacostumbrado, que también interrumpió el sueño del señor Letourneur. ¿Qué ha ocurrido?
—Nada, señor Kazallon —responde Robert Kurtis—. Una falsa maniobra del timonel ha estado a punto de que el navío tomara por avante, y hubo que bracear de pronto, y eso es lo que ha causado cierta agitación en cubierta. Pero el mal ha sido corregido con prontitud, y el Chancellor recuperó inmediatamente su rumbo.
Me parece que Robert Kurtis, normalmente tan recto, no me ha dicho la verdad.