El único amigo del demonio
Capítulo 14
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Capítulo 14
Cuando era pequeño solía amar los dinosaurios. ¿Quién no? Eran gigantes y todos les tenían miedo y podían comerse a mis padres. No deseaba necesariamente que se comieran a mis padres, pero sabía que podían hacerlo; sabía que tenían el poder de hacer lo que quisieran y nadie los detendría porque eran dinosaurios.
El condado de Clayton no tenía un zoológico, pero una vez cuando tenía cuatro años fuimos de vacaciones a San Diego y visitamos el zoológico local. Los leones, tigres y gorilas eran geniales y todo, pero lo que realmente quería ver eran dinosaurios. Había leído sobre ellos toda mi vida y esa era mi gran oportunidad. ¿El zoológico tendría un T-rex? ¿Un estegosaurio? Mi favorito siempre fue el triceratops, no me pregunten por qué. Solo se veían bien. ¿Tienen un triceratops, papá?
Él se rio y me dijo que los dinosaurios estaban muertos.
Imaginen por un momento que han ido a un zoológico, emocionados por ver a su animal favorito —digamos, un elefante—, solo para descubrir que todos los elefantes han muerto, justo antes de que llegaran. Eso es lo que pensé al principio: que todos los dinosaurios del zoológico se habían enfermado, o se habían intoxicado por una comida en mal estado y habían muerto en una tragedia inesperada. ¿Cómo reaccionarían? ¿Cómo reaccionarían si fueran un niño de cuatro años? Me destruyó. Quería saber lo que había pasado con ellos, si los encargados del zoológico habían hecho algo para salvarlos y dónde iban a conseguir nuevos. Y, por supuesto, mis padres eran funebreros y yo tenía una vaga idea de lo que significaba, así que me pregunté si embalsamaríamos a los dinosaurios mientras estábamos de viaje allí. No sabía lo que era embalsamar cuando tenía cuatro, pero conocía la palabra. Sabía que era algo que se hacía con las personas muertas y que era importante. Imaginaba que los dinosaurios eran lo suficientemente importantes como para recibir el mismo trato.
No sé si mis padres comprendían la profundidad de mi confusión —si entendían lo que significaba—, pero por ese tiempo descubrieron por qué estaba confundido. Nadie me había dicho que los dinosaurios estaban extintos; y si lo habían hecho, no me habían explicado lo que significaba. Mi papá se volvió a reír, encantado por las adorables confusiones de su hijo de cuatro años, y me explicó que todos los dinosaurios habían muerto, en todo el mundo. Habían muerto hacía millones de años.
Sin importar adónde mirara, cuánto viviera o cuánto lo deseara, nunca vería un dinosaurio en ningún lugar porque ya no existían. Todo lo que quedaba eran huesos, e incluso los huesos eran demasiado antiguos para tocarlos.
Piensen en eso por un momento.
En el repentino descubrimiento de que el único animal que deseabas ver de repente fue asesinado de forma irremediable; seguro, había ocurrido hacía millones de años, pero para mí ocurrió justo allí, en ese momento. En mi mente estaban vivos, millones de ellos, y luego cayeron los meteoritos y el mundo acabó y todos murieron entre llamas y agonía. Fui testigo presencial de una extinción masiva. ¿Cómo podía un niño soportar algo así?
Hay mucha confianza involucrada en la forma en la que aprendemos del mundo. En las cosas que sabemos, las que creemos saber y las personas que nos las cuentan. En las cosas que aprendemos por nosotros mismos y las cosas que asumimos sobre todos los demás. La confianza es por lo que funcionamos como sociedad. Eliminen la confianza y dejamos de funcionar.
Me uní al equipo de Ostler porque no me quedaba nada y no tenía otras alternativas concretas. Mi plan siempre había sido crecer, obtener un título en ciencias mortuorias y trabajar como funebrero. Nunca quise nada más, realmente. Parece un sueño bastante extraño en retrospectiva, el estar tan determinado a seguir los pasos de unos padres que odiaba. Pero el odio, pensándolo bien, era reciente, algo nuevo inspirado por el divorcio, el abandono y la adolescencia. La mayor parte de mi vida estuvieron bien: enojados a veces, cariñosos otras. Mi papá me golpeó algunas veces y golpeó a mi mamá muchas veces, pero yo no tenía la capacidad emocional de distinguir eso de las cosas buenas: las bromas en la cena, las películas en el sofá y las historias antes de dormir. En ocasiones, él dormía en el suelo de mi habitación, porque yo estaba muy asustado para dormir solo. No sé si eso lo hacía un buen padre, pero lo hacía más que solo un mal padre.
Para cuando las cosas se echaron a perder y todos nos alejamos, mi corazón ya había escogido el negocio familiar y ninguna asociación desagradable podía cambiarlo. Embalsamar un cuerpo —limpiarlo, cuidarlo, darle su última ceremonia solemne de la vida que solía tener— era mi máxima fuente de paz. Era a lo que recurría cuando las cosas se ponían demasiado complicadas para lidiar con ellas y cuando mi familia se arruinó. Embalsamar era todo lo que tenía.
Y luego llegaron los Marchitos, mi mamá murió, arruiné la vida de Brooke, y Ostler tenía la llave de la única puerta que parecía una ruta de escape. Hice muchas cosas siniestras para matar a esos Marchitos y, en la desesperación final por matar a Nadie, hice cosas que no pude ocultar. Trabajando con Ostler podía ayudar a Brooke, olvidar a mi mamá y hacer que todos mis crímenes desaparecieran. Podía dejar mi vida atrás.
Hacerlo nunca es tan sencillo como suena. Y entonces estaba listo para hacerlo otra vez: me estaba yendo, tal vez para siempre. Había escapado de Potash otra vez y estaba listo para desaparecer.
Casi listo.
Me encontraba de regreso en el parque, sosteniendo una nueva caja de madera de pie frente a la parrilla. No había nevado desde la última vez, y los restos de madera semicarbonizada yacían húmedos y fríos en el suelo. Los pateé para sacarlos del camino; los quemaría, pero solo cuando el fuego fuera grande. Eso no sería un problema. Haría una fogata realmente grande.
Comencé como lo hacía siempre, partiendo las maderas en trozos más y más pequeños, doblándolas con mis manos; sintiendo la resistencia de la madera, sintiéndola crujir en mis manos mientras forcejeaba con ella, presionando los dientes hasta que las tablas se partían con un crujido brutal que hacía aullar a Boy Doy. Lo ignoré; no podía permitirme reír ante su miedo pero tampoco fui capaz de confortarlo. Él simplemente estaba allí y yo simplemente estaba a su lado y toda la interacción que tuviéramos era una ilusión; como con las marionetas en la televisión del niño de los Mercer. Respiré profundo y apilé los trozos de madera cuidadosamente en hileras, construyendo mi pequeña cabaña con la precisión de un arquitecto que erige un puente para cruzar el mundo: pieza a pieza, poquito a poquito, esta ramita aquí y esta madera allí y cada una exactamente donde debía estar, hasta que ya no pude soportarlo y las desparramé con mis manos, gritando por la frustración. Boy Dog se puso de pie en su lugar bajo la mesa, mirando alrededor en busca del peligro que había alarmado al extraño chico humano. Apreté los puños, respirando profundamente. Tenía las copias de las cartas del Cazador en mi bolsillo, las tres; las saqué, las abollé y apilé la madera descuidadamente sobre ellas. No era bonito, pero encendería. Tomé una cerilla y encendí el papel; lo observé oscureciéndose hasta volverse negro, con una delgada línea amarilla consumiéndose por el calor en los extremos. Una oleada de color expandiéndose por la superficie arrugada y dejando ceniza negra detrás.
Las ramas más pequeñas comenzaron a arder y luego a quemarse con una llama baja, casi invisible. Miré el fuego atentamente, alimentándolo con ramas más grandes cuando estaba listo para agarrarlas y pequeñas cuando solo necesitaba combustible. Rápidamente las llamas eran altas y ardían con más calor del necesario, tan calientes que se habían consumido a sí mismas antes de que desapareciera todo el combustible, pero no me importaba, y cuando el calor llegó a mi rostro me di cuenta de que estaba sonriendo, y cuando Boy Dog ladró me di cuenta de que me estaba riendo, gritando de emoción ante la masa caótica de llamas. Necesitaba más; no era lo suficientemente grande, el fuego quería salirse de su caja de metal y llegar más alto. Miré alrededor, pero todo estaba cubierto de nieve. Mis ojos se detuvieron en la caja de cartón llena de madera, la coloqué con cuidado frente a la parrilla y luego empujé toda la fogata hacia ella; arrojar el fuego lo había extinguido la última vez, pero en esta ocasión fui más listo; lo moví dentro de combustible a salvo y, tras un momento de sosiego, volvió a encenderse, con llamas acariciando el cartón y prendiendo la madera hasta que parecía brillar con un poder interior, como si la madera en sí misma fuera solo fuego disfrazado, atrapado en una dolorosa forma sólida y aullando para que lo dejen en libertad.
Un metro era altura suficiente para alcanzar la mesa de pícnic.
Quería más.
—¡Fuera! —grité alegremente—. ¡Sal de aquí! —Boy Dog me miró en silencio, pero cuando me vio patear la caja en llamas a través de la nieve hacia la entrada de su escondite, ladró y salió corriendo. Con Boy Dog fuera del camino, el espacio debajo de la mesa era una cueva perfecta de madera cubierta de nieve. La caja estaba demasiado caliente para tocarla, las llamas consumían ávidamente las paredes de cartón, pero la empujé debajo de la mesa con el pie y observé mareado por la fascinación cómo el fuego comenzaba a consumir la propia mesa.
El fuego iba a ser libre.
La escasa ventilación hizo que el aire rugiera mientras el fuego lo absorbía desde debajo de la mesa. La nieve derretida estaba filtrándose entre las tablas de madera. Encontré las maderas carbonizadas de la última vez que estuve allí y las usé como una pala para empujar la nieve de la mesa y, de pronto, en lugar de derretirse, la nieve se estaba evaporando por completo, elevándose en el aire en visibles nubes de vapor. La gruesa madera pintada de la mesa comenzó a ennegrecerse y a arder, y yo sonreí mientras las llamas anaranjadas abrasaban cada una de las tablas. El fuego había crecido y se había intensificado y despegado, saliendo de su pequeña caja y yendo más allá de donde yo quería, sino adonde él quería. Y lo quería todo.
—Así es —dije mirándolo, y luego grité hacia el cielo—. ¡Así es! —miré a Boy Dog, deseando compartir mi júbilo, pero él solo me miraba taciturno, inmóvil. Volví a pensar en las marionetas en la televisión del niño Mercer y la repentina yuxtaposición me resultó tan graciosa que no pude evitar levantar la mano y estirar los dedos y el pulgar juntos, como la boca de una marioneta—. Oye, Boy Dog, ¿qué piensas de este increíble fuego? —puse una cara gruñona y hablé en un tono áspero, abriendo y cerrando la mano al ritmo de las palabras—. Bueno John, soy un perro tonto. No tengo una opinión sobre nada que no sea comida o las sábanas de Potash —regresé a mi voz normal, mirando la mano marioneta con mi expresión más seria—. Hablando de Potash, ¿por qué no me siguió? ¿Muy ocupado asesinando inocentes para amenazar mi vida hoy? —de vuelta con voz de perro—. Lo sé, es como si ya ni siquiera le importara amenazarte. La magia ha desaparecido completamente de su relación. Tal vez está gruñéndole a otro adolescente al que ha estado amenazando además de ti. Puedes estar desaparecido por días antes de que siquiera lo… noten…
Dejé de hablar, pero seguí moviendo la mano, abriendo y cerrando la falsa boca de marioneta, mirándola directamente. Era el mismo movimiento que había hecho la primera vez que vimos a una víctima del caníbal. Estaba haciendo una demostración del movimiento de los dientes. Entonces mostré mis dientes, presionándolos juntos e imité el movimiento con mi mano.
Era una marioneta.
La mesa hizo un fuerte crujido, algún nudo en la madera que estallaba por el calor. Un auto pasó por mi visión periférica por la calle al otro extremo del parque, y verlo me devolvió a la realidad con una conmoción repentina. Eso ya no era una barbacoa o una fogata, era un incendio; un incendio en un lugar público, destruyendo propiedad de la ciudad. Maldije y di un paso atrás para mirar la escena con una mirada crítica. La nieve que había removido era demasiado evidente: nadie lo vería como un pícnic que se salió de control, sino como un intento deliberado de quemar la mesa. Mi mejor opción era tomar a Boy Dog y largarme, desaparecer antes de que alguien lo notara. Lo llamé suavemente y corrí al auto; él me siguió, pero en su ritmo pesado y lento. Llamé otra vez mientras sacudía mis piernas, pero él no podía ser instado a moverse. Abrí la puerta del auto para acomodar las cosas que había cargado en la mañana mientras Potash dormía y Boy Dog aumentó la velocidad de una caminata a un trote lento. Miré alrededor. ¿Quién me observaba desde ventanas lejanas? ¿A través de espesas ramas?
¿Debería advertir a los demás sobre la marioneta? ¿Acaso me tomarían en serio si lo hacía?
Finalmente, Boy Dog llegó al auto y se acomodó a los pies del asiento del acompañante. Me aseguré de que no estuviera en el camino, cerré la puerta de un golpe y corrí al lado del conductor mientras buscaba mis llaves. Entré al auto, me senté y observé el fuego. Parecía delgado y etéreo a esa distancia, con esa luz, las llamas perdiéndose en el cielo matutino de fondo. Un humo negro comenzaba a rizarse en nubes negras y moletas.
Tenía que irme ya. Tenía que ir por Brooke y marcharme.
Pero si lo hacía, todo el equipo moriría.
Tomé mi teléfono y marqué el número de Potash con una mano mientras encendía el auto con la otra. Me respondió una alerta diciendo que el número estaba equivocado y deseé haberme molestado en registrar los números telefónicos de todos en marcado rápido. Colgué y marqué otra vez.
—John, ¿por qué te fuiste otra vez? —contestó Potash.
—Negación plausible —dije—. Yo no te he visto cometer ningún genocidio y tú no me has visto incendiar ninguna mesa de pícnic.
—¿Has incendiado una mesa de pícnic?
—Acabo de decir que no lo hice, ¿siquiera me escuchas? —coloqué la llave en su lugar, la giré y escuché cómo el motor rugía—. El Cazador está usando una marioneta.
—¿Qué?
—Tiene un cráneo en una marioneta, uno real, probablemente; lo limpió, aseguró la mandíbula y ahora lo utiliza para tomar bocados de los cuerpos —puse reversa y salí velozmente, mirando sobre mi hombro mientras gritaba al teléfono—. Es por eso que no se duerme cuando muerde a los cuerpos sedados, es por eso que los bocados están esparcidos por doquier en lugar de estar concentrados en un solo punto, y es por eso que sus métodos son una confusa mezcla de precisión y ferocidad: porque está fingiendo ser un caníbal. Es todo una puesta en escena, desde las mordidas hasta las marcas de inyecciones ocultas y las cartas que nos envía. Todo es falso.
—¿Por qué fingiría el canibalismo?
—Para despistarnos —respondí, saliendo a la carretera. La mesa del parque seguía ardiendo radiante detrás de mí y me di cuenta de que en todo mi plan frenético solo pensé en escapar. Nunca consideré en absoluto en la posibilidad de apagar el fuego. Pude haberlo hecho si actuaba rápido; había nieve suficiente para extinguirlo por completo. Pero ni siquiera pasó por mi mente. Odio matar un fuego.
—¿John? —dijo Potash.
—Intenta engañarnos —insistí mientras avanzaba por la carretera—. Es un Marchito, y sabe que tenemos a Brooke y ahora probablemente sepa que tenemos a Elijah, así que está ocultando sus métodos. Si hubiera aparecido en la ciudad asesinando personas de la forma en la que lo hacía siempre, hubiéramos descubierto de quién se trataba y cómo trabajaba, y también hubiéremos encontrado una forma de asesinarlo. Sabe que podemos hacerlo porque lo hemos hecho con media docena de Marchitos. Así que está ocultando sus verdaderos asesinatos y dejándonos unos falsos para mantenernos en la oscuridad. Cuando venga por nosotros no sabremos nada sobre él.
Me detuve, esperando que respondiera, pero todo lo que escuché fueron murmullos lejanos de fondo. Luego de un momento, Potash volvió a hablar.
—Al parecer somos nosotros los que vamos tras él. Trujillo cree haber descubierto dónde está.
—¿Dónde?
—¿Sabes algo de este tipo? —preguntó Potash ignorando mi pregunta—. ¿Algo en absoluto? Pensamos que podríamos lidiar contra un caníbal; solo usamos chalecos y disparamos primero. Pero si todo esto es una actuación… necesitamos saber a qué nos enfrentamos.
Balbuceé y tartamudeé por un minuto intentando reunir los pocos fragmentos de información que teníamos de El Cazador; o del verdadero asesino que estaba usando a El Cazador como fachada. Era listo. Era cuidadoso. Era paciente. Pero ya sabíamos todo eso. Estaba enfrentándose a todo un equipo de asesinos del FBI por sí solo…
—Es confiado —respondí armando la imagen lentamente en mi mente—. Ha hecho muchos planes, incluida mucha interacción, y hasta ahora todo ha funcionado. Es un planificador, lo que implica que está planeando algo grande; no solo asesinatos individuales y mensajes, sino el final del juego. Él es… —negué con la cabeza mientras miraba si había hielo en el camino e intentaba pensar lo más rápido posible; lo más difícil ya que había muchas cosas que no podía decir sin delatarme a mí mismo—. Es conversador —agregué, pensando en las cartas. Y en los correos: había insistido en comunicarse conmigo pero nunca dijo nada realmente—. Las palabras son importantes para él, y la comunicación. Algo de todo eso significa algo para él, tal vez el intercambio de pensamientos o ideas.
—Tal vez solo es extrovertido —comentó Potash.
—Tal vez —asentí—. O tal vez es solo un mentiroso. Su comunicación solo es importante porque ha sido su método para engañarnos. Planeó todo esto para que no sigamos su rastro, lo que significa que… lo que significa que su verdadero rastro no tiene nada que ver con lo que nos está haciendo creer.
—Así que no es un caníbal —dijo Potash.
—Quizás no puede ser caníbal —dije de pronto—. ¿Estás con los demás?
—Sí.
—Brooke dijo algo sobre un Marchito que no tiene boca: alguien que no podría comerse a sus víctimas porque no puede comer nada. Es probable que un Marchito sin boca también esté obsesionado con la comunicación, lo que explicaría por qué ha estado escribiendo tantas cartas; porque su único medio de comunicación es a través de palabras escritas.
Escuché más murmullos de fondo y un improperio que debía haber sido de Nathan.
—¿Potash? —pregunté.
—¿Estás cerca?
—A diez minutos, tal vez.
—¿Y estás seguro sobre esto? —preguntó—. ¿Sobre la marioneta, el engaño, todo eso?
—Todo tiene sentido —respondí—. Por primera vez en la investigación tenemos una teoría que explica todas las variables.
—¿Y el Marchito sin boca?
—No puedo estar seguro hasta que lo vea —dije—, pero encaja. Si fueras un monstruo sin boca intentando esconderte de un grupo de cazadores de monstruos, ¿qué mejor manera de hacerlo que haciéndolos perseguir a un carnívoro dentado y hambriento?
—No te preocupes —respondió—. Te creo. Ven lo más rápido que puedas porque estaremos en alerta máxima. Trujillo tiene muchas notas acerca de un Marchito sin boca y no es nada bueno.
—¿Cuál de ellos es?
—Su nombre es Rack —respondió Potash—. Al parecer es su rey.