El único amigo del demonio

El único amigo del demonio


Capítulo 1

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Capítulo 1

Soy bueno ahora, lo prometo.

Mi nombre es John Wayne Cleaver, y nací en un pequeño pueblo en medio de la nada llamado Clayton. Ya saben, esas pequeñas ciudades al costado del camino, por las que pasas sin notarlas, o tal vez, te detienes para cargar combustible y piensas: Qué basurero, ¿quién podría vivir aquí? Por dieciséis años, yo pensé eso. Y desearía poder decir que era aburrido, que jamás pasaba nada y que vivíamos bajo una espesa neblina de inocencia, lejos de los problemas del mundo moderno, pero no puedo hacerlo.

He matado gente. No tanta como otras personas, lo aseguro, pero eso no es mucho consuelo, ¿o sí? Si alguien se sienta a tu lado en un autobús y te extiende la mano diciendo: «Hola, soy John, solo he asesinado a unas pocas personas», eso no te dejaría precisamente tranquilo. Pero así es, he matado, y algunos eran demonios, es verdad, pero otros eran personas. Que yo no haya matado a esas personas personalmente no es el punto; murieron por mi culpa. Eso es algo que te cambia. Comienzas a ver las cosas de una forma diferente, la vida y su fragilidad. Es como si todos fuéramos Humpty Dumpty, unidos por un cascarón delgado y agrietado, colgados en una pared como si no fuera gran cosa. Creemos ser invencibles, y luego, un pequeño golpecito y pum, se escapan más sangre, vísceras y gritos de los que jamás hubieras imaginado que podrían estar dentro de un solo cuerpo. Y cuando la sangre desaparece, todo lo demás desaparece con ella; respiración, pensamiento, movimiento. Existencia. En un minuto estás vivo, y luego, de repente, ya no lo estás.

Solía preguntarme si todo eso iba a algún lugar. Si las cosas que solían conformar tu «vida» realmente dejaban tu cuerpo para ir físicamente a otro sitio. Conservación de la materia y la energía, y todo eso. Pero he visto la muerte, y la vida no va a ningún lado, y creo que eso es porque la vida no existe, no realmente. La vida no es una cosa, es una condición; la activamos y la desactivamos. Con todo lo que hablamos sobre tomar una vida, no hay nada que tomar.

Pero soy bueno ahora, lo prometo. He matado, y cualquier deseo de sangre que haya tenido está satisfecho. Me levanto por las mañanas, voy a ver a mi tutor, voy a terapia y luego a trabajar con el FBI, donde ayudo a rastrear a otros asesinos; y digo las cosas correctas y hago las cosas correctas, nadie me tiene miedo y todo está bien. Miro programas sobre viajes. Cocino. Resuelvo acertijos para mantenerme ocupado. Y, algunas veces, por la noche, voy a la carnicería, pido la pieza más grande de carne, la llevo a casa, cubro la habitación con plástico y hago pedazos la carne con un cuchillo de cocina, cortando, desgarrando, picando y gruñendo, hasta que no quedan más que restos. Luego, envuelvo el plástico con la carne, sangre y todo, lo desecho y todo queda limpio y en calma otra vez.

Porque soy bueno ahora.

Lo prometo.

—Te amo, John.

Solía pensar que amaría escuchar a Brooke Watson decir esas palabras. Pero ahora rompen mi corazón cada vez que las oigo. Nunca creí tener un corazón, hasta que estuvo roto. Es difícil ver el sentido de algo que todo lo que provoca es dolor.

—Tú no me amas —respondí, acomodándome en la incómoda silla de hospital. Estábamos sentados en el área de demencia de un asilo en una polvorienta y pequeña ciudad del medio oeste llamada Fort Bruce. Era más grande que Clayton, el pueblo en el que Brooke y yo crecimos, pero eso no es mucho decir. Habíamos dejado Clayton hacía casi un año, cuando Brooke comenzó a perder la cabeza. Solo ha empeorado desde entonces—. Tu nombre es Brooke Watson y eres mi amiga —le dije.

—Mi nombre es Nadie —aseguró ella negando con la cabeza.

—Nadie era un demonio. Tú la llamaste «Marchita».

—Los Marchitos son malignos —su expresión se oscureció.

Miré a través de la ventana enrejada el cielo gris sobre el manto de nieve de enero que cubría la ciudad como una capa de cenizas. La nieve nueva es limpia, la vieja es negra, llena de suciedad y basura.

—Es verdad —volví a mirar a Brooke—. Los Marchitos son malignos, y tú no eres una de ellos. Nadie era un monstruo, ella te poseyó, pero ya se ha ido. Ella está muerta y tú tienes sus recuerdos, pero no eres ella. Tú eres Brooke —la miré, preguntándome otra vez (por milésima vez), cómo podría ayudarla. Su mente parecía oscilar como la brisa, etérea e imposible de predecir.

«Poseída» no era exactamente la palabra correcta para describir lo que le había ocurrido, pero se acercaba; la posesión implica un espíritu o fantasma, pero el cuerpo de ella fue tomado por una entidad física, un monstruo hecho de cenizas y grasa, un lodo negro que Brooke, en sus momentos más lúcidos, llamaba «materia del alma». El demonio llamado Nadie estaba hecho de eso, se metió en su sangre y la manejó como a una marioneta. Supongo que la mejor palabra sería que Brooke fue «invadida» pero, honestamente, hablando de invasiones corporales y usando palabras como «mejor», las cosas resultan un poco embarradas y bien podrías no hablar de eso en absoluto. Pero así es la vida en el negocio de la caza de demonios, supongo.

Oh, sí.

Brooke miró sobre mi hombro, con sus ojos fijos en algún recuerdo distante más que en la pared del hospital a apenas tres metros de distancia. Kelly Ishida, la policía que forma parte de nuestro pequeño grupo de cazadores, había cubierto la pared con posters de flores y paisajes, pero parecían casi insultantes. La mente de Brooke fue sepultada bajo miles de años de recuerdos oscuros, cuando se fusionó con la de una demonio que pasó milenios invadiendo cuerpo tras cuerpo, chica tras chica, solo para resultar inevitablemente desilusionada hasta acabar con su vida (y la del cuerpo anfitrión) una y otra vez. ¿Se suponía que unos posters de flores harían que eso desapareciera?

—Mi nombre es Lucinda —dijo Brooke, furtivamente, como si estuviera contándome un secreto—. Solía vender flores en el mercado, pero ahora estoy encerrada aquí —se detuvo por un momento y luego sus ojos se fijaron en mí—. No me gusta este lugar —una pequeña lágrima se comenzó a formar en uno de sus ojos, creciendo hasta caer sobre sus pestañas, deslizándose por su rostro. La observé caer por su piel, dejando un delgado rastro húmedo. Me concentré en la lágrima porque me ayudaba a ignorar todas las cosas horribles que nos rodeaban. Su voz parecía lejana y débil—. ¿Puedes sacarme de aquí?

Estábamos, como dije, en el área de demencia del Centro de vida asistida Whiteflower. Habíamos viajado mucho, siguiendo los recuerdos incompletos de Brooke sobre varios Marchitos; pasamos cerca de cuatro meses en San Luis persiguiendo a un demonio llamado Ithho que les robaba los dedos a las personas, y luego alrededor de siete meses en Callister, cazando a un demonio que solo podía escuchar a las personas sufriendo. «Demonio», al igual que «poseída», no era la palabra correcta ahora que sabíamos lo que eran —que aún no era mucho francamente—, pero al menos sabíamos que no eran como el típico viejo de la bolsa del catolicismo o del judaísmo, o de otra de las grandes religiones. Llegamos a Fort Bruce por el hecho sin precedentes de que se encontraban dos Marchitos en la misma ciudad; habíamos pasado unos tres meses recolectando información y, como la ciudad no tenía una verdadera institución mental, Brooke se encontraba en Whiteflower con un grupo de pacientes con demencia. Ella era la más joven, por varias décadas, pero más allá de todo, el lugar tenía un buen servicio: su habitación y el piso estaban cerrados, ella se encontraba bajo vigilancia constante y el personal tenía experiencia en enfermedades mentales y en riesgo de suicidio. Una de las pocas cosas que Brooke podía recordar era haberse quitado la vida miles de veces y haber sobrevivido. Su percepción de las cosas estaba un poco alterada.

—Tienes que quedarte aquí por ahora —le dije. Lo decía casi a diario, sin importar cuánto lo odiaba. Un año atrás no hubiera dicho nada, probablemente me habría marchado sin más, para ser honesto. No tener sentimientos había sido mucho más sencillo que sentirse culpable todo el tiempo—. Estás enferma, y aquí pueden ayudarte.

—No estoy enferma, soy Lucinda.

Lucinda era una de las mujeres a las que Nadie había asesinado en siglos, y sus recuerdos estaban mezclados con los de todas las demás dentro de la mente de Brooke. El doctor Trujillo, el psicólogo de nuestro equipo, contó más de treinta personalidades diferentes, pero dijo que pocas salían a la luz en más de una ocasión. Lucinda lo había hecho tres o cuatro veces, y me preguntaba qué había en la situación de Brooke que hacía que esa chica en particular emergiera. ¿Habría estado en una institución o en un hospital? Pocas de las víctimas de Nadie eran tan actuales, si no lo malentendimos; la mayoría eran de cientos o miles de años atrás. ¿Cómo había encontrado a Lucinda, y dónde? ¿Qué la había atraído de la vida de esa chica y qué había provocado que eventualmente acabara con ella?

¿Cómo son los recuerdos de Brooke sobre la muerte?

—Tu nombre es Brooke Watson —repetí—. Mi nombre es John Wayne Cleaver —dudé, sabiendo lo que quería decir pero sin atreverme a expresarlo en voz alta. Me quedé sentado con la boca abierta, luchando con las palabras hasta que finalmente las dije, en voz baja en caso de que el doctor Trujillo estuviera escuchando—. Voy a sacarte de aquí, no sé cuándo, pero lo prometo. Vamos a escapar.

—¿Vamos a casarnos?

—No, Brooke, tú no me amas —sus palabras eran como un piquete helado en mi pecho y respondí negando con la cabeza.

—Te amo más que a nada —insistió con firmeza—. Te he amado por miles de años, te he amado desde que el sol nació y las estrellas cantaban canciones para despertarlo. Te amo más que a la vida, que a respirar, que al cuerpo y al alma. ¿Quieres que te demuestre…?

—No —dije, intentando calmarla—. Detente. Voy a sacarte de aquí, pero tienes que dejar de decir eso.

—Será nuestro secreto, entonces.

—No —repetí—, no será nuestro nada. Tú no me amas.

Se detuvo un momento, analizándome con una mirada que parecía demasiado vieja para una chica de diecisiete años.

—Sé todo sobre la nada —dijo suavemente—. Yo soy Nadie.

—Tú y yo Brooke, ambos. Tú y yo —respondí con un suspiro.

Nathan Gentry golpeó la mesa de la sala de conferencias con la punta de sus dedos.

—Esta vieja está loca.

De todas las personas de nuestro equipo, Nathan sería el más fácil de asesinar. No es que necesariamente quisiera matar a uno de ellos, pero tenía un plan para hacerlo en caso de que fuera necesario. No hace daño estar preparado. Nathan era flojo, pero no gordo, una combinación ideal entre «fuera de forma» y «sin aislación» que dejaba sus órganos vitales justo en la superficie, sin músculos o grasa interponiéndose en el camino. Para los demás necesitaría un plan, pero con Nathan todo lo que necesitaba era un cuchillo: un corte en el estómago o en las piernas para retrasarlo, acercarme y cortarle la garganta. Él daría pelea, pero yo ganaría. Si se encontrara distraído en el momento, leyendo un libro con sus auriculares puestos como lo hace la mayor parte del tiempo, sería más sencillo.

De alguna manera esperaba que, si alguna vez llegaba ese momento, él no lo hiciera fácil.

Se suponía que yo no debía pensar esas cosas, obviamente. Tenía reglas para evitar lastimar a alguien, reglas que estuve siguiendo desde que tenía apenas siete años; desde que descubrí, con la sangre de una rata muerta en mis manos, que era diferente de las demás personas. Que era un sociópata apartado del resto del mundo, rodeado de gente normal pero siempre inexorablemente solo. Tenía reglas para mantener mis impulsos más peligrosos bloqueados. Pero también tenía un trabajo, y era planear asesinatos. Todo el día, todos los días, estudiaba a nuestros objetivos, descubría sus debilidades, y encontraba la forma precisa de matarlos. Es un conjunto de habilidades en las que soy particularmente bueno, pero no es algo que se pueda desactivar fácilmente.

Aparté la vista de Nathan para mirar las fotografías de nuestra investigación, forzándome a concentrarme en el asunto que estábamos tratando. La «vieja» que Nathan creía que estaba loca era Mary Gardner, y él tenía un buen punto, aunque eso no me hacía odiarlo ni un poco menos. Desvié mi desprecio en lo que esperaba que fuera una provocación graciosa.

—Entrenamiento de la sensibilidad —le recordé. Como empleados del gobierno teníamos bastante entrenamiento de la sensibilidad, y se había convertido en uno de nuestros recursos para rematar cualquier clase de broma, insulto o parloteo. Me gustaba tener esa clase de recursos, porque me hacía más sencillo saber lo que a otros les resultaba gracioso y qué les resultaba molesto. No siempre podía descubrirlo por mi cuenta.

—Lo siento —dijo Nathan—, esta «mujer» está loca —el ritmo en su voz desapareció, de una forma que llegué a reconocer como un sarcasmo frustrado. Reprimí una sonrisa, sabiendo que había llegado a él.

—Eso no es lo que él quería decir —agregó Kelly. Y su voz tenía un rastro de frustración también—. Quiere decir que no deberías usar «loca» como un calificativo, ya que John también tiene un desorden mental.

Kelly Ishida sería mucho más difícil de asesinar. Había tenido entrenamiento como policía y trabajó en homicidios por seis años según su archivo, así que ella sabía cómo defenderse. Su archivo también decía que tenía veintinueve años, pero si la hubiera visto por la calle habría jurado que tenía veintidós. O veintitrés, como máximo. Era casi de mi estatura, de ascendencia japonesa-americana, con cabello negro largo y ojos oscuros. También sabía que tenía el sueño muy ligero y que guardaba un arma en su mesa de noche; ninguna de esas eran señales de una mente particularmente sana. Asumí que tendría algo que ver con el incidente que provocó que dejara la policía y se uniera a nuestro equipo, pero aún no lo sabía con certeza. Los detalles no estaban en su archivo, pero lo que fuera le causó muchos problemas de confianza. Aunque no tantos como ella creía; aún dejaba que yo le llevara el café a diario. Si el momento llegaba —si es que llegaba— podía envenenarla cuando quisiera.

—Nosotros, los locos, tenemos que mantenernos unidos —comenté, aún analizando las fotografías. Había visto algo en una de ellas y, luego de pensar por un momento, se la pasé a Kelly a través de la mesa; problemas de confianza o no, ella era una excelente detective. La fotografía era casi idéntica a todas las que teníamos de Mary Gardner: vestía un uniforme de enfermera, un suéter y un barbijo azul; pero esta tenía una diferencia clave. Indiqué una sombra extraña en el centro.

—Mira esta protuberancia junto a su cintura.

—Los suéteres hacen eso a veces, así que es difícil estar seguros de lo que haya debajo. ¿Crees que sea un arma? —preguntó Kelly examinando la fotografía más detenidamente.

—No es su cadera, a menos que tenga unas caderas muy extrañas —comenté.

—Entrenamiento de la sensibilidad —dijo Diana, y tuve que reprimir otra sonrisa. Diana Lucas era la única persona del equipo que alguna vez disfrutaba de mis bromas. Matarla no solo sería difícil por su físico (había sido militar y era tan fuerte como un ladrillo), sino que también lo lamentaría después. No éramos amigos, de por sí, pero nos llevábamos bien; unidos por el desprecio compartido hacia Nathan, como si fuera poco. Él siempre le decía que debían andar juntos, como las únicas personas de color del equipo, y creo que eso la irritaba más que nada. Incluso lo golpeó una vez. Sinceramente deseaba no tener que matar a Diana.

—Compárala con esta —volví a dirigirme a Kelly, acercándole otra fotografía por la mesa—. Esta es más antigua, de hace unas semanas, así que lleva otra ropa y la estamos viendo desde otro ángulo. La protuberancia sigue ahí. Es demasiado constante como para ser un pliegue del suéter.

—Tal vez —respondió Kelly, y tomó una lupa, una verdadera lupa, como de un detective de antaño. Era una de las excentricidades de Kelly. Esperaba que sacara una pipa y un sombrero de Sherlock Holmes—. Podría ser un arma —agregó estudiando la fotografía más a fondo—. ¿Tenemos alguna otra toma de ese lado?

—¿Cuál es el problema con un arma? —preguntó Nathan, mirando cómo yo filtraba las fotografías—. Ella es alguna clase de monstruo sobrenatural, ¿no es así? Al parecer, un arma sería el menor de nuestros problemas.

—Entrenamiento de la sensibilidad —dije.

—Ah, vamos, ¿ahora qué? —respondió Nathan con un tono incluso más frustrado que antes—. ¿Ya no podemos llamar monstruos a los monstruos? ¿Nos preocupa ofenderlos?

—Me estaba advirtiendo a mí mismo esta vez —dije mientras encontraba otra fotografía y se la entregaba a Kelly—. Estaba a punto de llamarte «idiota» y quería evitarles a los demás la molestia de remarcármelo.

—Oye —comenzó a protestar, pero lo interrumpí.

—Eres un idiota —agregué—, pero para ser justo, también eres nuevo, así que tal vez aún no has terminado con toda la lectura.

—He leído más que nadie en esta habitación —dijo él—. ¿Olvidas que tengo literalmente un doctorado en Biblioteconomía?

Diana puso los ojos en blanco; no podíamos olvidar los títulos de Nathan, porque él los restregaba frente a nuestras narices cada vez que tenía oportunidad.

—Te haré saber si alguna biblioteca de ciencias comienza a sangrar. Pero hasta entonces, aplica tu investigación con un poco de sentido común. ¿Asumo que leíste el reporte sobre mi segundo encuentro con un Marchito?

—Por supuesto que lo hice —respondió—. Eso es exactamente de lo que estoy hablando. Si esta mujer es capaz de transformar sus manos en garras o lo que sea, un arma parece la menor de nuestras preocupaciones.

—Entonces si ella tuviera poderes sobrenaturales que harían que una pistola fuera redundante, ¿por qué lleva un arma?

—No todos los Marchitos tienen garras —dijo Diana, explicando nuestro razonamiento más pacientemente que yo—. Algunos de ellos (como el segundo con el que John se enfrentó, Clark Foreman), al parecer no tienen ningún medio de defensa, ni poder sobrenatural más allá de cualquier base… lo que sea… que los convierta en Marchitos en primer lugar. Foreman tenía un arma específicamente porque no tenía garras. Si nuestra información es correcta, Mary Gardner absorbe la salud de otros para mantenerse sana, y es por eso que trabaja como enfermera. Nada en su perfil indica que tenga alguna forma de defensa sobrenatural, y el hecho de que lleve un arma apoya ese análisis.

—De acuerdo, tiene sentido —asintió Nathan—. Nunca lo había pensado de esa forma.

—Eso es porque eres un idiota —respondí.

—En serio —dijo Nathan golpeando la mesa—, ¿por qué rayos aguantan a este niño? ¿Qué tienes, dieciséis?

—Diecisiete.

—Diecisiete años y bocón como el diablo, ¿y nosotros tenemos que sentarnos aquí y simplemente aguantarte porque eres alguna clase de súperpsicópata? —continuó, mirando a Diana—. ¿Es porque respetamos sus habilidades como sociópata asesino, o porque tememos que enloquezca y nos mate a todos?

Nathan era al menos diez años mayor que yo, pero mucho más joven de lo que sus credenciales sugerirían, porque él, al igual que todo el resto del equipo, era un prodigio en su área de experiencia. De acuerdo con su archivo, tenía dos másteres y dos doctorados, todos ellos relacionados con alguna forma de investigación. Sabía más que nadie que conociera sobre historia mediterránea, lo cual era particularmente impresionante ya que una de las personas que conocía era Brooke/Nadie, quien había vivido allí literalmente durante siglos. Sabía todo eso sobre él por su archivo, pero también porque nos lo contaba constantemente; al igual que nos contaba cómo se había abierto el camino para salir del gueto en Filadelfia, pagando él mismo la universidad y obteniendo su primer doctorado de Harvard antes de cumplir los veinte años. Había logrado muchas cosas, y yo respetaba eso; lo que me fastidiaba era que supiera tanto acerca de todo y que de lo único que hablara, al parecer, fuera de él mismo. ¿Cómo no iba a confrontarlo por eso?

—Él simplemente me observa —comentó Nathan.

—Él hace eso —dijo Diana—. No te acostumbras a eso —por mucho que la admirara, secretamente me sentía orgulloso de poder ponerla así de nerviosa. Ella había entrenado con las fuerzas de seguridad de la Fuerza Aérea, uno de los únicos servicios en Estados Unidos que entrenaba mujeres como francotiradoras, y ella había sido su estrella. Había estado en el equipo antes de que yo me uniera a él, así que no estaba seguro de cuáles fueron las circunstancias en las que llegó; los detalles no estaban en su archivo, al igual que los de Kelly. Para ser exacto, los míos tampoco estaban; sabían que yo había matado a tres Marchitos y que mi mamá había muerto en el ataque final, pero no sabían cómo. Y tampoco sabían nada sobre Marci.

Noté que estaba presionando el borde de la mesa con tanta fuerza que las yemas de mis dedos estaban perdiendo el color. No podía permitirme seguir pensando en Marci. Repasé mi secuencia numérica, un ejercicio mental que me ayudaba a calmarme: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34. Inhala y exhala profundamente.

—Esto es definitivamente un arma —afirmó Kelly, que seguía inmersa en las fotografías—. Fue un buen hallazgo, John. Llamaré a los demás.

—¿Qué nos dice eso exactamente, entonces? —preguntó Nathan—. Ella trabaja hasta tarde en una parte peligrosa de la ciudad; tal vez quiera ser capaz de defenderse sin tener que transformarse en un monstruo todo el tiempo.

—Eso es totalmente posible —asintió Kelly—, pero, por otro lado, nuestros registros no dicen nada acerca de que ella tenga permiso para portar armas, y aun así tiene una en un hospital. Esas son dos leyes que está rompiendo, lo que parece innecesario solo por defensa personal. La hemos tenido vigilada durante semanas y no hemos sabido nada sobre esa arma hasta ahora. Eso significa que ella realmente quiere tener una y que realmente desea que nadie sepa que la tiene, y esas dos cosas unidas parecen un buen signo de que algo extraño está ocurriendo.

—Son muchos «realmente» —comenté.

—Entrenamiento de la sensibilidad —dijo Nathan. Yo alcé las cejas y él frunció el ceño—. Alguien más tenía que decirlo.

La puerta de la sala de conferencias se abrió sin que nadie tocara, y Linda Ostler entró: la mujer que formó el equipo y la líder de facto de la guerra secreta del gobierno estadounidense contra lo sobrenatural. Según su archivo, tenía cincuenta y tres años, lo que la hacía incluso mayor que Trujillo, y tenía la fuerza de voluntad para disimular esa edad con un aura de experiencia ganada con trabajo duro y autoridad. Kelly se puso de pie de inmediato; un reflejo de su entrenamiento como policía, asumí.

—Agente Ostler —dijo Kelly—. Estaba a punto de llamarla, hemos encontrado algo nuevo en el caso Gardner…

—Gracias, señorita Ishida, pero me temo que eso tendrá que esperar. Llamó el agente Potash, iremos tras Cody French.

—¿Ahora? —preguntó Diana.

—Inmediatamente —respondió Linda Ostler—. Potash lo está observando, y tenemos motivos para creer que nuestra oportunidad está a punto de llegar. Si el análisis de John es correcto, tenemos alrededor de tres horas para asesinarlo antes de que se pierda esa oportunidad, posiblemente por semanas.

—Alístense todos, entonces —dijo Diana ya dirigiéndose a la puerta—. Los veo en el auto en diez minutos —esquivó a Ostler y desapareció por el corredor.

—¿Estás listo para esto? —preguntó Kelly mirándome.

—Estoy que brinco de alegría.

—¿Me necesitan para algo? —preguntó Nathan—. No soy un agente de campo, pero he estado entrenando con armas de fuego y…

—Las armas no serán de ayuda con este —respondió Kelly—. Ni siquiera Diana será de mucha ayuda, a menos que algo salga mal, un punto en el que tener gente de más haría que las cosas fueran todavía peores. Este es todo para John y Potash —concluyó mirándome.

—Entonces ¿para qué irás tú? —continuó Nathan. Kelly volteó hacia él con una expresión helada.

—Yo voy porque, a diferencia de ti, sí soy un agente de campo y realmente completé mi entrenamiento con armas, y sé exactamente cómo se supone que el plan debe funcionar. Podríamos necesitarlo en el futuro, señor Gentry, pero hasta entonces debe quedarse aquí —él permaneció en silencio y yo seguí a Kelly y a Ostler por el corredor.

—En realidad, es doctor Gentry —comenté—, y es muy grosero de tu parte olvidar su título. ¿Sabes lo duro que tuvo que trabajar para eso? Logró salir del gueto en Filadelfia…

—El doctor Gentry es un buen modelo de dónde podrías estar tú un algunos años, John —dijo la agente Ostler—. Haz buen uso de tu inteligencia y obtén un título o dos.

—Y fastidiaré a todos a mi alrededor.

—Ya fastidias a todos a tu alrededor —respondió Ostler—, al menos Nathan no lo hace a propósito.

Tenía un plan para asesinar a Ostler también. Lo esperaba con mucho entusiasmo.

Yo vivía en un apartamento a dos puertas de distancia de un demonio llamado Cody French. Ser su vecino había sido mi idea: después de todo, habíamos llegado a Fort Bruce para estudiarlo, intentando buscar una forma de matarlo, y ¿qué mejor forma que interactuando con él directamente? Eso era lo que yo había aportado al equipo, más que nada: no tanto mi experiencia, sino mi visión. El gobierno de los Estados Unidos periféricamente tuvo conocimiento de la existencia de demonios por décadas, al igual que muchas otras naciones. Pero saber de ellos y lastimarlos son dos cosas muy diferentes. Sea lo que fueran los Marchitos, eran sobrenaturales, y eso los hacía difíciles de predecir, rastrear y matar. ¿Cómo planeas asesinar a algo que tiene el poder de hacer e incluso de ser algo completamente inesperado? Ostler había heredado un equipo con un historial de breves vistazos y escapes por poco y, mientras tanto, yo había asesinado a tres de esas cosas por mi cuenta. Eso no tenía un verdadero truco, planeé sus muertes al igual que las de mis compañeros de equipo. Pasando tiempo con ellos, descubriendo sus puntos débiles para luego presionar esos puntos hasta que morían. Me hice amigo de ellos y luego los maté.

Ser mi amigo no es, estadísticamente hablando, algo seguro.

Sabíamos de Cody French al igual que supimos de todos los demás Marchitos: Brooke nos contó sobre él. Brooke era mi amiga de la infancia, mi vecina, y yo tuve algo así como un enamoramiento por años. Digo «algo así» porque los sociópatas no se enamoran como el resto de las personas. Mirando atrás, a través de una visión terapéutica, puedo decir con mayor certeza que tenía una obsesión con el ideal de Brooke, un ideal que tenía poco que ver con la verdadera Brooke. Deseaba lo que ella representaba —un ideal platónico de inocencia y belleza—, no porque quisiera compartirlo, sino porque quería poseerlo. No eran exactamente las bases de una relación saludable. Ella resultó ser que sentía una atracción mucho más normal hacia mí; casi digo «saludable» en esta oración, pero es un poco «ridículo», ¿no es así? Ella pensó que yo era lindo y me invitó a salir algunas veces, y acabó encadenada a una silla en la cocina de un demente. Luego fue eventualmente poseída por un demonio suicida llamado Nadie. Con cualquier esperanza de tener una vida normal destruida, se unió al equipo de Ostler al mismo tiempo que yo. No sé qué es lo que sus padres pensaban que estaba haciendo, pero apostaría a que imaginaban algo mucho más glamoroso y heroico de lo que era.

Pero incluso la afirmación «se unió al equipo» no era realmente certera. Yo me uní al equipo; Brooke era más como una herramienta que el equipo usaba. Ella quería ser algo más en los momentos que estaba lúcida pero, honestamente, tenía varios miles de años de memorias de un monstruo, sobre su historia suicida, homicida y todos los «icidas» metidos en su cabeza. La mayoría de los días ni siquiera era capaz de vestirse a sí misma.

Ya dije que no es seguro ser mi amigo.

Entonces, el trabajo de Brooke era hurgar en los recuerdos de Nadie, en busca de cualquier información relacionada con algún Marchito que pudiera encontrar. Una vez que reuníamos las piezas suficientes, nos movíamos a su ciudad, tratando de pasar lo más inadvertidos posible, e instalábamos una oficina temporal allí. Teníamos contacto con la policía a través de Kelly, pero en su mayoría nos manejábamos solos; el secreto aterrador de que el mundo estaba plagado de monstruos sobrenaturales no era la clase de información a la que las personas se acostumbran fácilmente, y descubrimos que era más sencillo trabajar en las sombras que intentar capacitar a una nueva fuerza en tácticas de cacería de Marchitos cada unos pocos meses. Nos instalábamos, comenzábamos la investigación y luego era mi turno: Brooke encontraba al Marchito, pero era mi trabajo descubrir cómo matarlo. Albert Potash era quien cometía la mayoría de los asesinatos, con Diana como refuerzo, y Kelly, Nathan y el doctor Trujillo ayudaban con todo lo demás que fuera necesario.

Probablemente debería explicar cómo funcionan los Marchitos. Aún no sabíamos de dónde vienen —la memoria de Brooke era selectiva, siendo leve— pero, de alguna manera, ellos renunciaban a algo a cambio de mayor poder. El primero que conocí, mi vecino Bill Crowley, no tenía identidad propia, cuerpo ni rostro, pero podía robar los cuerpos de otros. Vivió por siglos, o milenios en verdad, pasando de un cuerpo al otro, algunas veces siendo un rey, otras adorado como un dios, pero finalmente acabó en Clayton, intentando sobrevivir. Creo que se cansan después de tanto tiempo, luego de ver tantas cosas y de estar constantemente en la periferia del mundo. Nunca pertenecían realmente a ningún lugar, y puedo asegurar que eso resulta pesado pronto, y yo solo tengo diecisiete. Pasar miles de años sin pertenecer… no hay dudas de por qué Cody French acabó en un agujero de una habitación con un perro viejo y un trabajo sin futuro. Cualquier afán que hubiera tenido, cualquier ambición, había muerto hacía años.

Cody no podía dormir. No es que no necesitara hacerlo, literalmente no podía, ni tomando somníferos ni golpeándose hasta quedar inconsciente, y estaba bastante seguro de que había hecho ambas hasta extremos peligrosos en varios momentos de su vida. Piensen en eso por un minuto: todos los otros Marchitos estaban más allá de los límites de la cordura tras demasiado tiempo de existencia implacable, pero ellos solo pasaron despiertos, en un promedio de sueño humano, dos tercios de ella. Cody había experimentado cada minuto de cada hora de cada día, día tras día, durante años y siglos. ¿Qué haces con todo ese tiempo? ¿Cómo haces para no enloquecer? Cody había elegido los libros, y era una de las personas más leídas que haya conocido, pero eso solo puede ocupar un tiempo. Él ocupó el resto de su tiempo bebiendo, usando el alcohol para obtener un estupor inconsciente que no era exactamente sueño, pero cumplía una función similar. Lo ayudaba a olvidar, a relajarse, a desconectar su mente por algunos preciados minutos aquí y allá.

Y, algunas veces, lo llevaba un poco más lejos.

—Está golpeando tu puerta, Cleaver —dijo una voz en la radio. Albert Potash, creo que podrían llamarlo los músculos del equipo, no era un hombre paciente. Disfrutaba sacar de quicio a Nathan, pero con Potash trataba de evitarlo por completo. No tenía idea de cómo asesinarlo.

—Estamos yendo lo más rápido posible —dijo Kelly manteniendo las manos firmemente sobre el volante—. Las calles están congeladas. Tranquilízate.

Cody French era un hombre difícil de lastimar: tenía los reflejos de un animal salvaje, una mente que nunca se relajaba, y el entrenamiento en combate de un hombre que había pasado miles de años intentando descubrir qué hacer con su tiempo. Y, por sobre todo eso, tenía un increíble nivel de regeneración, pasó nuestra «prueba de reductor de velocidad» con mucho éxito. La prueba era más o menos como sonaba: el segundo paso de todas las cacerías que comenzábamos, luego de conseguir cierta información básica acerca de quién era nuestro objetivo y cómo funcionaba, era golpearlos con un auto. Si eso se encargaba de ellos, tarea fácil; si no, tomábamos el camino largo intentando encontrar una forma de superar su capacidad sobrenatural de sanación. Durante nuestra segunda semana en Fort Bruce, Potash se pasó un semáforo en rojo con un camión de combustible y embistió el auto de Cody de costado mientras se dirigía a su trabajo. El auto quedó destruido, y el interior, cubierto de sangre, pero Cody estaba totalmente ileso cuando lo sacaron del auto; había sanado antes de que los testigos pudieran llegar a él. Así que necesitábamos un método más personalizado, y pasamos un largo tiempo estudiándolo desde las sombras, en busca de alguna debilidad. Y, de pronto, Cody le pidió a su callado y modesto vecino John Cleaver que cuidara a su perro durante algunas horas.

¿Solo unas horas? Ese perro pasaba todo el día solo algunas veces, ¿qué importancia podrían tener algunas horas? Claro, él estaba con una chica, pero llevaba chicas todo el tiempo. ¿Por qué esta vez sería diferente? Resultó que esa chica fue internada unos días más tarde con delirio y alucinaciones, aunque sin señales de abuso físico. Ese es el tipo de cosas que enciende todas nuestras alarmas. Los animales en general me ponían nervioso y, en cualquier otra circunstancia, no habría siquiera tocado a ese perro (lastimé gravemente a algunos animales cuando era niño y tenía reglas para mantenerme alejado de esa tentación), pero esa era mi puerta de entrada, así que sonreí, asentí, y Cody me presentó a su Basset hound llamado Boy Dog; no, no tengo idea de por qué alguien elegiría un nombre tan estúpido, Cody solo se rio cuando se lo pregunté. Acaricié a Boy Dog lo más calmadamente que pude, personifiqué al vecino amigable, y me metí en la vida de un demonio conflictuado. En los meses siguientes lo descubrí: cuando la vida de Cody se ponía demasiado mal, cuando él simplemente ya no podía soportar seguir despierto y quería un descanso, buscaba a una chica —generalmente una prostituta, alguien desesperado y algo sospechoso—, la llevaba a su apartamento y descargaba todo sobre ella. No sus recuerdos, sino su vigilia. La parte de su mente que nunca podía apagarse, que nunca podía detenerse o aquietarse al menos por unos segundos, él la arrojaba sobre alguien más. Y luego dormía, y la chica enloquecía.

—El perro está con otro vecino —dijo Potash—, ¿qué tan cerca están?

—A cinco minutos, como mucho —respondió Kelly—, a menos que quieras que nos matemos en un accidente automovilístico en el camino.

—El perro no es parte del plan, de todas formas —comenté—. Mejor que esté en otro lado, así puedo moverme con libertad.

—Esta chica es más joven que tú —la voz de Potash sonó quebrada en la radio.

—Probablemente una fugitiva —dijo Kelly—. Alguien que no iría con lo policía y que no tiene a nadie que se ocupe de ella. Apostaría a que ya tiene problemas con las drogas, así que sus alucinaciones no parecerán algo sorprendente si alguien investiga su caso.

—Si la sacamos rápido, ¿podríamos salvarla? —preguntó Diana desde el asiento trasero.

El auto quedó en silencio.

—No lo sé —dije finalmente—. No sé exactamente cómo funciona. Matarlo podría detener la transferencia, o podría hacerla permanente.

—Entonces ¿la estamos condenando con la misma maldición que él? —insistió Diana—. ¿Qué bien hacemos con esto?

—Ella no puede transferirlo a nadie más, y tampoco puede vivir por siempre —respondí.

—Sería mejor si la matamos en el mismo golpe —dijo Potash.

—Absolutamente no, mejor la tenemos bajo custodia y la observamos, tal vez mejore —negó Kelly.

—No lo hará —sentencié.

—¿Y no te importa ella? —preguntó Diana.

Miré por la ventana cómo el mundo pasaba mientras Kelly conducía de prisa por la ciudad, y apreté los puños contando mi secuencia numérica: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13. El doctor Trujillo estaría tan orgulloso. Respiré profundo y volví a pensar en la pregunta de Diana, con más calma, y volví sus palabras contra ella.

—¿Qué bien haría interesarme?

—Todo esto es tu plan, ¿no pudiste hallar una manera de lastimarlo sin tener que destruir a una chica inocente?

—No es que eso me haga feliz…

—Pero tampoco te entristece —interrumpió Diana—. Estamos a punto de arruinar la vida de alguien, todo por asesinar a alguien más, y no te interesa en lo más mínimo, ni un poquito, ninguno de ellos.

—¿Qué bien haría eso? —repetí. Era mi plan, como ella dijo, y lo había analizado desde cada ángulo posible. Interesarnos en el objetivo podría hacer que nos mataran a todos, y conmoverse por un posible daño colateral podría ser igual de peligroso—. Él puede recuperarse del daño más rápido de lo que podemos manejarlo, lo que significa que tenemos que darle un golpe fuerte y preciso del que no pueda recuperarse, lo que sería cortarle la cabeza. Eso significa que tenemos que hacerlo cuando esté incapacitado y eso implica que tenemos que esperar hasta que comience la transferencia. Es el único momento en el que no puede defenderse. Tenemos que hacer esto, y tenemos que hacerlo de este modo. Podría gastar mi energía entristeciéndome por eso, o en asegurarme de que funcione, de que lo atrapemos y que luego de esta última chica él nunca vuelva a lastimar a nadie.

—La gente normal no desactiva su naturaleza humana cada vez que le resulta inconveniente —se quejó Diana.

—Ser como ellos apesta, entonces —respondí.

—No necesitamos discutir esto ahora —interrumpió Kelly—. A veces debes desconectar la empatía para hacer el trabajo; yo lo aprendí en la fuerza y tú, en el servicio militar; John lo aprendió… me da escalofríos pensar cómo lo aprendió. Vamos a hacer el trabajo.

Un cuerpo sin vida dentro de una tina llena de sangre. Un espejo roto. Un auto incendiándose y un grito desesperado.

21, 34, 55, 89, 144.

Ignora todo y no sientas nada.

—Es cuestión de tiempo —dijo Potash viéndonos desde la ventana mientras Kelly entraba al estacionamiento del edificio. Había dos hileras de edificios con un estacionamiento entre ellas, con caminos al aire libre venidos abajo y escaleras que subían hasta los apartamentos. Era invierno, y las aceras estaban cubiertas de hielo sucio e irregular. Kelly estacionó detrás del alto muro de bloques de hormigón después del contenedor, escondiéndonos de cualquiera que pudiera estar mirando por la ventana de Cody French. Diana bajó sin decir una palabra, cargando el bolso con su rifle desarmado—. Dale cinco minutos a Diana para que se ponga en posición, y te encuentro en la puerta —continuó la voz de Potash en la radio.

—Tres minutos —dijo Diana en un murmullo apenas audible en la frecuencia compartida—. ¿Cuán incompetente creen que soy?

—Silencio en la radio —indicó Kelly—. Vamos.

Todos teníamos un trabajo que hacer, y lo habíamos repasado cientos de veces en la oficina, preparándonos para cuando se presentara esta oportunidad. Kelly se quedaría en el estacionamiento, con su placa en la mano, lista para lidiar con cualquier pregunta o vecino molesto. Idealmente no la necesitaríamos. Diana estaría en el otro apartamento que rentamos, justo enfrente del de Cody, con su rifle apuntado y listo para disparar a cualquiera que nos estuviera esperando detrás de su puerta. Idealmente, tampoco ella sería necesaria. Yo tenía una copia robada de la llave de Cody y, al ser quien planeó el golpe, era mi trabajo observar la situación y llamar para avisar si procedíamos o nos retirábamos. Yo entraría, me aseguraría de que él estuviera tan indefenso como lo necesitáramos, y luego…

… y luego, no sería yo quien lo matara. Potash, con un machete de acero, esperaría mi señal y le cortaría la cabeza a Cody de un solo golpe.

Podía sentir ese machete en mi mano, su agarre y su peso, y su repentina resistencia mientras atravesaba la columna. Ese era mi plan, lo había ensayado cientos de veces en mi cabeza. Miles de veces. Algunas veces, en mi mente, tenía que matar a la chica también. Nunca sabes qué complicaciones pueden surgir.

Pero nunca llegué a hacerlo realidad.

Salí del auto y caminé a las escaleras, sacando la llave de mi bolsillo trasero. Albert Potash midió el tiempo perfectamente y llegó a la puerta desde el otro lado en el mismo momento que yo. Era un hombre mayor, delgado y atlético, con su cabello cano aún rasurado con el corte militar que al parecer los suyos nunca podían cambiar. No sabía exactamente dónde había sido entrenado, pero era alguna clase de exsúper-soldado de las fuerzas especiales, el tipo de hombre que un gobierno crea, usa y del cual luego niega su conocimiento por siempre. No me sorprendió encontrar su ficha completamente vacía. Yo había pasado mi corta vida soñando con la muerte, con acabar con una vida tras otra, apuñalando, estrangulando, envenenando y más. Él había pasado su vida haciéndolo en verdad. Lo odiaba fervientemente.

Llevé mi llave a la cerradura, pero Potash me detuvo con un gesto repentino al escuchar algo que yo no alcanzaba a oír. Luego de un momento, me volvió a mirar agitando su mano en señal de que me apresurara. Destrabé la puerta de prisa, empujándola en cuanto se separó del marco, y entré al apartamento. Potash ingresó detrás de mí, silencioso como un fantasma, quitando el machete de su funda de vinilo negro tan rápido que ni siquiera lo vi hacerlo; en un momento estaba cubierto y al siguiente brillaba bajo la luz tenue.

La primera habitación estaba oscura, las ventanas cubiertas con mantas, y ya podía escuchar el ruido: un quejido ahogado, como si alguien se esforzara por hablar. La disposición del apartamento era básicamente igual que la del mío: un comedor pequeño junto a una cocina, que era donde nos encontrábamos, y un corredor que llevaba a dos puertas cerradas, un baño a la izquierda y una habitación a la derecha. Señalé la puerta de la habitación y Potash avanzó en silencio. Apoyó su mano sobre la perilla, se detuvo por un momento, y luego la abrió con cuidado.

La habitación no era una cámara de horrores. No había cuerpos colgando del techo, ni ojos mirando a través de hoyos en la pared. Había una simple cama de madera con una manta delgada, y Cody dormido boca abajo en el centro. Cerca, en el suelo, atada, amordazada y sujeta a la pata de la cama, había una chica adolescente. Estimé que tendía alrededor de quince años, estaba totalmente vestida, sus ojos estaban ojerosos, pero se encontraba despierta y aterrorizada.

—Escúchame —dijo Potash con firmeza, acercándose a ella—. No puedo desatarte aún, pero necesito saber qué ha ocurrido aquí. ¿Este hombre te trajo?

La chica cerró los ojos con fuerza y sacudió la cabeza violentamente.

—¿Está diciendo que no, o ya enloqueció? —me preguntó Potash.

—Él le dio su lucidez sobrenatural —susurré—. Pudo escucharnos afuera antes de que siquiera abriéramos la puerta; probablemente esto suene como un grito para ella —bajé el tono de voz hasta que fue apenas un aliento—. Estamos aquí para ayudarte. ¿Este hombre te trajo aquí?

La chica se tranquilizó y asintió luego de un momento.

—¿Él te drogó?

Ella me miró, probablemente intentando decidir qué tantos problemas le traería responder. Al parecer, decidió que valía la pena y asintió.

—¿Estamos bien para continuar? —preguntó Potash.

—Ella movió la cama casi veinte centímetros —respondí señalando las marcas que la cama había dejado en la alfombra—. Si su esfuerzo no lo despertó, nada que nosotros hagamos lo hará.

—Esto parece muy sencillo —dijo él, pero no respondí. Si lo haces bien, siempre es fácil.

Ese era el genial y terrible final de todo lo que hacía, la paradoja que convertía mi vida en un largo y exitoso infierno. Meses para encontrar una debilidad, más meses para aprovecharla, interminables noches de planeamiento y práctica, avanzando y avanzando hacia ese único y perfecto golpe que yo ni siquiera podía dar. Potash caminó hasta la cama, apuntó su machete y cortó la cabeza de Cody. Los ojos del demonio se abrieron de golpe, sus labios hicieron una mueca como si quisiera hablar, pero era demasiado tarde. El brillante rojo de la sangre que fluía de su cuello su trasformó en una grasosa ceniza negra, y su cuerpo se redujo a la nada. La chica gritó, pero no fue suficiente. Nunca era suficiente. No hubo peligro, ni emoción, ni un ruido visceral mientras el machete vibraba en mis manos.

Meses de creciente tensión y nada con qué liberarla.

—Está hecho —dijo Potash en la radio, rompiendo el silencio una vez que el trabajo estuvo hecho. Limpió la hoja sobre la manta y miró a la chica que se había desplomado a sus pies—. La fugitiva se desmayó, así que supongo que no tendrá las sensaciones del Marchito por siempre.

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