El Chancellor (ilustrado)

El Chancellor (ilustrado)


Capítulo XIII

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XIII

Del 24 al 29 de octubre: Durante los cinco días siguientes la mar ha estado muy fuerte. Aunque el Chancellor ha renunciado a luchar contra ella, y navega a favor del viento y las olas, se ve extremadamente sacudido. Durante esta navegación sobre un brulote[28], no tenemos ni un solo momento de tranquilidad. ¡Miramos con auténtica envidia esa agua que rodea al navío, que atrae, que fascina!

—Pero —digo a Robert Kurtis—, ¿por qué no afondar la cubierta? ¿Por qué no precipitar toneladas de agua sobre la bodega? Cuando el navío estuviera lleno, ¿dónde estaría el mal? Una vez apagado el incendio, ¡las bombas volverían a arrojar toda el agua a la mar!

—Señor Kazallon —me responde Robert Kurtis—, le he dicho y le repito que, si damos entrada al aire, por poco que sea, el fuego se propagará en un instante a la totalidad del navío, ¡y las llamas lo rodearán desde la quilla hasta la punta de los mástiles! Estamos condenados a la inactividad, ¡y existen circunstancias en las que hay que tener el valor de no hacer nada!

¡Sí! Tapar herméticamente toda salida es el único medio de combatir el incendio, y es lo que ha hecho la tripulación.

Mientras tanto, los progresos del fuego son incesantes, y tal vez más rápidos de lo que suponemos. Poco a poco, el calor se ha hecho tan fuerte, que los pasajeros han debido buscar refugio en la cubierta, y los camarotes de popa, ampliamente aireados por las ventanas del espejo de popa, son los únicos que pueden ser ocupados. La señora Kear no abandona el uno, y en cuanto al otro, Robert Kurtis lo ha puesto a disposición de Ruby, el negociante. He ido en varias ocasiones a visitar a ese desdichado, que está totalmente loco, y hay que tenerlo atado si no se quiere que rompa la puerta de su camarote. ¡Cosa curiosa! Ha conservado en su locura un sentimiento de terror espantoso, y lanza terribles alaridos, como si, bajo la influencia de un fenómeno fisiológico, sintiera quemaduras reales.

En varias ocasiones he visitado también al ex-capitán, y he encontrado a un hombre muy tranquilo, que habla razonablemente, menos cuando se trata de su profesión de marino. Sobre este tema no posee ningún sentido común. Le ofrezco mis cuidados, puesto que sufre, pero no quiere aceptarlos, y ya no sale de su camarote.

Hoy el sollado de la tripulación ha sido invadido por una humareda, acre y nauseabunda, que se filtra por las junturas de los mamparos. Resulta indudable que el incendio hace progresos por ese lado, y, poniendo atención, se pueden escuchar sordos rugidos. ¿Por dónde le entra al fuego todo el aire que lo alimenta? ¿Cuál es la abertura que ha escapado a nuestra búsqueda? ¡La espantosa catástrofe ya no puede evitarse! Tal vez sólo sea cuestión de unos días, de unas horas, y desgraciadamente la mar es tan gruesa que no se puede soñar con huir en las embarcaciones.

Por orden de Robert Kurtis, se cubren los mamparos del sollado con un hule al que se riega con agua incesantemente. Pese a estas medidas, la humareda sigue transpirando en medio de un calor húmedo, que se expande por la proa del navío y hace que el aire sea casi irrespirable.

Afortunadamente, tanto el palo mayor como el palo de trinquete son de hierro. Si no, quemados por su base, ya se habrían venido abajo, y estaríamos perdidos.

Robert Kurtis hace, sin embargo, todo lo posible, y, bajo ese viento del nordeste que refresca, el Chancellor navega con rapidez.

Hace ya catorce días que se ha declarado el incendio, y sus progresos son incesantes, ya que no hemos podido combatirlo. Actualmente la maniobra se hace cada vez más difícil a bordo. En la toldilla, cuyo suelo no está en relación directa con la bodega, todavía se puede estar de pie, pero en la cubierta, y hasta el castillo de proa, es imposible andar incluso con gruesos zapatos. El agua ya no basta para mantener el frescor de las tablas que el fuego lame y que se encorvan sobre sus baos. La resina de esta madera de abeto burbujea por los alrededores de los nudos, las costuras se abren, y la brea, licuada por el calor, fluye mientras dibuja caprichosos abigarramientos siguiendo los impulsos del balanceo.

¡Y, para colmo de desdichas, el viento cambia bruscamente al noroeste, y sopla con furia! ¡Se trata de un auténtico huracán, como los que se producen a veces por estos parajes, y nos aleja de las tierras de las Antillas que tratábamos de alcanzar! Robert Kurtis quiere hacerle frente capeando, pero el viento es tan fuerte, que el Chancellor no puede mantenerse a la capa, y muy pronto necesitamos huir para evitar los golpes de mar, que son terribles cuando golpean a un navío de costado.

El 29, la tormenta está en todo su apogeo. El océano está desencadenado, y el agua de las olas cubre totalmente al Chancellor. Sería imposible botar una embarcación al agua sin que se hundiese inmediatamente. Nos hemos refugiado unos en la toldilla y otros en el castillo de proa. Nos miramos, no osamos hablamos.

En cuanto a la bombona de picrato, ni siquiera nos acordamos de ella. Hemos olvidado ese «detalle», por emplear la expresión de Robert Kurtis. Realmente no sé si la explosión del navío, que pondría fin a esta situación en un instante, no sería de desear. Al escribir esta frase tan sólo pretendo dar una idea exacta de nuestro estado de ánimo. ¡El hombre que se encuentra largo tiempo amenazado por un peligro acaba por desear que sobrevenga, ya que la espera de una catástrofe inevitable es más horrible que la realidad!

Mientras siguió siendo posible, el capitán Kurtis mandó retirar una parte de los víveres almacenados en la despensa, en la que ahora ya no se puede entrar. El calor ya ha estropeado una gran cantidad de provisiones; pero hemos podido colocar en la cubierta algunos barriles de carne salada y de bizcochos, un tonel de aguardiente y barricas de agua, y hemos puesto junto a ellos mantas, instrumentos, una brújula y velas, a fin de poder, llegado el caso, abandonar inmediatamente el navío.

A las ocho de la tarde, pese al fragor del huracán, se pueden escuchar ruidosos rugidos. Las escotillas de la cubierta se abren a causa de la presión del aire recalentado, y unos torbellinos de humo negro se escapan de ellas como el vapor por la válvula de una caldera.

La tripulación se precipita hacia Robert Kurtis para recibir órdenes. Una sola idea se apodera de todos: ¡huir de este volcán que va a irrumpir bajo nuestros pies!

Robert Kurtis mira al océano, cuyas monstruosas olas rompen sin cesar. Ni siquiera es posible acercarse a la chalupa, situada sobre sus gradas en medio de la cubierta, pero todavía es posible utilizar el bote, que cuelga de sus pescantes a estribor, así como la ballenera, suspendida a popa del navío.

Los marineros se precipitan hacia el bote.

—¡No! —exclama Robert Kurtis—. ¡No! ¡Sería jugar nuestra última baza contra un golpe de mar!

Algunos marineros enloquecidos, con Owen a la cabeza, quieren no obstante lanzar la embarcación al agua. Robert Kurtis se precipita sobre la toldilla y, cogiendo un hacha:

—¡Al primero que toque los aparejos —exclama—, le hundo el cráneo!

Los marineros se retiran. Algunos trepan sobre los flechastes de los obenques. Otros se refugian incluso en las gavias.

A las once se escuchan violentas detonaciones en la bodega. Son los mamparos que revientan, dando paso al aire caliente y al humo. Inmediatamente surgen torrentes de vapor de la cobertura del sollado de proa, y una larga llamarada va a lamer el palo de trinquete.

Entonces se elevan varios gritos. La señora Kear, sostenida por la señorita Herbey, abandona precipitadamente los camarotes, que el fuego está alcanzando. Después se presenta Silas Huntly, con el rostro ennegrecido por la humareda, y tranquilamente, después de haber saludado a Robert Kurtis, se dirige hacia los obenques de popa, monta por los flechastes, y se instala en la cofa de mesana.

A la vista de Silas Huntly me acuerdo entonces del hombre que ha quedado encerrado bajo la toldilla, en ese camarote que las llamas tal vez van a devorar.

¿Habrá que dejar perecer a ese desdichado de Ruby? Me lanzo por la escalera… Pero el loco, que ha roto sus ataduras, se presenta en ese mismo momento con los cabellos quemados y las ropas ardiendo. Sin proferir un solo grito, anda por la cubierta, ¡y no le queman los pies! Se lanza entre los torbellinos de humo, ¡y el humo no lo asfixia! ¡Es como una salamandra humana que corre a través de las llamas!

Entonces se oye una nueva detonación: la chalupa vuela en pedazos por los aires; la escotilla del centro salta, desgarrando el hule, y un chorro de fuego, largo tiempo comprimido, crepita hasta la mitad del mástil.

En este momento el loco lanza unos alaridos estremecedores, y se escapan de la boca estas palabras:

—¡El picrato! ¡El picrato! ¡Vamos a saltar todos! ¡Vamos a saltar! ¡Vamos a saltar!

Después, sin que haya habido tiempo suficiente para detenerlo, se precipita por la escotilla en el horno ardiente.

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